sábado, 16 de marzo de 2013

Donde siempre es otoño capitulo catorce


CAPÍTULO 14
Señora Martinez
—¿Qué tal la vida de casado? —se interesó Eugenia mientras avanzaba junto a Gaston por el pasillo de paredes blancas y moqueta azul de dibujos persas.
—No me puedo quejar —aseguró, demasiado tenso como para prestarle la debida atención.
—Y ella, ¿se puede quejar? —preguntó irónica.
—Ninguna mujer se me queja. Tú tampoco lo hiciste —respondió con la misma mordaz acidez.
—No es lo mismo un buen rato que toda una vida.
—No. No es lo mismo —reconoció Gaston al tiempo que ella se detenía ante la puerta de la suite y se volvía a mirarlo.
—Te va a recibir sólo porque así lo ha dispuesto el senador. Y debes agradecerle la atención, pues hoy no es el mejor día para estas cosas. Está nerviosa, especialmente desde que, a las tres de la tarde, el presidente del Comité Nacional ha declarado inaugurada la convención. Y es comprensible. Esta noche la escucharán millones de americanos, si contamos los espectadores de televisión de todas las cadenas que van a retransmitir en directo.
—Lo entiendo. No la molestaré mucho rato.
En el interior, Rocio aguardaba, de pie junto al escritorio y de espaldas a las magníficas vistas de la ciudad, respirando con suavidad para calmarse.
—El señor Dalmau, señora Martinez —dijo Eugenia cuando, tras atravesar el amplio recibidor, entró en el salón.
Rocio descubrió entonces que el corazón podía irle más deprisa de lo que le había ido nunca y a pesar de ello no acabar estallándole. Los ojos de Gaston se habían quedado clavados en ella mientras su magnetismo se adueñaba de la estancia.
—Es un placer, señor Dalmau. —Tragó saliva al tiempo que le tendía la mano—. Me ha sorprendido saber que trabajará con mi esposo.
Gaston se la estrechó largamente y con fuerza, como si pretendiera no devolvérsela nunca.
—Será una colaboración temporal, señora Martinez. No me agrada la política —dijo, incapaz de quitarle los ojos de encima, comprobando que en los últimos meses que llevaba pensando en ella no la había idealizado, que era tan hermosa como la mantenía en su recuerdo.
—No le agrada, pero es necesaria. Un buen político podría cambiar el mundo.
—Y uno demasiado ambicioso podría destruirlo —rebatió con imprudente lentitud.
Rocio no quiso testigos de su desafío. Se volvió hacia Eugenia, que les contemplaba con curiosidad, tratando de discernir si la insólita tensión que creía percibir era real o sólo efecto de su exceso de celo.
—Puedes irte, Eugenia. Seguro que tienes cientos de cosas que hacer. Te llamaré si necesito algo.
La periodista asintió con un movimiento de cabeza y abandonó la estancia.
El gesto de Gaston se transformó en cuanto se quedaron solos. Sus ojos comenzaron a mirarla con descaro, mientras trataba de menospreciarla con una sonrisa cínica.
—¡Así que éste era tu juego! —Se volvió para contemplar el salón más grande y lujoso de cuantos había visto en una suite de hotel. Después, volvió a detenerse en los ojos inquietos de Rocio—. Esposa del muy venerado senador Pablo Martinez, dentro de unos días flamante candidato demócrata a la presidencia de la nación —concluyó con solemnidad.
—Lo siento —quiso justificarse ella—. Debí ser yo quien te lo dijera, pero no era fácil por…
—¡No, cómo se te ocurre! —continuó con la misma ironía—. Hubieras restado emoción al fantástico momento en que lo descubrí. Aunque, ahora que lo dices... —Se frotó la recién afeitada mandíbula como si realmente cavilara—. Saber que me estaba beneficiando a la esposa de un poderoso político hubiera tenido un excitante punto morboso del que los dos habríamos disfrutado, ¿no crees?
—¿De verdad quieres que te diga lo que creo? —Él respondió con un gesto de indiferencia—. Creo que no necesitas ofenderme para sentirte mejor y que…
—No he empezado aún a ofenderla, «señora» —lo dijo despacio, con los dientes apretados y el rostro casi pegado al suyo.
El tono con que pronunció el «señora» fue para Rocio peor que si la hubiera llamado directamente zorra. Inspiró, herida por el desprecio que nunca imaginó que recibiría de sus labios, mientras la rabia y el resentimiento le oscurecían a él sus despiadados ojos .
—Cuando he aceptado recibirte, lo he hecho creyendo que hablaríamos como personas civilizadas —confesó con pena.
Gaston rió con esa risa corta y seductora que ella amaba y que, esa vez, él consiguió sin aparente esfuerzo que sonara a agravio.
—Ahora sólo hace falta que me digas que piensas que he venido hasta aquí para hablar de política —dijo aún riéndose.
—No. No lo pienso. Y tampoco creo que lo hayas hecho porque quieras realmente trabajar con Pablo.
—¡Chica lista! —la felicitó con vulgaridad—. Veo que me conoces un poco. Yo, sin embargo, es ahora cuando empiezo a conocerte.
—Ya te he ofrecido mis disculpas. Te aseguro que nunca tuve intención de herirte. Si con mi proceder te hice daño, yo…
—¿Daño? ¿Tú a mí? —la interrumpió con prepotencia—. Veo que va sobrada de vanidad, «señora».
El nuevo «señora», dicho con más acritud y con segunda intención, terminó de ofender a Rocio, que no pudo evitar responder con rabia.
—Entonces, ¡no entiendo qué me estás reclamando!
Gaston buscó una respuesta que no mostrara la tortura, la decepción o el amor desesperado del que, a pesar de intentarlo con todas sus fuerzas, aún no había logrado desprenderse.
—Tal vez nada —reconoció, tan retador como ella—. Tal vez lo único que busque sea regodearme en que mi aventura más larga la haya mantenido con la mujer del distinguido senador. Se dicen tantas cosas buenas de ti en la prensa que me siento un privilegiado por haber comprobado, desde una posición preferente, que no eres la entregada esposa que aseguran.
—Tampoco tú eres el fiel esposo que todos creen.
—En eso voy a tener que darle la razón, «señora» —respondió con mofa—. Tenemos en común la misma excitante afición a follar en otras camas que no son la nuestra.
Rocio irguió la espalda, orgullosa, tratando de protegerse del dolor que le
causaba su continuado desprecio.
—Hemos terminado, señor Dalmau —dijo con dignidad, mientras descolgaba el teléfono para llamar a Eugenia.
Él se lo arrebató de la mano y volvió a colgarlo con ímpetu.
—¿Señor Dalmau? —Su boca dibujó otra de sus seductoras sonrisas—. ¡¿Vas a llamarme señor Dalmau después de las cosas que hemos hecho juntos?!
—Tú no dejas de llamarme…
—¿Señora? —preguntó, con el mismo impertinente gesto de diversión—. ¿No es así como te llama todo el mundo? Es más que probable que la cena de Navidad de este año la celebres en la Casa presidencial . Así que señora es la mínima formalidad que debería usar para dirigirme a ti.
Rocio, exhausta de ocultar su aflicción bajo capas de dignidad y de orgullo, sintió que le ardían los ojos. Se volvió dándole la espalda y caminó hasta el ventanal, esperando que contemplar la grandiosidad de la ciudad a sus pies y las montañas al fondo le aliviara el ahogo.
—Recibirte ha sido un error —murmuró casi para sí.
—Es muy posible —aceptó él con descaro—. Pero ya que estoy aquí, ¿por qué no me cuentas qué ocurrió aquella mañana, después de que salieras de mi cama asegurándome que volverías pronto? —propuso, mientras se acercaba despacio.
—¡Ha pasado tanto tiempo desde entonces! —dijo Rocio con el mismo poco ánimo.
—Una eternidad —afirmó Gaston, mientras pensaba que el tiempo sin ella le estaba resultando un invierno crudo e inacabable—. Pero seguro que si haces un esfuerzo lo recordarás. Es simple curiosidad, más que otra cosa, por saber si he acertado en mis suposiciones —añadió con prepotencia—. Cuando supe quién eras, o más bien quién era tu «afortunado marido», investigué un poco y até cabos.
Las montañas Rocosas, que destacaban en el horizonte, comenzaron a emborronársele a Rocio. Suspiró hondo y se quedó quieta, consciente de que ya no podría volverse si no quería que él la viera llorar.
—¿Qué cabos tenías para atar? —murmuró, sintiéndolo respirar tras de sí.
—La noche anterior, el senador consiguió el apoyo de una gran parte de los superdelegados que le aseguraba el triunfo en las elecciones primarias, —dijo en voz baja, igual que si le contara un secreto a su delicada nuca—. Fue
entonces cuando comenzaron a verse sus verdaderas posibilidades. A la mañana siguiente, te llamó, ¿no es cierto? —preguntó con un susurro—. Te llamó para decirte que tus jueguecitos sexuales habían acabado, que ya era una realidad que su adversario terminaría aceptando la derrota y que tú pronto dejarías de ser una desconocida.
—Por lo que veo, no necesitas respuestas.
—No. En realidad no las necesito.
Siguió mirándola, ya en silencio. Los bucles dorados que con tanto placer había enredado entre sus dedos, se veían ahora brillantes y perfectos, sin que ni un solo cabello se atreviera a despuntar por donde no debía. Sin embargo, a pesar de toda esa corrección, seguía desprendiendo el dulce olor a atardecer que él llevaba meses buscando y que no había encontrado en nadie, salvo ahora y de nuevo en ella.
—Que tenga una buena noche en el Pepsi Center, señora Martinez —se despidió, demasiado irónico para su ya no tan firme intención de herirla—. Esta vez no tendrá que seducir a un solo hombre, sino a millones. Estoy seguro de que también eso se le dará bien. Y si no es así, siempre le quedará la opción de seducirlos uno a uno entre las sábanas.
Abandonó la suite y se alejó por el pasillo alfombrado, con todos los músculos del cuerpo aún tensos. No se sentía satisfecho tras la insensata disputa que acababan de mantener. No se llevaba la satisfacción que había esperado conseguir tras ese encuentro, sino un crudo vacío y la sensación de que, durante los minutos en los que la había tenido cerca, ella le había robado otra parte importante de sí mismo.
Lo que no podía saber, ni siquiera sospechar, era que parecido sentimiento mantenía a Rocio paralizada ante el cristal. Que sus duras palabras y su desprecio le habían destrozado el corazón. Y que sus lágrimas, contenidas y silenciosas mientras lo tuvo cerca, se habían convertido en un llanto doloroso y amargo en cuanto se quedó a solas.                                                                            adaptacion 

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