jueves, 28 de marzo de 2013

Donde siempre es otoño capitulo 18


CAPÍTULO 18
No habrá más noches
El Chrysler negro con cristales tintados salió y, al llegar al impresionante edificio blanco cubierto de columnas de la Corte de Apelaciones, giró hacia la larga y recta Champa Street,  No llevaba coches escolta que indicaran que dentro iba alguien importante. Porque, cuando en el partido querían dar espectáculo, eran únicos, pero cuando querían discreción, también.
Sentado junto a la ventanilla del asiento trasero, había momentos en los que Gaston Dalmau dejaba de escuchar los comentarios del senador Martinez y se perdía en sus pensamientos.
No había dormido bien. En realidad, no había dormido. Aferrado a una imprudente y absurda ilusión, había vuelto a pasar la noche esperándola, consciente de que aquélla era la última, de que al día siguiente llegaría el afortunado marido y las oportunidades de tenerla en su cama habrían terminado. Consumido de impaciencia, había vuelto a teclear en su teléfono la serie de números que aún recordaba a pesar del empeño que había puesto en olvidarlos. Y, ante la misma acostumbrada falta de respuesta, le había costado dominar sus ganas de salir a buscarla, arriesgándose a que los miembros de seguridad lo encontraran tratando de acceder, a esas inadecuadas horas, a la habitación de la futura primera dama. Como última y desesperada opción, había puesto toda su fe en atraerla con un corto mensaje de texto que le recordara que el tiempo de indecisión había llegado a su fin.
«No tendremos más noches » —había escrito mientras deseaba suplicarle: Por favor, ven o me moriré si no te tengo.
Después, había seguido aguardando en esa habitación asaltada por la luz brillante de una luna casi llena, con las cortinas descorridas por si a pesar de todo ella decidía regalarle lo que aún quedaba de noche. Y, durante horas, con lo sentidos puestos en el silencio, a la espera del leve chasquido que abriera al fin la puerta, respirando el atardecer en el pañuelo de seda, volvió a desear lo inalcanzable, lo prohibido, lo ajeno.
Y ahora estaba sentado en la parte trasera de un coche oficial, junto al senador, atendiendo de forma intermitente a su conversación mientras entraban en el Pepsi Center, de modo discreto, horas antes de que comenzara la última y más importante jornada de la convención.
No le gustaba la sensación que le provocaba estar junto al esposo de la que fue su amante de una noche; de la que deseaba que fuera su amante de todas y cada una de las noches del resto de su vida. Pues tan pronto lo mataba el reconcomio de los celos como lo asaltaba la sucia sensación de considerarse un traidor. No. No iba a ser fácil trabajar para él, igual que no estaba siendo fácil estar cerca de Rocio, deseándola hasta la agonía.
Después de ver el estadio desde las gradas para comprobar la espectacularidad del decorado, accedieron a la enorme plataforma azul del escenario. Gaston prestó poca atención a las indicaciones que los asesores dieron al senador sobre cómo debía hacer su aparición y hacia dónde tenía que dirigir, en ciertos momentos concretos, la mirada.
—Grandioso, ¿verdad? —le preguntó el político a Gaston cuando las explicaciones cesaron y recorría lentamente el escenario, imaginándose frente a la multitud que lo aclamaba enfebrecida.
—Tal vez demasiado. No se hubiera hecho más si al que se esperara aquí esta noche fuera al mismísimo presidente de la nación.
—De eso se trata. Si queremos que el país me vote como a su presidente, primero deben verme con tal. Para ganar, tienes que exhibirte como el único e incuestionable ganador.
—Lo entiendo, pero no estoy de acuerdo. Deberían hacerse las cosas de otra forma, sin gastar cantidades inmorales de dólares.
Pablo soltó una abierta carcajada que la perfecta acústica del Pepsi Center extendió por entre los más de cuarenta mil asientos.
—Eres tal como asegura tu suegro que eres. Pensé que vivir esto durante cuatro días te estimularía, como mínimo, la curiosidad por comprobar qué se siente al ocupar un puesto importante. Experimentar en tu propia piel la emoción que provoca la supremacía. —Volvió a reír, esta vez en tono bajo, antes de bromear—: Descubrir por ti mismo si es cierto eso tan deseado de la erótica del poder.
—No necesito un cargo político para que se fijen en mí las mujeres.
—De eso estoy más que seguro. Pero confiaba en que en estos días encontraras algo que te hiciera quedarte y me daba igual qué motivo escogieras.
Rocio. Ella era el único motivo que lo había llevado allí y el único que podía hacer que quisiera permanecer en un mundo que era la antítesis de sí mismo.
—Mi suegro tiene mucho que ver en todo esto, ¿verdad?
—Me gustas y me gustarías lo mismo si Howard no estuviera por medio —aclaró Pablo con contundencia—. De todos modos, no olvides que él sólo quiere lo mejor para ti, como lo querría para un hijo.
—Lo sé y también sé que, por mucho que insista, esto nunca será lo mío. Lamento que no podamos entendernos.
—Yo también lo lamento —dijo pensativo, y de pronto sonrió y cambió el rumbo de la conversación—. ¡Al fin has conocido a mi esposa! —Gaston se sobresaltó al oírlo nombrarla—. ¿No crees que será una perfecta y maravillosa primera dama?
—Sí —afirmó, tras tomar aire y mirar una vez más hacia las gradas—. Esa batalla la tiene plenamente ganada, senador. La esposa del republicano Frank Murray no tiene ni una centésima parte de la clase y la belleza de la señora Martinez.
—Ni su discreción y su saber estar —añadió Pablo radiante.
Gaston caminó hacia el otro extremo del escenario, deseando que dejara de hablarle de ella y que volviera a hacerlo sobre el discurso que debía prepararle, como había hecho durante el trayecto desde el hotel.
—Deberíamos irnos —dijo de pronto—. Dispone de poco tiempo hasta su aparición de esta noche, senador, y debe dejarme claro qué línea quiere que siga en lo que debo escribirle.
—Presiento que me entenderás con rapidez —contestó como un halago—. ¿Sabes que mi esposa escribió su propio discurso con el que arrancó la convención? —preguntó satisfecho.
El orgullo que sentía por su mujer se le notaba en cada palabra, le desbordaba los ojos cuando la nombraba. Y ante tan ferviente adoración, también él la recordó, hermosa, inteligente, perfecta, con una dulce y delicada apariencia bajo la que palpitaba un corazón fuerte, probablemente invencible. Y no necesitó nada más para saber que también se sentiría orgulloso de tenerla al lado, aunque eso supusiera verse obligado a compartirla con otro millar de hombres.
Rocio hincó el tenedor en un pequeño trozo de salmón y se lo llevó a la boca, incapaz de decir lo que llevaba pensando desde el inicio de la comida. Les habían servido dos camareros, en el salón de la suite, en la mesa que antes habían preparado de forma impecable y elegante para que el senador se sintiera a gusto en el encierro que él mismo se había impuesto hasta que llegara la noche.
—Me alegra que al fin decidieras excluir de la comida a los miembros de tu equipo —dijo, mientras separaba otro trozo de pescado—. Ya casi nunca estamos solos.
—¡Pobre pequeña mía! —dijo Pablo, rozándole tiernamente la mejilla con el dorso de los dedos—. Desde que he llegado, apenas te he prestado atención, pero son muchas las cosas que tengo que tratar hoy. En cuanto terminemos de comer, me reuniré durante un rato con mi equipo, después con Gaston Dalmau, luego con…
—De eso precisamente quería hablarte. —Trató de no mostrar demasiado interés—. ¿Por qué necesitas al escritor?
—Si el día tuviera el doble de horas, no necesitaría a nadie, pues yo mismo escribiría lo que sé que quiero decir ahí fuera, pequeña. Pero no los tiene.
—Lo sé. Pero cuentas con un excepcional redactor de discursos. Me lo has dicho muchas veces.
—Estoy satisfecho con él, es cierto. Trabajamos bien juntos, codo con codo, y él a su vez tiene la ayuda de elementos muy válidos. Pero el equipo podría ser aún mejor con Gaston Dalmau.
—¿Cómo lo sabes?
—Leo sus colaboraciones en el Daily News. A veces, he sentido la tentación de robarle frases completas. —Sonrió ante lo que acababa de confesar—. No puedo imaginar lo que ese hombre sería capaz de hacer en un largo discurso. —Rocio suspiró, pero siguió en silencio, haciendo rodar por el plato las pequeñas cebollitas caramelizadas de la guarnición—. Tú lees sus novelas. ¿No emocionan?
—Hasta lo más profundo —reconoció con sinceridad, afectada por el recuerdo de hermosos retazos de la historia que ella le inspiró en el lago.
—¿No te ha caído bien? —preguntó, frunciendo el ceño—. ¿Ha hecho algo que te haya molestado?
—¡No! —se apresuró a decir—. No es eso. Me preocupa Taylor —mintió—.
Puede que a tu joven redactor le ofenda todo esto, que se sienta relegado.
—Tranquila. Eso no pasará. De todos modos, si en verdad se molestara, eso no me haría desistir de mi empeño de conseguir a Dalmau. Si me rodeo de los mejores, las posibilidades de llegar a ocupar el despacho oval serán mayores.
Rocio levantó su copa de vino, invitando a su esposo a que hiciera lo mismo con la suya.
—Brindemos por eso —dijo, haciendo entrechocar el cristal. Y bebió un sorbo, confiando en que no volvieran a nombrar a Gaston.                                                                   adaptacion 

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