El hombre más infiel
El salón, blanco e inmaculado
como el resto de la casa, estaba suavemente iluminado por la lámpara de pie que
estaba junto a Lali y por la claridad que emitía la gran pantalla de plasma que
tenía enfrente. A su izquierda, tras la cristalera, se apreciaban a lo lejos
las luces que alumbraban la noche. Y entre ese ventanal y la puerta del salón,
un pequeño quinqué daba luz a un silencioso Gaston que trabajaba ante el
ordenador.
Lali, sentada en el sofá y con
las piernas encogidas y ocultas bajo la falda, alternaba su atención entre su
marido y el primer debate político de los candidatos presidenciales de los dos
principales partidos.
No entendía qué le estaba
pasando a Gaston, su falta de interés por casi todo, sus largos silencios, su
mal humor. Avanzaba el mes de septiembre, se acercaba el primer día de otoño y
no exteriorizaba su deseo de irse a Crystal Lake como había hecho cada año,
pero tampoco hablaba de quedarse y compartir el tiempo con ella.
Finalizado el debate, que había
sido televisado desde la Universidad, se levantó y se acercó a su marido. Se
pegó a su espalda y le pasó los brazos por el cuello.
—¿Te falta mucho para acabar?
—preguntó, cuando vio que escribía una serie de notas, y dedujo que era más
documentación para su nueva novela.
—Aún tengo para un buen rato
—respondió él sin dejar de teclear.
—Ha sido un buen debate
—comentó ella, pegando la mejilla a la suya—. Creo que Martinez ha resultado
ganador. Mañana lo dirán los medios de comunicación. Ha presentando propuestas
creíbles a la crisis y al problema del paro y Murray ha seguido con su rollo
conservador, sin ofrecer ni una solución medianamente viable.
—Estupendo —dijo Gaston con
descuido.
Lali lo advirtió. Notaba cuando
él respondía lo primero que le venía a la cabeza a algo a lo que no había
prestado ninguna atención.
—¿No vas a ir al lago este
otoño? —preguntó con cautela.
—No
lo sé.
Ella le besó la oreja a la vez
que se pegaba más a su cuello.
—¿No me quieres dejar sola en
nuestro primer otoño de casados? ¿Crees que podrás escribir aquí tu novela?
—No tengo ni idea.
Lali lo soltó, pero se mantuvo
tras él, viendo cómo las palabras que tecleaba iban cubriendo la pantalla.
—¿Me estás engañando con otra?
—preguntó al fin, después de semanas de cargar en silencio con la duda.
Gaston apretó los párpados y
maldijo para sí. Con los incontables deslices que se había permitido durante
los últimos años, ella le hacía la peligrosa pregunta entonces, cuando no se
estaba acostando con nadie.
—Si lo estuviera haciendo,
¿pasaría un día tras otro sin moverme de casa? —replicó entre dientes. Ella
musitó una negativa—. Pues entonces, ¡deja de fastidiarme con tonterías,
maldita sea! —gritó, golpeando el puño sobre el teclado.
Lali se sobresaltó, a la vez que
una sucesión de letras sin ningún sentido comenzaron a llenar el documento en
la pantalla del ordenador.
—Antes nunca te enfadabas —le
reprochó con cuidado, temiendo encolerizarlo de nuevo.
—Antes no me agobiabas con
preguntas infantiles.
—Tal vez lo hacía, pero a ti no
te molestaba —le echó en cara y volvió a sentarse en el sofá—. Esperaré a que
termines.
—Es mejor que te vayas a
dormir.
—No me trates como a una niña
si no quieres que me comporte como tal —dijo con orgullo—. Esperaré a que
termines —se reafirmó con terquedad—. Estoy harta de irme sola a la cama.
Gaston no se volvió. No la vio
alzar los pies para cubrírselos de nuevo con la falda, ni suspirar bajito para
contener las lágrimas, ni cambiar de canal una y otra vez sin detenerse a mirar
lo que emitían en cada uno. Se centró en recopilar datos para una novela que no
sabía cuándo podría escribir, pues tenía la mente ocupada en lo que no debía.
No podía ir a Crystal Lake, ni siquiera para aislarse y tratar de olvidar a Rocio,
cuando sabía que ella estaba recorriendo el país, haciendo campaña junto a su
marido.
Cuando
al fin se cansó de escribir frases y párrafos enteros que ni siquiera lograba
entender, apagó el ordenador dispuesto a ir al dormitorio. Y al ponerse en pie,
vio a Lali acurrucada en la esquina del sofá, con la cabeza en el reposabrazos
y en el rostro esa expresión dulce que siempre le había gustado. Se sintió un
miserable infiel que no merecía el amor de una mujer como ella. Se sintió un
canalla desagradecido.
Tomó la pequeña manta del
extremo del sofá y la cubrió con delicadeza.
—Lo siento —susurró, seguro de
que no lo oía.
«Lo siento», repitió para sí, y
le prometió que terminaría con ese tormento, que volvería a ser el mismo de
siempre, el de antes de conocer a Rocio, y que entonces la compensaría por todo
lo que la estaba haciendo sufrir. La miró durante largos segundos, como si
esperara que a fuerza de contemplarla, le regresara el deseo que había perdido
por ella, las ganas de tomarla en brazos y llevarla a la cama para amarla como
había hecho durante noches enteras.
Pero al final sólo pudo besarla
en la frente con sumo cuidado para no despertarla, apagar las luces y dejarla
dormir mientras él entraba en la alcoba y se metía entre las sábanas que olían
a Lali, pero que le hicieron desear con todo el cuerpo y toda el alma a Rocio.
Vertió el champán en las dos
copas sin ninguna prisa. Si el aviso desde el vestíbulo había llegado en el
momento acordado, él estaría llegando al ascensor y aún le quedaba entrar, subir
hasta esa novena planta y avanzar por el pasillo hasta la suite presidencial.
Dejó la botella en la cubitera
y recolocó las fresas con chocolate en la pequeña bandeja de plata. Llevaba
horas aguardando en la espaciosa suite, desde la que había visto el debate por
televisión, emocionada con la impecable comparecencia de su esposo, al que ni
los golpes más bajos de su adversario habían conseguido desestabilizar. Sonrió
satisfecha mientras apartaba los gruesos cortinajes y miraba al exterior. Era
una hermosa ciudad para ser recordada como el lugar donde Pablo comenzó a
marcar una clara distancia pública con su adversario, pensó.
Oyó
que se abría la puerta de la suite. Sujetó las dos copas y se colocó en el
centro del salón, impaciente por recibir al triunfador de la noche.
Al verla, la expresión ya
satisfecha del senador se transformó con una sonrisa de puro gozo.
—¡Para el absoluto vencedor del
primer debate de la campaña! —exclamó ella, alzando las dos copas hasta la
altura de sus ojos.
Él la abrazó con cuidado para
no hacerle derramar el líquido y, durante unos segundos, disfrutó del calor
siempre deseado de su esposa. Al apartarse, ya no pudo dejar de mirarla.
—¿He estado bien? —preguntó,
con la inseguridad que sólo se permitía mostrar ante ella.
—Has estado grandioso
—contestó, chispeante de felicidad—. Te lo has comido, Pablo. Se lo ha comido,
señor presidente —se corrigió con satisfacción.
—Gracias, pequeña mía. Que me
lo digas tú, que eres tan sensata y tienes siempre los pies en el suelo, es muy
importante para mí.
—Tu equipo quiere celebrarlo
esta noche, pero he insistido en que sería después de que lo hubieras hecho
conmigo.
Volvió a estrecharla, esta vez
con un solo brazo, después de haber tomado una de las copas.
—Ninguna celebración podrá
compararse nunca con las que haga en tu compañía —susurró con emoción.
Después, levantó el espumoso
líquido dorado. Rocio lo imitó, haciendo entrechocar el cristal con alegría.
—Por el mejor presidente que
este país tendrá nunca —dijo, en medio del suave tintineo.
—Por la más fascinante primera
dama que ha existido ni existirá —brindó él—. Por la mujer más valiente y
luchadora del mundo.
Rocio fue afrontando como pudo
la dureza de campaña de la que tanto le había hablado Pablo y, finalmente,
terminó de comprender por qué la había
mantenido
apartada durante las primarias. Viajar de modo continuado en el avión de
operaciones de una ciudad a otra era agotador, pero hacer kilómetros y
kilómetros de carretera para llegar a los pueblos más recónditos, en los que
conseguir unos pocos votos, y unirse a su esposo en el estrado al término de
cada mitin, perfecta y con la mejor de las sonrisas, era realmente extenuante.
Pero había algo francamente
bueno en toda esa locura que duraba apenas tres meses, hasta las elecciones del
primer martes que siguiera al primer lunes de noviembre: el poco tiempo del que
disponía para pensar en su propia situación, en sus propios problemas, en Gaston.
Aunque a menudo se encontraba
con detalles que la arrojaban de golpe a la cruda realidad.
Esa tranquila mañana, despertaron
en un pequeño hotel familiar, en el que se hospedaron por recomendación expresa
del jefe de comunicaciones: naturaleza y silencio, el mayor de los lujos en
días tan intensos como los que estaban viviendo.
Lucía un sol cálido de primeros
de otoño. Las ramas de los árboles que rodeaban el coqueto edificio estilo
colonial se agitaban con pereza y rozaban el borde de la baranda de madera de
la terraza. Como cada mañana, daba igual si Pablo estaba en casa o en un hotel,
además del desayuno tenía sobre la mesa la prensa diaria y, por ser domingo,
también algunos suplementos a todo color.
—¡Mira quién está aquí! —dijo
él, pasándole un dominical y señalándole la portada.
Era Gaston. Gaston y su
preciosa mujer, Lali, bajo un titular que decía que la feliz pareja mostraba su
nido de amor.
Le temblaban los dedos cuando
comenzó a pasar hojas, buscando el artículo. Hubiera preferido voltear la
revista sobre la mesa y no verlo, pero Pablo no hubiera entendido su falta de
interés y ella no habría sabido cómo justificarlo.
—¿Qué cuentan? —preguntó él,
apartando un poco los diarios y acercándose el plato con las tostadas.
—Dame tiempo. —Rió nerviosa, y
comenzó a leer en voz alta.
El artículo constaba de dos
partes bien diferenciadas. En la primera, una entrevista hecha a la pareja a
los pocos días de que regresaran de su larga luna de miel. El escritor se
explayaba en las respuestas sobre su trabajo, sus obras terminadas o sus nuevos
proyectos, y era breve respondiendo a cosas más personales. Aun así, aseguró amar
a su esposa y ser inmensamente feliz a su lado.
En
cambio, la heredera Esposito disfrutó de igual manera comentando su trabajo en
ayudas sociales como detallando fiestas exclusivas, viajes de ensueño o joyas
prohibitivas para la mayor parte de los mortales, y habló sin reparos del
carácter apasionado de su marido, de su insaciable apetito sexual. El
periodista finalizaba dando su opinión personal sobre la fastuosa casa, sobre
el amor que aseguraba que desprendían los ojos de ambos cada vez que se miraban
y asegurando que estaba convencido de que habían sido creados el uno para el
otro.
Después, mientras trataba de
asimilar cuanto había leído, fue mirando las fotografías que completaban el
reportaje, sin atreverse a pararse en las de Gaston, que con sus enigmáticos
ojos seducía desde las páginas. Se entretuvo más contemplándola a ella a la vez
que oía decir a Pablo que admiraba al escritor y que la hija de su buen amigo
había tenido suerte al casarse con él. La amargura no la dejó reír al pensar
que el hombre más infiel que conocía era, a los ojos de su esposo y
probablemente del país, el más perfecto y elogiado de todos. adaptacion

QUIERO MÀS!! Es genial :)
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