CAPÍTULO
18
No habrá más noches
El Chrysler negro con cristales
tintados salió y, al llegar al impresionante edificio blanco cubierto de
columnas de la Corte de Apelaciones, giró hacia la larga y recta Champa Street,
No llevaba coches escolta que indicaran
que dentro iba alguien importante. Porque, cuando en el partido querían dar
espectáculo, eran únicos, pero cuando querían discreción, también.
Sentado junto a la ventanilla
del asiento trasero, había momentos en los que Gaston Dalmau dejaba de escuchar
los comentarios del senador Martinez y se perdía en sus pensamientos.
No había dormido bien. En
realidad, no había dormido. Aferrado a una imprudente y absurda ilusión, había
vuelto a pasar la noche esperándola, consciente de que aquélla era la última,
de que al día siguiente llegaría el afortunado marido y las oportunidades de
tenerla en su cama habrían terminado. Consumido de impaciencia, había vuelto a
teclear en su teléfono la serie de números que aún recordaba a pesar del empeño
que había puesto en olvidarlos. Y, ante la misma acostumbrada falta de
respuesta, le había costado dominar sus ganas de salir a buscarla,
arriesgándose a que los miembros de seguridad lo encontraran tratando de
acceder, a esas inadecuadas horas, a la habitación de la futura primera dama.
Como última y desesperada opción, había puesto toda su fe en atraerla con un
corto mensaje de texto que le recordara que el tiempo de indecisión había
llegado a su fin.
«No tendremos más noches »
—había escrito mientras deseaba suplicarle: Por favor, ven o me moriré si no te
tengo.
Después, había seguido
aguardando en esa habitación asaltada por la luz brillante de una luna casi
llena, con las cortinas descorridas por si a pesar de todo ella decidía
regalarle lo que aún quedaba de noche. Y, durante horas, con lo sentidos puestos
en el silencio, a la espera del leve chasquido que abriera al fin la puerta,
respirando el atardecer en el pañuelo de seda, volvió a desear lo inalcanzable,
lo prohibido, lo ajeno.
Y
ahora estaba sentado en la parte trasera de un coche oficial, junto al senador,
atendiendo de forma intermitente a su conversación mientras entraban en el
Pepsi Center, de modo discreto, horas antes de que comenzara la última y más
importante jornada de la convención.
No le gustaba la sensación que
le provocaba estar junto al esposo de la que fue su amante de una noche; de la
que deseaba que fuera su amante de todas y cada una de las noches del resto de
su vida. Pues tan pronto lo mataba el reconcomio de los celos como lo asaltaba
la sucia sensación de considerarse un traidor. No. No iba a ser fácil trabajar
para él, igual que no estaba siendo fácil estar cerca de Rocio, deseándola
hasta la agonía.
Después de ver el estadio desde
las gradas para comprobar la espectacularidad del decorado, accedieron a la
enorme plataforma azul del escenario. Gaston prestó poca atención a las
indicaciones que los asesores dieron al senador sobre cómo debía hacer su
aparición y hacia dónde tenía que dirigir, en ciertos momentos concretos, la
mirada.
—Grandioso, ¿verdad? —le
preguntó el político a Gaston cuando las explicaciones cesaron y recorría
lentamente el escenario, imaginándose frente a la multitud que lo aclamaba
enfebrecida.
—Tal vez demasiado. No se
hubiera hecho más si al que se esperara aquí esta noche fuera al mismísimo
presidente de la nación.
—De eso se trata. Si queremos
que el país me vote como a su presidente, primero deben verme con tal. Para
ganar, tienes que exhibirte como el único e incuestionable ganador.
—Lo entiendo, pero no estoy de
acuerdo. Deberían hacerse las cosas de otra forma, sin gastar cantidades
inmorales de dólares.
Pablo soltó una abierta
carcajada que la perfecta acústica del Pepsi Center extendió por entre los más
de cuarenta mil asientos.
—Eres tal como asegura tu
suegro que eres. Pensé que vivir esto durante cuatro días te estimularía, como
mínimo, la curiosidad por comprobar qué se siente al ocupar un puesto
importante. Experimentar en tu propia piel la emoción que provoca la
supremacía. —Volvió a reír, esta vez en tono bajo, antes de bromear—: Descubrir
por ti mismo si es cierto eso tan deseado de la erótica del poder.
—No necesito un cargo político
para que se fijen en mí las mujeres.
—De eso estoy más que seguro.
Pero confiaba en que en estos días encontraras algo que te hiciera quedarte y
me daba igual qué motivo escogieras.
Rocio.
Ella era el único motivo que lo había llevado allí y el único que podía hacer
que quisiera permanecer en un mundo que era la antítesis de sí mismo.
—Mi suegro tiene mucho que ver
en todo esto, ¿verdad?
—Me gustas y me gustarías lo
mismo si Howard no estuviera por medio —aclaró Pablo con contundencia—. De
todos modos, no olvides que él sólo quiere lo mejor para ti, como lo querría
para un hijo.
—Lo sé y también sé que, por
mucho que insista, esto nunca será lo mío. Lamento que no podamos entendernos.
—Yo también lo lamento —dijo
pensativo, y de pronto sonrió y cambió el rumbo de la conversación—. ¡Al fin
has conocido a mi esposa! —Gaston se sobresaltó al oírlo nombrarla—. ¿No crees
que será una perfecta y maravillosa primera dama?
—Sí —afirmó, tras tomar aire y
mirar una vez más hacia las gradas—. Esa batalla la tiene plenamente ganada,
senador. La esposa del republicano Frank Murray no tiene ni una centésima parte
de la clase y la belleza de la señora Martinez.
—Ni su discreción y su saber
estar —añadió Pablo radiante.
Gaston caminó hacia el otro
extremo del escenario, deseando que dejara de hablarle de ella y que volviera a
hacerlo sobre el discurso que debía prepararle, como había hecho durante el
trayecto desde el hotel.
—Deberíamos irnos —dijo de
pronto—. Dispone de poco tiempo hasta su aparición de esta noche, senador, y
debe dejarme claro qué línea quiere que siga en lo que debo escribirle.
—Presiento que me entenderás
con rapidez —contestó como un halago—. ¿Sabes que mi esposa escribió su propio
discurso con el que arrancó la convención? —preguntó satisfecho.
El orgullo que sentía por su
mujer se le notaba en cada palabra, le desbordaba los ojos cuando la nombraba.
Y ante tan ferviente adoración, también él la recordó, hermosa, inteligente,
perfecta, con una dulce y delicada apariencia bajo la que palpitaba un corazón
fuerte, probablemente invencible. Y no necesitó nada más para saber que también
se sentiría orgulloso de tenerla al lado, aunque eso supusiera verse obligado a
compartirla con otro millar de hombres.
Rocio
hincó el tenedor en un pequeño trozo de salmón y se lo llevó a la boca, incapaz
de decir lo que llevaba pensando desde el inicio de la comida. Les habían
servido dos camareros, en el salón de la suite, en la mesa que antes habían
preparado de forma impecable y elegante para que el senador se sintiera a gusto
en el encierro que él mismo se había impuesto hasta que llegara la noche.
—Me alegra que al fin
decidieras excluir de la comida a los miembros de tu equipo —dijo, mientras
separaba otro trozo de pescado—. Ya casi nunca estamos solos.
—¡Pobre pequeña mía! —dijo Pablo,
rozándole tiernamente la mejilla con el dorso de los dedos—. Desde que he
llegado, apenas te he prestado atención, pero son muchas las cosas que tengo
que tratar hoy. En cuanto terminemos de comer, me reuniré durante un rato con
mi equipo, después con Gaston Dalmau, luego con…
—De eso precisamente quería
hablarte. —Trató de no mostrar demasiado interés—. ¿Por qué necesitas al
escritor?
—Si el día tuviera el doble de
horas, no necesitaría a nadie, pues yo mismo escribiría lo que sé que quiero
decir ahí fuera, pequeña. Pero no los tiene.
—Lo sé. Pero cuentas con un
excepcional redactor de discursos. Me lo has dicho muchas veces.
—Estoy satisfecho con él, es
cierto. Trabajamos bien juntos, codo con codo, y él a su vez tiene la ayuda de
elementos muy válidos. Pero el equipo podría ser aún mejor con Gaston Dalmau.
—¿Cómo lo sabes?
—Leo sus colaboraciones en el Daily
News. A veces, he sentido la tentación de robarle frases completas. —Sonrió
ante lo que acababa de confesar—. No puedo imaginar lo que ese hombre sería
capaz de hacer en un largo discurso. —Rocio suspiró, pero siguió en silencio,
haciendo rodar por el plato las pequeñas cebollitas caramelizadas de la
guarnición—. Tú lees sus novelas. ¿No emocionan?
—Hasta lo más profundo
—reconoció con sinceridad, afectada por el recuerdo de hermosos retazos de la
historia que ella le inspiró en el lago.
—¿No te ha caído bien?
—preguntó, frunciendo el ceño—. ¿Ha hecho algo que te haya molestado?
—¡No! —se apresuró a decir—. No
es eso. Me preocupa Taylor —mintió—.
Puede
que a tu joven redactor le ofenda todo esto, que se sienta relegado.
—Tranquila. Eso no pasará. De
todos modos, si en verdad se molestara, eso no me haría desistir de mi empeño de
conseguir a Dalmau. Si me rodeo de los mejores, las posibilidades de llegar a
ocupar el despacho oval serán mayores.
Rocio levantó su copa de vino,
invitando a su esposo a que hiciera lo mismo con la suya.
—Brindemos por eso —dijo,
haciendo entrechocar el cristal. Y bebió un sorbo, confiando en que no
volvieran a nombrar a Gaston. adaptacion

quiero el proximo!!!
ResponderEliminarme encanta!!!
besos :)