lunes, 25 de marzo de 2013

Donde siempre es otoño capitulo 17


CAPÍTULO 17
Lo único que tengo de ti
Rocio se movía inquieta por el espacioso salón de la suite mientras aguardaba la llegada de Gaston. Hacía menos de una hora que había echado en falta su pañuelo y no podía esperar más para exigirle una explicación. Se había alegrado cuando le comunicaron que el congresista llegaría con retraso y que la saludaría en el hotel, para después ir al Centro de Convenciones y cerrar con un improvisado discurso los actos del día.
Los familiares golpecitos en la puerta con los que Eugenia acostumbraba a anunciar que estaba a punto de entrar, la tensaron. Se movió junto al alféizar del ventanal para no tapar con su cuerpo el ramo de rosas amarillas, regalo de Pablo. Nadie mejor que él para infundirle la fuerza que necesitaba en ese momento.
—El señor Dalmau, señora Martinez —anunció Eugenia cuando por la cristalera comenzaban a filtrarse las primeras sombras del anochecer.
El tono orgulloso con el que ella le dio las gracias le confirmó a Gaston el motivo por el que lo había hecho llamar. Y él no tenía fuerzas ni ánimos para mantener inútiles discusiones.
—Supongo que sabes por qué estás aquí —le dijo Rocio con altivez en cuanto se quedaron a solas.
—No. No lo sé. Después de nuestro ácido encuentro en este mismo salón, no esperaba que me llamaras ni hoy ni nunca.
—Cínico y mentiroso como siempre —le espetó ella, demasiado enfadada como para refrenarse.
Gaston respiró hondo para no responder a sus provocaciones. Necesitaba alejarse de ella, de aquel influjo con el que podía hacerlo estallar o volverlo loco de deseo. Sólo quería salir de allí, acostarse y dormir la noche entera confiando en que el día siguiente fuera un poco menos aciago que aquél, que parecía que no acabaría nunca.
Ante su silencio, el enojo de Rocio se fue intensificando.
—En mi país, existe el dicho «quien calla otorga». En tu caso, que siempre tienes respuesta e ironía para todo, tu silencio es más que significativo y mereces un refrán especial. ¿Qué te parece «quien calla es porque algo tiene que ocultar; algo que ha robado y que no quiere devolver»?
—No te he robado nada —insistió él, hundiendo la mano en el bolsillo y tocando la delicada seda.
—¿Es que nunca vas a decirme una verdad? —preguntó, con deliberadas ganas de ofenderlo.
—¿Verdades como las que tú me has dicho a mí? —se defendió Gaston, mirándola con fijeza a los ojos mientras luchaba por mantener la calma.
La vio palidecer y, por un momento, llegó a creer que dejaría de hablarle con aquel tono insolente e incendiario. Pero cuando ella pudo reaccionar, su ánimo de hostigar surgió aún más áspero.
—¡Te has atrevido a entrar en mi camerino, a revolver entre mis cosas, a robarme! —exclamó con rabia—. ¡Te exijo que me lo devuelvas ahora!
—Estoy cansado, Rocio. Quiero irme a dormir —dijo fingiendo indiferencia.
—Por tu prisa, y por la clase de hombre que eres, aseguraría que alguien te espera ya en esa cama.
—¿Tal vez todo tu enfado se deba a que te gustaría estar allí? —preguntó tenso, incapaz de seguir dominándose.
Ella se volvió levemente para inspirar el olor de las rosas y, cuando se llenó de fuerza, volvió a mirarlo.
—Un caballero jamás le hablaría así a una dama —le reprochó ofendida.
—Dudo que tú me consideres un caballero —dijo con desánimo—. Y ahora, si me disculpas, me gustaría irme.
—¡¿Llevándote lo que es mío?! —exclamó con sarcasmo—. No sé cuál ha sido tu intención, ni me importa, pero quiero que me lo devuelvas.
—No tengo nada tuyo —volvió a mentir, contenido de nuevo.
—Si los hombres de seguridad registraran tu cuarto, y a ti, ¿crees que encontrarían algo que no te pertenece? —lo desafió con una estudiada sonrisa de victoria.
Gaston se acercó hasta casi rozarla y separó los brazos del cuerpo, ofreciéndose.
—Hazlo tú misma si quieres —la invitó, conteniendo la respiración, deseando en el fondo que aceptara su envite, aunque eso supusiera correr el riesgo de que acabara encontrando lo que buscaba—. Regístrame.
Las pequeñas libélulas que a Rocio le revoloteaban en el estómago y le cosquilleaban el corazón cada vez que lo tenía cerca, volvieron a agitársele y a dejarla sin fuerzas.
—¿Crees que no me atreveré a hacerlo? —preguntó, con un desafío tenue, y el pulso se le aceleró ante la idea de tocarlo.
—Estoy deseando que lo hagas —aseguró él cuando, extenuado de repetirse que no la necesitaba, descubría que ya no podía más, que quería abrazarla, acercar el rostro a la delicada piel de su cuello sin que de pronto nada de cuanto ella le había hecho importara.
Rocio se humedeció los labios, nerviosa, necesitando retroceder un paso para que su cercanía dejara de turbarla y a la vez sin querer alejarse ni un milímetro de él.
—Como quieras —dijo despacio. Y dirigió la mano hacia el bolsillo derecho de la chaqueta, sin dudar, como si hubiera sabido siempre dónde lo ocultaba.
Él la detuvo, sujetándola por la muñeca y alzándole el brazo, y nada pudo evitar que el inesperado movimiento los acercara hasta rozarse. Y en ese instante, tan breve como el de la llegada de la ola que aborda la playa besando la arena y retrocede llevándosela en un abrazo, se miraron con tal intensidad que pareció que sus ojos acabarían contando todo aquello que ellos dos callaban.
—No puedes quitarme lo único que tengo de ti —susurró él con la dulzura de quien está declarando su amor eterno.
Vio extrañeza en los amados ojos, desconcierto. Y reparó en que la emoción de estar nuevamente respirando su aliento lo había llevado a desnudar de modo inconsciente sus anhelos.
La soltó con fingida desgana y se obligó a sonreír como lo había hecho cientos de veces para fascinar a mujeres que no le habían dejado ni el más leve recuerdo.
—… a no ser que quieras cambiármelo por una noche —trató de arreglarlo en tono seductor—. El pañuelo por una noche de placer contigo, que en realidad es lo único que quiero de ti ahora que sé realmente quién eres.
Rocio no se volvió esta vez para respirar el olor de las rosas, pues sabía que la indefensión con la que la habían dejado esas palabras no desaparecería con nada. Y es que no era igual saberse una más de tantas, que oírselo decir con tan
deshonrosa indiferencia.
—Por fin una verdad —dijo ocultando su decepción.
—Por fin una verdad —repitió él—. Y para continuar con las verdades, deberías reconocer que te mueres por volver a acostarte conmigo.
—¿Qué te hace pensar eso?
—Tú. El modo en que se te dilatan las pupilas cuando te rozo —explicó, acariciándole el cuello con el dorso de dos dedos y deslizándolos hasta alzarle la barbilla—. Sé reconocer las señales silenciosas que envía una mujer.
—Se ve que yo envío los mensajes en algún idioma que desconoces —se mofó sin moverse.
—Puede que tengas razón —concedió con una sonrisa incrédula y apartando con delicadeza los dedos—. Pero aun aceptando eso, te aseguro que no te devolveré el pañuelo a cambio de nada. —Guardó silencio hasta asegurarse de que su petición no sonara al deseo desesperado que en realidad era—. Y existe una sola cosa que quiero de ti —le advirtió, tendiéndole la tarjeta electrónica que abría la puerta de su habitación.
—Estás loco si crees que voy a ir a tu cama —lo desafió, sin mirarlo siquiera.
—Ya fuiste una vez por el simple placer de disfrutar de unas horas conmigo —susurró tentador, mientras le tomaba la mano y le colocaba la llave sobre la palma abierta—. Esta noche volverás a hacerlo y me da igual que sólo sea porque tengo algo que esperas conseguir. Quiero tu cuerpo esta noche y, por más que lo niegues, estoy seguro de que también tú quieres volver a disfrutar del mío.
—¡Ya está aquí, señora Martinez! —casi gritó la excitada voz de Eugenia.
Él apartó las manos con rapidez. Rocio escondió el puño cerrado, donde se había quedado el salvoconducto hasta la cama de Gaston.
—¿Qué… quién…? —pregunto con desconcierto.
—Lo siento, señora —se disculpó abochornada la periodista—. Con la emoción y las prisas he olvidado llamar a la puerta. El congresista Kennedy está aquí. Su coche acaba de llegar y creo que deberíamos salir a recibirlo.
Gaston no se movió cuando Rocio salió azorada al encuentro del político. Aún se quedó allí unos minutos, quieto, recuperándose de la sorpresa de ver a Eugenia tras ellos y rogando que no hubiera visto ni oído nada comprometido. Seguía sin fiarse de ella. La lealtad de él al senador, esa que estaba dispuesto a quebrantar para traicionarlo en lo más sagrado acostándose con su esposa, le exigía que le hablara
sobre los que creía que eran los verdaderos intereses de la periodista.
Después, durante horas, vagó por su habitación con el teléfono en la mano y el pensamiento en Rocio y en el modo orgulloso en que lo había acorralado hasta descontrolarlo. Y al fin se decidió a llamar a Lali. Quiso tranquilizarla, hacer que durmiera feliz y serena esa noche que, si todo salía como repentinamente esperaba, él iba a pasar amando hasta la agonía a la mujer que ya era la dueña absoluta de su vida y de su alma.
Pero a medida que fueron avanzando las horas, su euforia se fue calmando y su confianza haciendo pedazos.
Y aun así, la esperó. La esperó tumbado en la cama, con las cortinas descorridas para que la gran luna llena que dominaba el cielo, casi siempre despejado, la iluminara a ella sin necesidad de encender ninguna otra luz. La esperó pese a que, mientras la había contemplado en el Pepsi Center, aclamada por la multitud, fue realmente consciente de lo inalcanzable que era. La esperó y cada vez que creyó oír sonidos de pisadas, contuvo el aliento deseando que se detuvieran ante su puerta y que ella entrara para cambiarle por unas horas de pasión el pañuelo que mantuvo entre los dedos la noche entera.
—Tengo ganas de verte, pequeña. Estoy cansado de estar lejos de casa y de ti. Y aún quedan un día y dos noches para que pueda reunirme contigo.
—Ya estamos en la última fase. La más intensa, pero también la más corta —dijo Rocio dándole ánimos que sabía que no necesitaba—. El 6 de noviembre está ahí al lado.
—Sí. Ahí al lado —repitió Pablo, ausente, analizando el arduo trabajo que tendría que ir superando con nota brillante si quería ocupar el siempre codiciado despacho oval.
Tras despedirse, Rocio se tumbó sobre la cama, con las piernas extendidas y los brazos en cruz, y miró hacia la mesilla. Allí, sobre la superficie brillante, había dejado la llave para una noche apasionada en la que ella sería quien pusiera el amor y él tan sólo puro y ardiente sexo. Y aun sabiéndolo, no dejaba de pensar en ello, como si en verdad pudiera permitirse el lujo de elegir entre acudir o quedarse en su cuarto. Ni siquiera conseguía quitarse del pensamiento la imagen de la extraña mirada oscura, tierna y suplicante, con la que él la había desconcertado
mientras mercadeaba con un pañuelo que no le pertenecía para conseguir su cuerpo. No debió de entender el trasfondo de su mirada, pues ternura y desvergüenza no podían ir juntas. Súplica y orgullo tampoco.
Cuánto tiempo perdería en esperarla, se preguntó, cerrando los ojos. Cuál sería el límite tras el que buscaría otra compañía para pasar la noche. Sospechaba que no sería mucho. Y también sabía que el hecho de que nadie que no estuviera acreditado pudiera acceder a aquella planta restringida, no iba a resultarle un problema. Aunque en el hotel hubiera una sola mujer hermosa con pase oficial para ese último piso, Gaston la encontraría y se la llevaría sin demasiado esfuerzo a la cama.
No. No iba a padecer por él, porque la estuviera esperando. Lo iba a hacer por ella misma. Ella sí iba a pasar la noche entera dándole vueltas a su proposición, a la mirada esperanzada y tierna con la que había rogado que no le quitara el pañuelo. Y si al fin lograba dormir, soñaría con que estaba entre sus brazos, como soñaba siempre, y que las cosas que la obligaban a apartarse de él ni existían ni habían existido nunca.
No la vio esa mañana. Gaston pasó el tiempo en el Pepsi Center tan sólo para evitarla, mezclado con los delegados más veteranos que lucían pins y chapas de históricas convenciones como si fueran galones de antiguas batallas. También con los más jóvenes, , con su característico blazer azul y su corbata a rayas, que estaba allí para ayudar de forma altruista, como muchos otros de su generación. Hubo un momento en que el joven le describió a Pablo Martinez como a un verdadero héroe y le aseguró que allí se estaba escribiendo la historia.
Le resultó impresionante ver tanta implicación, tanta ilusión, tanta entrega desmedida y desinteresada. Y pensó en lo sencillo que era, para un político, jugar con las emociones de la gente y utilizarlas a su conveniencia.
Regresó al hotel por la tarde, satisfecho de que esa tortura fuera a terminar al día siguiente y hundido porque no regresaría a casa el mismo hombre que salió días atrás. Pues ese maldito viaje había destapado lo que llevaba meses tratando de ocultarse: su insensata y ciega obsesión por esa mujer prohibida. Y no sabía cómo iba a afectar eso a su vida y a su matrimonio con Lali.
Accedía al hall cuando apreció el tumulto junto a los ascensores. Y frente a los flashes de las cámaras fotográficas, pudo ver a uno de los corpulentos guardaespaldas de Rocio.
No lo haría, se dijo, apretando la mandíbula. No correría a verla. En unas horas estaría allí el senador, tratarían los términos en los que debía escribirle el discurso y se alejaría de ese mundo, de la política y de ella. No podía verla si quería recuperar su vida y su tranquilidad.
Pero al instante siguiente se vio exponiendo de modo visible su tarjeta especial y abriéndose paso entre la gente de la prensa para llegar al pequeño y asediado grupo. Respiró aliviado al ver los sedosos bucles pajizos y se acercó al asesor de campaña, que junto a Eugenia aguardaba para entrar con Rocio al ascensor.
No creyó que lo conseguiría hasta que se vio dentro, con la espalda pegada a la pared del fondo y los ojos clavados en Rocio, que a pesar de su serena apariencia parecía no saber hacia dónde mirar.
—¿Está pasando un buen día, señor Dalmau? —le preguntó Eugenia con inusitada amabilidad.
—Yo diría que perfecto, señorita Suarez. Lástima que tanta diversión vaya a terminar mañana.
Eugenia sonrió con malicia y mientras el asesor comenzaba a enumerar el orden de intervención de los asistentes a los actos del día siguiente, Gaston dejó de escuchar.
Recorrió con los ojos la figura de Rocio, comenzando por los cómodos zapatos bajos que le hicieron pensar que había estado recorriendo la ciudad a pie con toda aquella comitiva de acompañantes y escoltas. Pensó que debía de resultarle extenuante no poder salir a solas ni para comprar unas simples horquillas para el pelo.
El saludo de ella había sido breve y correcto y después había fijado su atención en el cristal donde se iba iluminando cada planta que iban dejando atrás. Aún la turbaba recordar la mirada de Gaston de la noche anterior y, durante el corto pero inacabable ascenso, evitó como pudo exponerse a otra que terminara de confundirla.
El elevador se detuvo y, en cuanto se abrieron las puertas, uno de los guardaespaldas salió para asegurarse de que todo estaba en orden antes de que su protegida abandonara el pequeño habitáculo. Todo duró una fracción de segundo. Rocio, que ya se sentía a salvo, aprovechó ese instante para mirar a Gaston de soslayo. Y se encontró presa de sus ojos verdes, de su expresión desafiante, como de reclamación porque lo hubiera tenido esperando inútilmente, como de súplica
para que no volviera a hacerlo, pues esa noche iba a esperarla de nuevo.
—Que pase una buena noche, señora Martinez —dijo, sin abandonar la inquietante y extraña mirada.
Y ella sólo consiguió responderle con un gesto.                                                adaptacion 

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