CAPÍTULO
19
Bajo una lluvia de globos de
colores
La sensibilidad emocional y el
patriotismo de los asistentes a la convención fueron cuidadosamente estimulados
durante toda la tarde, comenzando por la elección formal y definitiva de Martinez
como candidato a la presidencia. Después, Morgan Owens, quien había sido su
duro adversario, volvió a alabar sus virtudes y a mostrarle su más firme apoyo,
y el experimentado senador Emerson, aceptó con emotivas palabras su
nombramiento como candidato a vicepresidente. Cuando en las gigantescas
pantallas de televisión aparecieron las primeras imágenes, en las que un
pequeño Pablo Martinez jugaba en las rodillas de su abuelo, el Pepsi Center era
ya una hermética olla a presión necesitada de una válvula de escape. Y después
de nueve minutos de un documental que repasaba la trayectoria vital y política
del candidato, el senador salió de entre bambalinas y caminó, sonriente y con
paso triunfal, hasta el atril que lo aguardaba en el centro del escenario,
mientras el estadio estallaba en aplausos y vítores, con tan atronadora
intensidad, que parecía que toda la estructura iba a acabar pulverizada hasta
los cimientos.
Gaston lo contemplaba desde el backstage.
Aunque su verdadera atención estaba más cerca, en Rocio. Preciosa, perfecta,
con un vestido verde esmeralda que se adaptaba a su cuerpo con elegante
sensualidad. El rubor que le cubría las mejillas la traicionaba y desmentía la
tranquilidad con que aparentaba llevar la situación, visionándolo todo a través
de los monitores. Estaba nerviosa y él sabía que, de haber podido abrazarla,
hubiera notado cómo temblaba por dentro. Con cada nueva agitación del público
ella se alejaba momentáneamente, firme y templada, sin que nadie salvo él
percibiera que le costaba soportar la presión.
No se perdía ninguno de sus
movimientos.
En cambio, Rocio no miraba a
nadie. Ni siquiera al recién elegido candidato a vicepresidente o a su esposa,
con los que, como cierre de la convención, compartiría el escenario esa noche
junto a Pablo, el gran protagonista. Porque, en una velada de grandes
emociones, había una que le mantenía sangrante el corazón: sentir la presencia
de Gaston; desear echarse en sus brazos para que le calmara los nervios, para
que la llenara de besos. Pedirle que la estrechara contra
su
pecho y quedarse allí para siempre. Y cada vez que se atrevió a mirarlo con
fugacidad con el rabillo del ojo y lo encontró observándola, se preguntó si era
posible que una mujer como ella pudiera convertirse en la obsesión de un hombre
como él. Nada podía hacerla imaginar que el hombre experimentado y lujurioso
que conocía desaparecía cada vez que la miraba, muriéndose por toparse un
instante con sus ojos o por recibir de sus labios una sonrisa.
Las palabras finales de la
alocución del senador y el estallido de aplausos de todo el estadio agitó el
interior del backstage y el recién nombrado candidato a vicepresidente,
Emerson, tomó el mando de la situación.
—Adelante, señora Martinez
—dijo, extendiendo el brazo hacia el escenario—. El futuro presidente de la
nación, y la multitud, están deseando verla.
Gaston tomó aire y avanzó
ligeramente, con disimulo, y cuando ella pasó por su lado, le rozó la mano con
la suya al tiempo que inspiraba hondo para atrapar su aroma a tibio atardecer
en Crystal Lake. Fue todo tan fugaz y leve que no pudo captar el
estremecimiento de Rocio, menos aún cómo se le aceleró el corazón o le
temblaron las piernas.
Él se quedó padeciendo sus propias
sensaciones, su propio latir acelerado y su propia falta de aliento, rozando el
pañuelo en el interior del bolsillo y acariciándola con los ojos a ella.
Mientras, millares de brillantes trocitos de papel llenaban el aire
descendiendo con la suavidad de los copos de nieve y cubriendo finalmente la
gran plataforma.
Era un cierre de convención
espectacular, colorido y victorioso en el que él sólo podía ver a la mujer que
se había convertido en todo su mundo.
—Fascinante, ¿verdad? —preguntó
Eugenia, acercándose hasta rozar su brazo con el suyo.
Gaston soltó el oxígeno que
inconscientemente había estado reteniendo y continuó con la mirada fija en el
escenario, en Rocio.
—Abrumador más bien.
—Está perfecta, maravillosa, a
pesar de que dudo que haya dormido algo estas noches.
Gaston se agitó por dentro,
inquieto.
—¿Qué quieres, Eugenia?
—preguntó sin rodeos.
—Eres un hombre fascinante
—opinó, con verdadera admiración—. La mañana en que te conocí iba dispuesta a
arrancarte los ojos y a llevármelos como trofeo y
con
dos palabras y una sonrisa lograste que no pudiera pensar en nada que no fuera
acostarme contigo. Consigues lo que quieres y cuando lo quieres, y no parece
que te cueste esfuerzo alguno.
—Creo que en eso nos parecemos
bastante —dijo él con expresión ausente, centrado aún en lo que ocurría fuera,
en el grupo formado por los senadores Martinez y Emerson y sus esposas, que
saludaban a la multitud bajo la lluvia de globos con los colores de la bandera
nacional.
Pero estaba tenso, con todos los
sentidos en estado de alerta, seguro de que los labios de Eugenia se curvaban
en una sonrisa tan maliciosa como el tono que estaba dándole a su voz.
—Tienes razón, pero yo soy
menos osada que tú. Me he tirado a maridos de amigas, a políticos poderosos.
Incluso alguna vez me han follado a un tiempo dos cabrones influyentes que
competían entre sí por demostrarme quién lo hacía mejor, cuando lo único que yo
quería de ellos eran los favores que me habían prometido a cambio de la orgía.
He hecho cosas realmente sucias y excitantes, pero nada comparable a la presa
que tú estás acechando… o a la que puede que hayas conseguido ya.
Ella le estaba hablando de sus
trapos sucios, de sus manipulaciones, de cómo había vendido su cuerpo y su
dignidad a cambio de privilegios. Le estaba dando armas con las que podría
acabar con sus aspiraciones políticas. Y eso, cuando menos, era inquietante,
pues no le entregaría una información así sin tener la absoluta seguridad de
que nunca podría utilizarla.
—¿Adónde quieres llegar con
esto?
—Hay un chiste, en verdad sin
ninguna gracia, que cuenta que una mujer está en el sillón del dentista y que
cuando éste le acerca el torno a la boca, ella se acobarda, lo sujeta por los
testículos y le dice: «Doctor, ¿qué le parece si ambos vamos con cuidado y no
nos hacemos daño?»
—Te lo preguntaré una sola vez
más, Eugenia —replicó con impaciencia—, ¿qué demonios quieres de mí?
—Que no nos hagamos daño —dijo
en voz más baja—. He visto la confianza que tienes con el senador y sé que irá
a más ahora que vas a trabajar de forma estrecha con él. También sé que no te
gusto, aunque nadie lo diría, después del ardor desatado con el que gozaste de
mi cuerpo en aquel hotel. —Rió de nuevo, segura de dominar la situación—. Y
quiero que, cuando tengas la más ligera tentación de hablarle de mí al senador,
recuerdes que también yo puedo hablarle de ti… y de su esposa.
La
tensión hizo soltar a Gaston una risa inquieta.
—No puedes amenazarme con
ridiculeces sin sentido —murmuró, sin haberla mirado ni una sola vez.
—Sabes bien que puedo. —Hizo
una larga pausa para darle tiempo a que sacara conclusiones y disfrutó de la
tensión que notó en los músculos de su brazo—. ¿Vas a decirme que no te
sorprendí negociando una segunda noche a cambio de lo que te habías llevado de
ella? —preguntó con sarcasmo.
Gaston apretó la mandíbula
hasta que le rechinaron los dientes. No existía negación ni mentira que pudiera
inventar después de que ella hubiera sido imprevisto testigo de esas palabras y
tal vez también de cómo le había entregado la llave. Y no encontró más salida,
ni digna ni indigna, que aceptar su propuesta.
—¿Qué pasó con la mujer y el
dentista? —preguntó, con los ojos clavados en el brazo que el senador pasaba por
la cintura de Rocio.
—Nada. Ambos se trataron con
delicadeza. Es más. Creo que ella lo manipuló con tanto mimo, que acabaron
follando como locos en el sillón reclinable, después de que él le sellara el
empaste de la muela del juicio.
Gaston se dio la vuelta para
alejarse de la amorosa imagen del senador estrechando con posesividad el cuerpo
de su joven esposa y miró a Eugenia.
—Tú y yo no llegaremos a tanto
—sentenció como despedida.
Ella lo detuvo, sujetándolo del
brazo.
—Lo único que importa es que no
olvides nuestro pacto de no agresión.
Volvió a mirarla con gesto de
desafío, como si en verdad no le preocupara estar en sus manos, y salió sin
responderle.
La ciudad le proporcionó
refugio esa noche, en un bar nocturno. No quiso regresar al hotel y participar
en la privada fiesta. No quiso encontrarse con Vicco. No quiso encontrarse con
nadie que lo conociera. Se sentó frente a la barra del local, donde pagó las
copas a la primera mujer realmente apetecible que se le insinuó, donde le comió
la boca y la manoseó por encima de la blusa y por debajo de la falda. Donde se
dejó excitar por ella sin pudor alguno. Donde, cuando llegó el momento de
decidir en qué cama o lugar discreto solventar el calentón, miró a la
desconocida a los ojos y supo que no podría hacerlo. Que no podría acostarse
con ninguna mujer esa noche, por muy hermosa que fuera y por muy necesitado que
estuviera él de alivio. Y, mientras salía del bar dejándola desconcertada, se
preguntó si podría volver a hacer el amor con Lali una vez que regresara a su
hogar.
No
le agradaba desayunar sola. Demasiadas veces lo hacía en casa debido a las
frecuentes ausencias de Pablo y hacerlo también en el hotel, teniéndolo tan
cerca, le parecía absurdo. Pero así lo había decidido ella. No había aceptado
los insistentes ruegos de su marido para que lo acompañara en su desayuno de
trabajo con Gaston. Y no porque no se consumiera de ganas de verlo. Era que esa
mañana obedecía a su cabeza y no a su corazón. No podía pasar por el dolor de
otra despedida y tampoco por el de estar sentada ante él y tratarlo como a un
extraño en presencia de Pablo.
Y, sin haberlo buscado, se
encontró desayunando con Eugenia en el salón de la suite, debido a que su
esposo había considerado que estaría mejor acompañada. De habérselo consultado
antes, hubiera descubierto que ella prefería un rato de relajada soledad.
—¿Le preocupa algo, señora Martinez?
—preguntó Eugenia al notarla pensativa durante demasiado tiempo.
—Estoy haciendo inspección
mental de lo que he metido en la maleta —inventó en un instante—. No me
gustaría dejarme nada.
—Cuando terminemos, daré un
repaso a la habitación para asegurarme de que eso no ocurra —dijo, cortando con
refinamiento un trozo de tostada—. No se preocupe, señora.
Rocio dio un sorbo a su café y
volvió a dejar la taza sobre la mesa.
—¿No te impone un poco la
campaña agotadora que queda por delante?
—Todo lo contrario —reveló Eugenia—.
Después de las largas y fatigosas primarias sólo para conseguir llegar hasta
aquí, lo que queda hasta las elecciones de noviembre es un premio.
—Como bien sabes, esto es nuevo
para mí. No he participado en esas primarias, pero ahora tendré que hacerlo;
tendré que aparecer para apoyar a Pablo.
—Y de paso se irá acostumbrando
a las obligaciones oficiales de una primera dama.
—No me importa el trabajo, pero
me asusta la popularidad.
—Entonces, se ha casado con el
hombre equivocado, pues el senador adora la fama, el poder. Lo he visto
agotado, física y mentalmente, y aun así darlo todo en
un
mitin de una aldea perdida en ninguna parte, estrechar las manos de los
habitantes, uno a uno, y ser el último en subir al coche para abandonar el
lugar. Es de los hombres que morirían de agotamiento antes que detenerse, y de
orgullo antes que claudicar.
¿Por qué no ha querido
acompañarlo en el desayuno de hoy? —preguntó, sin poder refrenarse.
—Se trataba de un desayuno de
trabajo —se defendió sin convicción.
Eugenia vio el temblor en sus
manos y se preguntó cómo, una mujer como ella, había llegado a mezclarse con un
hombre como Gaston. Incluso a enamorarse. Porque, si algo sabía reconocer,
pensó mientras la observaba, eran los precisos síntomas de una mujer enamorada,
en especial si lo había hecho del hombre inadecuado.
—Creo que hubiera disfrutado
intercambiando puntos de vista con el señor Dalmau sobre cómo debería expresar
las cosas que su esposo quiere decir en el discurso.
—Me apetecía más intercambiar
impresiones contigo —volvió a mentir—, revisar mi equipaje y estar lista para
salir en cuanto Pablo entre por esa puerta.
Pero no iba a resultar tan
sencillo como había previsto.
Media hora después, con las
maletas cerradas, se despedía de la ciudad a través del ventanal del salón. Le
costaba asumir ese adiós. En esa ciudad había perdido otro pedazo importante de
su alma; se lo había entregado a Gaston cuando lo había tenido cerca, cuando lo
había mirado a los ojos, cuando por el bien de los dos había vuelto a apartarlo
de su vida.
—¿Tienes un momento, pequeña
mía? —Se volvió, sorprendida de no haber oído entrar a Pablo, y se encontró de
frente con el atractivo rostro de Gaston—. Pensé que querrías despedirte del
señor Dalmau.
—Sí, por supuesto —dijo,
mientras se acercaba y distinguía el intenso cansancio en sus ojos—. Ha sido un
placer conocerle —aseguró, tendiéndole la mano.
Él se la sujetó con firme
delicadeza y le acarició con la yema del dedo corazón el sensible centro de la
palma. Su propia piel se erizó ante ese leve y secreto contacto.
—El placer ha sido total y
plenamente mío —dijo con una ligera sonrisa y, sin
dejar
de mirarla, aseguró—: Volveremos a vernos.
Ella tragó saliva, nerviosa de
pronto.
—Rocio lee tus novelas
—intervino Pablo, sin notar el desafío silencioso de sus miradas, ni el dolor
tenso que los mantenía inmóviles y con las manos aún juntas—. ¿No se lo has
contado, pequeña?
—Me lo ha dicho, sí —salió al
paso Gaston, comiéndosela disimuladamente con los ojos—. Y yo se lo he
agradecido.
Ella sonrió, aunque sólo con
los labios, y trató de recuperar su mano. Él la soltó despacio, dejando que se
le deslizara entre los dedos, retrasando cuanto pudo el instante de perderla.
—Espero encontrar en el
discurso de mi esposo la magia que pone en sus novelas, señor Dalmau —aventuró,
con temblor en la voz.
—La verá, «señora Martinez»
—dijo complaciente, pero dándole al trato de señora el mismo tono afilado que
creyó apreciar que ella había utilizado al llamarle señor.
—Si me disculpa… —rogó Rocio,
bajando levemente la cabeza y dando un paso atrás—. Aún tengo que guardar
algunas cosas y cerrar las maletas.
Gaston aceptó con un gesto y,
cuando abandonaba la suite acompañado por el senador, junto a la puerta,
arrimadas a la pared, pudo ver dos maletas listas y cerradas. Ningún mensaje
podía ser más claro que ése. Ni siquiera el de dos noches atrás, cuando ella
ignoró sus llamadas y su desesperado mensaje y lo dejó aguardando sin el más
leve remordimiento. adaptacion

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