jueves, 21 de marzo de 2013

entre sueños, capitulo 16


«¡Cuánta confusión puede desencadenar un simple beso!», se decía Rochi esa mañana, sentada ante la mesa de la cocina y observando la espumosa superficie de su taza de leche a la vez que, a quinientos kilómetros de allí, Pablo descubría su paradero. Nadie la había besado con la dulzura con la que lo hacía Gaston. Aunque pensara en la vez anterior, cuando quien la besó fue el Gaston duro y arrogante, lo que recordaba era la suavidad con la que su boca quiso reparar la violencia de su ofensa.
Era un hombre apasionado y visceral, pero tierno, pensó. Un hombre que había conseguido enmarañarle los sentimientos. Porque amaba a Pablo, de eso su razón estaba segura; pero era Gaston quien ocupaba su mente la mayor parte del tiempo, y ese hecho confundía a su corazón.
Aquella mañana, después de haber pasado toda la noche soñando con tartas y besos, pensar en que tendría que regresar a Madrid era como si una espina de desazón se le clavara en el alma. Del mismo modo, imaginarse viviendo para siempre en un espacio alfombrado de verde y abierto a un cielo azul, le envolvía esa desazón en agobio.
Y es que, «¡cuánta confusión puede desencadenar un simple beso!», se repetía aún llegada la tarde, sentada en el banco de madera, junto a la pared de la borda, con los pies sobre la hierba fresca y la mirada en la cadena de montañas que custodiaban el valle.
La confusión de Gaston no era mayor de la que le venía torturando desde que había descubierto que la deseaba pero que nunca la tendría ardiendo entre sábanas.
Tal vez por eso, aquel día no se le veía más inquieto de lo habitual. Mientras volteaba las hileras de queso que aún maduraban en la cámara frigorífica, recordaba su atrevimiento de la noche anterior. La paz que sintió al verla en la cocina fue más poderosa que cualquiera de los deseos que se le habían despertado mirándola. El beso que le había robado, poniendo un especial cuidado en no ofenderla, le había descubierto que sus labios, cuando estaban relajados, eran la esencia misma de la dulzura.
A media tarde, cuando terminó con el queso y salió para regresar a Roncal, la vio sentada en el banco, con la espalda apoyada en la pared de piedra, tranquila y absorta.
Caminó hacia ella sin reparar en que, a la vez que disminuía la distancia que les separaba, se le acrecentaba el hormigueo que el beso con sabor a tarta le había dejado en el corazón. Con una sonrisa de complacencia, se sentó a su lado, apoyó la espalda contra la piedra, y miró a lo lejos, como lo hacía Rochi.
—Es hermoso, ¿verdad? —preguntó en voz baja, para no sacarla de su abstracción.
Rochi suspiró. Le gustaba su compañía y su conversación, pero, ahora, su presencia agrandaba el sentimiento confuso que le había dejado el beso... ese beso robado como en un juego.
—Sí que es hermoso —respondió—. Llevo horas aquí, observando cómo cambian los colores de la montaña según avanza la tarde. —Se le escapó una risa temblorosa—. No me creerías si te dijera lo que he estado pensando.
—¡Prueba! —pidió Gaston, volviendo el rostro para mirarla. Ella no se movió.
—Pensaba que un hotel en un lugar como éste, sería algo fantástico. Poder ver esas montañas al amanecer, desde la cama a través del cristal de la ventana; o estos colores cambiantes del atardecer.
—¿Un gran hotel, como el que tendrás algún día?
—¡No! —protestó, girando la cabeza para mirarle a los ojos—. Por supuesto que no. Si yo llegara a un lugar como éste a pasar unos días en un hotel, me gustaría que fuera algo íntimo y especial que se fundiera con la naturaleza. Creo que... —Sonrió y volvió a mirar hacia las cumbres—. Creo que debería ser algo mágico, como todo lo que hay por aquí. Un sitio con pocas habitaciones, camas en las que las sábanas blancas olieran a lavanda. Y algo imprescindible —dijo, riendo—: deberían tener fuego bajo, para encenderlo por las noches y disfrutarlo acurrucada entre las mantas.
—¿Y todo eso para observar las montañas y el infierno verde? —bromeó, con una deslumbrante sonrisa.
—Creo que debería ser un hotel especial, como este lugar —le miró, correspondiendo a su sonrisa con otra, relajada y feliz—. Los huéspedes se enamorarían primero del rincón acogedor que sería su hogar por unos días, y así no les sorprendería cuando toda esta naturaleza y sus gentes se les metieran en el alma y ya no pudieran sacárselos nunca. —Inspiró, volviendo a fijar los ojos en las montañas—. Es lo que me ha ocurrido, y eso que yo no paso los días en ningún hotelito mágico —dijo bajando el tono de su voz hasta que se le desvaneció.
«En el alma», se repitió Gaston, quedándose a su vez en silencio.
¿En verdad se le habían metido en el alma; también él? Porque si se atreviera a preguntarse cómo y hasta dónde se le había clavado ella, ni siquiera sería capaz de definir el lugar. Muy firme, muy profundo; más allá de las entrañas. En algún lugar impreciso del que ya nunca podría arrancársela y desde el que se estaba apoderando de todo su ser.


La cocina olía a cebolla caramelizada, setas asadas y queso fundido.
Durante los últimos días, Rochi había estado probando recetas elaboradas con todo tipo de hongos. Había pensado que la carta del restaurante de su hotel cambiaría cada temporada y, en otoño, abundarían las recetas con diversas variedades de setas y verduras que recordaran las tardes húmedas y frías al refugio y el calor del fuego.
Esa mañana había asado calabacín, rodajas de cebolla caramelizada y setas de cardo con una fina capa de queso Roncal fundida por toda la superficie.
El aspecto y el aroma eran tan deliciosos que habría dado cualquier cosa por encontrar el valor para pedir a Gaston que comiera con ella.
En su lugar, dejó la bandeja en el horno y salió a pasear un rato y a ver a las futuras madres. Desde que las habían bajado a la finca, había más movimiento en las cuadras, y eso le gustaba.
Le sorprendió ver el tractor en el pastizal. Lo normal era que pasara el día bajo el cobertizo que cubría el Land Rover. De allí lo sacaban cada mañana para arrastrar la cama de paja usada en los establos antes de poner una nueva capa, limpia y seca.
Su extrañeza aumentó a medida que se fue acercando. La tapa del motor estaba levantada, y Gaston husmeaba entre piezas grasientas.
—¿También entiendes de mecánica? —preguntó, aproximándose para curiosear.
Gaston la recibió con una sonrisa. Le bastó una mirada rápida para grabársela en la retina, con las botas de monte, los vaqueros desgastados y un grueso jersey naranja sobre el que rozaba su melena ondulada.
—No tengo ni idea —dijo, volviendo su atención hacia el motor—. De esto se suele encargar Nachito, pero él y su hermano se han tomado el día libre.
—¿Y por qué no esperas a que lleguen y lo revisen?
—Porque no tengo paciencia —respondió, inspirando para identificar el suave aroma a moras entre la peste a grasa—. Según lo ha sacado Vicco esta mañana, se le ha parado aquí y no ha habido forma de ponerlo en marcha. Hemos tenido que limpiar el establo a mano, como en los viejos tiempos.
Rochi miró al cielo y después apoyó los brazos en la chapa roja del tractor.
—Va a llover enseguida —aseguró, observando cómo los dedos de Gaston abrían la tapa del depósito del aceite.
—Dile que espere un poco; hasta que yo termine —apuntó, sacando la varilla y comprobando el nivel.
La respuesta hizo sonreír a Rochi.
—Mientras me aproximaba iban cayendo chispitas —continuó informando a la vez que apartaba un trapo grasiento que no le permitía ver el entramado de filtros y cables.
Gaston alzó la cabeza para echar un vistazo a las negras nubes.
—Lleva así toda la mañana. —La miró sonriendo—. No lloverá aún —añadió, pasándole el índice por la nariz y dejando una pequeña mancha negra.
Aquel gesto cariñoso emocionó a Rochi. Apoyados los codos sobre la chapa, se sujetó el rostro entre las manos y se olvidó del cielo y de la lluvia.
—¿Por qué no te ayuda Vicco?
—Porque aún es más inútil que yo en estas lides. Además, ha bajado a Candela hasta Roncal, para que haga algunas compras.
—O sea, que nos han dejado solos ante el peligro —bromeó, refiriéndose al improvisado taller de mecánica.
—«¡O sea!» —repitió Gaston, sonriendo ante aquella expresión a la que no terminaba de acostumbrarse—, que me vas a echar una mano.
—No habrá problema si me indicas qué debo hacer —respondió, sonrojándose ante su guasona mirada.
—Si yo lo supiera... —dijo pensativo y volviendo su atención al motor.
Dos minutos después, las primeras gotas penetraron por el grueso jersey de Rochi.
—Comienza a llover —informó, mirando de nuevo hacia los nubarrones negros.
—Ya lo noto. Pero aguantará —dijo Gaston, girando con rapidez el tapón del aceite—. No me queda mucho.
No había acabado de decirlo cuando las gotas de lluvia arreciaron y el cielo pareció abrirse, dando comienzo al diluvio.
Gaston se frotó la suciedad con el viejo trapo mientras Rochi gritaba, cubriéndose la cabeza con las manos. Ya entonces, el chaparrón era denso y las gotas golpeaban con fuerza.
El instinto protector de Gaston, que lo olvidaba todo cuando se trataba de Rochi, fue el que la agarró por la cintura y la estrechó contra su cuerpo para echar a correr hacia la parte trasera de la última nave.
Rochi gritó y rio como una niña mientras la sensación helada le iba penetrando la ropa hasta mojarle la piel.
Cuando alcanzaron la pared del establo, no sabía si había disfrutado más del aluvión, de sus propios chillidos o del posesivo abrazo de Gaston sobre su cuerpo.
Apoyados contra la pared, bien juntos para que el estrecho alero les diera cobijo, Gaston cedió a la tentación de no soltarla. Su mano la acarició con tiento hasta acoplarse al punto en el que la cintura comienza a descender hacia la cadera.
Estaba hermosa. Con los bucles perlados de transparencias de agua y la piel húmeda en la que se dibujaba una tentadora sonrisa de felicidad.
—Tenías razón —susurró mientras el corazón se le iba agitando—: Estaba a punto de llover.
Rochi no pudo pensar en nada gracioso que decir. La pared y la cortina de agua que caía por el borde del alero los encerraban en un estrecho espacio del que no podían moverse si no querían acabar empapados. Tras la carrera, sus respiraciones aún se escuchaban agitadas y la turbación se agolpaba a su alrededor, haciéndolos vulnerables a los deseos que llevaban escondidos.
Gaston volvió a fijarse en la mancha oscura en la nariz de Rochi. Allí las gotas no se detenían; resbalaban con rapidez sobre su superficie aceitosa.
Se aseguró de que sus manos estuvieran limpias frotándoselas sobre la tela de su pantalón. Después, con el corazón palpitándole en las yemas de los dedos, frotó con cuidado sobre la sombra hasta hacerla desaparecer.
Rochi inspiró despacio mientras él la acariciaba. Porque eso fue para ella aquel gesto: la caricia tierna de unos dedos temblorosos. Y sólo pudo sonreír para devolverle la terneza con los ojos.
Y aquella mirada complaciente fue la llave de la audacia. Del atrevimiento que gastón necesitó para inclinarse sobre los húmedos labios de Rochi y rozarlos con los suyos rememorando un beso con sabor a tarta de manzana con almendras. La misma que le hizo falta a Rochi para presionar sus labios sobre aquellos que sabían a pasiones que se mantenían a la espera.
Gaston se apartó para mirarla a los ojos. Deseaba continuar, pero temía hacerlo. Un simple roce le había dejado sin aliento. No tuvo que pensarlo. A Rochi aún le quedaban restos de osadía. La suficiente como para acariciarle la nuca y pedir, sin palabras, que volviera a besarla.
Con la piel erizada por aquella leve caricia, Gaston volvió a tomarle los labios con suavidad, hasta que la necesidad le hizo buscar una posesión más intensa.
Rochi se estremeció al sentir el lento roce de la lengua, y gimió dándole la bienvenida. Pero cuando la caricia se volvió más exigente, rastreando el hueco por el que invadir su boca, un cielo de realidades se le desplomó encima.
¿Por qué permitía que un hombre que no fuera Pablo la besara de aquel modo?, se preguntó mientras la lengua traspasaba sus débiles defensas, amenazando con licuarle la voluntad.
Retirando a un lado su rostro, empujó con suavidad a Gaston, para que se apartara.
Fue fácil. La besaba con tanta adoración, que ella podía haberlo arrastrado hasta el otro extremo de la finca sin que él se hubiera dado cuenta de que se movían.
Empujarle y que él obedeciera fue fácil. Lo difícil resultó ver, después, el desconcierto en su mirada, leer sus preguntas y no tener respuestas para darle.
Aturdida, buscó a su alrededor y se fijó en el tractor, bajo la lluvia.
—Se está mojando el motor—musitó sin quejón la entendiera—. Has dejado el capó levantado y se está mojando el motor —repitió sin mirarle—. ¿Se puede estropear si se moja?
—Ni lo sé ni me importa —susurró él, rozándole la mejilla con los labios.
—Gaston —murmuró como una súplica—. Creo que deberías hacer algo con ese motor.
El temblor que él sintió bajo sus manos se hizo más intenso. Volvió a mirarla a los ojos. Estaban brillantes; cargados de lágrimas que pugnaban por salir. Supo que el momento de intimidad había acabado. Que el alma de Rochi, al finalizar la magia del beso, había dado paso al sentimiento de culpabilidad y al arrepentimiento.
—Sí —susurró sin dejar de mirarla—. Tengo que hacer algo con ese motor.
Apartar la mano de su cintura fue, para Gaston, como arrancarse un trozo de corazón. Pero, sin más palabras ni más gestos, se volvió y caminó despacio, dejando que la lluvia le calara hasta los huesos.
Cubrió el motor bajando la tapa.
Chorreando agua, volvió los ojos hacia el campo de hierba sabiendo que sería allí donde la encontraría, huyendo hacia la borda. La vio alejarse desdibujada por la lluvia mientras el sabor dulce de sus besos se le fue envolviendo en una costra amarga.
Se dijo que aquél era el precio a pagar por haber puesto los ojos en una mujer que ya tenía dueño, pero, sobre todo, era el precio por el tiempo en el que su sinrazón la había odiado.
Un castigo muy pequeño para una osadía demasiado grande.


Llevaba días realizando gestiones que le asegurarían la morada en el corazón de rochi.
Ahora le llegaba el turno a su divorcio. Divorciarse no debía de ser muy difícil, pensaba
Pablo. Divorciarse y no irse con las manos vacías, sí. Por eso quería actuar con cautela. Porque aunque había descubierto que rochi le proporcionaba más felicidad que todo el dinero y el poder del mundo, necesitaba ese dinero para que viviera como una reina.. Sabía que no le iba a bastar toda su existencia para compensarla por los años que la había mantenido siendo la otra. Pero la rodearía de amor, lujos y comodidades. Iba a vivir y a respirar para ella. Iba a adorarla, amarla y emocionarla cada minuto de los días que le restaban de vida.
.
Le iba a costar llegar a sentirse limpio cuando saliera para siempre de esa casa, pensó, apretando las manos sobre la madera tallada de la cama; pero lo lograría. El amor puro y desinteresado de rochi le ayudaría a conseguir el milagro.
—Buenos días —dijo, sin añadir un amor, cariño o simplemente Mery.
Ella abrió los ojos, sorprendida. Estiró los brazos y volvió a desperezarse mientras lo que quedaba de camisón se le deslizaba hasta la cintura.
—¿Qué haces aquí a estas horas? —ronroneó como una gatita en celo al recordar lo perverso que había sido Pablo esa noche—. ¿No te encuentras bien?
—Estoy perfectamente —respondió él, sin moverse—. Tengo que hablar contigo y éste me parece un buen momento. Durante el día es difícil encontrar el tiempo suficiente para tratar de cosas importantes, y por las noches siempre tienes otros detalles en la mente que te desconcentran.
—Y tú gozas como un depravado cuando yo me desconcentro —aseguró, tomando los tirantes por los extremos rasgados y mostrándoselos con una sonrisa lujuriosa.
Pablo suspiró incómodo. No le gustaba el hombre que era junto a Mery. No, desde que había descubierto que no le compensaba.
—Necesito que hablemos, Mery —dijo, con la mirada perdida en las doradas hojas de los arces—. Tengo algo muy importante que decirte.
—Tú dirás, querido —dijo, apoyando la espalda en el cabecero.
Pablo hubiera preferido que estuviera más vestida. Pero aceptó las cosas como estaban. Si ella se percataba de que aquello le incomodaba, sería capaz de quitarse el camisón por completo y pasearse desnuda por la habitación.
—Quiero el divorcio —dijo, volviéndose a mirarla pero sin apartarse del ventanal.
El sorbo que Mery daba a su zumo se le atragantó. Apartó el vaso, derramando parte de su contenido sobre la cama, y tosió mientras con su mano libre se golpeaba el pecho.
—Si esto es una broma, te aseguro que no tiene ninguna gracia —dijo con una digna y orgullosa furia y secándose los dedos con la sábana ya manchada.
—No es ninguna broma —afirmó Pablo—. Quiero el divorcio y me gustaría que tratáramos esto como personas civilizadas.
—¿Sabes lo que estás diciendo? —exclamó, poniéndosela y anudándola a la cintura con tanta holgura que los lados apenas si cubrieron la mitad de sus pezones—. ¿Es que ya no recuerdas que te saqué de la miseria para convertirte en lo que eres? ¿Se te ha olvidado que seguirás siendo rico y poderoso sólo mientras continúes casado conmigo?
—No olvido nada, Mery. Te agradezco todo cuanto has hecho por mí, pero esto se acabó. —Se apoyó sobre la madera, fingiendo tranquilidad—. Nunca te he amado y tú lo sabes. No quiero seguir viviendo así.
—¿Así? ¿Así, cómo? —dijo con soberbia, parada ante él—. ¿Desayunando caviar, conduciendo un lujoso Mercedes, codeándote con políticos y empresarios, vistiendo trajes de grandes diseñadores...? ¿Te agobia la vida de lujo que buscabas al casarte conmigo?
—Todo lo que disfruto me lo gano con creces —dijo, expectante ante las reacciones de su esposa.
—¿Te lo ganas? —ironizó ella, que se lanzó de nuevo a la mesilla a por su paquete de tabaco—. ¿En tan alta estima tienes a tus polvos?
—La empresa de tu padre que yo dirijo me ocupa todas las horas del día —aseguró, ignorando el sarcasmo porque en el fondo ella decía la verdad—. Ha triplicado sus beneficios desde que yo estoy al frente. Y acabo de cerrar un acuerdo que nos va a abrir a Europa y nos hará crecer de un modo que ni tú ni tu padre habríais llegado a soñar nunca.
—Yo no sueño con empresas, imbécil —gritó antes de encender su cigarrillo con un elegante mechero dorado—. Yo dispongo de más dinero del que seré capaz de gastar en toda mi vida. —Se acercó para lanzarle el humo al rostro a sabiendas de que él lo detestaba—. Tú eres el rastrero que tiene que trabajar para ganarse el pan que te sirven cada día en un plato de oro. Tú, el que debe tenerme satisfecha a mí, porque si no lo haces papá te enviará a la cuadra de caballos de donde te sacó.
—No voy a discutir esto contigo —declaró, y caminó de nuevo hacia la ventana para alejarse del humo sin que se notara que le molestaba—. Sólo quiero que sepas que voy a pedir el divorcio. Me marcho, lo aceptes o no.
—Pensaba que habías dejado de ver a la zorra roba-maridos que tenías como secretaria —dijo Mery, yendo tras él—. Pero ya veo que no es así.
—A ella déjala fuera de esto. Este divorcio es cosa nuestra.
—También este matrimonio es cosa nuestra, y esa trepadora lleva años entrometiéndose. ¿Es ella quien te ha metido en la cabeza lo del divorcio? ¿Tu putita se ha cansado y quiere pasar a ser la gran señora?
—No te voy a permitir que la insultes. —Se volvió para mirarla de frente—. Esto es algo que vamos a solucionar entre tú y yo.
—¿Sabe ella que si te divorcias te irás con una mano delante y otra detrás? —Su sonrisa de satisfacción resultaba malévola—. ¿Sabe que pasarás de llevar esos trajes de Armani a comprarte ropa en los mercadillos?
—¡Ya basta! —gritó, alzando los brazos con impotencia—. Céntrate en lo que de verdad nos ocupa, y ten presente que no pienso irme con las manos vacías después de todo lo que he hecho por la empresa y por tu familia.
—¿Recuerdas el contrato prematrimonial que te hizo firmar papá? —preguntó, expulsando el humo con una sonrisa perversa—. Pues eso mismo, querido, tú lo firmaste y tú te vas sin nada. —Se acercó para susurrarle al oído—: O te quedas para follarme cuando y como a mí me dé la real gana, o te vas a vivir en la miseria junto a tu putita barata.
Pablo la sujetó por los brazos, con fuerza, y la empujó contra el cristal de la ventana a la vez que se mordía los labios intentando contenerse.
—No trates de joderme —advirtió, apretando los dientes—. Te aseguro que tú no conoces al hombre que de verdad soy. Me divorciaré de ti, me casaré con rochi y no me iré con las manos vacías. Te lo aseguro.
—Estos diez años viviendo en la abundancia te han hecho creerte lo que no eres —lanzó Mery, sonriendo porque su violencia le gustaba—. Papá sabrá arrojarte al lugar inmundo del que procedes.
Pablo la soltó, asqueado.
—Llegué a creer que podríamos separarnos como buenos amigos —dijo, retrocediendo unos pasos—. Entre nosotros nunca ha habido amor y tú lo sabes.
—Claro que lo sé —aceptó, sujetando el cigarrillo entre los labios y frotándose los brazos doloridos—. Aunque nunca llegamos a hablarlo, los dos sabíamos que tú buscabas riquezas y que yo necesitaba un hombre que siempre estuviera dispuesto a darme lo que yo exigía.
—Para eso no me necesitas —dijo, en tono conciliador—. Eres una mujer muy hermosa, además de inmensamente rica. Seguro que encontrarás cientos de hombres preparados para someterse a todos tus deseos.
—No tienes ni idea de lo que dices —exclamó, riendo y apoyando la cabeza contra el cristal—. Los he buscado. Porque imagino que sabes que tampoco yo te he sido fiel. No es que estuviera buscándote sustituto —dijo con ironía—. Es que me apetecía probar cosas nuevas. Pero, ¿sabes?, no encontré ninguno tan bueno como tú. —Dio una larga calada a su cigarro—. Si pides a un hombre que se humille, lo hace sin ninguna clase, sin dignidad ni orgullo. Si le sugieres que te fuerce, también lo hace, pero sin realismo. No consigues creerte que te está obligando —cinismo y malicia centellearon en sus pupilas—. ¿Por qué supones que después de diez años sigues aquí, conmigo?
Lo sabía bien. A ella le había dado el máximo de sí mismo, siempre, hasta hacía tan sólo unas horas. Porque sabía que con cada gemido que le arrancaba se pagaba un traje, una cena, una reunión con un político, un BMW.
No era difícil ser el mejor cuando cada brillante gota de sudor que se dejaba entre las sábanas, Mery se la amortizaba al precio de cotización de un diamante.
—Pues lo siento mucho —dijo, inspirando al recordar su maldito buen hacer de esa misma noche—. Porque no estoy dispuesto a seguir con esto.
Mery caminó hacia la cama y se sentó sobre el borde, cruzando las piernas con sensualidad.
—¿Estás seguro? —preguntó, mordisqueándose los labios y alzando una ceja.
—Más de lo que he estado en toda mi vida —le dijo despacio, para que se le quedara bien grabado.
—¿Aunque te garantice que podrás seguir disponiendo de todo el dinero y las comodidades que tienes ahora, a pesar de que convivas con tu fulana, y sólo a cambio de que vengas a follarme a domicilio dos o tres veces por semana? —propuso, tumbándose sobre la cama y alzando los brazos sobre su cabeza.
—Estás loca. ¡Claro que no aceptaría!
—Tampoco yo —dijo con una carcajada—. Sólo te estaba probando. Yo no acepto cosas a medias. O te quedas como mi marido o te largas. Pero si decides marcharte, volverás a sacar el estiércol de esas cuadras a las que ahora no te aproximas ni para ensillar a tus caballos.
—Tendrás noticias de mi abogado —dijo, antes de comenzar a caminar hacia la salida.
—Y tú las tendrás de los abogados de papá —respondió ella, soltando una histérica y sonora carcajada.
Una carcajada que Pablo aún escuchó mientras descendía la escalera.        adaptacion

1 comentario:

  1. ayyy k lindos los rubios pero no entiendo a rochi y m parece k ahora va a empezar lo peor x k va a yegar pablo y va a empezar a estropear la relacion de los rubioss espero k rochi no acepte a pablo no m hagas sufrirrr jajaja besoss

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