CAPÍTULO
17
Lo único que tengo de ti
Rocio se movía inquieta por el
espacioso salón de la suite mientras aguardaba la llegada de Gaston. Hacía
menos de una hora que había echado en falta su pañuelo y no podía esperar más
para exigirle una explicación. Se había alegrado cuando le comunicaron que el
congresista llegaría con retraso y que la saludaría en el hotel, para después
ir al Centro de Convenciones y cerrar con un improvisado discurso los actos del
día.
Los familiares golpecitos en la
puerta con los que Eugenia acostumbraba a anunciar que estaba a punto de
entrar, la tensaron. Se movió junto al alféizar del ventanal para no tapar con su
cuerpo el ramo de rosas amarillas, regalo de Pablo. Nadie mejor que él para
infundirle la fuerza que necesitaba en ese momento.
—El señor Dalmau, señora Martinez
—anunció Eugenia cuando por la cristalera comenzaban a filtrarse las primeras
sombras del anochecer.
El tono orgulloso con el que
ella le dio las gracias le confirmó a Gaston el motivo por el que lo había
hecho llamar. Y él no tenía fuerzas ni ánimos para mantener inútiles
discusiones.
—Supongo que sabes por qué
estás aquí —le dijo Rocio con altivez en cuanto se quedaron a solas.
—No. No lo sé. Después de
nuestro ácido encuentro en este mismo salón, no esperaba que me llamaras ni hoy
ni nunca.
—Cínico y mentiroso como
siempre —le espetó ella, demasiado enfadada como para refrenarse.
Gaston respiró hondo para no
responder a sus provocaciones. Necesitaba alejarse de ella, de aquel influjo
con el que podía hacerlo estallar o volverlo loco de deseo. Sólo quería salir
de allí, acostarse y dormir la noche entera confiando en que el día siguiente fuera
un poco menos aciago que aquél, que parecía que no acabaría nunca.
Ante su silencio, el enojo de Rocio
se fue intensificando.
—En
mi país, existe el dicho «quien calla otorga». En tu caso, que siempre tienes
respuesta e ironía para todo, tu silencio es más que significativo y mereces un
refrán especial. ¿Qué te parece «quien calla es porque algo tiene que ocultar;
algo que ha robado y que no quiere devolver»?
—No te he robado nada —insistió
él, hundiendo la mano en el bolsillo y tocando la delicada seda.
—¿Es que nunca vas a decirme
una verdad? —preguntó, con deliberadas ganas de ofenderlo.
—¿Verdades como las que tú me
has dicho a mí? —se defendió Gaston, mirándola con fijeza a los ojos mientras
luchaba por mantener la calma.
La vio palidecer y, por un
momento, llegó a creer que dejaría de hablarle con aquel tono insolente e
incendiario. Pero cuando ella pudo reaccionar, su ánimo de hostigar surgió aún
más áspero.
—¡Te has atrevido a entrar en
mi camerino, a revolver entre mis cosas, a robarme! —exclamó con rabia—. ¡Te
exijo que me lo devuelvas ahora!
—Estoy cansado, Rocio. Quiero
irme a dormir —dijo fingiendo indiferencia.
—Por tu prisa, y por la clase
de hombre que eres, aseguraría que alguien te espera ya en esa cama.
—¿Tal vez todo tu enfado se
deba a que te gustaría estar allí? —preguntó tenso, incapaz de seguir
dominándose.
Ella se volvió levemente para
inspirar el olor de las rosas y, cuando se llenó de fuerza, volvió a mirarlo.
—Un caballero jamás le hablaría
así a una dama —le reprochó ofendida.
—Dudo que tú me consideres un
caballero —dijo con desánimo—. Y ahora, si me disculpas, me gustaría irme.
—¡¿Llevándote lo que es mío?!
—exclamó con sarcasmo—. No sé cuál ha sido tu intención, ni me importa, pero
quiero que me lo devuelvas.
—No tengo nada tuyo —volvió a
mentir, contenido de nuevo.
—Si los hombres de seguridad
registraran tu cuarto, y a ti, ¿crees que encontrarían algo que no te
pertenece? —lo desafió con una estudiada sonrisa de victoria.
Gaston se acercó hasta casi
rozarla y separó los brazos del cuerpo, ofreciéndose.
—Hazlo
tú misma si quieres —la invitó, conteniendo la respiración, deseando en el fondo
que aceptara su envite, aunque eso supusiera correr el riesgo de que acabara
encontrando lo que buscaba—. Regístrame.
Las pequeñas libélulas que a Rocio
le revoloteaban en el estómago y le cosquilleaban el corazón cada vez que lo
tenía cerca, volvieron a agitársele y a dejarla sin fuerzas.
—¿Crees que no me atreveré a
hacerlo? —preguntó, con un desafío tenue, y el pulso se le aceleró ante la idea
de tocarlo.
—Estoy deseando que lo hagas
—aseguró él cuando, extenuado de repetirse que no la necesitaba, descubría que
ya no podía más, que quería abrazarla, acercar el rostro a la delicada piel de
su cuello sin que de pronto nada de cuanto ella le había hecho importara.
Rocio se humedeció los labios,
nerviosa, necesitando retroceder un paso para que su cercanía dejara de
turbarla y a la vez sin querer alejarse ni un milímetro de él.
—Como quieras —dijo despacio. Y
dirigió la mano hacia el bolsillo derecho de la chaqueta, sin dudar, como si
hubiera sabido siempre dónde lo ocultaba.
Él la detuvo, sujetándola por
la muñeca y alzándole el brazo, y nada pudo evitar que el inesperado movimiento
los acercara hasta rozarse. Y en ese instante, tan breve como el de la llegada
de la ola que aborda la playa besando la arena y retrocede llevándosela en un
abrazo, se miraron con tal intensidad que pareció que sus ojos acabarían
contando todo aquello que ellos dos callaban.
—No puedes quitarme lo único
que tengo de ti —susurró él con la dulzura de quien está declarando su amor
eterno.
Vio extrañeza en los amados
ojos, desconcierto. Y reparó en que la emoción de estar nuevamente respirando
su aliento lo había llevado a desnudar de modo inconsciente sus anhelos.
La soltó con fingida desgana y
se obligó a sonreír como lo había hecho cientos de veces para fascinar a
mujeres que no le habían dejado ni el más leve recuerdo.
—… a no ser que quieras
cambiármelo por una noche —trató de arreglarlo en tono seductor—. El pañuelo
por una noche de placer contigo, que en realidad es lo único que quiero de ti
ahora que sé realmente quién eres.
Rocio no se volvió esta vez
para respirar el olor de las rosas, pues sabía que la indefensión con la que la
habían dejado esas palabras no desaparecería con nada. Y es que no era igual
saberse una más de tantas, que oírselo decir con tan
deshonrosa
indiferencia.
—Por fin una verdad —dijo
ocultando su decepción.
—Por fin una verdad —repitió
él—. Y para continuar con las verdades, deberías reconocer que te mueres por
volver a acostarte conmigo.
—¿Qué te hace pensar eso?
—Tú. El modo en que se te
dilatan las pupilas cuando te rozo —explicó, acariciándole el cuello con el
dorso de dos dedos y deslizándolos hasta alzarle la barbilla—. Sé reconocer las
señales silenciosas que envía una mujer.
—Se ve que yo envío los
mensajes en algún idioma que desconoces —se mofó sin moverse.
—Puede que tengas razón
—concedió con una sonrisa incrédula y apartando con delicadeza los dedos—. Pero
aun aceptando eso, te aseguro que no te devolveré el pañuelo a cambio de nada.
—Guardó silencio hasta asegurarse de que su petición no sonara al deseo
desesperado que en realidad era—. Y existe una sola cosa que quiero de ti —le
advirtió, tendiéndole la tarjeta electrónica que abría la puerta de su
habitación.
—Estás loco si crees que voy a
ir a tu cama —lo desafió, sin mirarlo siquiera.
—Ya fuiste una vez por el
simple placer de disfrutar de unas horas conmigo —susurró tentador, mientras le
tomaba la mano y le colocaba la llave sobre la palma abierta—. Esta noche
volverás a hacerlo y me da igual que sólo sea porque tengo algo que esperas
conseguir. Quiero tu cuerpo esta noche y, por más que lo niegues, estoy seguro
de que también tú quieres volver a disfrutar del mío.
—¡Ya está aquí, señora Martinez!
—casi gritó la excitada voz de Eugenia.
Él apartó las manos con
rapidez. Rocio escondió el puño cerrado, donde se había quedado el
salvoconducto hasta la cama de Gaston.
—¿Qué… quién…? —pregunto con
desconcierto.
—Lo siento, señora —se disculpó
abochornada la periodista—. Con la emoción y las prisas he olvidado llamar a la
puerta. El congresista Kennedy está aquí. Su coche acaba de llegar y creo que
deberíamos salir a recibirlo.
Gaston no se movió cuando Rocio
salió azorada al encuentro del político. Aún se quedó allí unos minutos,
quieto, recuperándose de la sorpresa de ver a Eugenia tras ellos y rogando que
no hubiera visto ni oído nada comprometido. Seguía sin fiarse de ella. La
lealtad de él al senador, esa que estaba dispuesto a quebrantar para
traicionarlo en lo más sagrado acostándose con su esposa, le exigía que le
hablara
sobre
los que creía que eran los verdaderos intereses de la periodista.
Después, durante horas, vagó
por su habitación con el teléfono en la mano y el pensamiento en Rocio y en el
modo orgulloso en que lo había acorralado hasta descontrolarlo. Y al fin se
decidió a llamar a Lali. Quiso tranquilizarla, hacer que durmiera feliz y
serena esa noche que, si todo salía como repentinamente esperaba, él iba a
pasar amando hasta la agonía a la mujer que ya era la dueña absoluta de su vida
y de su alma.
Pero a medida que fueron
avanzando las horas, su euforia se fue calmando y su confianza haciendo
pedazos.
Y aun así, la esperó. La esperó
tumbado en la cama, con las cortinas descorridas para que la gran luna llena
que dominaba el cielo, casi siempre despejado, la iluminara a ella sin
necesidad de encender ninguna otra luz. La esperó pese a que, mientras la había
contemplado en el Pepsi Center, aclamada por la multitud, fue realmente
consciente de lo inalcanzable que era. La esperó y cada vez que creyó oír
sonidos de pisadas, contuvo el aliento deseando que se detuvieran ante su
puerta y que ella entrara para cambiarle por unas horas de pasión el pañuelo
que mantuvo entre los dedos la noche entera.
—Tengo ganas de verte, pequeña.
Estoy cansado de estar lejos de casa y de ti. Y aún quedan un día y dos noches
para que pueda reunirme contigo.
—Ya estamos en la última fase.
La más intensa, pero también la más corta —dijo Rocio dándole ánimos que sabía
que no necesitaba—. El 6 de noviembre está ahí al lado.
—Sí. Ahí al lado —repitió Pablo,
ausente, analizando el arduo trabajo que tendría que ir superando con nota brillante
si quería ocupar el siempre codiciado despacho oval.
Tras despedirse, Rocio se tumbó
sobre la cama, con las piernas extendidas y los brazos en cruz, y miró hacia la
mesilla. Allí, sobre la superficie brillante, había dejado la llave para una
noche apasionada en la que ella sería quien pusiera el amor y él tan sólo puro
y ardiente sexo. Y aun sabiéndolo, no dejaba de pensar en ello, como si en
verdad pudiera permitirse el lujo de elegir entre acudir o quedarse en su
cuarto. Ni siquiera conseguía quitarse del pensamiento la imagen de la extraña
mirada oscura, tierna y suplicante, con la que él la había desconcertado
mientras
mercadeaba con un pañuelo que no le pertenecía para conseguir su cuerpo. No
debió de entender el trasfondo de su mirada, pues ternura y desvergüenza no
podían ir juntas. Súplica y orgullo tampoco.
Cuánto tiempo perdería en
esperarla, se preguntó, cerrando los ojos. Cuál sería el límite tras el que
buscaría otra compañía para pasar la noche. Sospechaba que no sería mucho. Y
también sabía que el hecho de que nadie que no estuviera acreditado pudiera
acceder a aquella planta restringida, no iba a resultarle un problema. Aunque
en el hotel hubiera una sola mujer hermosa con pase oficial para ese último
piso, Gaston la encontraría y se la llevaría sin demasiado esfuerzo a la cama.
No. No iba a padecer por él,
porque la estuviera esperando. Lo iba a hacer por ella misma. Ella sí iba a
pasar la noche entera dándole vueltas a su proposición, a la mirada esperanzada
y tierna con la que había rogado que no le quitara el pañuelo. Y si al fin
lograba dormir, soñaría con que estaba entre sus brazos, como soñaba siempre, y
que las cosas que la obligaban a apartarse de él ni existían ni habían existido
nunca.
No la vio esa mañana. Gaston
pasó el tiempo en el Pepsi Center tan sólo para evitarla, mezclado con los
delegados más veteranos que lucían pins y chapas de históricas convenciones
como si fueran galones de antiguas batallas. También con los más jóvenes, , con
su característico blazer azul y su corbata a rayas, que estaba allí para ayudar
de forma altruista, como muchos otros de su generación. Hubo un momento en que
el joven le describió a Pablo Martinez como a un verdadero héroe y le aseguró
que allí se estaba escribiendo la historia.
Le resultó impresionante ver
tanta implicación, tanta ilusión, tanta entrega desmedida y desinteresada. Y
pensó en lo sencillo que era, para un político, jugar con las emociones de la
gente y utilizarlas a su conveniencia.
Regresó al hotel por la tarde,
satisfecho de que esa tortura fuera a terminar al día siguiente y hundido
porque no regresaría a casa el mismo hombre que salió días atrás. Pues ese
maldito viaje había destapado lo que llevaba meses tratando de ocultarse: su
insensata y ciega obsesión por esa mujer prohibida. Y no sabía cómo iba a
afectar eso a su vida y a su matrimonio con Lali.
Accedía
al hall cuando apreció el tumulto junto a los ascensores. Y frente a los
flashes de las cámaras fotográficas, pudo ver a uno de los corpulentos
guardaespaldas de Rocio.
No lo haría, se dijo, apretando
la mandíbula. No correría a verla. En unas horas estaría allí el senador,
tratarían los términos en los que debía escribirle el discurso y se alejaría de
ese mundo, de la política y de ella. No podía verla si quería recuperar su vida
y su tranquilidad.
Pero al instante siguiente se
vio exponiendo de modo visible su tarjeta especial y abriéndose paso entre la
gente de la prensa para llegar al pequeño y asediado grupo. Respiró aliviado al
ver los sedosos bucles pajizos y se acercó al asesor de campaña, que junto a Eugenia
aguardaba para entrar con Rocio al ascensor.
No creyó que lo conseguiría
hasta que se vio dentro, con la espalda pegada a la pared del fondo y los ojos
clavados en Rocio, que a pesar de su serena apariencia parecía no saber hacia
dónde mirar.
—¿Está pasando un buen día,
señor Dalmau? —le preguntó Eugenia con inusitada amabilidad.
—Yo diría que perfecto,
señorita Suarez. Lástima que tanta diversión vaya a terminar mañana.
Eugenia sonrió con malicia y
mientras el asesor comenzaba a enumerar el orden de intervención de los
asistentes a los actos del día siguiente, Gaston dejó de escuchar.
Recorrió con los ojos la figura
de Rocio, comenzando por los cómodos zapatos bajos que le hicieron pensar que
había estado recorriendo la ciudad a pie con toda aquella comitiva de
acompañantes y escoltas. Pensó que debía de resultarle extenuante no poder
salir a solas ni para comprar unas simples horquillas para el pelo.
El saludo de ella había sido
breve y correcto y después había fijado su atención en el cristal donde se iba
iluminando cada planta que iban dejando atrás. Aún la turbaba recordar la
mirada de Gaston de la noche anterior y, durante el corto pero inacabable
ascenso, evitó como pudo exponerse a otra que terminara de confundirla.
El elevador se detuvo y, en
cuanto se abrieron las puertas, uno de los guardaespaldas salió para asegurarse
de que todo estaba en orden antes de que su protegida abandonara el pequeño
habitáculo. Todo duró una fracción de segundo. Rocio, que ya se sentía a salvo,
aprovechó ese instante para mirar a Gaston de soslayo. Y se encontró presa de
sus ojos verdes, de su expresión desafiante, como de reclamación porque lo
hubiera tenido esperando inútilmente, como de súplica
para
que no volviera a hacerlo, pues esa noche iba a esperarla de nuevo.
—Que pase una buena noche,
señora Martinez —dijo, sin abandonar la inquietante y extraña mirada.
Y ella sólo consiguió
responderle con un gesto. adaptacion

No hay comentarios:
Publicar un comentario