Cielo de nubes negras
El paso de los días le demostró
a Gaston que todo podía empeorar, que aún podía desear a Rocio con más
intensidad y necesitarla con mayor desesperación.
Celebraba que Lali hubiera
encontrado escape a una situación que no entendía, dedicando más tiempo a
colaborar con instituciones benéficas. Eso la hacía sentirse más satisfecha, lo
que se traducía en que le exigía menos explicaciones y en que él perdía el
control con menor frecuencia.
Tal vez ésa era la forma en que
iba a transcurrir el resto de su vida: sin grandes emociones, sin más noches
apasionadas. Poseyendo a su esposa para remediar el deseo que pensar en otra le
provocaba, y pensando en la otra para provocarse deseo cuando su legítima
esposa le exigía que cumpliera con sus deberes matrimoniales. Ya ni siquiera
podía pasar unas horas de puro sexo con cualquier mujer sin nombre. Lo había
intentado durante meses, con todas sus fuerzas, incluso buscando alguna que se
pareciera a Rocio en las suaves ondulaciones de su cabello rubio, en sus claros
ojos o simplemente en su cuerpo menudo y perfecto. Y la culpaba a ella, que le
había robado, no sólo la paz, también esa parte de sí que hasta conocerla le
había proporcionado puro y simple placer cada vez que había querido.
No sabía que la agonía que
arrastraba iba a aumentar ese domingo, durante el almuerzo en casa de los Esposito.
Los anfitriones ocuparon los
dos extremos de la mesa en el comedor principal. Lali y él se sentaron en el
centro, uno frente al otro, como hacían desde la primera vez que Gaston fue
invitado a esa casa. Pensó en las veces que, al cobijo del largo mantel de la
mesa, ella había jugado a excitarlo mientras su padre le hablaba de abogados,
políticos o banqueros.
Ella siempre había sabido cómo
estimular su vena lujuriosa; cómo complacer esa necesidad, a menudo insaciable,
de sexo. Había sido la compañera perfecta, dulce, tolerante y cariñosa desde
que abría los ojos cada mañana; complaciente,
ardorosa
y ávida más veces al día de las que alguien que no viviera de respirar
sexualidad hubiera podido soportar.
Añoró todo eso y maldijo la
noche en que pensó que seducir y poseer a la desconocida del lago sería una
excitante y gozosa experiencia.
—La semana próxima celebraremos
una cena en honor del senador Martinez y su esposa en nuestra casa—dijo de
pronto su suegro —. Las fiestas sociales son un buen método para recabar apoyos
y financiación para las campañas.
—¿Y nos lo dices con tan poco
tiempo? —lo reprendió Lali, consternada, mientras Gaston se quedaba sin sangre
en las venas—. ¿Quién va a diseñarme un vestido en cuatro o cinco días?
—Para una ocasión como ésta,
quien tú elijas, cariño —opinó—. Será una noche con invitados influyentes y
poderosos y los mejores diseñadores se pelearán por confeccionarte el vestido.
Desde el instante en que oyó
nombrar al político y a su esposa, Gaston dejó de escuchar. Sólo podía pensar
en que, en unos pocos días, volvería a verla. Rodeados de gente, probablemente
también de periodistas y fotógrafos ante los que no tendría ocasión de tenerla
demasiado cerca. Pero la vería y, de momento, con eso le bastaba. Le bastaba a
pesar de saber que el tormento en el que se estaba consumiendo su vida se
convertiría en mortal agonía en cuanto volviera a poner sus ojos en ella.
—El senador está muy satisfecho
con el discurso que le escribiste —comentó, dejando claro su poco interés por
asuntos de ropas y diseñadores—. Lo está utilizando en todos los estados, cambiando
algunos pequeños matices, por supuesto. Como bien sabes, lo que en el sur es
blanco, en el norte debe ser gris tirando a negro si quieres triunfar.
Gaston carraspeó y trató de
centrarse. Le costó unos segundos comprender de qué le estaba hablando su
suegro.
—Lo sé —respondió, mientras
pinchaba con el tenedor un trozo de melocotón—. Me llamó para comentármelo.
—Va a volver a ofrecerte un
puesto en su equipo. Sé que lo hará a lo largo de esa noche.
—Y yo se lo agradeceré, pero
volveré a rehusarlo con amabilidad. —Se llevó la fruta a la boca para ganar un
poco de tiempo y terminar de recuperarse.
—Deberías dedicarte a algo
mejor que a escribir novelas de amor y simples artículos de opinión —le
aconsejó áspero.
—A mí me gusta lo que hace
—intervino Lali con orgullo.
—En esta vida, hay que ser
ambicioso —siguió diciendo sin mostrar interés por el comentario de su hija— y
cuando se tiene influencia en millones de lectores, hay que explotarla. Un
cargo político es lo que necesitas y Pablo puede proporcionarte el que desees.
—Yo tengo un proyecto muy
ambicioso —volvió a intervenir Lali, deseosa de que cambiaran de conversación
antes de que su marido explotara, como venía haciendo últimamente por cualquier
tontería.
—¿Algo relacionado con tus
«desheredados de la tierra»? —preguntó su padre, con un punto de desdén.
—A mí me gusta lo que hace
—desafió Gaston a su suegro, repitiendo las palabras con las que hacía un
instante lo había defendido su mujer.
—No puedes con ellos por
separado, menos aún lo conseguirás cuando están juntos —le advirtió la mama de
Lali con una sonrisa.
La encubierta reprimenda de su
esposa surtió efecto, que dobló la servilleta formando un pico que se pasó con
lentitud por las comisuras de los labios.
—No se me ocurriría intentarlo.
—Se volvió hacia su hija entre divertido y satisfecho—. Dime, cariño, ¿qué es
eso tan ambicioso que pretendes?
—Primero tengo que contárselo a
mi esposo. —Lo miró de reojo, sonriendo misteriosa—. Vosotros seréis los
siguientes en saberlo.
Gaston asintió en silencio.
Después, sus pensamientos volvieron a tomar el control y fingió atender a una
conversación que no le interesaba. Si bien, de alguna forma, consiguió que
nadie se percatara de su impaciencia por que la larga comida de ese domingo
concluyera.
De
regreso a su hogar, y mientras conducía su Chevrolet plateado, buscó algo de qué
hablar, consciente de que llevaba horas en silencio.
—¿Qué es eso que tienes que
decirme antes que a nadie? —preguntó, sin apartar la vista del tráfico.
La felicidad de Lali regresó al
recordarlo.
—Queremos habilitar las
antiguas oficinas para convertirlas en un hogar de acogida para niños y madres
de la calle, pero no tenemos suficiente dinero.
—¿Cuánto necesitáis? —preguntó
solícito, mirándola al detenerse en un semáforo.
—No se trata de eso, cariño.
Todos hemos propuesto formas de obtener fondos y yo he planteado la mía
—comentó ilusionada.
—¿De qué se trata? —preguntó
con verdadero interés.
—He pensado que podríamos
publicar un libro de relatos cortos e inéditos de escritores reconocidos en
cualquier género literario. Creo que sería todo un éxito de ventas.
—¿Y para qué me necesitas,
además de para que escriba una historia? —dijo, con una satisfecha sonrisa.
—Para varias cosas, mi amor. La
primera, para conocer tu opinión. —Bajó la voz, insegura—. ¿Crees que será
fácil conseguir que escritores famosos nos regalen sus relatos?
—Más sencillo de lo que crees.
Es por una buena causa y, además, en esto funciona mucho la vanidad. En cuanto
os hagáis con dos nombres importantes, el resto se van a pegar por colaborar
con ese libro.
Lali dio un grito de felicidad,
segura de que la opinión de su inteligente marido era una verdad incontestable.
—Con suerte, tal vez tengamos
que hacer dos en lugar de uno.
—Es una posibilidad. —Rió,
contagiado por su alegría.
—También necesito a tu representante
—añadió, hablando a borbotones,
incapaz
ya de centrarse en una sola cosa—. Además de a ti, debe de llevar a muchos
escritores y conocerá a otros representantes. Me sería de gran ayuda.
—Bien, cariño, le pediré que te
llame y lo habláis. Creo que es una idea brillante. —La miró un segundo y le
acarició la rodilla, sonriendo—. Eres una digna hija de tu padre.
—Sabiendo lo que opinas sobre
algunas cosas, no sé si tomarlo como un halago o un insulto —dijo mimosa.
Se detuvieron en el semáforo en
rojo tras el que doblarían hacia la Avenida y Gaston volvió a mirarla.
—Es un halago, por supuesto. Tu
padre tiene una mente privilegiada, aunque no me guste cómo la utiliza a veces.
—Le rozó el cabello, junto a la sien—. Adoro la forma en que usas la tuya.
No supo bien qué lo
desencadenó, si fue el dulce movimiento con el que ella se ahuecó el cabello
con los dedos, como a veces hacía Rocio, o su amargo síndrome de abstinencia
por el tiempo que llevaba sin verla. Pero los ojos de su esposa se le
transformaron en miel y su rostro, dulce y sonriente, en el de la mujer que
llevaba meses encajada con solidez en su pensamiento.
Y su alma, herida e inestable,
lo empujó a inclinarse para besarla.
El sonido de una decena de
cláxones lo hizo volver a la realidad. El semáforo había cambiado, estaba
entorpeciendo la circulación y a quien había estado a punto de besar era a su
esposa.
—Lo siento —murmuró aturdido,
mientras giraba hacia la avenida con la inquietante sensación de que comenzaba
a volverse loco.
Con un insoportable sentimiento
de impotencia, trató de centrarse en el tráfico mientras las manos, que
presionaban con dureza el cuero del volante, comenzaron a dolerle. Y siguió
apretando, más fuerte y con más rabia, para castigarse por el injustificable
rechazo que repentinamente le provocaba la presencia de su mujer.
Ella, que había reído de
felicidad tras el momento mágico que habían compartido, continuó hablándole de
todo lo que esperaban lograr con la nueva casa de acogida. Hasta que reparó en
que, desde el tierno momento de las miradas, él había dejado de responder y, lo
que era peor, había dejado de escuchar.
—¿No me escuchas, Gaston?
—Claro que te he escuchado
—dijo con impaciencia—. He escuchado todo lo que me has contado, te he dado mi
opinión, he aceptado participar en tus planes.
¿Qué
más quieres que haga?
—Que al menos finjas que te
interesas cuando hablo. Últimamente, apenas me prestas atención.
—Lali… —contestó como una
advertencia.
—No estoy diciendo nada que no
sea cierto, y lo sabes.
—Lali… —repitió más despacio y
más tenso.
—Hay ratos en que te comportas
como el hombre del que me enamoré, como hace un momento. Pero la mayor parte
del tiempo me ignoras y…
—¡Maldita sea! ¿Vas a empezar
con los mismos reproches estúpidos de siempre? —gritó, golpeando con el puño
derecho el volante.
—No son estúpidos —dijo ella
cuando se recuperó del sobresalto.
Gaston detuvo el coche en el
semáforo frente al parque y los dos guardaron un tirante silencio, con las
miradas vueltas al exterior y la atención puesta en ninguna parte.
—Estoy cansado de todo esto
—balbuceó en voz baja—. Debí marcharme al lago. Debería estar allí ahora.
—Tú sabrás qué te retiene aquí,
pues está claro que no soy yo —le espetó ella con altivez.
—Deja de desquiciarme, Lali
—murmuró entre dientes y sin volverse—. Por el amor de Dios, deja de
desquiciarme.
Ella abrió la portezuela y él
se lanzó sobre sus muslos para cerrarla de un golpe.
—¿Adónde crees que vas?
—preguntó furioso.
—Volveré a casa caminando
—contestó, abriéndola de nuevo.
—¡Deja de comportarte como la
niña consentida que eres!
—Eso ya lo sabías cuando te
casaste conmigo y entonces parecía gustarte.
El sonido del portazo retumbó
en el interior del Chevrolet. Gaston apretó los labios y se quedó esperando a que
el semáforo se pusiera verde mientras Lali se alejaba por la acera con paso
rápido y orgulloso, haciendo balancear el carísimo bolso de Chanel que sujetaba
por la correa con la mano derecha.
Gaston
apoyó los brazos en la barandilla de acero y fijó la mirada en las frías aguas.
En las mañanas de los días laborables, la rivera verde junto al río no estaba
demasiado concurrida. Lo llevaba comprobando desde que, recién llegado de su
larga luna de miel, se instaló junto a Lali en el último piso de una de las
tres torres de cristal, condominio residencial al otro lado del carril de bicis
y la carretera. Eran los sábados y festivos cuando de verdad los senderos se
llenaban de gente haciendo footing, las abundantes zonas de césped de
parejas tumbadas al sol, y las zonas arboladas de grupos que conversaban y de
lectores que disfrutaban de la sombra; sobre todo las amplias áreas de los
muelles que se adentraban en el azul intenso. Por eso había elegido ese lugar,
más discreto que cualquier mesa de un café, a pesar de ser la zona más abierta
y bonita de todo el litoral.
Una vez más volvió la cabeza
para mirar, por encima del hombro, el paso de cebra tras los árboles. Y
entonces vio llegar a Vicco, con aspecto desgarbado, el pelo húmedo y un
cigarro humeante entre los labios.
—Perdón por la tardanza —dijo,
al tiempo que apoyaba los antebrazos en el mismo tramo de barandilla—. Llevo
muchos días sin ver a mi mujercita y…
—Ahórrame los detalles íntimos
—lo interrumpió con buen humor—. Me hago una idea de lo que ocurre en vuestra
casa cada vez que vuelves de uno de tus viajes.
—Nunca hubiera imaginado que un
político trabajara tanto durante las campañas. Hasta en esos pueblos perdidos a
los que aún no ha llegado ni la corriente eléctrica se presentan ellos para dar
sus mítines, y periodistas y fotógrafos vamos detrás, en caravana, como
borregos.
—Borregos felices y encantados
de ser testigos de esas rarezas que se producen cada cuatro años. Al menos, tú.
Seguro que tienes fotografías magníficas del distinguido senador rodeado de
vacas o algo parecido.
Vicco se echó a reír al
recordar que varias veces, en el autobús de la prensa, en el viaje de vuelta,
todos habían enseñado las suelas de los zapatos para des cubrir al culpable de
que el aire apestara a boñiga de res.
—Tengo buenas fotos llenas de
contrastes, sí. Verdaderas joyas. —Dio una calada al cigarro y dejó que el humo
saliera por sí mismo mientras hablaba—. ¿Por qué nos hemos citado aquí y no en
tu casa? —preguntó, señalando con la cabeza
hacia
la carretera.
—Lali no ha salido hoy y no
quería que nos oyera. ¿Sabes algo de la cena de mañana?
—¿La que le ofrecen al senador?
—Gaston asintió con un gesto—. Sé que ha hecho una pausa de tres días en la
campaña para asistir a esa celebración y que ahora está en su casa. Nada más.
—La cena la dan mis suegros—informó,
mirando al frente, hacia las siluetas de los edificios contra el cielo.
—No vayas —le pidió su amigo
tras unos segundos de silencio—. No vuelvas a tentar tu suerte, porque esto
acabará reventando por algún lado.
—Voy a ir. No imaginas las
ganas que tengo de verla. Llevo días en los que ni siquiera puedo dormir,
porque no dejo de pensar en ese encuentro.
Vicco dio otra calada, lanzó
una rápida mirada alrededor, buscando dónde arrojar la colilla, y terminó dejándola
caer al suelo, donde la aplastó con el pie.
—¿Qué esperas conseguir?
—Verla, hablar con ella un
momento —resopló, volviéndose y apoyando los codos y la espalda en la
barandilla—. En realidad, no lo sé. Puede que tan sólo pretenda encontrar un poco
de paz. Además, el senador se extrañará si no aparezco.
—Tal vez cambies de opinión
después de oír lo que tengo que decirte.
—Si es sobre ella, no quiero
que me…
—¡No es sobre ella! —bramó Vicco
enfadado—. ¿Aún no te has dado cuenta de que nunca hablare de ella ni la
juzgaré por nada de lo que haga? ¡Me cae bien, joder! La he conocido y me cae
bien.
Se quedaron en silencio, Gaston
contemplando, en medio de los macizos de flores, la manzana de tres toneladas
de bronce que simboliza el corazón de la ciudad; su amigo, las aguas azules del
río.
—He intimado con uno de los
hombres de confianza de Martinez —dijo al fin Vicco—. O, más bien, él ha
intimado conmigo y me ha hecho una confidencia importante. —tomó aire y lo
expulsó de golpe—. Asegura que el senador está financiando ilegalmente su
campaña. Al parecer, recibe, solapadamente, grandes cantidades de dinero de
empresas a las que concederá un trato especial si llega a ser presidente.
—¿Y por qué se ha confiado a
ti, que has sido el último en llegar? —Vicco se
encogió
de hombros—. Ten cuidado. No serías el primero ni el último al que se utiliza
para hundir a alguien con mentiras.
—Es coordinador de la campaña y
asegura que tiene pruebas.
—No hagas nada —le aconsejó Gaston
inquieto—. Deja que sea él quien haga el próximo movimiento y tú no hagas nada.
Hay quienes matarían por convertirse en el fotógrafo oficial y puede que tu
repentina llegada esté molestando a alguien.
—Podemos indagar por nuestra
cuenta. La investigación periodística es lo tuyo, y a mí no me faltan agallas.
—No —negó él pensativo—. Es
mejor esperar y ver qué ocurre.
—Por tu suegro, ¿verdad? Está
muy cerca del senador; cada día más. Es evidente que la cena de mañana la
celebra para conseguir apoyos y dinero para la campaña.
—Mi suegro es ambicioso —dijo,
con la mente y la preocupación puestas en Lali, pero también en Rocio—.
Extremadamente ambicioso. adaptacion

Ay por dios, quiero ese reencuentro ya mismoo! Necesito màs y màs capitulos, no me basta con uno jajajajaja Excelente :)
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