domingo, 31 de marzo de 2013

Donde siempre es otoño capitulo 19


CAPÍTULO 19
Bajo una lluvia de globos de colores
La sensibilidad emocional y el patriotismo de los asistentes a la convención fueron cuidadosamente estimulados durante toda la tarde, comenzando por la elección formal y definitiva de Martinez como candidato a la presidencia. Después, Morgan Owens, quien había sido su duro adversario, volvió a alabar sus virtudes y a mostrarle su más firme apoyo, y el experimentado senador Emerson, aceptó con emotivas palabras su nombramiento como candidato a vicepresidente. Cuando en las gigantescas pantallas de televisión aparecieron las primeras imágenes, en las que un pequeño Pablo Martinez jugaba en las rodillas de su abuelo, el Pepsi Center era ya una hermética olla a presión necesitada de una válvula de escape. Y después de nueve minutos de un documental que repasaba la trayectoria vital y política del candidato, el senador salió de entre bambalinas y caminó, sonriente y con paso triunfal, hasta el atril que lo aguardaba en el centro del escenario, mientras el estadio estallaba en aplausos y vítores, con tan atronadora intensidad, que parecía que toda la estructura iba a acabar pulverizada hasta los cimientos.
Gaston lo contemplaba desde el backstage. Aunque su verdadera atención estaba más cerca, en Rocio. Preciosa, perfecta, con un vestido verde esmeralda que se adaptaba a su cuerpo con elegante sensualidad. El rubor que le cubría las mejillas la traicionaba y desmentía la tranquilidad con que aparentaba llevar la situación, visionándolo todo a través de los monitores. Estaba nerviosa y él sabía que, de haber podido abrazarla, hubiera notado cómo temblaba por dentro. Con cada nueva agitación del público ella se alejaba momentáneamente, firme y templada, sin que nadie salvo él percibiera que le costaba soportar la presión.
No se perdía ninguno de sus movimientos.
En cambio, Rocio no miraba a nadie. Ni siquiera al recién elegido candidato a vicepresidente o a su esposa, con los que, como cierre de la convención, compartiría el escenario esa noche junto a Pablo, el gran protagonista. Porque, en una velada de grandes emociones, había una que le mantenía sangrante el corazón: sentir la presencia de Gaston; desear echarse en sus brazos para que le calmara los nervios, para que la llenara de besos. Pedirle que la estrechara contra
su pecho y quedarse allí para siempre. Y cada vez que se atrevió a mirarlo con fugacidad con el rabillo del ojo y lo encontró observándola, se preguntó si era posible que una mujer como ella pudiera convertirse en la obsesión de un hombre como él. Nada podía hacerla imaginar que el hombre experimentado y lujurioso que conocía desaparecía cada vez que la miraba, muriéndose por toparse un instante con sus ojos o por recibir de sus labios una sonrisa.
Las palabras finales de la alocución del senador y el estallido de aplausos de todo el estadio agitó el interior del backstage y el recién nombrado candidato a vicepresidente, Emerson, tomó el mando de la situación.
—Adelante, señora Martinez —dijo, extendiendo el brazo hacia el escenario—. El futuro presidente de la nación, y la multitud, están deseando verla.
Gaston tomó aire y avanzó ligeramente, con disimulo, y cuando ella pasó por su lado, le rozó la mano con la suya al tiempo que inspiraba hondo para atrapar su aroma a tibio atardecer en Crystal Lake. Fue todo tan fugaz y leve que no pudo captar el estremecimiento de Rocio, menos aún cómo se le aceleró el corazón o le temblaron las piernas.
Él se quedó padeciendo sus propias sensaciones, su propio latir acelerado y su propia falta de aliento, rozando el pañuelo en el interior del bolsillo y acariciándola con los ojos a ella. Mientras, millares de brillantes trocitos de papel llenaban el aire descendiendo con la suavidad de los copos de nieve y cubriendo finalmente la gran plataforma.
Era un cierre de convención espectacular, colorido y victorioso en el que él sólo podía ver a la mujer que se había convertido en todo su mundo.
—Fascinante, ¿verdad? —preguntó Eugenia, acercándose hasta rozar su brazo con el suyo.
Gaston soltó el oxígeno que inconscientemente había estado reteniendo y continuó con la mirada fija en el escenario, en Rocio.
—Abrumador más bien.
—Está perfecta, maravillosa, a pesar de que dudo que haya dormido algo estas noches.
Gaston se agitó por dentro, inquieto.
—¿Qué quieres, Eugenia? —preguntó sin rodeos.
—Eres un hombre fascinante —opinó, con verdadera admiración—. La mañana en que te conocí iba dispuesta a arrancarte los ojos y a llevármelos como trofeo y
con dos palabras y una sonrisa lograste que no pudiera pensar en nada que no fuera acostarme contigo. Consigues lo que quieres y cuando lo quieres, y no parece que te cueste esfuerzo alguno.
—Creo que en eso nos parecemos bastante —dijo él con expresión ausente, centrado aún en lo que ocurría fuera, en el grupo formado por los senadores Martinez y Emerson y sus esposas, que saludaban a la multitud bajo la lluvia de globos con los colores de la bandera nacional.
Pero estaba tenso, con todos los sentidos en estado de alerta, seguro de que los labios de Eugenia se curvaban en una sonrisa tan maliciosa como el tono que estaba dándole a su voz.
—Tienes razón, pero yo soy menos osada que tú. Me he tirado a maridos de amigas, a políticos poderosos. Incluso alguna vez me han follado a un tiempo dos cabrones influyentes que competían entre sí por demostrarme quién lo hacía mejor, cuando lo único que yo quería de ellos eran los favores que me habían prometido a cambio de la orgía. He hecho cosas realmente sucias y excitantes, pero nada comparable a la presa que tú estás acechando… o a la que puede que hayas conseguido ya.
Ella le estaba hablando de sus trapos sucios, de sus manipulaciones, de cómo había vendido su cuerpo y su dignidad a cambio de privilegios. Le estaba dando armas con las que podría acabar con sus aspiraciones políticas. Y eso, cuando menos, era inquietante, pues no le entregaría una información así sin tener la absoluta seguridad de que nunca podría utilizarla.
—¿Adónde quieres llegar con esto?
—Hay un chiste, en verdad sin ninguna gracia, que cuenta que una mujer está en el sillón del dentista y que cuando éste le acerca el torno a la boca, ella se acobarda, lo sujeta por los testículos y le dice: «Doctor, ¿qué le parece si ambos vamos con cuidado y no nos hacemos daño?»
—Te lo preguntaré una sola vez más, Eugenia —replicó con impaciencia—, ¿qué demonios quieres de mí?
—Que no nos hagamos daño —dijo en voz más baja—. He visto la confianza que tienes con el senador y sé que irá a más ahora que vas a trabajar de forma estrecha con él. También sé que no te gusto, aunque nadie lo diría, después del ardor desatado con el que gozaste de mi cuerpo en aquel hotel. —Rió de nuevo, segura de dominar la situación—. Y quiero que, cuando tengas la más ligera tentación de hablarle de mí al senador, recuerdes que también yo puedo hablarle de ti… y de su esposa.
La tensión hizo soltar a Gaston una risa inquieta.
—No puedes amenazarme con ridiculeces sin sentido —murmuró, sin haberla mirado ni una sola vez.
—Sabes bien que puedo. —Hizo una larga pausa para darle tiempo a que sacara conclusiones y disfrutó de la tensión que notó en los músculos de su brazo—. ¿Vas a decirme que no te sorprendí negociando una segunda noche a cambio de lo que te habías llevado de ella? —preguntó con sarcasmo.
Gaston apretó la mandíbula hasta que le rechinaron los dientes. No existía negación ni mentira que pudiera inventar después de que ella hubiera sido imprevisto testigo de esas palabras y tal vez también de cómo le había entregado la llave. Y no encontró más salida, ni digna ni indigna, que aceptar su propuesta.
—¿Qué pasó con la mujer y el dentista? —preguntó, con los ojos clavados en el brazo que el senador pasaba por la cintura de Rocio.
—Nada. Ambos se trataron con delicadeza. Es más. Creo que ella lo manipuló con tanto mimo, que acabaron follando como locos en el sillón reclinable, después de que él le sellara el empaste de la muela del juicio.
Gaston se dio la vuelta para alejarse de la amorosa imagen del senador estrechando con posesividad el cuerpo de su joven esposa y miró a Eugenia.
—Tú y yo no llegaremos a tanto —sentenció como despedida.
Ella lo detuvo, sujetándolo del brazo.
—Lo único que importa es que no olvides nuestro pacto de no agresión.
Volvió a mirarla con gesto de desafío, como si en verdad no le preocupara estar en sus manos, y salió sin responderle.
La ciudad le proporcionó refugio esa noche, en un bar nocturno. No quiso regresar al hotel y participar en la privada fiesta. No quiso encontrarse con Vicco. No quiso encontrarse con nadie que lo conociera. Se sentó frente a la barra del local, donde pagó las copas a la primera mujer realmente apetecible que se le insinuó, donde le comió la boca y la manoseó por encima de la blusa y por debajo de la falda. Donde se dejó excitar por ella sin pudor alguno. Donde, cuando llegó el momento de decidir en qué cama o lugar discreto solventar el calentón, miró a la desconocida a los ojos y supo que no podría hacerlo. Que no podría acostarse con ninguna mujer esa noche, por muy hermosa que fuera y por muy necesitado que estuviera él de alivio. Y, mientras salía del bar dejándola desconcertada, se preguntó si podría volver a hacer el amor con Lali una vez que regresara a su hogar.
No le agradaba desayunar sola. Demasiadas veces lo hacía en casa debido a las frecuentes ausencias de Pablo y hacerlo también en el hotel, teniéndolo tan cerca, le parecía absurdo. Pero así lo había decidido ella. No había aceptado los insistentes ruegos de su marido para que lo acompañara en su desayuno de trabajo con Gaston. Y no porque no se consumiera de ganas de verlo. Era que esa mañana obedecía a su cabeza y no a su corazón. No podía pasar por el dolor de otra despedida y tampoco por el de estar sentada ante él y tratarlo como a un extraño en presencia de Pablo.
Y, sin haberlo buscado, se encontró desayunando con Eugenia en el salón de la suite, debido a que su esposo había considerado que estaría mejor acompañada. De habérselo consultado antes, hubiera descubierto que ella prefería un rato de relajada soledad.
—¿Le preocupa algo, señora Martinez? —preguntó Eugenia al notarla pensativa durante demasiado tiempo.
—Estoy haciendo inspección mental de lo que he metido en la maleta —inventó en un instante—. No me gustaría dejarme nada.
—Cuando terminemos, daré un repaso a la habitación para asegurarme de que eso no ocurra —dijo, cortando con refinamiento un trozo de tostada—. No se preocupe, señora.
Rocio dio un sorbo a su café y volvió a dejar la taza sobre la mesa.
—¿No te impone un poco la campaña agotadora que queda por delante?
—Todo lo contrario —reveló Eugenia—. Después de las largas y fatigosas primarias sólo para conseguir llegar hasta aquí, lo que queda hasta las elecciones de noviembre es un premio.
—Como bien sabes, esto es nuevo para mí. No he participado en esas primarias, pero ahora tendré que hacerlo; tendré que aparecer para apoyar a Pablo.
—Y de paso se irá acostumbrando a las obligaciones oficiales de una primera dama.
—No me importa el trabajo, pero me asusta la popularidad.
—Entonces, se ha casado con el hombre equivocado, pues el senador adora la fama, el poder. Lo he visto agotado, física y mentalmente, y aun así darlo todo en
un mitin de una aldea perdida en ninguna parte, estrechar las manos de los habitantes, uno a uno, y ser el último en subir al coche para abandonar el lugar. Es de los hombres que morirían de agotamiento antes que detenerse, y de orgullo antes que claudicar.
¿Por qué no ha querido acompañarlo en el desayuno de hoy? —preguntó, sin poder refrenarse.
—Se trataba de un desayuno de trabajo —se defendió sin convicción.
Eugenia vio el temblor en sus manos y se preguntó cómo, una mujer como ella, había llegado a mezclarse con un hombre como Gaston. Incluso a enamorarse. Porque, si algo sabía reconocer, pensó mientras la observaba, eran los precisos síntomas de una mujer enamorada, en especial si lo había hecho del hombre inadecuado.
—Creo que hubiera disfrutado intercambiando puntos de vista con el señor Dalmau sobre cómo debería expresar las cosas que su esposo quiere decir en el discurso.
—Me apetecía más intercambiar impresiones contigo —volvió a mentir—, revisar mi equipaje y estar lista para salir en cuanto Pablo entre por esa puerta.
Pero no iba a resultar tan sencillo como había previsto.
Media hora después, con las maletas cerradas, se despedía de la ciudad a través del ventanal del salón. Le costaba asumir ese adiós. En esa ciudad había perdido otro pedazo importante de su alma; se lo había entregado a Gaston cuando lo había tenido cerca, cuando lo había mirado a los ojos, cuando por el bien de los dos había vuelto a apartarlo de su vida.
—¿Tienes un momento, pequeña mía? —Se volvió, sorprendida de no haber oído entrar a Pablo, y se encontró de frente con el atractivo rostro de Gaston—. Pensé que querrías despedirte del señor Dalmau.
—Sí, por supuesto —dijo, mientras se acercaba y distinguía el intenso cansancio en sus ojos—. Ha sido un placer conocerle —aseguró, tendiéndole la mano.
Él se la sujetó con firme delicadeza y le acarició con la yema del dedo corazón el sensible centro de la palma. Su propia piel se erizó ante ese leve y secreto contacto.
—El placer ha sido total y plenamente mío —dijo con una ligera sonrisa y, sin
dejar de mirarla, aseguró—: Volveremos a vernos.
Ella tragó saliva, nerviosa de pronto.
—Rocio lee tus novelas —intervino Pablo, sin notar el desafío silencioso de sus miradas, ni el dolor tenso que los mantenía inmóviles y con las manos aún juntas—. ¿No se lo has contado, pequeña?
—Me lo ha dicho, sí —salió al paso Gaston, comiéndosela disimuladamente con los ojos—. Y yo se lo he agradecido.
Ella sonrió, aunque sólo con los labios, y trató de recuperar su mano. Él la soltó despacio, dejando que se le deslizara entre los dedos, retrasando cuanto pudo el instante de perderla.
—Espero encontrar en el discurso de mi esposo la magia que pone en sus novelas, señor Dalmau —aventuró, con temblor en la voz.
—La verá, «señora Martinez» —dijo complaciente, pero dándole al trato de señora el mismo tono afilado que creyó apreciar que ella había utilizado al llamarle señor.
—Si me disculpa… —rogó Rocio, bajando levemente la cabeza y dando un paso atrás—. Aún tengo que guardar algunas cosas y cerrar las maletas.
Gaston aceptó con un gesto y, cuando abandonaba la suite acompañado por el senador, junto a la puerta, arrimadas a la pared, pudo ver dos maletas listas y cerradas. Ningún mensaje podía ser más claro que ése. Ni siquiera el de dos noches atrás, cuando ella ignoró sus llamadas y su desesperado mensaje y lo dejó aguardando sin el más leve remordimiento.                                                   adaptacion

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