El amanecer del día
siguiente madrugó menos que Rochi.
Cuando asomaba el día, ella
ya estaba vestida, sentada ante la mesa y girando la tacita con la infusión de
menta que se había quedado allí la noche anterior.
Necesitaba ver el semblante
de Gaston para asegurarse que todo seguía estando bien, que su riña no había
dejado consecuencias. Ella le había perdonado su intromisión, sus voces, sus
reproches... Ahora quería comprobar si también él estaba dispuesto a olvidar
aquel enfrentamiento absurdo.
A veces pensaba que reñían
por tonterías. Otras, echaba la culpa a la tensión que le causaba tenerlo
cerca, mirarlo como a un hombre y sentirse culpable por ello. Y, en ocasiones,
volcaba toda la responsabilidad sobre Gaston, que tan pronto la besaba como
parecía odiarla.
Se encontraba sumida en
cavilaciones cuando oyó ruidos tras la puerta. Imaginó a Gaston alzando la mano
para coger la llave escondida sobre el dintel. Después escuchó el sonido en la
cerradura y suspiró, preparándose para el encuentro.
Pero quien llegó esa mañana
fue Candela, y a Rochi se le cayó el alma al suelo al creer que Gaston volvía a
evitarla.
—Buenos días, señorita Rochi.
Ha madrugado más que de costumbre.
—Quiero hacer muchas cosas
—mintió, levantándose para llevar la tacita hasta el fregadero—. ¿Gaston
también está muy ocupado, hoy?
—El señor Gaston no está. Ha
salido de viaje.
—¿De viaje? —preguntó,
demasiado ansiosa—. ¿Adónde ha ido?
—No me lo dijo —respondió Candela,
sonriendo ante tan excesiva preocupación—. Pero no se preocupe, porque
volveremos a tenerlo por aquí mañana.
Rochi se tranquilizó sólo a
medias. Un día no era demasiado tiempo, se dijo mientras volcaba la infusión
por el desagüe. Pero le preocupaba no saber adonde había ido Gaston con tanta
urgencia, sobre todo porque había desaparecido tras su estúpida discusión.
Sumida en sus pensamientos
mientras fregaba la tacita, no escuchó la despedida de Candela ni el suave
golpe con el que ella cerró la puerta.
Julio, sentado ante la gran
mesa de su despacho, escuchó todas las explicaciones que le quiso dar su yerno.
—La versión de mi hija es
bien distinta —indicó, con rostro desencajado—. Dice que no existen diferencias
irreconciliables entre vosotros. Asegura que todo el problema está en que
tienes un lío con tu secretaria. —Sacudió la cabeza con desaprobación—. Mery te
ama y está destrozada.
—Preferiría que no tocáramos
temas personales que sólo nos atañen a Mery y a mí—dijo, acomodándose contra el
mullido respaldo de su asiento—. Tú y yo sólo debemos tratar los términos del
divorcio.
—¿Cómo crees que puedo dejar
de lado el sufrimiento de mi pobre hija? —lanzó, golpeando con un puño sobre la
mesa.
—Mery no sufre; te lo aseguro
—respondió Pablo con calma—. Y no es necesario que entremos en detalles. No lo
haría con nadie. Menos aún contigo, que eres su padre.
—¿Insinúas que también ella
te ha sido infiel? —preguntó sin saber hacia quién debía enfocar su rabia—.
Porque si se ha atrevido a deshonrar a la familia te juro que...
—No —soltó Pablo al
instante—. No estoy insinuando nada. Sólo quiero que los detalles de pareja se
queden entre Mery y yo. En un matrimonio convencional nadie más se inmiscuiría
—señaló casi con ironía—. Pero en este caso eres tú quien maneja los acuerdos
económicos. Por otra parte, trabajo para ti. Por eso estoy aquí, y no para
hablar de detalles íntimos.
—Entonces seamos claros
—dijo, entrecruzando los dedos sobre la mesa—. Si el divorcio sigue adelante,
nos ceñiremos al acuerdo que firmaste para casarte con mi hija. Te vas como
viniste; sin un euro.
—Cuando firmé ese contrato
yo no era nadie —reconoció Pablo con voz sosegada—. No necesito explicarte todo
lo que he hecho por la empresa desde entonces.
—¿Y qué pretendes? —preguntó
con mofa—. ¿Quedarte con ella porque la has manejado con eficacia? Durante
estos años has tenido un magnífico sueldo. Y eso sí te lo puedes llevar porque
es tuyo. Reconocerás que tus servicios han sido muy bien pagados.
—No seas cínico —dijo Pablo,
entrecerrando los ojos—. Creo que merezco un pequeño porcentaje de todo lo que
te he hecho ganar. Y desde luego me gustaría conservar mi puesto. Eso sería
bueno para mí, pero sobre todo sería rentable para ti.
Julio le desafió con una
sonrisa burlona a pesar de saber que tenía razón. Pero ni podía decírselo ni
iba a aceptar sus condiciones. Su hija no le perdonaría que le firmara un
divorcio millonario. Si ella quería hacerle pagar el que la estuviera
abandonando, él, como padre, se sentía en la obligación de apoyarla. Aunque eso
supusiera una pérdida importante para el negocio familiar.
—Lo lamento, Pablo, pero no
vas a chulearme como has hecho con mi pobre hija. Tú has vivido como un
multimillonario porque así vivirá, siempre, el hombre que esté al lado de mi Mery
—aseguró casi con orgullo—. Si la abandonas te irás sin nada, y, en ese caso,
mi obligación será hundirte en la miseria.
—Haz lo que creas más
conveniente —razonó Pablo con demasiada tranquilidad—. Aunque deberías
preguntarte si tu empresa puede permitirse el lujo de prescindir de mí.
—Lo superaremos —aseguró,
para preguntar después, con ironía—: ¿Y tú te has detenido a pensar si todo
esto te compensa? ¿No crees que sería mejor que pidieras perdón a tu esposa por
todas las necedades que has cometido, y continuaras viviendo como un rey?
—He tomado una decisión y no
pienso cambiar de opinión —dijo Pablo, sin abandonar el tono neutro—. De todos
modos, no deberías juzgarme por cosas que desconoces. Tú tienes esposa; sabes
que nada es como parece desde fuera.
—No quiero conocer detalles
de vuestro matrimonio. Sé que has engañado a mi hija y que pretendes
abandonarla. Esa información es suficiente para mí.
—No me preocupan las
consecuencias de esto, Julio —aseguró, mirándole con fijeza—. Pero ya que el
divorcio se llevará a cabo de todos modos, tal vez deberíamos apartar por un
momento el matrimonio y hablar de negocios.
Los ojos de Julio brillaron
con interés. Por fin tenía a su yerno donde quería; y había llegado a aquel
punto él solo.
—Está bien—aceptó con
demasiada rapidez—; hablemos de negocios, que es de lo que tú y yo entendemos.
—Se tomó una pausa en la que se ajustó los puños de la camisa—. Mery me pide
que te diga que está dispuesta a perdonarte y a recibirte con los brazos
abiertos. Sin rencores. —Le miró, tratando de calcular su disposición, antes de
añadir—: Si lo haces, yo estoy dispuesto a olvidar todo este asunto y a mejorar
tus condiciones. Te convertiré en dueño de una parte de la empresa y
participarás de los beneficios. Podemos redactar juntos las condiciones, para
que sean justas.
De nuevo, Pablo no se
sorprendió. Nadie manipulaba como su mujer, pensó. Y por lo visto no había
perdido el tiempo. Había tejido su pegajosa y atractiva tela de araña
utilizando a su padre; dueño de las empresas y de la fortuna. La conocía bien.
Sabía que estaría esperando el final de esa reunión, convencida de que él se
dejaría atrapar y regresaría a sus brazos, de nuevo sumiso y complaciente.
—Quiero el divorcio
—insistió como si no hubiera escuchado la propuesta—. Y lo quiero cuanto antes.
Creo que merezco lo poco que he pedido. Y, aunque pueda parecer presuntuoso, tu
empresa también se merece a un director como yo, que puede llevarla hasta lo
más alto —manifestó con voz templada—. Pero firmaré cualquier documento que me
presenten tus abogados. —Se levantó, ajustándose la corbata y dando por
finalizada la reunión.
Julio se sintió frustrado al
comprobar que su estrategia no había funcionado.
Pretender contentar a su
hija sin perder a su hombre de confianza no había sido una buena idea. Era
consciente de que un disgusto de su caprichosa heredera pasaría antes o
después. Apartar a Pablo de la dirección de su empresa mermaría sus beneficios
de un modo que se resistía a afrontar.
—Es cierto; eres bueno
—aceptó, sin darse por vencido—. Por eso te pido que lo pienses. No puedes
echar por la borda diez años de matrimonio. Pero menos aún puedes terminar con
diez fructíferos años de trabajo. Imagina por un momento hasta dónde podrías
llegar si te quedas siendo dueño de una parte importante de lo que manejas.
Pero Pablo prefería imaginar
otras cosas; como vivir al lado de la mujer que amaba con toda su alma y con la
que nunca tendría que fingir ser quien no era.
—¿Estás haciendo todo esto
sólo para tirarte a esa chica? —preguntó Julio ante el silencio de su todavía
yerno.
—Me casaré con ella
—aseguró, mirándole con desafío—, y nada ni nadie me detendrá. Estaría
dispuesto a volver a limpiar cuadras, como asegura Mery que haré, si ése fuera
el camino para convertirla en mi esposa.
—Lamento que esto termine
así—manifestó, imaginando el ataque de histeria que tendría que soportar de su
hija cuando le contara que no había logrado convencerle—. Juntos podríamos
haber hecho grandes cosas.
—Aún podemos hacerlas —opinó
Pablo, arqueando una ceja—. No hay por qué mezclar los negocios con los
sentimientos.
—En este caso no se pueden
separar —dijo, alzándose de hombros—. Pero te deseo lo mejor —añadió, con la
mano tendida—. Te llamarán mis abogados para que firmes el divorcio. Te
adelanto que te irás sin nada.
—No esperaba esto de ti
—expresó, estrechándole la mano y girando el antebrazo para colocar la suya en
el nivel superior—. Deberías llamar al señor Dubanchet —añadió con una
sonrisa—. Ya sabes que hay que firmar esta semana. Van a celebrar el
aniversario de su fundación a lo grande. Les vamos... Perdón —aclaró con ironía—:
les vais a fabricar un envase espectacular que se va a hacer famoso en todos
los países en los que sus perfumes son líderes de ventas. No la caguéis ahora
que todo está a punto. Me ha costado años conseguirlo.
—Nos apañaremos sin ti. No
te creas imprescindible, porque en este negocio nadie lo es —aseguró Julio, que
a pesar de todo lucía una expresión victoriosa.
—Suerte —deseó Pablo desde
la puerta—. Si me necesitas seguro que sabrás cómo localizarme —concluyó, para
salir del despacho con el mismo paso seguro con el que había entrado.
En cuanto Julio se quedó
solo, pidió por el intercomunicador, a su secretaria, que le pusiera en
contacto con el señor Dubanchet a la mayor celeridad posible.
—Así que si no llego a
acercarme a veros, seguiría sin saber que Eugenia está guardando reposo —dijo Gaston,
bajando la voz.
—Ella y el bebé están bien.
El doctor quiere evitar el riesgo de que el parto se presente antes de lo
previsto —respondió nicolas, que terminaba de llenarse el plato de canelones—.
Y no te preocupes por el tono; desde la habitación no se oye nada.
—¿Lo estáis manteniendo en
secreto para no tener a mamá enredando por la casa? —insinuó Gaston, riendo.
—¡No seas jodido! A Eugenia
le gusta tener aquí a mamá y papá. Pero si vinieran a ayudar, sería para unos
meses. Entonces serías tú el que se quedaría solo —amenazó, señalándole con su
tenedor.
—No soy yo quien tiene
aspecto de estar necesitando los cuidados de su mami —aseguró con mofa,
recordando todo cuanto le había escuchado protestar por lo ininteligible del
manual de la lavadora y las diferentes temperaturas de la plancha.
—Yo no estaría tan seguro...
—comenzó, pero al momento frunció el ceño, pensativo—. Aunque, ahora que lo
pienso, tal vez estés deseando que te abandonen un tiempo. Así tendrías una
disculpa para pedir ayuda a esa preciosa jefa tuya.
Era una broma. Gaston lo
sabía. Pero se sintió mal por ocultar a su hermano que se había enamorado como
nunca antes lo había hecho. No hacía demasiado tiempo, ellos dos se hacían
confidencias sobre cosas así.
—No hagas gracias con eso y
dime si puedo contar en casa lo del reposo de Eugenia —dijo, esperando que la
conversación no volviera a desviarse—. Entenderé que queráis guardar el secreto
para estar solos.
—Puedes contárselo sin
problema. La verdad es que empiezo a cansarme de comer pasta cada día —dijo,
llevándose a la boca un trozo de canelón—. Me vendrán bien los guisos y los
cuidados de mamá, y a Eugenia también.
—Pues entonces preparaos,
porque no tardaréis en tenerlos a los dos aquí —aseguró riendo.
—¿Y qué pasa contigo?
—preguntó nicolas, partiendo con cuidado un nuevo trozo—. No me ha gustado la
cara que has puesto cuando he nombrado a «tu jefa».
—Todo está bien; como
siempre —respondió Gaston, tomando su copa de vino.
—Has dicho que has venido a
la Caja para entrevistarte con el director. ¿Qué ocurre que no puedas arreglar
desde la sucursal de Roncal?
—Rochi va a vender todas las
propiedades de Ignacio —dijo, y vació de un trago lo que quedaba en su copa.
—Esas son buenísimas
noticias —respondió nico, que seguía sin entender el gesto amargo de su
hermano—. Es lo que querías, ¿no?
—No cuento con el dinero
necesario para comprarlas —confesó, mirándole de frente—. Por eso he venido,
porque creo que a pesar de todo puedo dar garantías a la Caja de que cobrarán
hasta el último euro que me presten.
—¿Han aceptado?
—Al parecer, ellos tienen
que estudiarlo y yo tengo que esperar —trató de responder con ligereza, pero
terminó encogiendo los hombros con preocupación—. El director no me ha dado
muchas esperanzas.
—Sabes que puedes contar
conmigo para lo que quieras. —Desplegó una sonrisa tranquilizadora—. Puedo
convertirme en tu socio capitalista —añadió, tan feliz como si asociarse con su
hermano hubiera sido el sueño de su vida.
—Antes quiero intentarlo
solo, ¿de acuerdo? —nico asintió—. Si te necesito puedes estar seguro que te lo
diré.
—¿Y ahí comienza el problema
con Rochi?
—No tengo ningún problema
con ella —aseguró, y fingió prestar atención a sus canelones.
—¡Soy tu hermano! —exageró nicolas,
elevando la mano en la que sujetaba el tenedor—. Durante toda la comida en
Rodero, cada vez que ella abría la boca tú sonreías y la mirabas como un tonto.
Yo lo vi —aseguró, alzando las cejas—. Y también me fijé en ella. «Aquí hay
tema», me dije a los diez minutos de veros juntos.
—Pues te equivocaste
—insistió en tono vago, como si toda su atención estuviera puesta en desmenuzar
y revolver el contenido de su plato.
—¿Me vas a contar que no te
gusta Rochi?
—No te lo puedo decir sin
mentir un poco —afirmó, sonriendo—. Ella es una mujer muy guapa y yo, al igual
que tú, me he dado cuenta, pero eso es todo.
—¡Estás fingiendo! —Soltó
una carcajada—. Y sólo puede haber un motivo para fingir con algo así. ¡No me
digas que te estás enamorando!
—Por supuesto que no. —Agitó
la cabeza y añadió—: A pesar de lo atractiva que es, de ella sólo me interesan
sus tierras y su ganado. Nada más.
—¿Por qué no aceptas que te
tiene loco? Anda, dilo —pidió con guasa—. ¡Si tú sabes que no se me escapa
nada!
Claro que lo sabía. Su sexto
sentido siempre había funcionado a la perfección; al menos con él.
—Por favor, nico. Eres tan
incansable como Candela —dijo con ironía, dejando los cubiertos sobre el plato.
—¿Así que también ella se ha
dado cuenta? —preguntó con gesto triunfante.
—Yo no he dicho eso, y no
trates de confundirme —exigió, riendo—. Ella es insistente, pero en otras
cosas.
—¿Me juras que no hay nada
con Rochi? —requirió nico, poniéndose serio—. ¿Me lo juras como hacíamos de
niños?
Su mirada de obstinación
mostró que, a pesar de que hablaba de antiguos juegos infantiles, su propuesta
iba en serio.
—¿No estás llevando
demasiado lejos esta tontería?
—No —respondió—. Porque noto
que hay algo que te preocupa, y es algo más importante que la herencia del
viejo.
—Te estás volviendo un paranoico
—aseguró Gaston, echando la espalda contra el respaldo de su silla. La
insistencia de su hermano le estaba poniendo nervioso.
—Júramelo —exigió nicolas,
mirándole sin pestañear. Apartó su plato, colocó el puño cerrado sobre la mesa,
y esperó unos segundos que a los dos les parecieron eternos.
Gaston no podía decirle la
verdad. Bastante estúpido se sentía por haberse enamorado de la mujer de otro,
eso sin contar con que la había odiado durante años. No añadiría, a todo eso,
la responsabilidad de inquietar a su hermano con sus problemas.
—De acuerdo —soltó con un
fingido tono burlón. Cubrió con su mano la de nicolas, y le miró a los ojos—:
Juro que no hay nada entre Rochi y yo.
—No es eso lo que te he
pedido —exclamó, con seriedad—. Tienes que jurar que no la amas.
—nico, por Dios. Esto es
estúpido —exclamó, y se levantó de la mesa—. Tus sospechas son estúpidas, que
no creas en mi palabra es estúpido, el maldito juego que hacíamos de niños es
estúpido.
Se acercó hasta la ventana y
su mirada vagó sobre el parque de Yamaguchi.
—Tenéis buenas vistas —dijo,
esperando que nicolas dejara de insistir—. No son como las de Roncal, pero
viviendo en una ciudad también es un privilegio tener enfrente un parque como
éste.
nicolas inspiró con fuerza,
repiqueteando con los dedos sobre la mesa. Le preocupaba que su hermano se
hubiera enamorado de Rochi. Ella le parecía una buena chica; le gustaba, pero
no veía que de allí pudiera salir una relación con futuro. Hacía años, él había
sido testigo del sufrimiento de Gaston por una mujer. No quería verle padecer
de nuevo.
Pero no insistió. Respetó su
silencio y comenzó a recoger los platos de la mesa, tragándose su inquietud y
sus cavilaciones.
Esa misma noche, ya en
Roncal, Gaston se centró en otro de sus problemas que, como siempre, llevaba la
marca de Rochi.
Las ovejas comenzarían a
parir en pocos días. Las de raza latxa la mayoría de las veces necesitan ayuda
y, cada año, durante el período de los partos, él pernoctaba en la borda para
mantenerlas vigiladas y asistirlas si era necesario.
Pero, esta vez, la borda
estaba ocupada y él tendría que compartir techo con Rochi.
¿Cómo hacerlo, después de la
dulzura de aquel beso bajo la lluvia?, se preguntó, tumbado sobre la cama en la
penumbra de su habitación. ¿Cómo conseguiría dormir sabiendo que los separaba
una pared, si ahora se desvelaba sólo con pensarlo?
No había manera de
resolverlo sin implicar a los
D’lesandro. Sabía que en
aquella casa no había espacio libre. De igual modo, estaba seguro de que Candela
no dudaría en juntar a sus hijos en una habitación para que él pudiera alojarse
en la otra. Y él no podía hacerles eso.
Cansado de dar vueltas
revolviendo las sábanas, se levantó, se puso unos vaqueros sobre el cuerpo
desnudo, y sus pies, descalzos y silenciosos, le encaminaron hacia la cocina.
No necesitó encender la luz.
El claror de las farolas entraba con timidez por la ventana, lo que le permitió
andar medio a tientas. Palpó en el interior de la alacena hasta que sus dedos
tropezaron con la suavidad del vidrio. Al fregadero llegaba algo más de
claridad. Llenó el vaso con agua y se lo bebió sin detenerse ni a respirar.
Después colocó las manos bajo el grifo y se humedeció la nuca.
Comenzaba a creer que la
maldita ley de Murphy tenía sentido. Cuando todo iba mal, aparecía algo que
empeoraba la situación. Pensó que tal vez, al genio de Murphy, una hermosa e
inalcanzable mujer le complicó la vida como le estaba ocurriendo a él.
Dejó el vaso vacío en el
fregadero y abrió con cuidado la puerta que daba al balcón. La noche era fresca
y sin luna. Parado ante la barandilla cargada de geranios, alzó los brazos
tensando los músculos y agarrándose al pequeño tejado que protegía la madera de
los días de nieve y lluvia. Inspiró con fuerza para llenarse los pulmones de
aquel aire oscuro.
—¡Virgen del amor hermoso!
¿Cómo se te ocurre salir así?
La exclamación de su madre
le hizo sonreír. Bajó los brazos cuando sintió que ella le colocaba algo sobre
la espalda: su parca azul.
—¿Con qué tranquilidad voy a
irme si haces cosas como ésta?—continuó diciendo Silvia—. ¿Quieres pillar una
pulmonía?
—No hace tanto frío, mamá
—respondió, poniéndose la prenda pero sin molestarse en cerrársela—. Papá y tú
podéis iros tranquilos. Estaré bien.
—No estoy tan segura. Aunque
decidas comer y cenar en casa de Candela, estarás solo. —Le preocupó ver a su
hijo con el torso desnudo a merced del traidor aire nocturno. Intentó cruzarle
las solapas sobre el pecho—. Nunca te hemos dejado solo durante tanto tiempo.
—Pues ya va siendo hora de
que lo hagáis —respondió él, apoyando los brazos sobre la barandilla para que
su madre dejara de preocuparse por su cremallera—. El problema no es que yo
necesite tus cuidados. El verdadero problema es que tú siempre quieres tener
alguien a quien malcriar. Deja de hacerlo —aconsejó con una sonrisa—. Comienza
a vivir para ti.
—¿Y desatender a mis hijos y
ahora a mi nieto? Algo así no lo verán tus ojos —aseguró, apoyando la cabeza en
el brazo de Gaston.
—Te creo —dijo él,
abrazándola por los hombros—. Ahora mismo deberías estar en la cama en vez de
aquí, muerta de sueño y encogida bajo esa bata.
—Sentí que estabas en la
cocina y pensé que te ocurría algo.
—Ya ves que no —le mintió, y
lo compensó estrechándola contra sí—. Salí a cavilar un rato.
—Estás preocupado, y lo
entiendo. Llega ya otra vez el tiempo de trabajo duro. Las ovejas deben estar a
punto de parir, y tú te quedarás unos días en la borda, como siempre, ¿no?
—Aún no sé lo que haré
—respondió, mirando pensativo hacia el huerto.
—¿Cómo que no lo sabes?
—Alzó la cabeza para mirar el perfil preocupado de su hijo—. ¿Vas a estar
subiendo y bajando de la finca cada dos horas, durante noches?
—Ahora vive Rochi en la
borda. No tengo ningún derecho a invadir su espacio.
—No digas tonterías, cariño
—dijo, apretándole la mano que él tenía sobre la barandilla—. Ella te recibirá
encantada. ¡Mira, así me iré más tranquila! Ella cuidará de ti y te hará buenas
comidas. ¿No dices que te gusta cómo cocina?
Le gustaba, sí. Le gustaba
cómo cocinaba, cómo se enfadaba, cómo reía, cómo le miraba... Todo en ella le
gustaba. Y ése era el problema.
—¿De verdad te irás más
tranquila sabiendo que estoy allí? —preguntó, dispuesto a hacerle creer que
todo estaría bien, incluido su trato con Rochi.
—¡Claro, hijo! Con ella
estarás como en casa.
«Como en casa», se repitió Gaston
mientras sentía que se le entumecían los pies sobre la madera del balcón. Eso
sonaba a hogar; un hogar junto a Rochi.
Se estremeció ante aquel
pensamiento.
Algo iba muy mal si la idea
de una vida junto a Rochi empezaba a ocuparle la mente. Algo acabaría de muy
mala manera si comenzaba a hacerse ilusiones y a olvidar que ella nunca le
pertenecería.
Hacía una semana que había
regresado de su fugaz viaje.
Durante los primeros días,
él y Rochi habían vuelto a evitarse. Eso se había convertido en una especie de
ritual sincronizado que ejecutaban cada vez que discutían, se acercaban
demasiado, o simplemente ocurría algo que les turbaba.
Volvieron a hablarse con el
mismo cuidado que si sacaran brillo a un tarro de nitroglicerina. Pasaron por
el proceso de avanzar poco a poco, esperando que lo ocurrido entre ellos fuera
perdiendo importancia.
Esta vez, lo que terminó con
el distanciamiento fue un regalo de Gaston.
Una tarde llegó a la borda,
llamó a la puerta en lugar de utilizar la llave que se ocultaba sobre el
dintel, y sonrió con timidez mientras le mostraba un gran sobre amarillo. Eran
las fotografías de los especiales y atractivos platos de Koldo Rodero.
Rochi tuvo la sensación de
que era el modo en el que Gaston se disculpaba por la furia desmedida con la
que había irrumpido en su casa para pedirle explicaciones. Y tal vez fuera eso,
pero también la necesidad que tenía de cumplir con la promesa que un día le
hizo.
No quiso contarle cómo
consiguió todas aquellas fotografías. «Amistades», le había dicho. Después
añadió que esperaba, con toda su alma, que esa insignificancia la ayudara a
creer en su sueño y a luchar por él. Dijo que estaba seguro de que el corazón
de su lujoso hotel estaría en la cocina: en sus guisos y en todo cuanto ella
hiciera con sus manos.
A Rochi le emocionó el
interés y el cariño que gastón puso en unos sueños que le pertenecían a ella.
También
Pablo estaba pendiente de
sus caprichos, la llevaba a viajes exóticos, le hacía regalos caros...
Entonces, ¿por qué se le habían humedecido los ojos al encontrarse con la
simple pero tierna atención de Gaston?, se preguntó.
Pero ésa era una pregunta
para la que no tenía respuesta.
Al día siguiente regresó la
normalidad a sus encuentros y a sus conversaciones. Y comenzó, para Gaston,
otra inquietud diferente.
«Díselo con normalidad», se
repetía, convencido de que podía hacerlo, mas cuando la tenía delante no
encontraba las palabras que le comunicaran que debía dormir bajo su mismo techo
sin que sonaran a algo más que a trabajo. Sabía que era él y sus pensamientos
los que complicaban algo que era natural. Pero no podía evitarlo. Tenía la
certeza de que le iba a resultar difícil conciliar el sueño; que se consumiría
cada noche, imaginándola acostada en una cama de la que sólo le separaría una
delgada pared; que contendría la respiración para tratar de escuchar la de
ella...
Sabiendo todo eso, era
difícil hablarle con normalidad de esas noches.
Después de haber dado mil
vueltas, decidió que se lo diría durante la subida a la sierra. Media hora de
ascenso daba para mucho. Durante el trayecto ninguno pondría todos los sentidos
en el otro: ella iría medio tensa porque no terminaba de acostumbrarse a que un
vehículo circulara por el borde de barrancos, él prestaría atención al camino
para no tener que mirarla.
Tal vez, de ese modo, podría
decirle que dormiría en la borda sin que se le notara la inquietud que eso le
causaba.
Ascendió despacio, como le
pedía Rochi que circulara durante todo el trayecto hacia la cumbre, y aguardó
con paciencia hasta que la escuchó dar el primer respingo ante la visión de una
pronunciada pendiente.
Llegaba el momento en el que
podía hablarle de cualquier cosa sin que ella se fijara en sus gestos o su
tono.
—Las ovejas comenzarán a
parir la semana que viene —comentó, apretando las manos sobre el volante—.
Necesito estar cerca por si surgen problemas y tengo que ayudarlas en algún
parto.
—Me contó Candela que no
todas las ovejas son tan complicadas, pero las nuestras sí—dijo ella,
alternando miradas entre la belleza del vacío que se abría a su derecha, y la
seguridad del camino que tenía enfrente.
—Es una característica de
las latxa: los partos complicados. Si estás vigilante no hay ningún problema
—explicó mientras esperaba y temía el instante de decirlo—. Una ayudita y todo
va perfecto.
—Imagino que disfrutas. Al
fin y al cabo eres veterinario.
—En una explotación como
ésta, todos los días haces de veterinario, pero tienes razón: me gusta la época
de partos, aunque haya noches que apenas si me acuesto. —El momento había
llegado. Inspiró con fuerza para decir—: Por eso, durante unos días dormiré en
la borda. Espero que no te importe.
—No. Claro que no —respondió
ella, confundida y olvidando de pronto su miedo al barranco.
—Lo hago siempre —explicó Gaston,
sintiendo que el corazón le palpitaba en la garganta—. Hay noches complicadas
en las que tengo que pasar a controlar algún parto cada poco tiempo. No te
molestaré —aseguró para tranquilizarla—. Saldré y entraré con cuidado y ni
siquiera me sentirás.
Rochi no respondió. Se quedó
con la mirada perdida al frente, pensando que sin duda sentiría sus pasos, por
muy sigilosos que éstos fueran. Sentiría sus pasos, sentiría su olor, le
sentiría a él.
Quince minutos después
estaban en la cima, donde el ganado disfrutaba de un otoño más cálido y
generoso de lo habitual.
Como de costumbre, Obi y
Thor acudieron a darles su particular y efusiva bienvenida. Gaston les
correspondía, acariciándoles con fuerza el lomo y las orejas, cuando la correa
demasiado saliente del collar de Obi le llamó la atención. La trabilla de cuero
que la mantenía sujeta había desaparecido.
Se lo quitó con cuidado y se
lo mostró a Rochi.
—La hebilla está bien —le
explicó—, pero si nada inmoviliza la correa, puede soltarse y acabar
perdiéndose.
—Y él quedará desprotegido
—dijo ella, estremeciéndose ante la imagen de unos afilados colmillos que cruzó
por su mente.
—Exacto. Pero vamos a
solucionarlo —aseguró Gaston, dirigiéndose hacia la borda—. Encontraremos algo
que pueda hacer de sujeción provisional y mañana subiré otra carlanca.
Rochi se entretuvo
acariciando el cuello, ahora desnudo, de Obi, con las puntas de los dedos.
Después de tantos meses viviendo cerca de aquellas bestias peludas, había
asimilado que eran mansas y nobles y que no la dañarían. Pero aún quedaba algo
en ella que no le permitía bajar del todo la guardia. Las caricias con las que
trataba de superar sus últimos temores, apenas eran unos suaves y tímidos roces
sobre aquel espeso pelaje.
Cuando entró en la borda, Gaston,
sentado sobre el camastro, manipulaba la carlanca. En el suelo, junto a sus
pies, un candil de aceite iluminaba sus manos y daba, al resto del reducido
espacio, una claridad amarillenta y oscilante.
Rochi se acercó para
sentarse en el jergón. Bien pegadita a Gaston, observó cómo sus dedos iban
transformando un trozo de alambre en una trabilla encajada en el cuero, junto a
la hebilla.
—¿Hay algo que no sepas
hacer? —preguntó, sin apartar los ojos de la habilidad creadora de Gaston.
—Muchas cosas —respondió él,
riendo—. Demasiadas, diría yo. Por ejemplo: no tengo ni idea de cocinar, ni de
arreglar el motor del tractor...
El recuerdo de los besos de
aquella mañana de lluvia les hizo guardar silencio.
Rochi se había sentado muy
cerca. Escuchaba el sonido de su respiración, cada vez más desacompasada,
mientras ella misma iba perdiendo el ritmo de la suya.
Se dijo que tenía que
levantarse y salir de allí. Pero ni siquiera se movió para evitar el roce del
brazo de Gaston en el suyo. Continuó mirando, tratando de ignorar el calor que
comenzaba a recorrerle la piel.
—¿Y tú? —preguntó él, con la
sensibilidad revuelta y los ojos en el alambre que iba retorciendo—, ¿hay algo
que no sepas hacer?
Rochi suspiró. Las manos
comenzaban a temblarle. Juntó las palmas y las colocó entre sus rodillas para
mantenerlas firmes.
—No sé callarme cuando debo
—dijo, consciente de que no siempre era fácil hablar con ella—. Tampoco sé
escuchar cuando debo —añadió, y apretó las rodillas contra sus dedos.
Gaston detuvo lo que estaba
haciendo y la miró. También él se culpaba por el modo en que entró en la borda,
como un animal furioso, pidiéndole explicaciones que ella no tenía por qué
darle.
—Tienes voz de mando —dijo
con una sonrisa—. Creo que dirigirás tu hotel a la perfección.
—¿Y la cocina? —preguntó
ella, más tranquila—. ¿Crees que también sabré llevarla bien?
—Tienes un modo de cocinar
muy especial —respondió sin dejar de mirarla—. Todo lo que haces sabe distinto;
más... No sé —reconoció, agitando la cabeza—. Sólo se me ocurre decir que es
especial. Se nota el mimo que pones. Creo que tu cocina se hará famosa.
—Gracias por la confianza.
Además, es contagiosa. Nunca había creído en mí tanto como ahora.
—Algún día... —comenzó a
decir mientras rozaba con los dedos la trabilla de alambre— me gustará visitar
ese hotel, dormir en él, volver a disfrutar de tus guisos... —suspiró con
suavidad—, comprobar si estás bien —musitó, acariciándola con la mirada
mientras su corazón gritaba que se haría pedazos al decirle adiós.
—También yo querré saber si
tú estás bien —murmuró ella, bajando los ojos.
El tiempo pareció detenerse
para convertirse en silencio mientras Rochi se preguntaba lo que Gaston ya
tenía asumido: por qué, aunque luchara contra una atracción que no quería
sentir, los gestos, las miradas y las palabras más casuales, le emborrachaban
el alma de sentimiento.
Ella observó el modo en que
los dedos de Gaston tiraban del alambre para comprobar la resistencia de la
trabilla. Después los vio apretar con fuerza sobre el extremo de correa que no
contenía pinchos sin entender que lo hacía para no ceder a la necesidad de
acariciarle el rostro y besarla como hizo aquella mañana bajo la lluvia. Gaston
deseaba volver a sentir en sus labios la suavidad temblorosa de los suyos, a
pesar de que sabía que no debía hacerlo.
Rochi buscó la respuesta a
ese gesto de crispación mirándole a los ojos, y descubrió en ellos un brillo
oscuro y una expresión torturada, como si les costara soportar algún dolor
oculto. Y, sin pensarlo, empujada por un sentimiento de ternura y por otro que
no supo explicarse, alzó el rostro para besarle en los labios.
Fue un beso suave y
cadencioso que derribó todas las defensas de Gaston. Un beso cálido, pero
incendiario. Un beso que él ansiaba dar y recibir. Un beso con el que se
atrevió a continuar sujetando a Rochi por la nuca para invadirle la boca con la
pasión y el deseo que le estaban matando.
Soltó la carlanca y acarició
el delicado cuello con ambas manos. Deslizar su lengua por esa cavidad suave,
húmeda y prohibida, le estaba fundiendo hasta la partícula más recóndita de sus
entrañas.
Lo que Rochi intentó que
fuera un beso dulce con sabor a agua de lluvia, le fue entibiando el corazón y
dejándola sin aliento. Posó las manos sobre el torso de Gaston, y apartó con
suavidad el rostro para mirarle a los ojos.
Él sintió que se le
congelaba la sangre que Rochi le había encendido. «Otra vez, no», rogó,
ahogándose en aquel deseo insatisfecho. «No puedes arrepentirte de nuevo»,
suplicó mientras volvía a acercarse en busca del calor de sus labios.
—Qu'es-tu en train de me faire[1]? (¿Qué me estás haciendo?)—susurró
junto a su boca—. Qu'es-tu en train de me
faire? (¿Qué me estás haciendo?)—repitió con voz enronquecida.
Rochi, que tan sólo se había
apartado para ver si el mismo fuego que ella sentía le ardía a él en los ojos,
deslizó las manos hacia su cintura, se apretó contra su cuerpo y volvió a
besarle con pasión.
Con un gemido de alivio, la
lengua de Gaston se movió dentro de ella hasta robarle el aliento. Sus manos,
grandes y temblorosas, abandonaron la piel tersa de su cuello para acariciarle
con lenta sensualidad la espalda y nublarle la razón.
A Rochi, con la razón velada
y el cuerpo encendido, no le quedó en su interior más voluntad que la que
necesitaba para entregarse.
Soltó dos botones de la
camisa de Gaston para apartarla hacia los lados y acariciarle los hombros. Le
excitaba sentirlos moverse bajo sus palmas abiertas. Había visto aquel cuerpo,
rociado en sudor, comprimir y maniobrar los músculos durante jornadas completas
de trabajo. Ahora los tensaba y los movía para ella, para abrazarla, para
acariciarla y decirle sin palabras cuánto la deseaba.
Gaston se estremeció al
sentir los dedos sobre su piel y apretó los dientes para ahogar un gemido.
Sentirla entre sus brazos le estaba enloqueciendo, y sin embargo se preguntaba
si de verdad quería continuar. La amaba, y sabía que poseerla una vez no sería
suficiente... poseerla una vez, cuando no podría conservarla a su lado, sería
el comienzo de su existencia en el infierno.
Rochi no pensaba.
Se dejaba descubrir por esas
manos de largos dedos que había contemplado tantas veces y que ahora le
templaban y enardecían la piel. Le escuchaba respirar ahogado cuando ella misma
perdía el aliento. Le sentía estremecerse bajo sus manos mientras ella no podía
dejar de temblar bajo las suyas.
Necesitaba piel.
Sus labios entreabiertos
buscando oxígeno, lo encontraron en el cuello de Gaston; en el pulso caliente
con el que se escuchaban los violentos latidos de su corazón.
Él emitió un gemido más
animal que humano a la vez que dejaba de preocuparse por lo que ocurriría
después. Se permitió enloquecer de deseo, se abandonó en las manos de la única
mujer que poseerla le causaría un dolor eterno.
La empujó con suavidad hasta
tumbarla sobre el jergón, se tendió a su lado y la miró a los ojos. La insegura
y parpadeante luz del candil de aceite oscurecía su verde orgulloso y los hacía
temblar con reflejos dorados. Eran los ojos de la tentación, y él acababa de
decidir que quería sucumbir a ella.
—Rochi... —susurró, mientras
volvía a gozar de su boca y sus manos le acariciaban los costados en busca del
final de la camiseta.
Tiró de la tela para
liberarla de la presión con la que la sujetaba el pantalón vaquero. Introdujo
las manos bajo la prenda y gimió al sentir el calor de la piel bajo sus dedos.
Era un calor suave que sin embargo abrasaba la carne, que calcinaba hasta los
huesos y hacía desear más, mucho más.
Cuando sus manos abarcaron
los senos sobre el delicado encaje del sujetador, buscó oxigeno en los gemidos
con los que Rochi le pagaba aquellas caricias.
Ella movió sus caderas,
buscándole, y Gaston acudió a su encuentro, separando las piernas para
encerrarla en la cárcel que formaba su cuerpo contra el colchón.
Rochi gimió complacida.
Deslizó las manos para alcanzarle las nalgas a través de la suave tela de
mahón. Pero sólo fue consciente de lo que estaba ocurriendo cuando sintió
contra su vientre el duro y ardiente deseo de Gaston.
No podía hacerlo, se dijo en
un instante de cordura, pero una cadena de besos, profundos y apasionados, le disolvió
el arranque de sensatez. Le lamió los labios mientras deslizaba las manos bajo
la camisa, acariciándole la espalda con impaciencia. Gaston gimió y le
mordisqueó el lóbulo de la oreja, susurrándole apasionadas palabras en francés.
Fueron caricias y susurros que estremecieron a Rochi, penetrando por los poros
de su piel hasta hacerse dueños de sus venas, de su sangre, y en un bombeo
acelerado de su corazón, le inundaron todo su ser.
Tal vez fue ese fuego, que
nunca había experimentado con Pablo, el que volvió a despertarle la lucidez, o
tal vez fue el miedo a la intensidad de lo que estaba sintiendo. Volvió a
repetirse que no era una mujer libre y que no podía entregarse a nadie que no
fuera Pablo.
Alzó las palmas abiertas
hasta el pecho agitado de Gaston y empujó con fuerza para no darse tiempo a
arrepentirse.
—Lo siento —dijo, cerrando
los ojos para soportar la vergüenza—. No puedo seguir.
—Tu es en train de me tuef (Me estás matando.)—masculló, tensando la
mandíbula, negándose a creer que iba a volver a ocurrir.
La miró, buscando aire para
no ahogarse, pero ella continuaba con los ojos cerrados, como si pretendiera
desvanecerse.
—¿Crees que si te detienes
ahora no le serás infiel? —musitó junto a su boca con voz ahogada.
—Gaston... —suplicó
temblorosa—. No me lo pongas más difícil.
—Ya le has sido infiel
—susurró, sujetándole el rostro entre las manos y besándola en los labios—. Le
eres infiel cada vez que me permites mirarte con deseo.
—Por favor, Gaston.
—La primera infidelidad se
comete con el pensamiento. Pero además tus labios han temblado bajo los míos
—dijo, besándolos de nuevo—. Tu piel se ha calentado al roce de mis dedos.
Sabes que ya le has sido infiel —añadió, respirando con fuerza de su aliento.
De la garganta de Rochi
surgió un gemido involuntario. Sintió un estremecimiento y cerró los ojos con
fuerza.
—Pero no importa —opinó Gaston,
volviendo a internar las manos bajo su ropa—: Él no merece tu fidelidad. Él
sólo te concede el tiempo que le sobra después de haberse acostado con su
mujer.
Ella intentó cortarle el
avance apretando los brazos sobre la camiseta. Los dedos de Gaston no se
detuvieron hasta que se adueñaron por completo de sus senos.
—No hables así de Pablo...
—dijo sin aliento—. Él es...
—Él es un imbécil que no
valora lo que tiene —aseguró junto a su boca—. Si fueras mía no tendrías que
compartirme con nadie. Todas las horas del día y de la noche me parecerían
insuficientes para pasarlas contigo. —Sentía el palpitar de los pechos bajo sus
manos mientras ella trataba de recuperar el control—. No te permitiría que te
alejaras de mi lado por tantos meses. En realidad, ni siquiera te permitiría
que me dejaras por unos días, ni por unas horas. Pero es que tampoco tú
desearías irte —susurró, acariciándole sobre el encaje hasta arrancarle un
nuevo gemido—. Yo no podría apartar las manos de tu cuerpo y tú no querrías que
lo hiciera.
—Gaston... —suplicó a media
voz.
—Pero no eres mía y no lo
serás jamás —susurró, apresándola entre su excitación y la aspereza del
jergón—. Por eso no correrás ningún peligro entregándote a mí una vez. Sólo una
vez.
—Sabes que no puedo hacerlo
—dijo, sin fuerzas.
—Cámbiame por él durante
unas horas —rogó, lamiéndole los labios—. Llámame Pablo si quieres, pero
cámbiame por él y déjame amarte aquí, ahora.
—Tú no quieres que una mujer
piense en otro hombre mientras hace el amor contigo —añadió Rochi, en un
intento por acabar con aquella intimidad.
—Sólo cuando es una mujer a
quien amo —precisó, dispuesto a dejarse la dignidad entre sus brazos, y a morir
de dolor y de celos después.
—Esto es una locura que sólo
puede hacernos daño —protestó, con los sentidos puestos en los dedos que habían
abandonado sus pechos y que ahora se movían junto al cierre de sus vaqueros.
—Lo sé —Gaston gimió al
sentir que cedía el primer botón—. Pero estoy dispuesto a correr ese riesgo.
—Pero yo no —señaló Rochi,
temblorosa, forcejando para apartarse.
Gaston inspiró con fuerza y
la miró a los ojos. Quería ver si a ella le consumía la misma necesidad. Quería
saber cómo hacía ella para decir que no cuando el deseo le devoraba las
entrañas. Quería averiguar qué tenía que hacer él para apartarse sin que el
dolor físico le destrozara. Porque el otro, el dolor del alma, le venía
mortificando desde hacía tiempo, y cada día se le clavaba un poco más fuerte,
un poco más profundo.
—Deja que te demuestre cómo
ama un hombre cuando sólo tiene a una mujer en la mente —suplicó con una mirada
llena de promesas—. Deja que te demuestre cómo ama un hombre a tiempo completo.
Pero sólo encontró dolor y
silencio en los ojos de Rochi.
No se preguntó quién era el
responsable de ese sufrimiento. Él era quien sobraba; él era quien pretendía
arrebatar lo que no le pertenecía.
Volvió a tomar aire y, sin
dejar de mirarla y en silencio, se apoyó sobre su brazo izquierdo, aflojando la
presión que ejercía en ella con su cuerpo. Con la mano sobre su pantalón
desabrochado, aún dudó unos segundos.
—Lamento haber sido yo quien
ha iniciado todo esto —dijo Rochi, temblando de pies a cabeza—. Perdóname.
Gaston no escuchó sus
disculpas; se ahogaba en un torrente de confusión. Trataba de salir a flote
diciéndose que ella era una mujer experimentada, amante de un hombre casado,
que llevaba meses lejos de él y que, tal vez por eso, había buscado sus besos y
sus caricias, aunque, al final, su dudosa fidelidad hubiera terminado
imponiéndose. Pero él la había hecho temblar como a una virgen inexperta, y eso
le desconcertaba.
Rochi permanecía inmóvil,
como si la mano que él posaba con suavidad sobre su vientre la encadenara al
jergón con la firmeza de cien grilletes de acero. Cuando la apartó, no pudo
sentir alivio. Tan sólo una sensación de enorme vacío.
Se levantó en silencio,
recomponiéndose la ropa con dedos inseguros mientras sentía los ojos de Gaston
fijos en ella. Al atravesar el umbral de la cabaña, escuchó a su espalda el
murmullo tenso de un juramento.
Gaston se había dejado caer
de bruces sobre la cama, maldiciéndose por estúpido y enterrando el rostro en
la aspereza del jergón.
Después, mientras él
colocaba la carlanca en el cuello de Obi, ella ocupó su asiento en el Land
Rover. Esa mañana no habría paseo junto al ganado ni conversación relajada bajo
el cálido sol de otoño.
Sólo una bajada silenciosa
por la pista forestal.
Sólo una tímida despedida
cuando llegaron a la finca.
Sólo la mirada desconcertada
de Gaston, clavada en el caminar orgulloso de Rochi mientras ella atravesaba el
pastizal en dirección a su casa.
adaptacion

como rochi va a dejar pasar ese momento, por dios!
ResponderEliminarquiero el proximo porfa!! quiero que rochi reaccione y se de cuenta que con gas esta re bien!
no tardes!!
besos :)