Así fue como Rochi se vio
inmersa en una feria de ganado, caminando por una plaza llena de caballos,
potros y burros.
La feria, la más reconocida
de todas cuantas se celebran en la región, es también la más visitada por
curiosos, tratantes y ganaderos. A veces, atravesar por alguna zona en la que
se expone un ejemplar muy atractivo, o incluso tierno, como los pequeños
potros, se convierte en una labor complicada que exige fuerza y algún que otro
empujón para evitar que la marea humana te lleve en una dirección no deseada.
En esos momentos, Gaston
colocaba su mano abierta sobre la cintura de Rochi, la ceñía contra él para no
perderla entre el gentío, y no la soltaba hasta que llegaban a una zona menos
concurrida. El calor de la mano de Gaston en su espalda y el modo en el que la
protegía contra su cuerpo la turbaban hasta hacerla sentir ebria. Pero entendía
que no había otra manera de caminar por la plaza sin que acabaran uno en cada
extremo.
Gaston, ocupado en abrirse
paso entre los curiosos, cuidaba de ella como si fuera lo más natural del
mundo. Era en el momento de soltarla cuando reparaba en que la sujetaba como si
le perteneciera. Entonces introducía las manos en los bolsillos de su parca
azul marino y sonreía como si tratara de pedir disculpas.
En cuanto comenzaron a
recorrer la feria, fue evidente que Gaston conocía a todo el que tenía algo que
ver con ganado, que se manejaba con habilidad y que entendía aquel lenguaje, a
veces extraño, en el que se expresaban los tratantes. Como cuando se habían
detenido ante una preciosa yegua y Gaston había preguntado: «¿Qué tenemos por
aquí?», y el tratante le había respondido: «Mucho bueno.» Tras lo que
continuaron hablando en una jerga difícil de seguir para alguien profano como
ella.
Mientras Gaston observaba un
precioso semental color ceniza, entraron en conversación con dos hombres de la
edad aproximada de Ignacio. Después de las presentaciones y de los primeros
cruces de impresiones sobre la calidad de la feria, Gaston se disculpó para
seguir examinando al caballo y tratando con el dueño del animal.
Los ancianos aprovecharon
para acaparar la atención de Rochi. Tener ante ellos a la joven y bonita nieta
de Ignacio era algo que no podían desaprovechar. Comenzaron nombrando a su
abuelo, al que parecía que recordaban con gran cariño, pero no tardaron mucho
en conducir la charla hacia Gaston. A Rochi le bastó con escuchar las primeras
frases para comprender que aquellos hombres le respetaban y admiraban, más
incluso que a Ignacio.
—Tienes suerte de contar con
ese hombre —dijo el que aún mantenía en su cabeza una espesa mata de pelo
blanco—. ¡Es todo un elemento!; hábil y competente para este negocio. Sin él,
tu herencia hubiera sido bastante más pequeña.
—¿Qué quiere decir con eso?
—preguntó Rochi, que no sabía cómo llamarle porque no había retenido ninguno de
los dos nombres—. ¿Que es el responsable de todo lo que consiguió Ignacio?
—No del todo —respondió el
mismo anciano—. Había una base importante, pero todo cambió cuando Gaston
regresó después de que pasó unos años fuera. Ya nadie contaba con que volviera,
pero lo hizo, y con ideas nuevas que tu abuelo, con todo lo raro que era,
aceptó sin protestar.
—Así es —intervino el que
resguardaba su cabeza sin cabello con una boina negra—. Gaston se había
especializado en genética y comenzó a mejorar la raza para que diera más leche.
Aprovechando la cobertura de la denominación de origen para el Queso Roncal,
comenzaron a hacerlo. Después, cuando llegó la denominación de origen de la
Ternera de Navarra, aumentaron la cabaña de vacas. En fin, muchachita, que este
hombre hizo muchos cambios. Aún continúa haciéndolos. ¿Lo ves ahí, en pleno
trato? —Rochi lo miró y afirmó con la cabeza—. Pues estate segura de que no es
un trato cualquiera. Si él dice que ése es el mejor semental que hay hoy aquí,
no tengas duda de que lo es. Todos los que nos movemos en este mundo del ganado
le conocemos, y todos le tenemos un gran respeto.
—Y miedo —añadió el de
cabello blanco, riendo. Ante la mirada sorprendida de Rochi, añadió—: No me
mires así, muchacha. Era una broma. Es que a veces uno siente celos al verlo
tan válido, pero es un tipo que no duda en echarte una mano siempre que se lo
pides. Ha mamado todo esto desde pequeño. Nació en las tierras de tu abuelo.
—Conozco la historia —dijo Rochi—.
El y su hermano nacieron y se criaron allí.
—Pero al otro no le gustaba
esta vida. Era más señorito —opinó el que se cubría con la boina—. Éste es el
mejor elemento que he conocido yo. Si quieres que tu explotación continúe
siendo lo que es, ofrécele siempre lo que pida para que no se vaya.
Aunque admiraba a Gaston sin
que nadie le dijera lo que valía, a Rochi le gustó descubrir nuevos e
interesantes detalles. Mientras observaba los gestos y movimientos con los que
acompañaba su charla con el tratante, se preguntó cuántas cosas más ignoraba
sobre aquel hombre que comenzaba a ocupar demasiado espacio en su pensamiento.
Tras una mañana de
emociones, la sensibilidad de Rochi burbujeaba cuando llegaron al Restaurante
Rodero.
Nicolas y Eugenia los
esperaban sentados a la mesa de un comedor elegante y vanguardista, con paredes
en un blanco roto y un amplio zócalo revestido de madera pintada en el mismo
tono. Un mantel tostado alcanzaba a besar el entablado oscuro del suelo y,
sobre él, otro, más corto y de hilo blanco, se confundía con la vajilla de
porcelana del mismo color. El matiz diferencial lo daban las hojas verdes de
unas flores frescas acomodadas en un estrecho y estilizado jarrón de cristal.
Lo primero en lo que se fijó
Rochi, nada más estrechar la mano de nicolas, fue en el asombroso parecido que
tenía con su hermano. Incluso compartían la misma sonrisa fácil y cautivadora.
Durante el trayecto desde la
feria, Gaston le había puesto en antecedentes de lo que se iba a encontrar. Eugenia
era dulce, cariñosa y callada. nico era observador, sagaz, y no dudada en decir
lo que pensaba, aun a riesgo de resultar impertinente.
El hermano de ciudad, apenas
se retiró la camarera llevándose con ella el pedido y las cartas, hizo honor a
la descripción siendo directo.
—¡Así que piensas inaugurar
un hotel de lujo.!
Rochi disimuló su sorpresa.
No imaginaba que Gastón hablara de ella ni con su hermano ni con nadie.
—Disculpa —le dijo Gaston,
desdoblando su servilleta blanca—. Este presuntuoso acaba de decir lo único que
le he contado de ti. Y lo hice porque estaba empeñado en llevarnos a otro
restaurante —añadió a modo de excusa.
—No importa. No es ningún
secreto —indicó con una sonrisa, y, agrupando los dedos bajo su barbilla, miró
a nicoo—. ¿Has tenido alguna vez un sueño que creías que nunca alcanzarías?
—¿Además del de acostarme
con Angelina Jolie?
Al mismo tiempo que todos se
echaron a reír, Eugenia le propinó un puntapié por debajo de la mesa. Todo un
logro teniendo en cuenta que su abultada barriga la mantenía más alejada que al
resto de comensales.
—Compórtate —le dijo, sin
conseguir ponerse demasiado seria—. Rochi va a pensar que eres un pervertido.
—En absoluto —respondió
ella—. Ése es un sueño que comparten millones de hombres en todo el mundo.
Continuaron riendo mientras nicolas
fingía que su esposa le había provocado un dolor terrible en la espinilla.
—Nunca he tenido un gran
sueño que creyera que no iba a alcanzar —dijo al fin, recuperando la seriedad—.
Mis metas siempre han sido escalonadas: estudiar para convertirme en
arquitecto. Una vez logrado, me centré en conseguir un puesto donde pudiera
demostrar mi valía. Después llegó lo de abrir un estudio propio, captar
clientes importantes. Hubo un momento en el que mi máxima aspiración era
conquistar el amor de Eugenia —reveló, apretando la mano que ella tenía sobre
la mesa—. Después quise que fuera mi esposa, tener un hijo. Cada meta ganada me
ha llevado a plantearme el siguiente desafío. Así he llegado muy lejos y pienso
seguir avanzando.
—Es una buena
estrategia—reconoció Rochi, desplegando su servilleta para ponérsela sobre las
piernas—. Yo, en referencia a mi vida personal, no acostumbro hacer planes. En
lo profesional tengo un solo sueño. Y es grande, importante y difícil de
conseguir. Pero no por eso dejo de soñar.
—Vive como si fueras a
conseguirlo mañana —dijo Gaston, mirándola a los ojos—. Si crees en tus sueños
y luchas por alcanzarlos, se cumplirán. No renuncies a ellos por nada ni por
nadie.
En aquel momento llegó la
camarera para servir el primer plato. Rochi agradeció la interrupción. Las
palabras de Gaston le habían llegado al corazón, pero no había entendido la
emoción que reflejaban sus ojos verdes. ¿Qué infortunada experiencia o qué
amarga desilusión había tenido él con sus sueños?, se preguntó mientras el
delicioso aroma que emergía de su plato le despertaba el apetito.
—¿Cómo se llama esto?
—preguntó, admirando el tono naranja del caldo y los tonos blancos, verdes y
amarillos que emergían suavizando el color del licuado de tomate.
—«Sopa de tomate y violetas
con tuétanos de verduras y moluscos» —respondió Eugenia, introduciendo la
cuchara en su propia sopa.
—Da pena comérsela —exclamó
ante la llamativa composición. Inspiró al reconocer el intenso perfume a
violetas.
—El sabor es aún más
espectacular que la presentación —dijo Gaston, animándola a comenzar.
—Si al menos pudiera sacarle
una foto —respondió, recordando con desánimo su cámara fotográfica, que se
había quedado en Roncal.
—Te conseguiré las
fotografías de todos los platos —prometió Gaston, haciéndole un cariñoso guiño.
—¿Y cómo lo harás?
—No preguntes —sugirió,
riendo—. Tú disfruta y retén los sabores, los olores y las texturas. Yo te
conseguiré todo lo demás.
Rochi, embriagada por las
atenciones de Gaston, saboreó con placer la sopa. Y volvió a hacerlo cuando le
sirvieron «Tartar de solomillo con huevo trufado a baja temperatura».
Ya en el postre, la
conversación se centró en el embarazo de Eugenia y los tres meses escasos que
le quedaban para dar a luz.
—¿Conocéis el sexo del bebé?
—preguntó Rochi, deleitándose con un delicioso canutillo de queso que llevaba
por nombre «Todo Roncal».
—No queremos saberlo
—respondió Eugenia, muy sonriente—. Nos apetece vivir la emoción de la
sorpresa.
—Yo quiero que sea niña
—respondió Gaston, como para sí mismo, tomando una cucharada de su «Chocolate
negro con albahaca fresca y especias chinas».
—¿Por qué una niña?
—preguntó Rochi.
—No sabría explicarlo —dijo,
y saboreó el chocolate hasta sacar de su boca el cubierto limpio—. Por regla
general, el hombre prefiere un hijo porque espera verse reflejado en él, porque
llevará adelante el apellido, porque será el hombre de la casa si él llega a
faltar. Pero, ¿y la maravillosa ternura de la mujer de la casa? —preguntó sin
esperar respuesta—. No sé cómo expresarlo, porque en el fondo me daría igual
que fuera niño o niña. Pero una mujer siempre inspira ternura. Yo quiero una
niña —insistió riendo.
—Creo que estás necesitando
ser padre, Gaston —bromeó Eugenia—. Reconozco esos síntomas —dijo, mirando a su
esposo con una sonrisa burlona.
Gaston bebió de su copa de
vino y respondió que le bastaba con los sobrinos que ellos quisieran darle y
que esperaba que fueran muchos.
Rochi, cortando un trozo de
canutillo relleno de cremosidad blanca, pensó que si ella esperaba a los
sobrinos que aportara su pareja, nunca los tendría. Pablo no tenía hermanos. En
realidad, Pablo no tenía a nadie. En su ascenso al lugar de lujo y privilegios
que ahora ocupaba, se había ido quedando solo.
Durante el camino de
regreso, y a pocos kilómetros de Roncal, Gaston tomó un desvío a la derecha,
hacia el mirador del Puerto. Reveló que le iba a enseñar el motivo por el que
había querido salir pronto y llegar allí antes de que anocheciera.
Estacionaron en una pequeña
explanada de tierra, rodeada de montañas, y ascendieron los peldaños que
conducían a una plataforma en la que un grueso vallado de piedra les separaba
del vacío.
Rochi apoyó las manos sobre
la protección y se quedó boquiabierta ante el espectáculo.
—La foz de Arbaiun —dijo Gaston—.
Esta es la más extensa e impresionante de las gargantas navarras. El río
Salazar, ese que desde aquí parece que apenas lleva agua —precisó, señalando
hacia abajo—, ha tallado la roca durante millones de años y ha formado este
cañón.
—Parece mentira que un río
sea capaz de realizar semejante trabajo —exclamó Rochi sin saber hacia dónde
mirar porque todo a su alrededor la sobrecogía.
—Desde aquí arriba
impresiona —comentó Gaston—, pero desde ahí abajo te sientes muy, muy pequeño.
—Es asombroso —dijo ella,
admirando el ramaje de verdes, rojos, cobres y oros que salpicaba las paredes
rocosas y que, al fondo, tapizaba los márgenes del río—. Esos colores son como
si alguien los hubiera pintado cuidando el lugar exacto en que colocar cada
pincelada.
—Ese color de otoño tan
perfecto lo consiguen los bosques mixtos de arces, encinas, hayas, robles...
—La miró, disfrutando de la curiosidad, casi infantil, con la que abría los
ojos—. Hay mucha variedad de vegetación, y también de animales.
—No imaginaba que pudiera
haber algo tan impresionantemente hermoso por aquí.
Gaston sonrió pensando en
los muchos lugares que aún podría descubrir en aquellas tierras y que la
dejarían muda de admiración. Lugares que le encantaría recorrer junto a ella.
—¿Ves aquel desfiladero tan
estrecho? —Señaló, a lo lejos, el inicio del cañón—. En algunos puntos, esas
imponentes paredes verticales llegan a alcanzar hasta cuatrocientos metros de
altura. Sobrecoge pasar entre ellas.
—¿Pasar entre ellas? —dijo Rochi,
sorprendida—. No me digas que tú eres de esos locos que se lanzan por los ríos,
con un chaleco y un casco, pensando que no les puede ocurrir nada.
—No es eso —dijo riendo—.
Claro que puede ocurrir, pero no es demasiado probable. Es un deporte muy
seguro. Yo no lo practicaría si no lo creyera.
Rochi se inclinó sobre la
protección del mirador, tratando de ver qué caudal llevaba aquel río.
—¿Son aguas tranquilas?
—preguntó al comprobar que era imposible apreciarlo desde aquella altura.
—No se puede hacer rafting
en aguas mansas —aclaró, emitiendo una relajada y suave risa—, aunque,
dependiendo de la época del año, pueden ser más o menos bravas. Este es un río
perfecto, muy salvaje durante todo el trayecto, y con algunos tramos que te
cortan el aliento.
—¿Qué impulsa a alguien a
hacer una cosa así? —dijo con una mezcla de incredulidad y admiración.
—Es emocionante, y un buen
modo de soltar adrenalina —indicó Gaston, apoyando los codos sobre la piedra.
—Hay otras formas de hacerlo
que son menos peligrosas y mucho más agradables —respondió ella, como una niña
resabiada.
—Estoy seguro de que sí
—susurró Gaston, mirándola a los ojos con una media sonrisa y una doble
intención.
Pero ella no captó el
sentido de sus palabras. Aún estaba asombrada de que disfrutara poniéndose en
peligro.
—Si fueras algo mío, no te
permitiría que te expusieras a un riesgo tan absurdo —exclamó.
«Si yo fuera algo tuyo...»,
pensó él, sin dejar de mirarla. «Si yo fuera algo tuyo...», se repitió, y no se
atrevió a avanzar en sus pensamientos.
Rochi no comprendió el
porqué del silencio en el que se vieron envueltos de pronto, pero volvió a
sentir que la mirada intensa de Gaston le encendía las mejillas. Sus manos,
sobre el muro de piedra, en algún momento que no recordaba se habían acercado
hasta rozar las de Gaston, pero no se atrevió a retirarlas. Volvió los ojos
hacia el río, imaginando una balsa zarandeada por la fuerza del agua, y unos
brazos fuertes remando para dominarla y no acabar golpeándose contra las rocas.
—Esas aguas deben de ser muy
frías —comentó, luchando por controlar un estremecimiento.
—Son heladoras —reconoció
él, siguiendo la dirección de sus ojos—. Cuando te hundes en ellas sientes que
te congelarás antes de emerger a la superficie para tomar aire. Pero es una
sensación emocionante que te hace sentir rabiosamente vivo.
Rochi agitó la cabeza y
volvió su atención hacia el inicio de la garganta. Le asustaba imaginarlo
haciendo cosas tan peligrosas como ésas. Ella era una mujer de ciudad que
adoraba la vida sin sobresaltos.
A Gaston su preocupación le
resultaba graciosa. Se apoyó en el vallado de piedra y extendió el brazo para
señalarle una gineta semioculta entre el ramaje. Pero algo cambió, en un
instante, que le borró la sonrisa. La brisa que llegaba por la garganta rocosa
jugó a ponerle las cosas difíciles agitando el cabello de Rochi y avivando su
olor a moras. Volvió la cabeza hacia ella, que devoraba el paisaje con ojos de
asombro.
Inspiró para recuperar el
aliento y la cordura aun sabiendo que no lo conseguiría si no dejaba de
contemplarla. Pero algún placer encontraba en esa tortura, porque deslizó la
mirada, como en una caricia, por su delicado perfil hasta detenerse en sus
labios.
«¿A qué sabe su boca cuando
no lucha, cuando se deja besar y corresponde al beso?», se preguntó. Y de
pronto se vio a sí mismo inclinando la cabeza para saborearle esos labios.
Se acercó despacio, con la
sangre golpeándole en las sienes y el calor deshaciéndole la garganta.
—¿Qué es eso? —gritó ella,
de pronto.
Gaston cerró los ojos un
instante y respiró hondo. Antes de responderle tenía que dominar el temblor que
le recorría el cuerpo y le envolvía el alma. Había estado a punto de besarla y
ella ni se había dado cuenta. Aún aturdido, buscó lo que había llamado su
atención: el vuelo majestuoso de dos buitres.
—Son una pareja de
quebrantahuesos —explicó a media voz, frotándose sobre el pantalón las palmas
sudorosas de sus manos—. Les gusta este territorio rocoso.
—¿Son pareja? —preguntó sin
advertir la confusión contra la que luchaba Gaston—. Quiero decir que si llevan
años guardándose fidelidad.
—La verdad es que sí
—respondió él, riendo—. La mayoría de las veces se les ve volar juntos.
Las reflexiones de Rochi
también volaron, pero hacia Pablo. Durante los años que llevaban manteniendo
una relación, ella no le había faltado ni con el pensamiento. Nunca dudó que
así seguiría siendo el resto de su vida, pero estaba descubriendo que otro
hombre ocupaba cada vez más tiempo y más espacio en su mente.
—Vivir en pareja debe de
tener sus cosas buenas —dijo, volviéndose hacia él—. ¿Tú has estado casado o
has vivido con alguien? —preguntó, cediendo al interés que eso le suscitaba.
Gaston inspiró siguiendo el
vuelo de los buitres hasta que los perdió entre los salientes de las rocas. Era
la primera vez que le iba a hablar de su vida personal, y no le resultaba fácil.
—Una vez. Fue antes de
regresar aquí. Se llamaba Daniela. Convivimos unos años. Incluso llegamos a
pensar en tener hijos.
—¿Y qué falló? —quiso saber,
buscando la respuesta en sus ojos.
—Yo —respondió con la mirada
perdida—. Yo fallé y lo pagamos los dos. Aquello terminó, yo liquidé mi parte
de la clínica veterinaria con mi socio y me vine aquí.
—Esto del amor no es tan
fácil como puede parecer—dijo Rochi, que decidió compensar una sinceridad con
otra—. Yo mantengo una relación muy complicada que exige mucho de mí.
—¿Estás casada? —preguntó,
volviéndose hacia ella con miedo a escuchar la respuesta.
—No —respondió, sacudiendo
la cabeza—. Él está casado.
Gaston pensó que descubrir
que ella tenía un marido no le hubiera impactado tanto. La sorpresa le dejó inmóvil
y silencioso a pesar de que se le amontonaban las preguntas que quería hacerle.
Hubiera querido que le dijera qué hacía allí, durante tantos meses, si amaba a
ese hombre que la estaría echando de menos. Le hubiera pedido que le explicara
cómo, una mujer como ella, que podía conseguir a quien quisiera, podía unirse a
alguien que no fuera libre. Le habría gustado saber qué placer puede haber en
disponer del tiempo que a otro le sobra después de que ha hecho el amor con su
legítima esposa.
Pero no preguntó. Y es que
también él la deseaba aun después de descubrir que pertenecía a otro. Se
mantuvo en silencio, esperando el regreso del vuelo de los fieles
quebrantahuesos mientras el aire le acariciaba y le envolvía con un excitante
olor a moras.
Aún faltaba alrededor de
media hora para que anocheciera, y Pablo se ajustaba la corbata sobre una
elegante camisa de seda blanca. Sentada frente al tocador, Mery, su esposa,
luchaba con el cierre de su collar de diamantes. En unos minutos su jardín se
llenaría de coches de lujo y su casa, de invitados importantes. De ellos dos se
esperaba que fueran los perfectos anfitriones; y lo serían. Manejaban las
fiestas y las relaciones públicas como nadie.
Mery admiró en el espejo
cómo lucían los diamantes sobre el escote palabra de honor de su vestido negro.
El collar, junto a otros dos brillantes que ya adornaban sus orejas, era el
toque que había elegido para un vestido que costaba una fortuna.
—Pablo, querido. ¿Puedes
abrochármelo? —pidió con delicadeza. Y dio una calada al cigarrillo que volvió
a dejar sobre el cenicero—. Acabaré rompiéndome alguna uña.
Pablo dejó su corbata a
medio anudar y se acercó a su esposa.
Nunca la hacía esperar. La
mimaba, la consentía, la obedecía. Así había conseguido enamorarla, adorándola
como a ella le gustaba que hiciera todo el mundo. La inmensa fortuna de la
familia la había convertido en un ser orgulloso y prepotente que precisaba ser
venerada como si fuera una diosa.
Lo supo en cuanto la vio por
primera vez, mientras él limpiaba las cuadras del club de hípica, y ella llegó
agitando su melena negra, exigiéndole que ensillara su caballo sin importarle
que sólo fuera quien cargaba con el estiércol. La catalogó con rapidez y se
juró que ella sería su billete para el mundo de lujo del que soñaba con llegar
a formar parte.
Supo darle lo que una mujer
hermosa como ella, pero insatisfecha porque nadie saciaba sus extrañas
apetencias, buscaba pero no sabía pedir: obediencia, pero con mirada altiva;
sumisión, pero sin perder el orgullo. Hizo que se sintiera dueña de la voluntad
de un hombre arrogante que odiaba someterse.
Por eso, cuando ella le
provocó hasta excitarlo como a un demonio para después fingir que se resistía,
él la forzó en el interior de una sucia cuadra de caballos sabiendo que eso era
lo que quería y que si se lo daba sería suya para siempre.
Unos meses después conseguía
entrar por la puerta grande, con una boda religiosa en la que estaban invitados
políticos destacados, personajes influyentes y empresarios poderosos. Y todo
eso estaba ya a su alcance tan solo por satisfacer el ego y los bajos instintos
de una hermosa, discreta y viciosa heredera.
Entonces le pareció un pago
insignificante.
Ahora, después de casi diez
años de matrimonio, y aunque él manejaba con eficacia la empresa familiar,
seguía manteniendo el mismo juego con ella. La halagaba y adoraba cuando ella
quería. Discutía cuando ella quería. Se sometía cuando ella quería, pero
mostrando siempre la impotencia del hombre duro y fiero que odiaba agachar la
cabeza. Eso la hacía sentirse poderosa. Y él quería que se sintiera poderosa y
satisfecha para que siempre le estuviera agradecida. Eso también exigía que él
la violentara cada poco tiempo, siempre que ella le desafiaba a que lo hiciera
mientras fingía que le tenía terror.
Todo valía con tal de
mantener la posición social por la que había vendido su alma, no al diablo,
sino a la mujer que se la iba a mancillar durante todo el tiempo que fuera la
dueña de la fortuna.
Pero tanto fingir y tanto
manosear a alguien a quien no amaba comenzaba a pasarle factura. Sobre todo
desde que rochi, la verdadera mujer de su vida, había desaparecido
para castigarle. Porque él estaba seguro de que ése era el motivo de su huida:
castigarle y obligarle a que tomara la decisión de separarse.
Sabía que tendría que
hacerlo si no quería perderla. Sobre todo después de la gravedad de la última
humillación. Ella sólo le perdonaría si le presentaba los documentos de
divorcio.
Lo haría, se dijo mientras
ajustaba el cierre del collar de su esposa. Le pediría el divorcio y se casaría
con rochi.
Le pediría el divorcio en
cuanto encontrara fuerzas para hacerlo.
Besó el cuello de Mery,
justo sobre el brillante del cierre, y la miró en la imagen que se reflejaba en
el espejo.
—Estás muy hermosa —afirmó
para agradarla una vez más.
El brillo lascivo de sus
ojos de ámbar le dijo que no había elegido un buen momento para el halago.
—Ahora no —imploró Mery, con
voz temblorosa—. Los invitados están a punto de llegar. No me fuerces ahora,
por favor —y el terciopelo del vestido indicó que comenzaba a separar las
piernas bajo la tela.
Pablo, resignado, deslizó
las manos por el interior del escote hasta aprisionar los senos calientes y
erguidos.
—No, por favor —volvió a
suplicar, ya entre gemidos—. No me obligues ahora.
Pablo le lamió el cuello y
le mordisqueó el lóbulo de la oreja, introduciéndose en la boca el diamante
para no olvidar por qué hacía todo eso.
—Ahora mando yo —le susurró,
haciendo acopio de la violencia que ella esperaba recibir—. Ahora mando yo, y
tú harás todo lo que yo te ordene. adaptacion

ahhh no esta casado k fuerte kiero k se besen de verdad ro y gas y k esten juntossss asi se fastidia pablo k se kede con su esposa y deje a ro trankila con gas
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