miércoles, 27 de marzo de 2013

Entre sueños, capitulo 18




El amanecer del día siguiente madrugó menos que Rochi.
Cuando asomaba el día, ella ya estaba vestida, sentada ante la mesa y girando la tacita con la infusión de menta que se había quedado allí la noche anterior.
Necesitaba ver el semblante de Gaston para asegurarse que todo seguía estando bien, que su riña no había dejado consecuencias. Ella le había perdonado su intromisión, sus voces, sus reproches... Ahora quería comprobar si también él estaba dispuesto a olvidar aquel enfrentamiento absurdo.
A veces pensaba que reñían por tonterías. Otras, echaba la culpa a la tensión que le causaba tenerlo cerca, mirarlo como a un hombre y sentirse culpable por ello. Y, en ocasiones, volcaba toda la responsabilidad sobre Gaston, que tan pronto la besaba como parecía odiarla.
Se encontraba sumida en cavilaciones cuando oyó ruidos tras la puerta. Imaginó a Gaston alzando la mano para coger la llave escondida sobre el dintel. Después escuchó el sonido en la cerradura y suspiró, preparándose para el encuentro.
Pero quien llegó esa mañana fue Candela, y a Rochi se le cayó el alma al suelo al creer que Gaston volvía a evitarla.
—Buenos días, señorita Rochi. Ha madrugado más que de costumbre.
—Quiero hacer muchas cosas —mintió, levantándose para llevar la tacita hasta el fregadero—. ¿Gaston también está muy ocupado, hoy?
—El señor Gaston no está. Ha salido de viaje.
—¿De viaje? —preguntó, demasiado ansiosa—. ¿Adónde ha ido?
—No me lo dijo —respondió Candela, sonriendo ante tan excesiva preocupación—. Pero no se preocupe, porque volveremos a tenerlo por aquí mañana.
Rochi se tranquilizó sólo a medias. Un día no era demasiado tiempo, se dijo mientras volcaba la infusión por el desagüe. Pero le preocupaba no saber adonde había ido Gaston con tanta urgencia, sobre todo porque había desaparecido tras su estúpida discusión.
Sumida en sus pensamientos mientras fregaba la tacita, no escuchó la despedida de Candela ni el suave golpe con el que ella cerró la puerta.


Julio, sentado ante la gran mesa de su despacho, escuchó todas las explicaciones que le quiso dar su yerno.
—La versión de mi hija es bien distinta —indicó, con rostro desencajado—. Dice que no existen diferencias irreconciliables entre vosotros. Asegura que todo el problema está en que tienes un lío con tu secretaria. —Sacudió la cabeza con desaprobación—. Mery te ama y está destrozada.
—Preferiría que no tocáramos temas personales que sólo nos atañen a Mery y a mí—dijo, acomodándose contra el mullido respaldo de su asiento—. Tú y yo sólo debemos tratar los términos del divorcio.
—¿Cómo crees que puedo dejar de lado el sufrimiento de mi pobre hija? —lanzó, golpeando con un puño sobre la mesa.
—Mery no sufre; te lo aseguro —respondió Pablo con calma—. Y no es necesario que entremos en detalles. No lo haría con nadie. Menos aún contigo, que eres su padre.
—¿Insinúas que también ella te ha sido infiel? —preguntó sin saber hacia quién debía enfocar su rabia—. Porque si se ha atrevido a deshonrar a la familia te juro que...
—No —soltó Pablo al instante—. No estoy insinuando nada. Sólo quiero que los detalles de pareja se queden entre Mery y yo. En un matrimonio convencional nadie más se inmiscuiría —señaló casi con ironía—. Pero en este caso eres tú quien maneja los acuerdos económicos. Por otra parte, trabajo para ti. Por eso estoy aquí, y no para hablar de detalles íntimos.
—Entonces seamos claros —dijo, entrecruzando los dedos sobre la mesa—. Si el divorcio sigue adelante, nos ceñiremos al acuerdo que firmaste para casarte con mi hija. Te vas como viniste; sin un euro.
—Cuando firmé ese contrato yo no era nadie —reconoció Pablo con voz sosegada—. No necesito explicarte todo lo que he hecho por la empresa desde entonces.
—¿Y qué pretendes? —preguntó con mofa—. ¿Quedarte con ella porque la has manejado con eficacia? Durante estos años has tenido un magnífico sueldo. Y eso sí te lo puedes llevar porque es tuyo. Reconocerás que tus servicios han sido muy bien pagados.
—No seas cínico —dijo Pablo, entrecerrando los ojos—. Creo que merezco un pequeño porcentaje de todo lo que te he hecho ganar. Y desde luego me gustaría conservar mi puesto. Eso sería bueno para mí, pero sobre todo sería rentable para ti.
Julio le desafió con una sonrisa burlona a pesar de saber que tenía razón. Pero ni podía decírselo ni iba a aceptar sus condiciones. Su hija no le perdonaría que le firmara un divorcio millonario. Si ella quería hacerle pagar el que la estuviera abandonando, él, como padre, se sentía en la obligación de apoyarla. Aunque eso supusiera una pérdida importante para el negocio familiar.
—Lo lamento, Pablo, pero no vas a chulearme como has hecho con mi pobre hija. Tú has vivido como un multimillonario porque así vivirá, siempre, el hombre que esté al lado de mi Mery —aseguró casi con orgullo—. Si la abandonas te irás sin nada, y, en ese caso, mi obligación será hundirte en la miseria.
—Haz lo que creas más conveniente —razonó Pablo con demasiada tranquilidad—. Aunque deberías preguntarte si tu empresa puede permitirse el lujo de prescindir de mí.
—Lo superaremos —aseguró, para preguntar después, con ironía—: ¿Y tú te has detenido a pensar si todo esto te compensa? ¿No crees que sería mejor que pidieras perdón a tu esposa por todas las necedades que has cometido, y continuaras viviendo como un rey?
—He tomado una decisión y no pienso cambiar de opinión —dijo Pablo, sin abandonar el tono neutro—. De todos modos, no deberías juzgarme por cosas que desconoces. Tú tienes esposa; sabes que nada es como parece desde fuera.
—No quiero conocer detalles de vuestro matrimonio. Sé que has engañado a mi hija y que pretendes abandonarla. Esa información es suficiente para mí.
—No me preocupan las consecuencias de esto, Julio —aseguró, mirándole con fijeza—. Pero ya que el divorcio se llevará a cabo de todos modos, tal vez deberíamos apartar por un momento el matrimonio y hablar de negocios.
Los ojos de Julio brillaron con interés. Por fin tenía a su yerno donde quería; y había llegado a aquel punto él solo.
—Está bien—aceptó con demasiada rapidez—; hablemos de negocios, que es de lo que tú y yo entendemos. —Se tomó una pausa en la que se ajustó los puños de la camisa—. Mery me pide que te diga que está dispuesta a perdonarte y a recibirte con los brazos abiertos. Sin rencores. —Le miró, tratando de calcular su disposición, antes de añadir—: Si lo haces, yo estoy dispuesto a olvidar todo este asunto y a mejorar tus condiciones. Te convertiré en dueño de una parte de la empresa y participarás de los beneficios. Podemos redactar juntos las condiciones, para que sean justas.
De nuevo, Pablo no se sorprendió. Nadie manipulaba como su mujer, pensó. Y por lo visto no había perdido el tiempo. Había tejido su pegajosa y atractiva tela de araña utilizando a su padre; dueño de las empresas y de la fortuna. La conocía bien. Sabía que estaría esperando el final de esa reunión, convencida de que él se dejaría atrapar y regresaría a sus brazos, de nuevo sumiso y complaciente.
—Quiero el divorcio —insistió como si no hubiera escuchado la propuesta—. Y lo quiero cuanto antes. Creo que merezco lo poco que he pedido. Y, aunque pueda parecer presuntuoso, tu empresa también se merece a un director como yo, que puede llevarla hasta lo más alto —manifestó con voz templada—. Pero firmaré cualquier documento que me presenten tus abogados. —Se levantó, ajustándose la corbata y dando por finalizada la reunión.
Julio se sintió frustrado al comprobar que su estrategia no había funcionado.
Pretender contentar a su hija sin perder a su hombre de confianza no había sido una buena idea. Era consciente de que un disgusto de su caprichosa heredera pasaría antes o después. Apartar a Pablo de la dirección de su empresa mermaría sus beneficios de un modo que se resistía a afrontar.
—Es cierto; eres bueno —aceptó, sin darse por vencido—. Por eso te pido que lo pienses. No puedes echar por la borda diez años de matrimonio. Pero menos aún puedes terminar con diez fructíferos años de trabajo. Imagina por un momento hasta dónde podrías llegar si te quedas siendo dueño de una parte importante de lo que manejas.
Pero Pablo prefería imaginar otras cosas; como vivir al lado de la mujer que amaba con toda su alma y con la que nunca tendría que fingir ser quien no era.
—¿Estás haciendo todo esto sólo para tirarte a esa chica? —preguntó Julio ante el silencio de su todavía yerno.
—Me casaré con ella —aseguró, mirándole con desafío—, y nada ni nadie me detendrá. Estaría dispuesto a volver a limpiar cuadras, como asegura Mery que haré, si ése fuera el camino para convertirla en mi esposa.
—Lamento que esto termine así—manifestó, imaginando el ataque de histeria que tendría que soportar de su hija cuando le contara que no había logrado convencerle—. Juntos podríamos haber hecho grandes cosas.
—Aún podemos hacerlas —opinó Pablo, arqueando una ceja—. No hay por qué mezclar los negocios con los sentimientos.
—En este caso no se pueden separar —dijo, alzándose de hombros—. Pero te deseo lo mejor —añadió, con la mano tendida—. Te llamarán mis abogados para que firmes el divorcio. Te adelanto que te irás sin nada.
—No esperaba esto de ti —expresó, estrechándole la mano y girando el antebrazo para colocar la suya en el nivel superior—. Deberías llamar al señor Dubanchet —añadió con una sonrisa—. Ya sabes que hay que firmar esta semana. Van a celebrar el aniversario de su fundación a lo grande. Les vamos... Perdón —aclaró con ironía—: les vais a fabricar un envase espectacular que se va a hacer famoso en todos los países en los que sus perfumes son líderes de ventas. No la caguéis ahora que todo está a punto. Me ha costado años conseguirlo.
—Nos apañaremos sin ti. No te creas imprescindible, porque en este negocio nadie lo es —aseguró Julio, que a pesar de todo lucía una expresión victoriosa.
—Suerte —deseó Pablo desde la puerta—. Si me necesitas seguro que sabrás cómo localizarme —concluyó, para salir del despacho con el mismo paso seguro con el que había entrado.
En cuanto Julio se quedó solo, pidió por el intercomunicador, a su secretaria, que le pusiera en contacto con el señor Dubanchet a la mayor celeridad posible.


—Así que si no llego a acercarme a veros, seguiría sin saber que Eugenia está guardando reposo —dijo Gaston, bajando la voz.
—Ella y el bebé están bien. El doctor quiere evitar el riesgo de que el parto se presente antes de lo previsto —respondió nicolas, que terminaba de llenarse el plato de canelones—. Y no te preocupes por el tono; desde la habitación no se oye nada.
—¿Lo estáis manteniendo en secreto para no tener a mamá enredando por la casa? —insinuó Gaston, riendo.
—¡No seas jodido! A Eugenia le gusta tener aquí a mamá y papá. Pero si vinieran a ayudar, sería para unos meses. Entonces serías tú el que se quedaría solo —amenazó, señalándole con su tenedor.
—No soy yo quien tiene aspecto de estar necesitando los cuidados de su mami —aseguró con mofa, recordando todo cuanto le había escuchado protestar por lo ininteligible del manual de la lavadora y las diferentes temperaturas de la plancha.
—Yo no estaría tan seguro... —comenzó, pero al momento frunció el ceño, pensativo—. Aunque, ahora que lo pienso, tal vez estés deseando que te abandonen un tiempo. Así tendrías una disculpa para pedir ayuda a esa preciosa jefa tuya.
Era una broma. Gaston lo sabía. Pero se sintió mal por ocultar a su hermano que se había enamorado como nunca antes lo había hecho. No hacía demasiado tiempo, ellos dos se hacían confidencias sobre cosas así.
—No hagas gracias con eso y dime si puedo contar en casa lo del reposo de Eugenia —dijo, esperando que la conversación no volviera a desviarse—. Entenderé que queráis guardar el secreto para estar solos.
—Puedes contárselo sin problema. La verdad es que empiezo a cansarme de comer pasta cada día —dijo, llevándose a la boca un trozo de canelón—. Me vendrán bien los guisos y los cuidados de mamá, y a Eugenia también.
—Pues entonces preparaos, porque no tardaréis en tenerlos a los dos aquí —aseguró riendo.
—¿Y qué pasa contigo? —preguntó nicolas, partiendo con cuidado un nuevo trozo—. No me ha gustado la cara que has puesto cuando he nombrado a «tu jefa».
—Todo está bien; como siempre —respondió Gaston, tomando su copa de vino.
—Has dicho que has venido a la Caja para entrevistarte con el director. ¿Qué ocurre que no puedas arreglar desde la sucursal de Roncal?
—Rochi va a vender todas las propiedades de Ignacio —dijo, y vació de un trago lo que quedaba en su copa.
—Esas son buenísimas noticias —respondió nico, que seguía sin entender el gesto amargo de su hermano—. Es lo que querías, ¿no?
—No cuento con el dinero necesario para comprarlas —confesó, mirándole de frente—. Por eso he venido, porque creo que a pesar de todo puedo dar garantías a la Caja de que cobrarán hasta el último euro que me presten.
—¿Han aceptado?
—Al parecer, ellos tienen que estudiarlo y yo tengo que esperar —trató de responder con ligereza, pero terminó encogiendo los hombros con preocupación—. El director no me ha dado muchas esperanzas.
—Sabes que puedes contar conmigo para lo que quieras. —Desplegó una sonrisa tranquilizadora—. Puedo convertirme en tu socio capitalista —añadió, tan feliz como si asociarse con su hermano hubiera sido el sueño de su vida.
—Antes quiero intentarlo solo, ¿de acuerdo? —nico asintió—. Si te necesito puedes estar seguro que te lo diré.
—¿Y ahí comienza el problema con Rochi?
—No tengo ningún problema con ella —aseguró, y fingió prestar atención a sus canelones.
—¡Soy tu hermano! —exageró nicolas, elevando la mano en la que sujetaba el tenedor—. Durante toda la comida en Rodero, cada vez que ella abría la boca tú sonreías y la mirabas como un tonto. Yo lo vi —aseguró, alzando las cejas—. Y también me fijé en ella. «Aquí hay tema», me dije a los diez minutos de veros juntos.
—Pues te equivocaste —insistió en tono vago, como si toda su atención estuviera puesta en desmenuzar y revolver el contenido de su plato.
—¿Me vas a contar que no te gusta Rochi?
—No te lo puedo decir sin mentir un poco —afirmó, sonriendo—. Ella es una mujer muy guapa y yo, al igual que tú, me he dado cuenta, pero eso es todo.
—¡Estás fingiendo! —Soltó una carcajada—. Y sólo puede haber un motivo para fingir con algo así. ¡No me digas que te estás enamorando!
—Por supuesto que no. —Agitó la cabeza y añadió—: A pesar de lo atractiva que es, de ella sólo me interesan sus tierras y su ganado. Nada más.
—¿Por qué no aceptas que te tiene loco? Anda, dilo —pidió con guasa—. ¡Si tú sabes que no se me escapa nada!
Claro que lo sabía. Su sexto sentido siempre había funcionado a la perfección; al menos con él.
—Por favor, nico. Eres tan incansable como Candela —dijo con ironía, dejando los cubiertos sobre el plato.
—¿Así que también ella se ha dado cuenta? —preguntó con gesto triunfante.
—Yo no he dicho eso, y no trates de confundirme —exigió, riendo—. Ella es insistente, pero en otras cosas.
—¿Me juras que no hay nada con Rochi? —requirió nico, poniéndose serio—. ¿Me lo juras como hacíamos de niños?
Su mirada de obstinación mostró que, a pesar de que hablaba de antiguos juegos infantiles, su propuesta iba en serio.
—¿No estás llevando demasiado lejos esta tontería?
—No —respondió—. Porque noto que hay algo que te preocupa, y es algo más importante que la herencia del viejo.
—Te estás volviendo un paranoico —aseguró Gaston, echando la espalda contra el respaldo de su silla. La insistencia de su hermano le estaba poniendo nervioso.
—Júramelo —exigió nicolas, mirándole sin pestañear. Apartó su plato, colocó el puño cerrado sobre la mesa, y esperó unos segundos que a los dos les parecieron eternos.
Gaston no podía decirle la verdad. Bastante estúpido se sentía por haberse enamorado de la mujer de otro, eso sin contar con que la había odiado durante años. No añadiría, a todo eso, la responsabilidad de inquietar a su hermano con sus problemas.
—De acuerdo —soltó con un fingido tono burlón. Cubrió con su mano la de nicolas, y le miró a los ojos—: Juro que no hay nada entre Rochi y yo.
—No es eso lo que te he pedido —exclamó, con seriedad—. Tienes que jurar que no la amas.
—nico, por Dios. Esto es estúpido —exclamó, y se levantó de la mesa—. Tus sospechas son estúpidas, que no creas en mi palabra es estúpido, el maldito juego que hacíamos de niños es estúpido.
Se acercó hasta la ventana y su mirada vagó sobre el parque de Yamaguchi.
—Tenéis buenas vistas —dijo, esperando que nicolas dejara de insistir—. No son como las de Roncal, pero viviendo en una ciudad también es un privilegio tener enfrente un parque como éste.
nicolas inspiró con fuerza, repiqueteando con los dedos sobre la mesa. Le preocupaba que su hermano se hubiera enamorado de Rochi. Ella le parecía una buena chica; le gustaba, pero no veía que de allí pudiera salir una relación con futuro. Hacía años, él había sido testigo del sufrimiento de Gaston por una mujer. No quería verle padecer de nuevo.
Pero no insistió. Respetó su silencio y comenzó a recoger los platos de la mesa, tragándose su inquietud y sus cavilaciones.


Esa misma noche, ya en Roncal, Gaston se centró en otro de sus problemas que, como siempre, llevaba la marca de Rochi.
Las ovejas comenzarían a parir en pocos días. Las de raza latxa la mayoría de las veces necesitan ayuda y, cada año, durante el período de los partos, él pernoctaba en la borda para mantenerlas vigiladas y asistirlas si era necesario.
Pero, esta vez, la borda estaba ocupada y él tendría que compartir techo con Rochi.
¿Cómo hacerlo, después de la dulzura de aquel beso bajo la lluvia?, se preguntó, tumbado sobre la cama en la penumbra de su habitación. ¿Cómo conseguiría dormir sabiendo que los separaba una pared, si ahora se desvelaba sólo con pensarlo?
No había manera de resolverlo sin implicar a los
D’lesandro. Sabía que en aquella casa no había espacio libre. De igual modo, estaba seguro de que Candela no dudaría en juntar a sus hijos en una habitación para que él pudiera alojarse en la otra. Y él no podía hacerles eso.
Cansado de dar vueltas revolviendo las sábanas, se levantó, se puso unos vaqueros sobre el cuerpo desnudo, y sus pies, descalzos y silenciosos, le encaminaron hacia la cocina.
No necesitó encender la luz. El claror de las farolas entraba con timidez por la ventana, lo que le permitió andar medio a tientas. Palpó en el interior de la alacena hasta que sus dedos tropezaron con la suavidad del vidrio. Al fregadero llegaba algo más de claridad. Llenó el vaso con agua y se lo bebió sin detenerse ni a respirar. Después colocó las manos bajo el grifo y se humedeció la nuca.
Comenzaba a creer que la maldita ley de Murphy tenía sentido. Cuando todo iba mal, aparecía algo que empeoraba la situación. Pensó que tal vez, al genio de Murphy, una hermosa e inalcanzable mujer le complicó la vida como le estaba ocurriendo a él.
Dejó el vaso vacío en el fregadero y abrió con cuidado la puerta que daba al balcón. La noche era fresca y sin luna. Parado ante la barandilla cargada de geranios, alzó los brazos tensando los músculos y agarrándose al pequeño tejado que protegía la madera de los días de nieve y lluvia. Inspiró con fuerza para llenarse los pulmones de aquel aire oscuro.
—¡Virgen del amor hermoso! ¿Cómo se te ocurre salir así?
La exclamación de su madre le hizo sonreír. Bajó los brazos cuando sintió que ella le colocaba algo sobre la espalda: su parca azul.
—¿Con qué tranquilidad voy a irme si haces cosas como ésta?—continuó diciendo Silvia—. ¿Quieres pillar una pulmonía?
—No hace tanto frío, mamá —respondió, poniéndose la prenda pero sin molestarse en cerrársela—. Papá y tú podéis iros tranquilos. Estaré bien.
—No estoy tan segura. Aunque decidas comer y cenar en casa de Candela, estarás solo. —Le preocupó ver a su hijo con el torso desnudo a merced del traidor aire nocturno. Intentó cruzarle las solapas sobre el pecho—. Nunca te hemos dejado solo durante tanto tiempo.
—Pues ya va siendo hora de que lo hagáis —respondió él, apoyando los brazos sobre la barandilla para que su madre dejara de preocuparse por su cremallera—. El problema no es que yo necesite tus cuidados. El verdadero problema es que tú siempre quieres tener alguien a quien malcriar. Deja de hacerlo —aconsejó con una sonrisa—. Comienza a vivir para ti.
—¿Y desatender a mis hijos y ahora a mi nieto? Algo así no lo verán tus ojos —aseguró, apoyando la cabeza en el brazo de Gaston.
—Te creo —dijo él, abrazándola por los hombros—. Ahora mismo deberías estar en la cama en vez de aquí, muerta de sueño y encogida bajo esa bata.
—Sentí que estabas en la cocina y pensé que te ocurría algo.
—Ya ves que no —le mintió, y lo compensó estrechándola contra sí—. Salí a cavilar un rato.
—Estás preocupado, y lo entiendo. Llega ya otra vez el tiempo de trabajo duro. Las ovejas deben estar a punto de parir, y tú te quedarás unos días en la borda, como siempre, ¿no?
—Aún no sé lo que haré —respondió, mirando pensativo hacia el huerto.
—¿Cómo que no lo sabes? —Alzó la cabeza para mirar el perfil preocupado de su hijo—. ¿Vas a estar subiendo y bajando de la finca cada dos horas, durante noches?
—Ahora vive Rochi en la borda. No tengo ningún derecho a invadir su espacio.
—No digas tonterías, cariño —dijo, apretándole la mano que él tenía sobre la barandilla—. Ella te recibirá encantada. ¡Mira, así me iré más tranquila! Ella cuidará de ti y te hará buenas comidas. ¿No dices que te gusta cómo cocina?
Le gustaba, sí. Le gustaba cómo cocinaba, cómo se enfadaba, cómo reía, cómo le miraba... Todo en ella le gustaba. Y ése era el problema.
—¿De verdad te irás más tranquila sabiendo que estoy allí? —preguntó, dispuesto a hacerle creer que todo estaría bien, incluido su trato con Rochi.
—¡Claro, hijo! Con ella estarás como en casa.
«Como en casa», se repitió Gaston mientras sentía que se le entumecían los pies sobre la madera del balcón. Eso sonaba a hogar; un hogar junto a Rochi.
Se estremeció ante aquel pensamiento.
Algo iba muy mal si la idea de una vida junto a Rochi empezaba a ocuparle la mente. Algo acabaría de muy mala manera si comenzaba a hacerse ilusiones y a olvidar que ella nunca le pertenecería.
Hacía una semana que había regresado de su fugaz viaje.
Durante los primeros días, él y Rochi habían vuelto a evitarse. Eso se había convertido en una especie de ritual sincronizado que ejecutaban cada vez que discutían, se acercaban demasiado, o simplemente ocurría algo que les turbaba.
Volvieron a hablarse con el mismo cuidado que si sacaran brillo a un tarro de nitroglicerina. Pasaron por el proceso de avanzar poco a poco, esperando que lo ocurrido entre ellos fuera perdiendo importancia.
Esta vez, lo que terminó con el distanciamiento fue un regalo de Gaston.
Una tarde llegó a la borda, llamó a la puerta en lugar de utilizar la llave que se ocultaba sobre el dintel, y sonrió con timidez mientras le mostraba un gran sobre amarillo. Eran las fotografías de los especiales y atractivos platos de Koldo Rodero.
Rochi tuvo la sensación de que era el modo en el que Gaston se disculpaba por la furia desmedida con la que había irrumpido en su casa para pedirle explicaciones. Y tal vez fuera eso, pero también la necesidad que tenía de cumplir con la promesa que un día le hizo.
No quiso contarle cómo consiguió todas aquellas fotografías. «Amistades», le había dicho. Después añadió que esperaba, con toda su alma, que esa insignificancia la ayudara a creer en su sueño y a luchar por él. Dijo que estaba seguro de que el corazón de su lujoso hotel estaría en la cocina: en sus guisos y en todo cuanto ella hiciera con sus manos.
A Rochi le emocionó el interés y el cariño que gastón puso en unos sueños que le pertenecían a ella. También
Pablo estaba pendiente de sus caprichos, la llevaba a viajes exóticos, le hacía regalos caros... Entonces, ¿por qué se le habían humedecido los ojos al encontrarse con la simple pero tierna atención de Gaston?, se preguntó.
Pero ésa era una pregunta para la que no tenía respuesta.
Al día siguiente regresó la normalidad a sus encuentros y a sus conversaciones. Y comenzó, para Gaston, otra inquietud diferente.


«Díselo con normalidad», se repetía, convencido de que podía hacerlo, mas cuando la tenía delante no encontraba las palabras que le comunicaran que debía dormir bajo su mismo techo sin que sonaran a algo más que a trabajo. Sabía que era él y sus pensamientos los que complicaban algo que era natural. Pero no podía evitarlo. Tenía la certeza de que le iba a resultar difícil conciliar el sueño; que se consumiría cada noche, imaginándola acostada en una cama de la que sólo le separaría una delgada pared; que contendría la respiración para tratar de escuchar la de ella...
Sabiendo todo eso, era difícil hablarle con normalidad de esas noches.
Después de haber dado mil vueltas, decidió que se lo diría durante la subida a la sierra. Media hora de ascenso daba para mucho. Durante el trayecto ninguno pondría todos los sentidos en el otro: ella iría medio tensa porque no terminaba de acostumbrarse a que un vehículo circulara por el borde de barrancos, él prestaría atención al camino para no tener que mirarla.
Tal vez, de ese modo, podría decirle que dormiría en la borda sin que se le notara la inquietud que eso le causaba.
Ascendió despacio, como le pedía Rochi que circulara durante todo el trayecto hacia la cumbre, y aguardó con paciencia hasta que la escuchó dar el primer respingo ante la visión de una pronunciada pendiente.
Llegaba el momento en el que podía hablarle de cualquier cosa sin que ella se fijara en sus gestos o su tono.
—Las ovejas comenzarán a parir la semana que viene —comentó, apretando las manos sobre el volante—. Necesito estar cerca por si surgen problemas y tengo que ayudarlas en algún parto.
—Me contó Candela que no todas las ovejas son tan complicadas, pero las nuestras sí—dijo ella, alternando miradas entre la belleza del vacío que se abría a su derecha, y la seguridad del camino que tenía enfrente.
—Es una característica de las latxa: los partos complicados. Si estás vigilante no hay ningún problema —explicó mientras esperaba y temía el instante de decirlo—. Una ayudita y todo va perfecto.
—Imagino que disfrutas. Al fin y al cabo eres veterinario.
—En una explotación como ésta, todos los días haces de veterinario, pero tienes razón: me gusta la época de partos, aunque haya noches que apenas si me acuesto. —El momento había llegado. Inspiró con fuerza para decir—: Por eso, durante unos días dormiré en la borda. Espero que no te importe.
—No. Claro que no —respondió ella, confundida y olvidando de pronto su miedo al barranco.
—Lo hago siempre —explicó Gaston, sintiendo que el corazón le palpitaba en la garganta—. Hay noches complicadas en las que tengo que pasar a controlar algún parto cada poco tiempo. No te molestaré —aseguró para tranquilizarla—. Saldré y entraré con cuidado y ni siquiera me sentirás.
Rochi no respondió. Se quedó con la mirada perdida al frente, pensando que sin duda sentiría sus pasos, por muy sigilosos que éstos fueran. Sentiría sus pasos, sentiría su olor, le sentiría a él.


Quince minutos después estaban en la cima, donde el ganado disfrutaba de un otoño más cálido y generoso de lo habitual.
Como de costumbre, Obi y Thor acudieron a darles su particular y efusiva bienvenida. Gaston les correspondía, acariciándoles con fuerza el lomo y las orejas, cuando la correa demasiado saliente del collar de Obi le llamó la atención. La trabilla de cuero que la mantenía sujeta había desaparecido.
Se lo quitó con cuidado y se lo mostró a Rochi.
—La hebilla está bien —le explicó—, pero si nada inmoviliza la correa, puede soltarse y acabar perdiéndose.
—Y él quedará desprotegido —dijo ella, estremeciéndose ante la imagen de unos afilados colmillos que cruzó por su mente.
—Exacto. Pero vamos a solucionarlo —aseguró Gaston, dirigiéndose hacia la borda—. Encontraremos algo que pueda hacer de sujeción provisional y mañana subiré otra carlanca.
Rochi se entretuvo acariciando el cuello, ahora desnudo, de Obi, con las puntas de los dedos. Después de tantos meses viviendo cerca de aquellas bestias peludas, había asimilado que eran mansas y nobles y que no la dañarían. Pero aún quedaba algo en ella que no le permitía bajar del todo la guardia. Las caricias con las que trataba de superar sus últimos temores, apenas eran unos suaves y tímidos roces sobre aquel espeso pelaje.
Cuando entró en la borda, Gaston, sentado sobre el camastro, manipulaba la carlanca. En el suelo, junto a sus pies, un candil de aceite iluminaba sus manos y daba, al resto del reducido espacio, una claridad amarillenta y oscilante.
Rochi se acercó para sentarse en el jergón. Bien pegadita a Gaston, observó cómo sus dedos iban transformando un trozo de alambre en una trabilla encajada en el cuero, junto a la hebilla.
—¿Hay algo que no sepas hacer? —preguntó, sin apartar los ojos de la habilidad creadora de Gaston.
—Muchas cosas —respondió él, riendo—. Demasiadas, diría yo. Por ejemplo: no tengo ni idea de cocinar, ni de arreglar el motor del tractor...
El recuerdo de los besos de aquella mañana de lluvia les hizo guardar silencio.
Rochi se había sentado muy cerca. Escuchaba el sonido de su respiración, cada vez más desacompasada, mientras ella misma iba perdiendo el ritmo de la suya.
Se dijo que tenía que levantarse y salir de allí. Pero ni siquiera se movió para evitar el roce del brazo de Gaston en el suyo. Continuó mirando, tratando de ignorar el calor que comenzaba a recorrerle la piel.
—¿Y tú? —preguntó él, con la sensibilidad revuelta y los ojos en el alambre que iba retorciendo—, ¿hay algo que no sepas hacer?
Rochi suspiró. Las manos comenzaban a temblarle. Juntó las palmas y las colocó entre sus rodillas para mantenerlas firmes.
—No sé callarme cuando debo —dijo, consciente de que no siempre era fácil hablar con ella—. Tampoco sé escuchar cuando debo —añadió, y apretó las rodillas contra sus dedos.
Gaston detuvo lo que estaba haciendo y la miró. También él se culpaba por el modo en que entró en la borda, como un animal furioso, pidiéndole explicaciones que ella no tenía por qué darle.
—Tienes voz de mando —dijo con una sonrisa—. Creo que dirigirás tu hotel a la perfección.
—¿Y la cocina? —preguntó ella, más tranquila—. ¿Crees que también sabré llevarla bien?
—Tienes un modo de cocinar muy especial —respondió sin dejar de mirarla—. Todo lo que haces sabe distinto; más... No sé —reconoció, agitando la cabeza—. Sólo se me ocurre decir que es especial. Se nota el mimo que pones. Creo que tu cocina se hará famosa.
—Gracias por la confianza. Además, es contagiosa. Nunca había creído en mí tanto como ahora.
—Algún día... —comenzó a decir mientras rozaba con los dedos la trabilla de alambre— me gustará visitar ese hotel, dormir en él, volver a disfrutar de tus guisos... —suspiró con suavidad—, comprobar si estás bien —musitó, acariciándola con la mirada mientras su corazón gritaba que se haría pedazos al decirle adiós.
—También yo querré saber si tú estás bien —murmuró ella, bajando los ojos.
El tiempo pareció detenerse para convertirse en silencio mientras Rochi se preguntaba lo que Gaston ya tenía asumido: por qué, aunque luchara contra una atracción que no quería sentir, los gestos, las miradas y las palabras más casuales, le emborrachaban el alma de sentimiento.
Ella observó el modo en que los dedos de Gaston tiraban del alambre para comprobar la resistencia de la trabilla. Después los vio apretar con fuerza sobre el extremo de correa que no contenía pinchos sin entender que lo hacía para no ceder a la necesidad de acariciarle el rostro y besarla como hizo aquella mañana bajo la lluvia. Gaston deseaba volver a sentir en sus labios la suavidad temblorosa de los suyos, a pesar de que sabía que no debía hacerlo.
Rochi buscó la respuesta a ese gesto de crispación mirándole a los ojos, y descubrió en ellos un brillo oscuro y una expresión torturada, como si les costara soportar algún dolor oculto. Y, sin pensarlo, empujada por un sentimiento de ternura y por otro que no supo explicarse, alzó el rostro para besarle en los labios.
Fue un beso suave y cadencioso que derribó todas las defensas de Gaston. Un beso cálido, pero incendiario. Un beso que él ansiaba dar y recibir. Un beso con el que se atrevió a continuar sujetando a Rochi por la nuca para invadirle la boca con la pasión y el deseo que le estaban matando.
Soltó la carlanca y acarició el delicado cuello con ambas manos. Deslizar su lengua por esa cavidad suave, húmeda y prohibida, le estaba fundiendo hasta la partícula más recóndita de sus entrañas.
Lo que Rochi intentó que fuera un beso dulce con sabor a agua de lluvia, le fue entibiando el corazón y dejándola sin aliento. Posó las manos sobre el torso de Gaston, y apartó con suavidad el rostro para mirarle a los ojos.
Él sintió que se le congelaba la sangre que Rochi le había encendido. «Otra vez, no», rogó, ahogándose en aquel deseo insatisfecho. «No puedes arrepentirte de nuevo», suplicó mientras volvía a acercarse en busca del calor de sus labios.
Qu'es-tu en train de me faire[1]? (¿Qué me estás haciendo?)—susurró junto a su boca—. Qu'es-tu en train de me faire? (¿Qué me estás haciendo?)—repitió con voz enronquecida.
Rochi, que tan sólo se había apartado para ver si el mismo fuego que ella sentía le ardía a él en los ojos, deslizó las manos hacia su cintura, se apretó contra su cuerpo y volvió a besarle con pasión.
Con un gemido de alivio, la lengua de Gaston se movió dentro de ella hasta robarle el aliento. Sus manos, grandes y temblorosas, abandonaron la piel tersa de su cuello para acariciarle con lenta sensualidad la espalda y nublarle la razón.
A Rochi, con la razón velada y el cuerpo encendido, no le quedó en su interior más voluntad que la que necesitaba para entregarse.
Soltó dos botones de la camisa de Gaston para apartarla hacia los lados y acariciarle los hombros. Le excitaba sentirlos moverse bajo sus palmas abiertas. Había visto aquel cuerpo, rociado en sudor, comprimir y maniobrar los músculos durante jornadas completas de trabajo. Ahora los tensaba y los movía para ella, para abrazarla, para acariciarla y decirle sin palabras cuánto la deseaba.
Gaston se estremeció al sentir los dedos sobre su piel y apretó los dientes para ahogar un gemido. Sentirla entre sus brazos le estaba enloqueciendo, y sin embargo se preguntaba si de verdad quería continuar. La amaba, y sabía que poseerla una vez no sería suficiente... poseerla una vez, cuando no podría conservarla a su lado, sería el comienzo de su existencia en el infierno.
Rochi no pensaba.
Se dejaba descubrir por esas manos de largos dedos que había contemplado tantas veces y que ahora le templaban y enardecían la piel. Le escuchaba respirar ahogado cuando ella misma perdía el aliento. Le sentía estremecerse bajo sus manos mientras ella no podía dejar de temblar bajo las suyas.
Necesitaba piel.
Sus labios entreabiertos buscando oxígeno, lo encontraron en el cuello de Gaston; en el pulso caliente con el que se escuchaban los violentos latidos de su corazón.
Él emitió un gemido más animal que humano a la vez que dejaba de preocuparse por lo que ocurriría después. Se permitió enloquecer de deseo, se abandonó en las manos de la única mujer que poseerla le causaría un dolor eterno.
La empujó con suavidad hasta tumbarla sobre el jergón, se tendió a su lado y la miró a los ojos. La insegura y parpadeante luz del candil de aceite oscurecía su verde orgulloso y los hacía temblar con reflejos dorados. Eran los ojos de la tentación, y él acababa de decidir que quería sucumbir a ella.
—Rochi... —susurró, mientras volvía a gozar de su boca y sus manos le acariciaban los costados en busca del final de la camiseta.
Tiró de la tela para liberarla de la presión con la que la sujetaba el pantalón vaquero. Introdujo las manos bajo la prenda y gimió al sentir el calor de la piel bajo sus dedos. Era un calor suave que sin embargo abrasaba la carne, que calcinaba hasta los huesos y hacía desear más, mucho más.
Cuando sus manos abarcaron los senos sobre el delicado encaje del sujetador, buscó oxigeno en los gemidos con los que Rochi le pagaba aquellas caricias.
Ella movió sus caderas, buscándole, y Gaston acudió a su encuentro, separando las piernas para encerrarla en la cárcel que formaba su cuerpo contra el colchón.
Rochi gimió complacida. Deslizó las manos para alcanzarle las nalgas a través de la suave tela de mahón. Pero sólo fue consciente de lo que estaba ocurriendo cuando sintió contra su vientre el duro y ardiente deseo de Gaston.
No podía hacerlo, se dijo en un instante de cordura, pero una cadena de besos, profundos y apasionados, le disolvió el arranque de sensatez. Le lamió los labios mientras deslizaba las manos bajo la camisa, acariciándole la espalda con impaciencia. Gaston gimió y le mordisqueó el lóbulo de la oreja, susurrándole apasionadas palabras en francés. Fueron caricias y susurros que estremecieron a Rochi, penetrando por los poros de su piel hasta hacerse dueños de sus venas, de su sangre, y en un bombeo acelerado de su corazón, le inundaron todo su ser.
Tal vez fue ese fuego, que nunca había experimentado con Pablo, el que volvió a despertarle la lucidez, o tal vez fue el miedo a la intensidad de lo que estaba sintiendo. Volvió a repetirse que no era una mujer libre y que no podía entregarse a nadie que no fuera Pablo.
Alzó las palmas abiertas hasta el pecho agitado de Gaston y empujó con fuerza para no darse tiempo a arrepentirse.
—Lo siento —dijo, cerrando los ojos para soportar la vergüenza—. No puedo seguir.
Tu es en train de me tuef (Me estás matando.)—masculló, tensando la mandíbula, negándose a creer que iba a volver a ocurrir.
La miró, buscando aire para no ahogarse, pero ella continuaba con los ojos cerrados, como si pretendiera desvanecerse.
—¿Crees que si te detienes ahora no le serás infiel? —musitó junto a su boca con voz ahogada.
—Gaston... —suplicó temblorosa—. No me lo pongas más difícil.
—Ya le has sido infiel —susurró, sujetándole el rostro entre las manos y besándola en los labios—. Le eres infiel cada vez que me permites mirarte con deseo.
—Por favor, Gaston.
—La primera infidelidad se comete con el pensamiento. Pero además tus labios han temblado bajo los míos —dijo, besándolos de nuevo—. Tu piel se ha calentado al roce de mis dedos. Sabes que ya le has sido infiel —añadió, respirando con fuerza de su aliento.
De la garganta de Rochi surgió un gemido involuntario. Sintió un estremecimiento y cerró los ojos con fuerza.
—Pero no importa —opinó Gaston, volviendo a internar las manos bajo su ropa—: Él no merece tu fidelidad. Él sólo te concede el tiempo que le sobra después de haberse acostado con su mujer.
Ella intentó cortarle el avance apretando los brazos sobre la camiseta. Los dedos de Gaston no se detuvieron hasta que se adueñaron por completo de sus senos.
—No hables así de Pablo... —dijo sin aliento—. Él es...
—Él es un imbécil que no valora lo que tiene —aseguró junto a su boca—. Si fueras mía no tendrías que compartirme con nadie. Todas las horas del día y de la noche me parecerían insuficientes para pasarlas contigo. —Sentía el palpitar de los pechos bajo sus manos mientras ella trataba de recuperar el control—. No te permitiría que te alejaras de mi lado por tantos meses. En realidad, ni siquiera te permitiría que me dejaras por unos días, ni por unas horas. Pero es que tampoco tú desearías irte —susurró, acariciándole sobre el encaje hasta arrancarle un nuevo gemido—. Yo no podría apartar las manos de tu cuerpo y tú no querrías que lo hiciera.
—Gaston... —suplicó a media voz.
—Pero no eres mía y no lo serás jamás —susurró, apresándola entre su excitación y la aspereza del jergón—. Por eso no correrás ningún peligro entregándote a mí una vez. Sólo una vez.
—Sabes que no puedo hacerlo —dijo, sin fuerzas.
—Cámbiame por él durante unas horas —rogó, lamiéndole los labios—. Llámame Pablo si quieres, pero cámbiame por él y déjame amarte aquí, ahora.
—Tú no quieres que una mujer piense en otro hombre mientras hace el amor contigo —añadió Rochi, en un intento por acabar con aquella intimidad.
—Sólo cuando es una mujer a quien amo —precisó, dispuesto a dejarse la dignidad entre sus brazos, y a morir de dolor y de celos después.
—Esto es una locura que sólo puede hacernos daño —protestó, con los sentidos puestos en los dedos que habían abandonado sus pechos y que ahora se movían junto al cierre de sus vaqueros.
—Lo sé —Gaston gimió al sentir que cedía el primer botón—. Pero estoy dispuesto a correr ese riesgo.
—Pero yo no —señaló Rochi, temblorosa, forcejando para apartarse.
Gaston inspiró con fuerza y la miró a los ojos. Quería ver si a ella le consumía la misma necesidad. Quería saber cómo hacía ella para decir que no cuando el deseo le devoraba las entrañas. Quería averiguar qué tenía que hacer él para apartarse sin que el dolor físico le destrozara. Porque el otro, el dolor del alma, le venía mortificando desde hacía tiempo, y cada día se le clavaba un poco más fuerte, un poco más profundo.
—Deja que te demuestre cómo ama un hombre cuando sólo tiene a una mujer en la mente —suplicó con una mirada llena de promesas—. Deja que te demuestre cómo ama un hombre a tiempo completo.
Pero sólo encontró dolor y silencio en los ojos de Rochi.

No se preguntó quién era el responsable de ese sufrimiento. Él era quien sobraba; él era quien pretendía arrebatar lo que no le pertenecía.
Volvió a tomar aire y, sin dejar de mirarla y en silencio, se apoyó sobre su brazo izquierdo, aflojando la presión que ejercía en ella con su cuerpo. Con la mano sobre su pantalón desabrochado, aún dudó unos segundos.
—Lamento haber sido yo quien ha iniciado todo esto —dijo Rochi, temblando de pies a cabeza—. Perdóname.
Gaston no escuchó sus disculpas; se ahogaba en un torrente de confusión. Trataba de salir a flote diciéndose que ella era una mujer experimentada, amante de un hombre casado, que llevaba meses lejos de él y que, tal vez por eso, había buscado sus besos y sus caricias, aunque, al final, su dudosa fidelidad hubiera terminado imponiéndose. Pero él la había hecho temblar como a una virgen inexperta, y eso le desconcertaba.
Rochi permanecía inmóvil, como si la mano que él posaba con suavidad sobre su vientre la encadenara al jergón con la firmeza de cien grilletes de acero. Cuando la apartó, no pudo sentir alivio. Tan sólo una sensación de enorme vacío.
Se levantó en silencio, recomponiéndose la ropa con dedos inseguros mientras sentía los ojos de Gaston fijos en ella. Al atravesar el umbral de la cabaña, escuchó a su espalda el murmullo tenso de un juramento.
Gaston se había dejado caer de bruces sobre la cama, maldiciéndose por estúpido y enterrando el rostro en la aspereza del jergón.
Después, mientras él colocaba la carlanca en el cuello de Obi, ella ocupó su asiento en el Land Rover. Esa mañana no habría paseo junto al ganado ni conversación relajada bajo el cálido sol de otoño.
Sólo una bajada silenciosa por la pista forestal.
Sólo una tímida despedida cuando llegaron a la finca.
Sólo la mirada desconcertada de Gaston, clavada en el caminar orgulloso de Rochi mientras ella atravesaba el pastizal en dirección a su casa.

adaptacion

1 comentario:

  1. como rochi va a dejar pasar ese momento, por dios!
    quiero el proximo porfa!! quiero que rochi reaccione y se de cuenta que con gas esta re bien!
    no tardes!!

    besos :)

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