CAPÍTULO
15
Primera dama
«¡Buenas noches a todos!»
fueron las primeras palabras que pronunció Rocio desde el centro del escenario,
cuando cesó la estruendosa ovación con que la acogieron las más de cuarenta mil
personas que llenaban el Pepsi Center. Gaston, entre bambalinas, la observaba
sin perder detalle, preguntándose si en verdad esa sofisticada dama cuyo nombre
aparecía escrito en blanco en la marea de carteles azules que se agitaban sobre
las cabezas del público era la misma dulce mujer que descubrió en Crystal Lake,
o que tuvo entre sus brazos en Baltimore. El asistente que lo había recogido en
el aeropuerto le había dado una acreditación, otra más, que le permitía moverse
con libertad por la ciudad, acceder a la convención sin hacer cola en controles
policiales, y sentarse en las primeras filas, junto a los delegados. Pero él
había preferido quedarse más cerca, entre bastidores, desde donde, aunque no la
viera de frente, podía palpar su emoción y la de los miembros del equipo, que
contuvieron la respiración hasta comprobar que las primeras palabras de Rocio
brotaban de sus labios sin ningún temblor.
—¿No quieres ver lo bien que
sale en televisión? —preguntó Eugenia, invitándolo a que se acercara al espacio
técnico donde, además de dar paso a las imágenes en las gigantescas pantallas
de vídeo repartidas por el pabellón polideportivo, no perdían detalle de cómo
se emitía el gran evento en directo a toda la nación.
Él negó con un movimiento de
cabeza y siguió contemplando el delicado perfil y la dulzura con que Rocio iba
contando detalles sobre su vida, su raíz española y el origen humilde de su
familia.
—Los asesores han hecho un buen
trabajo —siguió diciendo Eugenia—. El azul de su vestido, del mismo tono que
sus ojos, seduce en la pantalla del televisor. Millones deben de estar
enamorándose de ella en este momento.
La creyó. Él mismo se estaba
enamorando como un loco inconsciente en ese instante. Y recordó los sabios
consejos de su madre el día de su boda, sobre la necesidad de enamorarse una y
otra vez. Pero ¡no era de Rocio de quien tenía que hacerlo sin descanso, sino
de Lali! De Lali. De Lali.
—Esta
parte es muy bonita —señaló Eugenia cuando Rocio comenzó a contar cómo conoció
a Pablo.
—Yo cursaba la carrera de
Ciencias Políticas en la Universidad—dijo, ante un público entregado y
silencioso—. Todos los estudiantes nos emocionamos cuando supimos que el
senador por el estado de Virginia vendría a darnos una conferencia. Se llenó el
anfiteatro y yo me quedé en la última fila. Mientras el senador hablaba, me
senté en el pasillo de escalones y comencé a adelantarme, poco a poco, creyendo
que nadie se daría cuenta de que ocupaba un peldaño en lugar de un asiento.
—Hizo un gracioso mohín y el estadio al completo le pagó con risas cómplices—.
De pronto, cuando ya había avanzado unas cuatro o cinco posiciones, el senador se
quedó en silencio. Vi que me miraba y que los asistentes también volvían sus
ojos hacia mí. Rogué para que se me tragara la tierra. Y entonces, él me sonrió
de esa forma adorable que todos conocéis, y me dijo: «Señorita, a ese ritmo
acabará la conferencia sin que haya alcanzado lo que pretende. Le ruego que
baje directamente. Sus compañeros de la primera fila le harán un hueco.» —Hizo
una pausa que los congregados en el estadio llenaron de comentarios y nuevas
risas—. A pesar de su amabilidad, en ese momento lo odié porque me hubiera
expuesto a la atención de un abarrotado auditorio. Pero a medida que lo fui
escuchando, ya desde la primera fila —aclaró con buen humor—, me di cuenta de
que teníamos ideales comunes y comencé a enamorarme de él.
El Pepsi Center volvió a
estallar en aplausos y vítores para ella y el senador.
—¿Amor a primera vista? —le
preguntó Gaston a Eugenia, muerto de celos—. Pero ¡si en aquel momento él debía
de doblarle la edad!
—No se notaban los quince años
que le llevaba, igual que tampoco se notan ahora. Hoy, a sus cuarenta y cinco
años, el senador sigue robando los corazones de mujeres de todas las edades.
Gaston se mordió los labios
para no decir lo que realmente pensaba. Hubiera sido demasiado obvio que estaba
loco por Rocio. En el escenario, cuando la multitud volvió a quedarse en
silencio, ella prosiguió.
—Hoy, aquel senador que acabó
convirtiéndose en mi esposo, ha vuelto a exponerme ante un auditorio abarrotado
y además abierto a toda la nación. Pero, esta vez al menos, me ha avisado con
el tiempo suficiente como para que pudiera comprarme un vestido bonito.
Los vítores y los aplausos
volvieron a atronar en el estadio al tiempo que los miles de carteles azules
con el nombre de Rocio se agitaban en el aire.
Gaston siguió el resto del
discurso en silencio, sin prestar atención a las idas y
venidas
de Eugenia ni del resto de miembros del equipo. Sólo veía y oía a la mujer
vestida de azul que, con sus sencillas palabras, conseguía que hirviera el
auditorio. Hasta que, al finalizar, cuando ella alzó las manos para despedirse,
llegó la gran sorpresa. Lo que parecía ser una amplia puerta a su espalda
parpadeó unos instantes y en la pantalla apareció Pablo, con una pulcra camisa
blanca, abierto el primer botón y las mangas remangadas sobre los antebrazos,
en una estancia que bien podía ser la habitación del hotel donde se alojaba esa
noche.
La imagen se multiplicó en
todas las grandes pantallas que hasta ese momento habían estado dirigidas
exclusivamente a Rocio y los más de cuarenta mil asistentes estallaron en
aplausos a un tiempo mientras ella mostraba su sorpresa cubriéndose la boca con
las manos.
—Ya la habéis visto —dijo el
senador con una gran sonrisa—. Por fin la habéis conocido, y ahora entenderéis
por qué le insistí tanto, a pesar de sus muchas negativas a salir conmigo.
—Risas y aplausos lo interrumpieron y aguardó a que remitieran para continuar—:
Esto es lo que vais a tener si me elegís como vuestro presidente. Vais a tener
a alguien que luchará sin descanso para conseguir cosas realmente importantes.
Ella era importante para mí y no me detuve hasta conseguirla. El bienestar de
todos y cada uno de vosotros siempre será importante para mí, y lucharé por
ello hasta mi último aliento.
Cuando el aforo rompió en
gritos y aplausos, Gaston ya había salido de la zona operativa del equipo y
caminaba cabizbajo, roto de amor y celos, abriéndose espacio entre la multitud
enfebrecida para buscar la salida más cercana. Mostraba su acreditación a
quienes custodiaban la puerta cuando el barullo se redujo y se oyó de nuevo la
voz pausada del senador:
—Estás preciosa, Rocio. Te
quiero.
—Lo ha hecho muy bien, señora Martinez
—dijo Eugenia, sonriente pero manteniendo la profesionalidad cuando Rocio
abandonó el escenario.
—Necesito un abrazo —rogó ella,
a la vez que se le desataban los temblores que ante el auditorio había estado
conteniendo.
Eugenia la abrazó con fuerza,
emocionada aún por la positiva reacción del público al discurso y a la
posterior aparición del senador.
—Objetivo
cumplido, señora Martinez —dijo en voz baja mientras la estrechaba tratando de
calmarla—. Con seguido y superado con creces.
Rocio suspiró agradecida y miró
con disimulo por encima del hombro de la periodista, esperando y temiendo
encontrarse con los ojos de Gaston. Decepción y alivio la invadieron a un
tiempo porque no estuviera esperándola.
Aún se demoró unos minutos en
el backstage, mientras la pequeña parte del equipo de campaña de su
esposo, que trabajaba esos días para ella, lo preparaba todo para escoltarla
hasta el coche y regresar al hotel.
—¿No estaba por aquí el
escritor? —se atrevió a preguntar, fingiendo desinterés.
—Ha estado, pero se ha ido en
el momento más emocionante —respondió Eugenia—. Cuando ha aparecido el senador
por videoconferencia. Va a ser verdad que aborrece la política.
—¿Se ha ido solo? Mi esposo
insistió en que quería que se encontrara a gusto.
—No nos ha dado tiempo a nada,
señora. Ha desaparecido de modo inesperado. Pero no se preocupe. —Durante un
segundo, dudó si continuar o callarse—. Tengo la sensación de que es un hombre
que sabe cómo entretenerse.
Rocio la miró inquieta,
preguntándose si el comentario había sido casual o la prueba de que sabía
demasiado.
—Lo digo por pura intuición
—añadió Eugenia con una sonrisa—. Los hombres atractivos, triunfadores y
seguros de sí mismos como él, saben disfrutar en cualquier parte y en cualquier
situación.
Las palabras de la periodista
le causaron un nuevo dolor, pues sabía bien que no necesitaba preocuparse por
él. Lo sabía. Sabía que encontraría compañía femenina en el momento que
quisiera, tan sólo con una mirada o mostrando una de sus sonrisas. Lo sabía
mejor que nadie.
Tardó en recorrer los escasos
dos kilómetros hasta el hotel por causa de una seguridad desmesurada,
intrusiva, con un perímetro alrededor del Pepsi Center tan descomunal que
prácticamente se unía con el que rodeaba el Ritz Carlton, donde se alojaban las
altas personalidades que en un momento u otro asistirían a la convención. Era
el gran espectáculo de la política, el gran circo de cada cuatro años
en
el que gastaban millones de dólares para demostrar que eran los mejores y que
estabas loco si votabas a otros que no fueran ellos. Era la gran mentira de la
que Gaston siempre se había mantenido lejos. Y ahora estaba inmerso en ella por
causa de una mujer. Una mujer que no era la suya.
Esa noche se dejó atormentar
por los celos. Solo en su habitación, no quiso atender las llamadas que Vicco
le hizo con insistencia, seguramente para que bajara a tomar unas copas y a
disfrutar de la compañía de la deliciosa belleza del Canal 9. Y tampoco llamó a
Lali, a pesar de saber que debía hacerlo si quería evitarse problemas. Dejó
pasar las horas preguntándose por qué seguía pensando en Rocio. Por qué, ahora
que sabía que todo su mágico misterio se reducía a una burda mentira, se
descubría muerto de celos y de ganas de tenerla de nuevo. Durante una noche o
durante sólo unas horas, lo que fuera, pero tener ocasión de tenerla una vez
más entre sus brazos y sentir el palpitar de su corazón pegado al suyo. adaptacion

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