martes, 26 de marzo de 2013

Mi Nombre es Valery Cap 3





Capitulo 3


Un par de veces a lo largo de la vida ocurre algo así: encuentras a un desconocido y lo único que sabes es que tienes que averiguarlo todo acerca de él.
— ¿Cuántos hermanos tienes? — preguntó él.
— Ninguno. Sólo estamos mi madre, su novio y yo.
— Si puedo, mañana iré a verte con mi hermana Lali. Ella te presentará a las chicas de por aquí y te indicará de cuáles debes mantenerte alejada.
Gastón apartó la manguera de mis escocidas rodillas, las cuales ahora estaban limpias y sonrosadas.
— ¿Y qué hay de la chica con la que estabas hablando antes? ¿Debo mantenerme alejada de ella?
Gastón esbozó una sonrisa fugaz.
— Se llama Eugenia y, sí, mantente alejada de ella. No le gustan mucho las otras chicas.

Gastón cerró la llave del agua y, al regresar, se quedó de pie junto a mí. Su cabello rubio caía sobre su frente y sentí el deseo de apartarlo hacia atrás. Quería tocar a Gastón, pero no con sensualidad, sino con admiración.
— ¿Adonde vas ahora, a tu casa? — preguntó él mientras extendía el brazo hacia mí.

Nuestras manos encajaron con firmeza. Él tiró de mí y no me soltó hasta que estuvo seguro de que mantenía el equilibrio.

— Todavía no, tengo un encargo. He de llevarle un cheque al señor Cruz.

Yo toqué mi bolsillo trasero para asegurarme de que el cheque continuaba allí.
Al oír el nombre del señor Cruz, una arruga se formó entre las cejas rectas y oscuras de Gastón.

— Te acompaño.
— No tienes por qué hacerlo — contesté, aunque sentí una tímida oleada de placer al oír su oferta.
— Sí que tengo que hacerlo. Tu madre no debería enviarte sola a la oficina.
— No veo por qué.
— Lo entenderás después de conocerlo. — Gastón me agarró por los hombros y me advirtió con determinación—: Si alguna vez, sea por la razón que sea, tienes que ir a ver a Juan Cruz, antes ven a buscarme.

El tacto de sus manos era electrizante. Yo contesté con un hilo de voz:

— No querría causarte problemas.
— No es ningún problema.
Gastón me miró durante un instante y después retrocedió medio paso.
— Eres muy amable — respondí yo.
— De eso nada. — Gaston sacudió la cabeza y contestó con una sonrisa sarcástica—: Yo no soy amable, pero entre los pit bulls de Tina y Cruz, alguien tiene que cuidar de ti.

Juntos recorrimos la calle principal y Gaston acompasó sus largos pasos a los míos. Cuando nuestros pies avanzaron al mismo ritmo, sentí una punzada intensa y profunda de satisfacción. Podría haber seguido así, caminando a su lado, para siempre. Pocas veces en mi vida había experimentado un momento con tanta intensidad, sin que la soledad acechara a mi alrededor.

Cuando hablé, mi voz sonó lánguida a mis propios oídos, como si estuviéramos tumbados en un prado de hierba espesa a la sombra de un árbol.

— ¿Por qué dices que no eres amable?

Gaston soltó una risita compungida.

— Porque soy un pecador incorregible.
— Yo también.

Esto, desde luego, no era cierto, pero si aquel chico era un pecador incorregible, yo también quería serlo.

— No, tú no lo eres — replicó él con voz lenta y con un convencimiento absoluto.
— ¿Cómo puedes decir eso si no me conoces?
— Lo sé por tu aspecto.

Yo lo miré con disimulo. Tuve la tentación de preguntarle qué más deducía de mi aspecto, pero me temo que yo ya lo sabía. Mi cola de caballo enredada y despeinada, la recatada longitud de mis shorts, mis enormes gafas, mis cejas sin depilar... Lo cierto es que mi imagen no encajaba exactamente con las fantasías más salvajes de ningún chico, de modo que decidí cambiar de tema de conversación.

— ¿El señor Cruz es malo? — le pregunté—. ¿Por eso no debería visitarlo sola?
— Heredó el campamento de sus padres hará unos cinco años y, desde entonces, ha acosado a todas las mujeres que se cruzan en su camino. Lo intentó con mi madre una o dos veces, hasta que le advertí que, si volvía a hacerlo, me aseguraría de que no quedara de él más que una mancha en el suelo.

Yo no dudé, ni por un segundo, de que Gaston cumpliría su advertencia. A pesar de lo joven que era, Gaston era muy corpulento y podía hacer mucho daño a cualquiera.
Llegamos a la casa de ladrillos rojos, que estaba anclada en la tierra plana y árida como una garrapata en un venado. Un letrero blanco y negro de gran tamaño en el que se leía: «Campamento de casas prefabricadas Bluebonnet Ranch», estaba clavado en el suelo a un lado de la casa, cerca de la calle principal, y en las esquinas del letrero había unos ramitos de lupinos de plástico descolorido. Un poco más allá del letrero y alineada de una forma cuidadosa con la calle, había una hilera de flamencos rosa de madera acribillados a balazos.
Según averigüé más tarde, era costumbre de algunos de los residentes del campamento, entre ellos el señor Cruz, hacer prácticas de tiro en el terreno de un vecino. Allí, disparaban a una hilera de flamencos de madera que cabeceaban cuando les acertaban. Si un flamenco estaba demasiado lleno de agujeros y no resultaba útil como blanco, lo colocaban en la entrada del campamento como propaganda de la habilidad de tiro de los residentes.
En una ventana situada a uno de los lados de la puerta principal, colgaba un letrero con la palabra «Abierto». Tranquila gracias a la sólida presencia de Gaston, me dirigí a la puerta, di unos golpecitos vacilantes y la abrí.

Una mujer de la limpieza de origen latino estaba fregando la entrada. En un rincón, un casete emitía el ritmo animado de la música texana. La mujer levantó la vista y declaró en un español rápido como una metralleta:

— Cuidado, el piso está mojado.

Yo sólo sabía unas cuantas palabras de español y, como no tenía ni idea de lo que había dicho, sacudí la cabeza en señal de disculpa, sin embargo, Gaston contestó en español y sin inmutarse:

— Gracias, tendremos cuidado. — A continuación, puso su mano en mi espalda y me advirtió—: Cuidado, el suelo está mojado.
— ¿Hablas español? — le pregunté algo sorprendida.
Él arqueó sus cejas oscuras.
— ¿Tú no?

Yo, avergonzada, negué con la cabeza. Siempre me había dado algo de vergüenza no hablar español a pesar de ser hija de un mexicano.
Una figura alta y corpulenta apareció en la puerta de la oficina. A primera vista, Juan Cruz era un hombre atractivo, pero su belleza estaba hecha una ruina, pues su rostro y su cuerpo reflejaban el deterioro debido a los continuos excesos. Vestía una camisa a rayas que llevaba por fuera de los pantalones, sin duda para esconder sus michelines. Aunque sus pantalones debían de ser de poliéster barato, sus botas estaban confeccionadas con piel de serpiente auténtica teñida de azul. Sus facciones, equilibradas y regulares, quedaban estropeadas por sus mejillas abultadas y su cuello seboso.

Cruz me miró con un interés superficial y sus labios se curvaron en una mala imitación de una sonrisa. Primero se dirigió a Gaston:

— ¿Quién es la pequeña espalda mojada?

Por el rabillo del ojo vi que la mujer de la limpieza se ponía rígida y dejaba de limpiar. Por lo visto había sido objeto de aquella expresión muchas veces y conocía su significado.
Al percibir la tensión en la mandíbula de Gaston y su puño crispado, yo intervine con precipitación:

— Señor Cruz, soy...
— No la llame así— declaró Gaston con un tono de voz que erizó el vello de mi nuca.

Los dos hombres se miraron con una animosidad palpable y sin parpadear. Uno, un hombre que había superado ampliamente la flor de la vida, y el otro, un chico que ni siquiera la había alcanzado. Sin embargo, si hubieran entablado una pelea, yo no tenía ninguna duda de cómo habría terminado.

— Me llamo Valeria Gutierrez — declaré intentando suavizar la tensión del momento—. Mi madre y yo nos acabamos de mudar aquí. — Saqué el sobre del bolsillo trasero de mis shorts y se lo tendí—. Mi madre me ha pedido que le diera esto.
Cruz cogió el sobre y lo introdujo en el bolsillo de su camisa mientras me miraba de arriba abajo.
— ¿Emilia Gutierrez es tu madre?
— Sí, señor.
— ¿Cómo puede una mujer como ella haber tenido una hija como tú? Tu padre debía de ser mexicano.
— Sí, señor.

Cruz soltó una risita burlona, sacudió la cabeza e hizo una mueca.

— Dile a tu madre que, la próxima vez, me traiga el cheque personalmente, que tengo que hablar con ella.
— De acuerdo.

Ansiosa por salir de allí, tiré del tenso brazo de Gaston. Él me siguió hasta la puerta después de lanzar una última mirada de advertencia a Juan Cruz.

— Será mejor que no te mezcles con unos fracasados como los Dalmau, pequeña — exclamó Cruz cuando ya estábamos fuera—. No crean más que problemas. Y Gaston es el peor de todos.
Tras un minuto escaso en su presencia, me sentía como si hubiera estado caminando por un vertedero con la basura hasta el cuello. Me volví con nerviosismo hacia Gaston.

— ¡Menudo gilipollas! — exclamé.
— Ya puedes decirlo.
— ¿Tiene esposa e hijos?

Gaston negó con la cabeza.

— Por lo que yo sé, se ha divorciado un par de veces. Algunas de las mujeres de la ciudad creen que es un buen partido. Por su aspecto, nadie lo diría, pero tiene bastante dinero.
— ¿Gracias al campamento?
— Al campamento y a algún que otro trabajillo extra.
— ¿Qué tipo de trabajillo extra?

Gaston se rió sin ganas.

— No quieras saberlo.
 Continuara...

 *Mafe*

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