lunes, 18 de marzo de 2013

Donde siempre es otoño capitulo quince


CAPÍTULO 15
Primera dama
«¡Buenas noches a todos!» fueron las primeras palabras que pronunció Rocio desde el centro del escenario, cuando cesó la estruendosa ovación con que la acogieron las más de cuarenta mil personas que llenaban el Pepsi Center. Gaston, entre bambalinas, la observaba sin perder detalle, preguntándose si en verdad esa sofisticada dama cuyo nombre aparecía escrito en blanco en la marea de carteles azules que se agitaban sobre las cabezas del público era la misma dulce mujer que descubrió en Crystal Lake, o que tuvo entre sus brazos en Baltimore. El asistente que lo había recogido en el aeropuerto le había dado una acreditación, otra más, que le permitía moverse con libertad por la ciudad, acceder a la convención sin hacer cola en controles policiales, y sentarse en las primeras filas, junto a los delegados. Pero él había preferido quedarse más cerca, entre bastidores, desde donde, aunque no la viera de frente, podía palpar su emoción y la de los miembros del equipo, que contuvieron la respiración hasta comprobar que las primeras palabras de Rocio brotaban de sus labios sin ningún temblor.
—¿No quieres ver lo bien que sale en televisión? —preguntó Eugenia, invitándolo a que se acercara al espacio técnico donde, además de dar paso a las imágenes en las gigantescas pantallas de vídeo repartidas por el pabellón polideportivo, no perdían detalle de cómo se emitía el gran evento en directo a toda la nación.
Él negó con un movimiento de cabeza y siguió contemplando el delicado perfil y la dulzura con que Rocio iba contando detalles sobre su vida, su raíz española y el origen humilde de su familia.
—Los asesores han hecho un buen trabajo —siguió diciendo Eugenia—. El azul de su vestido, del mismo tono que sus ojos, seduce en la pantalla del televisor. Millones deben de estar enamorándose de ella en este momento.
La creyó. Él mismo se estaba enamorando como un loco inconsciente en ese instante. Y recordó los sabios consejos de su madre el día de su boda, sobre la necesidad de enamorarse una y otra vez. Pero ¡no era de Rocio de quien tenía que hacerlo sin descanso, sino de Lali! De Lali. De Lali.
—Esta parte es muy bonita —señaló Eugenia cuando Rocio comenzó a contar cómo conoció a Pablo.
—Yo cursaba la carrera de Ciencias Políticas en la Universidad—dijo, ante un público entregado y silencioso—. Todos los estudiantes nos emocionamos cuando supimos que el senador por el estado de Virginia vendría a darnos una conferencia. Se llenó el anfiteatro y yo me quedé en la última fila. Mientras el senador hablaba, me senté en el pasillo de escalones y comencé a adelantarme, poco a poco, creyendo que nadie se daría cuenta de que ocupaba un peldaño en lugar de un asiento. —Hizo un gracioso mohín y el estadio al completo le pagó con risas cómplices—. De pronto, cuando ya había avanzado unas cuatro o cinco posiciones, el senador se quedó en silencio. Vi que me miraba y que los asistentes también volvían sus ojos hacia mí. Rogué para que se me tragara la tierra. Y entonces, él me sonrió de esa forma adorable que todos conocéis, y me dijo: «Señorita, a ese ritmo acabará la conferencia sin que haya alcanzado lo que pretende. Le ruego que baje directamente. Sus compañeros de la primera fila le harán un hueco.» —Hizo una pausa que los congregados en el estadio llenaron de comentarios y nuevas risas—. A pesar de su amabilidad, en ese momento lo odié porque me hubiera expuesto a la atención de un abarrotado auditorio. Pero a medida que lo fui escuchando, ya desde la primera fila —aclaró con buen humor—, me di cuenta de que teníamos ideales comunes y comencé a enamorarme de él.
El Pepsi Center volvió a estallar en aplausos y vítores para ella y el senador.
—¿Amor a primera vista? —le preguntó Gaston a Eugenia, muerto de celos—. Pero ¡si en aquel momento él debía de doblarle la edad!
—No se notaban los quince años que le llevaba, igual que tampoco se notan ahora. Hoy, a sus cuarenta y cinco años, el senador sigue robando los corazones de mujeres de todas las edades.
Gaston se mordió los labios para no decir lo que realmente pensaba. Hubiera sido demasiado obvio que estaba loco por Rocio. En el escenario, cuando la multitud volvió a quedarse en silencio, ella prosiguió.
—Hoy, aquel senador que acabó convirtiéndose en mi esposo, ha vuelto a exponerme ante un auditorio abarrotado y además abierto a toda la nación. Pero, esta vez al menos, me ha avisado con el tiempo suficiente como para que pudiera comprarme un vestido bonito.
Los vítores y los aplausos volvieron a atronar en el estadio al tiempo que los miles de carteles azules con el nombre de Rocio se agitaban en el aire.
Gaston siguió el resto del discurso en silencio, sin prestar atención a las idas y
venidas de Eugenia ni del resto de miembros del equipo. Sólo veía y oía a la mujer vestida de azul que, con sus sencillas palabras, conseguía que hirviera el auditorio. Hasta que, al finalizar, cuando ella alzó las manos para despedirse, llegó la gran sorpresa. Lo que parecía ser una amplia puerta a su espalda parpadeó unos instantes y en la pantalla apareció Pablo, con una pulcra camisa blanca, abierto el primer botón y las mangas remangadas sobre los antebrazos, en una estancia que bien podía ser la habitación del hotel donde se alojaba esa noche.
La imagen se multiplicó en todas las grandes pantallas que hasta ese momento habían estado dirigidas exclusivamente a Rocio y los más de cuarenta mil asistentes estallaron en aplausos a un tiempo mientras ella mostraba su sorpresa cubriéndose la boca con las manos.
—Ya la habéis visto —dijo el senador con una gran sonrisa—. Por fin la habéis conocido, y ahora entenderéis por qué le insistí tanto, a pesar de sus muchas negativas a salir conmigo. —Risas y aplausos lo interrumpieron y aguardó a que remitieran para continuar—: Esto es lo que vais a tener si me elegís como vuestro presidente. Vais a tener a alguien que luchará sin descanso para conseguir cosas realmente importantes. Ella era importante para mí y no me detuve hasta conseguirla. El bienestar de todos y cada uno de vosotros siempre será importante para mí, y lucharé por ello hasta mi último aliento.
Cuando el aforo rompió en gritos y aplausos, Gaston ya había salido de la zona operativa del equipo y caminaba cabizbajo, roto de amor y celos, abriéndose espacio entre la multitud enfebrecida para buscar la salida más cercana. Mostraba su acreditación a quienes custodiaban la puerta cuando el barullo se redujo y se oyó de nuevo la voz pausada del senador:
—Estás preciosa, Rocio. Te quiero.
—Lo ha hecho muy bien, señora Martinez —dijo Eugenia, sonriente pero manteniendo la profesionalidad cuando Rocio abandonó el escenario.
—Necesito un abrazo —rogó ella, a la vez que se le desataban los temblores que ante el auditorio había estado conteniendo.
Eugenia la abrazó con fuerza, emocionada aún por la positiva reacción del público al discurso y a la posterior aparición del senador.
—Objetivo cumplido, señora Martinez —dijo en voz baja mientras la estrechaba tratando de calmarla—. Con seguido y superado con creces.
Rocio suspiró agradecida y miró con disimulo por encima del hombro de la periodista, esperando y temiendo encontrarse con los ojos de Gaston. Decepción y alivio la invadieron a un tiempo porque no estuviera esperándola.
Aún se demoró unos minutos en el backstage, mientras la pequeña parte del equipo de campaña de su esposo, que trabajaba esos días para ella, lo preparaba todo para escoltarla hasta el coche y regresar al hotel.
—¿No estaba por aquí el escritor? —se atrevió a preguntar, fingiendo desinterés.
—Ha estado, pero se ha ido en el momento más emocionante —respondió Eugenia—. Cuando ha aparecido el senador por videoconferencia. Va a ser verdad que aborrece la política.
—¿Se ha ido solo? Mi esposo insistió en que quería que se encontrara a gusto.
—No nos ha dado tiempo a nada, señora. Ha desaparecido de modo inesperado. Pero no se preocupe. —Durante un segundo, dudó si continuar o callarse—. Tengo la sensación de que es un hombre que sabe cómo entretenerse.
Rocio la miró inquieta, preguntándose si el comentario había sido casual o la prueba de que sabía demasiado.
—Lo digo por pura intuición —añadió Eugenia con una sonrisa—. Los hombres atractivos, triunfadores y seguros de sí mismos como él, saben disfrutar en cualquier parte y en cualquier situación.
Las palabras de la periodista le causaron un nuevo dolor, pues sabía bien que no necesitaba preocuparse por él. Lo sabía. Sabía que encontraría compañía femenina en el momento que quisiera, tan sólo con una mirada o mostrando una de sus sonrisas. Lo sabía mejor que nadie.
Tardó en recorrer los escasos dos kilómetros hasta el hotel por causa de una seguridad desmesurada, intrusiva, con un perímetro alrededor del Pepsi Center tan descomunal que prácticamente se unía con el que rodeaba el Ritz Carlton, donde se alojaban las altas personalidades que en un momento u otro asistirían a la convención. Era el gran espectáculo de la política, el gran circo de cada cuatro años
en el que gastaban millones de dólares para demostrar que eran los mejores y que estabas loco si votabas a otros que no fueran ellos. Era la gran mentira de la que Gaston siempre se había mantenido lejos. Y ahora estaba inmerso en ella por causa de una mujer. Una mujer que no era la suya.
Esa noche se dejó atormentar por los celos. Solo en su habitación, no quiso atender las llamadas que Vicco le hizo con insistencia, seguramente para que bajara a tomar unas copas y a disfrutar de la compañía de la deliciosa belleza del Canal 9. Y tampoco llamó a Lali, a pesar de saber que debía hacerlo si quería evitarse problemas. Dejó pasar las horas preguntándose por qué seguía pensando en Rocio. Por qué, ahora que sabía que todo su mágico misterio se reducía a una burda mentira, se descubría muerto de celos y de ganas de tenerla de nuevo. Durante una noche o durante sólo unas horas, lo que fuera, pero tener ocasión de tenerla una vez más entre sus brazos y sentir el palpitar de su corazón pegado al suyo.                                 adaptacion 

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