Rochi se había esmerado con
la cena. Era la primera noche que Gaston pasaría en la borda y ella se había propuesto
actuar con normalidad. Fingir que nada había ocurrido, dos días atrás, no
cambiaría las cosas, y tal vez ni siquiera las facilitaría, pero no había nada
más que pudiera hacer. Ya le había demostrado que se sentía atraída por él, del
mismo modo que él había dejado claro que la deseaba. Eso no tenía vuelta atrás.
Lo decidió en el instante en
el que, tumbada sobre el jergón, pedía disculpas a Gaston por haber sido ella
quien comenzó a besarlo. Mirándole a los ojos, frío terciopelo, que realmente
eran tizones que recubrían brasas eternas, supo que tenía que alejarse de él
para no terminar cometiendo una locura.
Volvería junto a Pablo, que
era su refugio, su protección. Aclararía con él los problemas que llevaba meses
posponiendo, y no porque no se atreviera a enfrentarlos, sino porque había
preferido quedarse cerca de Gaston.
Gaston... El interés que
había ido sintiendo por él había terminado convirtiéndose en una atracción tan
fuerte y peligrosa que era incapaz de controlarlo. Por eso debía marcharse.
Pero había algo que tenía
que hacer antes de desaparecer de allí para siempre.
Su corazón albergaba dudas
sobre Ignacio. Dudas que se le habían ido clavando al descubrir que todos, en
aquel lugar, guardaban buenos recuerdos de él. Los D’lesandro, Pedro y Silvia,
incluso las personas que se detuvieron para conversar con ellos en la feria o
en las fiestas de la villa. Pero, sobre todo, dudas sembradas por las palabras
y los actos de Gaston.
Sólo existía una persona que
podía ayudarla a salir de su confusión, pero ni siquiera sabía si aún existía o
si querría recibirla para hablar con ella.
No quería que Gaston
descubriera sus intenciones de marcharse. Después de lo ocurrido, le resultaría
sencillo atar cabos y entender que huía de él y de sí misma. Prefería actuar
con cuidado, resolver lo que le torturaba y despedirse de él cuando ya tuviera
la maleta en el interior del BMW.
Ese anochecer, mientras en
el horno se había dorado y cuajado, al baño maría, un pastel de los puerros
arrancados el día anterior del huerto de Silvia, ella había cocinado una espesa
salsa de tomate para acompañarlo.
Después le había dado tiempo
a cambiarse de ropa, arreglarse el cabello y destrozarse los nervios con la
espera. El paso lento de las horas sin que Gaston apareciera, la había obligado
a tomarse las cosas con más tranquilidad.
Sentada junto a la mesa de
la cocina, en el extremo donde ningún plato aguardaba para la cena, había
tratado de centrarse en una de las novelas de amor que había comprado.
Casi dos horas después,
llegaba Gaston. Había examinado las ovejas y comprobado que dos de ellas
parirían antes del amanecer. Pero, sobre todo, había matado el tiempo para
llegar a la borda cuando Rochi ya estuviera dormida.
Lo tenía bien planeado.
Se adentraría con sigilo,
bien avanzada la noche, y saldría, con idéntico cuidado, antes de que comenzara
a amanecer. Así la intimidad sería menor y el peligro de volver a besarla,
también.
Le sorprendió ver luz a
través de la ventana de la cocina. Quiso creer que Rochi la había dejado
encendida para él, antes de retirarse a descansar. Pero, aun así, el corazón
parecía latirle en las sienes cuando abrió la puerta, muy despacio, y avanzó
por la casa como un furtivo al acecho.
Inspiró para tomar aire
cuando la vio. Dormía apoyada en la mesa, con la cabeza y las manos sobre las
hojas de un libro abierto y, a su lado, platos y cubiertos esperaban a ser
utilizados para la cena.
Gaston se sintió culpable.
Le bastó un instante para
comprender todo lo que ella había trabajado por él y todo el tiempo que había
esperado, también por él.
¿Por qué olía tan bien en
aquella cocina cuando ella guisaba?, se preguntó. No era la comida, por muy
deliciosa que ésta fuera. Eran las sensaciones que le provocaban. Sensación a
calor, a hogar, a ternura. Y, ahora, aquel suave aroma a puerros y crema le
hacía pensar en noches de charla al calor del fuego.
Era tarde. En el interior de
la chimenea un montón de tizones mostraban sus últimos reflejos ardientes. Gaston
se acercó y metió dos gruesos y secos troncos de haya. Sopló sobre las ascuas
hasta avivar el fuego y volvió a la mesa para sentarse al lado de Rochi.
Con los codos sobre la
madera y la barbilla apoyada en las manos, la observó dormir.
Pensó que si los ángeles
existieran, no podían ser más hermosos que ella. Con el dorado de sus bucles
parpadeando por efecto del chisporroteo del fuego, y la respiración pausada,
suponía una deliciosa tentación para cualquier mortal con sangre en las venas.
Y él no era cualquier mortal: él era el hombre que llevaba meses deseándola.
—Rochi... —susurró, con
miedo a tocarla—. Rochi... —insistió, con los ojos clavados en las delicadas
pestañas.
Pero ella no se movió.
Gaston volvió a tomar aire
y, con suavidad, le rozó los bucles con los dedos. Eran como seda vaporosa.
Imaginó que toda ella debía de ser pura seda; pura seda dulce y ardiente...
El corazón pareció bombearle
en las yemas de los dedos y los apartó a la vez que se le encendía la sangre.
Se levantó para caminar
hacia el otro extremo de la mesa, hasta donde no le llegara su olor ni el
sonido perezoso de su respiración. Hasta donde pudiera agarrarse con fuerza a
la madera para que sus manos no volvieran a rozarla.
—Rochi... —susurró de nuevo,
con voz más temblorosa, y un poco más alto. Ella gimió mientras su cabello se
revolvía contra las hojas del libro. Gaston crispó los puños sobre el borde de
la mesa y aguantó la respiración antes de insistir—: Rochi...
Finalmente Rochi levantó la
cabeza de golpe, clavando los ojos, abiertos como los de un búho, sobre la
mirada turbada de Gaston.
—Me dormí —explicó, como si
no fuera evidente—. Te esperaba para cenar y me dormí.
—Lo siento —respondió,
perdido en aquellos ojos velados de sueño—. No lo sabía. No quiero molestarte,
por eso solo pretendo venir a dormir. —Tragó con dificultad ante aquel aire de
somnolencia que la hacía irresistible—. No quiero invadir tu intimidad ni darte
trabajo extra.
Rochi pensó que su intimidad
ya fue invadida cuando la besó por primera vez. La invadía cada día desde que
le dejó que se adueñara de sus pensamientos. Deslizó las manos sobre las dos
hojas arrugadas de la novela y la cerró con cuidado. Después miró a Gaston con
una dulce sonrisa.
—¿De verdad crees que voy a
desaprovechar la ocasión de cenar acompañada? —preguntó, sabiendo que quedaban
pocas cosas que compartiría con él—. Tal vez tú seas solitario crónico, pero yo
soy extrovertida y charlatana. Llevo meses desayunando, comiendo y cenando
sola. —Acarició las tapas del libro y suspiró, antes de añadir—: Si quieres
dormir aquí, el precio a pagar es hacer esas tres comidas conmigo.
Gaston rio, y a punto estuvo
de agradecerle que le estuviera facilitando las cosas.
—Eso no es un precio, Rochi;
es un regalo —dijo con sinceridad, y volvió a negar con la cabeza—. Pero de
verdad que no quiero molestar.
—Me molestaría más que me
evitaras, como has hecho esta noche —le reprochó con suavidad.
—No pretendía hacerlo
—mintió él, suplicando con los ojos que le entendiera—. Pero ya no importa
—suspiró, vencido y en el fondo satisfecho—. Acepto tus condiciones.
—Estupendo —dijo ella,
dejando la novela en un extremo de la mesa y levantándose para sacar el pastel
de puerros del horno.
Gaston se sentó ante su
plato. La observó tomar la bandeja y llevarla hasta el fogón mientras él iba
sintiéndose ebrio de ternura, de placentera intimidad, de deseo reprimido. Esa
misma sensación que durante la cena fue creciendo hasta que ya no fue capaz de
mirarla a los ojos.
Parecida embriaguez envolvía
a Rochi.
Lo tenía en su casa y en su
cocina después de haberse dejado llevar por momentos apasionados. Le costaba
mirar sus manos sin recordar cómo la habían acariciado, ni sus labios sin
pensar en el sabor de sus besos. No podía escuchar su voz sin que volviera a
sonar en sus oídos el sonido dulce de sus susurros.
En un momento de la cena, y
en medio de uno de los delicados silencios en los que sólo se oía el quejido de
los leños consumiéndose por el fuego, ella preguntó:
—¿Seguirán existiendo las
cartas del abuelo? Gaston controló una sonrisa emocionada. Así que ella seguía
dando vueltas a la historia de Ignacio, pensó. Y se alegró de que lo hiciera.
Eso significaba que algo le había llegado al corazón, aunque no quisiera
reconocerlo.
—Imagino que estarán en su
casa, y deben de ser cientos —respondió, recogiendo con los dedos los trocitos
desperdigados de hojaldre—. ¿Quieres leerlas?
—No. No se me ocurriría
—respondió, observando con agrado cómo saboreaba Gaston hasta el último
minúsculo resto del pastel de puerros—. Sentiría como si rompiera un lazo
invisible que no fue creado para mí.
—Entonces, ¿qué estás
pensando hacer con ellas? —preguntó, apartando el plato ya limpio.
—Creo que... —empujó también
su plato y colocó los brazos sobre la mesa—. Tal vez esas cartas deberían estar
en poder de la persona para la que fueron escritas.
—¿Estás pensando en llevárselas
a Andrea? —se aventuró a preguntar, incrédulo.
—¿Crees que vivirá aún?
—musitó ella.
—No tengo ni idea. Ten en
cuenta que si vive debe de tener... —calculó sobre la edad de Ignacio—, más de
ochenta años. Además, deberías saber que se casó pocos meses después de que lo
hicieran tus abuelos. Es posible que también viva su marido, aunque era mayor
que ella. Según tengo entendido, era almadiero[1].
Rochi suspiró. Andrea era la
mujer de la vida de Ignacio; la persona que podía ayudarle a inclinar la balanza
de sus dudas hacia uno u otro lado.
—Y puede que le complique la
existencia si su esposo no sabe nada de esto, ¿no es eso lo que quieres decir?
—preguntó, pensativa.
Gaston recogió los platos y
los cubiertos y se levantó para dejarlos junto al fregadero.
—Es arriesgado presentarse
con algo así—dijo, curvando los labios como muestra de que, en el fondo,
tampoco él estaba seguro.
—Bueno... —Rochi pareció
pensarlo mientras se levantaba con los dos vasos en las manos—. Intentaré verla
a solas.
—¿Por qué ese empeño?
—preguntó Gaston, bajando la voz—. Hace unos días no querías ni escuchar hablar
de Ignacio, ¿y ahora pretendes entregarle sus cartas á Andrea?
—Le he dado muchas vueltas a
todo esto —reconoció, girándose hacia el fregadero para tomar el jabón y el
estropajo—. En especial a algo que me dijo la abuela un día que necesitaba
desahogarse. No me preguntes, porque fue una especie de confesión que no puedo
traicionar —explicó, y suspiró, conmovida.
Él apoyó la espalda contra
la encimera, cruzó los brazos sobre el pecho, y se quedó mirando el perfil
serio de Rochi.
—Está bien —dijo, sin querer
insistir más—. Si quieres puedo averiguar en Burgui.
—¿Lo harías por mí?
—exclamó, levantando la cabeza de la espuma blanca y mirándole con una sonrisa
llena de ternura.
Pensar que eso sería lo
último que él podría hacer por ella le encogió el corazón.
«¿Aún no te has dado cuenta
de que por ti iría hasta el infierno si me lo pidieras?», la interrogó él con
los ojos. Pero su voz respondió con suavidad:
—Burgui está aquí al lado.
No me supondrá ningún trabajo.
A la mañana siguiente, Gaston
pasó por la casa de Ignacio para recoger las cartas. Las encontró en la balda
superior de un armario ropero, bien plegadas y ordenadas por fechas, en el
interior de una caja de zapatos.
Después se acercó a Burgui;
pórtico de entrada al espectacular Valle del Roncal por su parte sur. Una
pequeña y coqueta villa de montaña, hecha de piedra.
De Andrea sólo conocía su
nombre. Tenía la sensación de que Ignacio nunca le había mencionado sus apellidos.
Aun así, con eso le bastó para que las buenas gentes del pueblo le dieran la
información que necesitaba.
Y todo eso lo había hecho
después de pasar una noche extraña en la que no había dormido más de dos horas.
Extraña; sí, porque había
estado en la borda de siempre, pero con sentimientos bien distintos. Siendo
consciente de que ella dormía cerca; respirando el mismo aire espeso que no le
había dejado conciliar el sueño, le había estimulado la imaginación y le había
calentado la sangre. Por eso, en las dos ocasiones en las que salió para
controlar unos partos lentos y complicados, se quedó en el establo alargando el
momento de regresar a aquella casa. Por la mañana, tras haber dejado el cubo de
leche junto al fregadero, salió sin que ella le viera y bajó a Roncal para
comenzar la búsqueda.
A mediodía, con la emoción
más sosegada, comió en compañía de Rochi mientras le contaba todo cuanto había
averiguado acerca de Andrea, y, a primera hora de la tarde, se acercaron juntos
a Burgui.
Gaston detuvo el coche junto
a una pequeña casa de piedra con portón de madera. Dos tercios del automóvil
quedaban sobre la acera que separaba la vivienda de la carretera y del río.
Durante unos segundos, nada
se movió en el interior del auto. Rochi examinaba la puerta de la casa mientras
sus dedos apretaban con fuerza la caja de cartón que descansaba sobre sus
piernas.
Gaston la miraba enternecido
por el temor que veía en sus ojos, por la agitación con la que alzaba y
descendía su pecho al respirar.
—¿En verdad te parece una
buena idea? —preguntó, mirándole nerviosa.
—Lo es, Rochi —respondió Gaston,
volviéndose en su asiento para colocarse frente a ella—. Es normal que estés
insegura, pero todo irá bien.
—¿Y si no quiere hablar
conmigo? —insistió. Pensarlo le hizo resoplar con agobio.
Gaston pasó el brazo derecho
sobre el respaldo del asiento de Rochi. Se cuidó de no rozarla, aunque con
ganas la habría abrazado para transmitirle tranquilidad.
—Claro que querrá hablar
contigo —exclamó con una gran sonrisa—. Nunca te lo he dicho, pero tienes los
mismos ojos que tu abuelo: el mismo salvaje, el mismo orgullo... —Calló un
instante, recordando otros apasionantes detalles de su mirada que nada tenían
que ver con el viejo—. Querrá hablar contigo —continuó diciendo a media voz—.
Puedes estar segura.
Rochi suspiró y acarició la
superficie de la caja. Dudaba si sería bien recibida, pero no se detendría. Ya
estaba allí, y su corazón seguía diciéndole que debía hablar con Andrea y
entregarle las cartas.
—¿Me esperarás? —preguntó
sabiendo la respuesta.
—Todo el tiempo que haga
falta —susurró Gaston, y entonces colocó la mano sobre la que Rochi apretaba la
caja, para infundirle ánimo. Ella, con su intranquilidad, no supo agradecerle
el gesto que la ayudó a decidirse.
Tomando una gran bocanada de
aire, como si el oxígeno estuviera en el interior del coche y no en aquel
pueblo rodeado de una naturaleza abrupta y sin embargo hospitalaria, Rochi tiró
de la manilla para descender y caminar por la acera.
Su inquietud aumentó en
cuanto golpeó la aldaba en el centro del portón. Y, mientras esperaba a que se
abriera, se volvió para buscar en Gaston un gesto que la tranquilizara. Él, con
el brazo aún sobre el respaldo del copiloto y el cuerpo girado en la misma
dirección, le dio ánimo con una sonrisa. adaptacion

¡Qué lindo! "Todo el tiempo que haga falta". La ama en serio. Es genial esta novela. No tardes en subir
ResponderEliminarmucho lindo!
ResponderEliminarHolla, soy brasileña estoy amando este blog e esta web
ResponderEliminarmas!! me encanta!
ResponderEliminarme muero, la ama la ama!!!!!!!
ResponderEliminarquiero el otro yaaa!!!!!!!!!!!!!!!!!
no tardes en subirlo porfavor!!
besos :)