Noche sin luna
La voz de su esposa tarareando
una canción lenta mientras se empolvaba los pómulos en el cuarto de baño lo
irritaba y trató de calmarse perdiéndose en el tranquilo océano azul que se
divisaba desde su habitación, en la mansión. Sus suegros, llevaban una eternidad
abajo, en el salón principal, recibiendo a los invitados. In vitados que habían
pagado por el honor de cenar con el candidato y su esposa con una generosa
contribución, la máxima permitida por la ley, a la campaña.
Lali y él mismo deberían estar
allí, cumpliendo con sus deberes.
Evitó volver a decirle que se
apresurara. Lo había hecho ya varias veces y en todas había recibido idéntica
respuesta: «Sólo un segundo, cariño.» Pero los segundos se habían alargado
hasta convertirse en casi una hora. Según ella, nada pasaría mientras llegaran
a tiempo de recibir a los verdaderos protagonistas de la noche. Y, cada pocos
minutos, él oteaba el cielo esperando ver aparecer la avioneta privada de su
suegro, que aterrizaría en la pista de tierra, pero no para avisar a Lali de
que el tiempo se había acabado, sino para aguzar la mirada y ver a Rocio
descender por la escalerilla.
Se aflojó la corbata y se soltó
el primer botón de la camisa, que tendría que volver a abotonarse con prisa en
cuanto los viera aparecer. Se ahogaba. Las ganas y el miedo de verla; las
medidas de seguridad, mayores y más espectaculares de lo que había previsto, le
estrechaban la tráquea y le encogían los pulmones. Se sentía como si se
estuviera tejiendo una trampa a su alrededor de la que no podría escapar aunque
quisiera, pues el cebo utilizado lo atraía demasiado.
tomó aire, deseando estar
enganchado en ese momento al mismo insano vicio que dominaba a su amigo Vicco y
poder inspirar el humo de un cigarro para calmar su ansiedad. Sonrió, como si
se burlara de sí mismo, al recordar lo que lo habían estimulado siempre las
situaciones comprometidas, el sexo prohibido; cómo le había bombeado el corazón
al poseer con urgencia a una mujer en un ascensor parado entre dos plantas, con
el excitante temor de que alguien lo pusiera en marcha y se abrieran las
puertas antes de que ellos hubieran acabado. Y todo eso, ahora, mientras
observaba desde la ventana el despliegue de seguridad que se
proponía
burlar para ver a Rocio a solas, le parecía un estúpido juego de niños.
Lo que no sabía si acabaría
pareciéndole un juego o no era la sospecha de corrupción que pendía sobre Pablo.
No dejaba de pensar que, de ser cierta, y además demostrable, su popularidad,
siempre en alza, daría un inesperado vuelco.
—¿Cómo estoy? —preguntó Lali a
su espalda, y él se volvió con el absurdo temor de que su cara reflejara sus
pensamientos.
Estaba hermosa. A pesar de que
ya no se le calentaba la sangre cada vez que la veía, ni siquiera cuando la
tocaba, la encontró hermosa, y supo que a los asistentes masculinos a la cena
les costaría apartar los ojos de ella. El escote en «V» de su vestido sin
mangas terminaba en el sensual nacimiento de sus generosos senos, donde un
legítimo diamante pendía de una casi invisible cadena de oro blanco. La tela,
que marcaba sus perfectas formas como si la llevara pegada a la piel, tomaba
volumen a partir de las caderas. La miró girar sobre sí misma con precisión y
gracia, y el vuelo de la falda, de un espectacular rojo burdeos, se desplegó, alzándose
por encima de sus tobillos.
—Estás preciosa —dijo con
sinceridad.
—¿Cuánto de preciosa? —preguntó
acercándose.
—Como para enloquecer a todo el
cuerpo de marines.
—¿Y a ti? —insistió con
sensualidad, cerrándole el botón de la camisa y ajustándole la corbata.
—Y a mí, por supuesto —mintió
una vez más.
Y cuando ella trató de besarlo,
la detuvo colocándole un dedo sobre los labios.
—Ya no queda tiempo para que te
retoques el maquillaje. —Lali bufó con gracia y él aún fue capaz de sonreír
mientras la tomaba por la cintura para sacarla del dormitorio.
Gaston se mantuvo en un segundo
plano mientras Howard, Margaret y Lali saludaban a los ilustres recién
llegados. Él sólo tenía ojos para uno de ellos: Rocio, arrebatadoramente
hermosa y delicada, con un ajustado vestido de noche cuyo escote palabra de
honor le permitió gozar de la deliciosa visión de sus hombros desnudos. Su
cabello recogido en lo alto de la cabeza, con algunos
mechones
cayendo como por azar sobre la nuca, le recordó los días en el lago; la forma
descuidada en que solía llevar sujetos algunos bucles mientras unos pocos, que
quedaban sueltos, se los ordenaba él casi de modo inconsciente con los ojos.
La sonrisa plena y radiante con
la que ella saludó a su esposa le erizó la piel. No se le había ocurrido
preguntarse qué sentiría al tenerlas juntas. No imaginó que ver a la mujer a la
que debía fidelidad junto a la que realmente amaba sin tener derecho, le iba a
despertar sentimientos tan dispares como la pena, la vergüenza o la excitación.
Dejó de admirarla durante los
segundos en los que saludó al senador, cruzando con él las primeras palabras de
la noche. Después, tuvo que tragar saliva al tenerla a ella de frente,
mirándolo con sus añorados ojos garzos y tendiéndole la mano al tiempo que
volvía a tratarlo de usted. Una descarga le recorrió la sangre cuando le rozó
los dedos, y se inclinó para besarle con discreta posesividad el dorso de la
mano.
—Volver a verla es un regalo,
señora Martinez —dijo, comiéndosela con los ojos durante un brevísimo instante.
Ella le correspondió con la
sonrisa que había practicado incontables veces para agradecer los numerosos
cumplidos de extraños. Las actitudes mil veces ensayadas eran las únicas en las
que encontraba defensa para los sentimientos que él le provocaba; como acababa
de hacer al acariciarla con un dulce tono de voz.
Los ojos se le fueron tras
ella, sedientos de un gesto amable. Había esperado ese encuentro con tanta
expectación que no podía creer que a ella le hubiera bastado un segundo para
hacerle sentir insignificante. Contempló con tristeza cómo siguió saludando con
la idéntica encantadora sonrisa que le había ofrecido a él. Y se torturó con
esa imagen hasta que los obligados saludos a otros invitados exigieron también
su propia atención.
Pero no tardó en volver a
buscarla con los ojos, consciente de que no podría hacerlo una vez iniciada la
cena. Margaret y Howard eran los verdaderos anfitriones y les correspondía el
honor de sentarse junto al senador y la futura primera dama mientras Lali y él
cumplían con el cometido de agasajar al candidato a vicepresidente y a su
esposa, los señores Emerson.
Y si difícil le resultó verla y
no hallar excusa para acercarse, encontrarla a veces junto al senador y ser
testigo de la posesividad con que él le pasaba el brazo por la cintura o le
susurraba al oído, añadieron a su tristeza el incomprensible martirio de los
celos.
Unos celos que, tras la cena y
cuando entraba en el salón de baile del brazo de
Lali,
le seguían pidiendo a gritos verla a solas un instante. Tan sólo un instante.
Pasada la medianoche, sus
intenciones parecían condenadas al fracaso. Cuando creía liberarse de la
fatigosa conversación de un eminente abogado, su suegro le presentaba a un
banquero, a un alto ejecutivo de la mayor empresa petrolera del país o a un
reconocido político y se veía obligado a mantener charlas que en cualquier otro
momento hubiera considerado interesantes, pero que esa noche se le antojaban
estúpidas. Sólo ella captaba su atención. Ella y las muchas ocasiones en las
que, al buscarla, se encontró con sus ojos clavados en los suyos. Las primeras
veces, ella apartó la mirada con rapidez. Después, comenzó a sostenérsela,
dulce y a la vez inescrutable, hasta que uno de los dos se veía obligado a
atender a quien tenía al lado.
—El segundo debate se celebrará
la próxima semana, en formato talk show —dijo Pablo, advirtiendo lo
silencioso que estaba Gaston—, y el senador Murray tiene alguna experiencia en
este tipo de programas. ¿Qué opinas? —le preguntó, con el fin de implicarlo en
la conversación—. Tengo entendido que a ti te ha entrevistado Jay Leno en su
programa «The Tonight Show». ¿Crees que la experiencia de mi adversario podría
darme problemas?
—Usted sabe que no, senador
—respondió con suave ironía—. No necesita haber asistido a un programa de esos
para saber cómo funcionan. Además, estoy seguro de que antes de acudir lo
ensayará con su gente todas las veces que sea necesario. Eso, sin contar con
que ya le tiene tomada la medida a Murray.
—Volverá a irse con el rabo
entre las piernas —comentó Howard, y todos rieron imaginando al veterano
político en tan humillante situación.
Gaston, que miraba fijamente al
senador, no se molestó en echar ni un ligero vistazo de cortesía a su suegro.
—El fallo de Murray está en que
se ha quedado anclado en el pasado, cuando los problemas actuales necesitan
soluciones innovadoras —opinó, y le alegró haber puesto en el rostro del
político la satisfacción que estaba a punto de borrarle—. Pero no deberíamos
olvidar que la mejor y más demostrada de sus virtudes es la honradez.
El ambiente se volvió tenso y Pablo,
rápido de mente y de reacción, respondió con aparente buen humor:
—La honradez por sí sola no
vale nada. Pregúntaselo al presidente de la banca JP o al de la petrolera—dijo,
señalándolos con la cabeza.
—Pero
es imprescindible. —Apretó los dientes para no decir más de lo que debía, pero
aun así, añadió—: La honradez es algo que debería demostrar, más allá de toda
duda, cualquier aspirante a ocupar el sillón del despacho oval.
Pablo frunció el cejo al creer
distinguir un ligero asomo de reproche, pero Howard intervino con habilidad.
—Perfecta la observación de mi
yerno —le dijo al senador—. Lo único que puede utilizar Murray es su probada
honradez. No estaría mal adelantarse a sus intenciones para restar importancia
a esa baza.
El senador sonrió y dio un
pequeño sorbo a su vaso de bourbon mientras se preguntaba si, en verdad, la
intención del escritor había sido tan simple e inofensiva como el abogado
aseguraba.
—¿Me disculpan si les robo
durante tres minutos a mi esposo? —preguntó de pronto la alegre voz de Lali—.
Está sonando nuestra canción.
Gaston no pudo negarse y,
mientras bailaba en estrecho abrazo con ella, buscó entre la gente el cabello
rubio de Rocio. La encontró mirándolo con fijeza, y llegó a preferir que lo
hubiera visto estallar de celos con Pablo que abrazado a su mujer.
Un grácil volteo de Lali hizo
que la perdiera de vista.
—Estás arrebatador —dijo,
acariciándole el nacimiento del cabello en la sien—. La camisa blanca, la
corbata, tu pelo tan perfectamente peinado y sujeto… —enumeró con orgullo
mientras giraban de nuevo—. Debo de ser la envidia de todas las mujeres del
salón.
Gaston dirigió la mirada hacia
el mismo lugar donde hacía un momento había visto a Rocio, acompañada por la
señora Emerson, y una vez más la encontró observándolo con una extraña
expresión que no pudo descifrar.
Rocio se apartó con disimulo y
salió de la casa. Tras detenerse en las escalinatas que daban al jardín,
decidió que ese lugar hermoso pero concurrido tampoco era lo que buscaba.
Volvió a entrar y avanzó hacia el pasillo de mármol blanco y paredes tostadas.
Lo recorrió descartando estancias por parecerle cercanas al salón o demasiado
iluminadas, hasta que se encontró con las dos hojas de una gran puerta,
abiertas de par en par, por las que sólo se avistaba penumbra. Se
asomó
con sigilo y comprobó que baldas repletas de libros cubrían las paredes, lo que
le hizo pensar que era la biblioteca, o tal vez el despacho del abogado dueño
de la casa.
Entró con cuidado, sin hacer
ruido y adelantando las manos para no tropezar con ningún mueble, y en cuanto
dejó de escuchar la música, supo que aquello era lo que necesitaba: oscuridad,
silencio, soledad. Alejarse de la atracción de Gaston aunque sólo fuera durante
unos minutos.
Pensó que por fin había
conocido a la señora Dalmau, y que le había parecido más hermosa y fascinante
que en sus apariciones en la prensa y en la televisión. Y había visto en sus
ojos que amaba a Gaston; que lo amaba con la misma locura indescriptible con
que ella lo hacía. Pero a pesar de la inevitable comparación, no dejó de tener
presente que Lali era la esposa legítima, la que él había elegido para que
compartiera su vida, y que ella no era nadie.
Se acercó a la ventana y, entre
suaves jirones de luz, buscó con los ojos el punto del que emergía el rugido de
las olas. Era noche de luna nueva y nada brillaba en el cielo que pudiera
reflejarse en el mar, convirtiéndolo en oscuro y negro como su ánimo.
No oyó el leve entrechocar con
el que las dos hojas de madera se unieron y encajaron en el centro. No oyó los
pasos acercarse con lentitud. Supo que estaba allí cuando sintió su cuerpo
tenso arrimado a su espalda, su cálido aliento rozándole la nuca. Supo que era
él antes de que su voz aterciopelada le susurrara ronca:
—Te he echado de menos.
Un estremecimiento la recorrió
por dentro; un placer deseado y a la vez temido.
El mismo turbador placer que lo
dejó a él desprotegido ante sus propios y arrolladores sentimientos.
—No te muevas —suplicó,
inmovilizándola con apenas un roce al sentir que iba a volverse—. No he venido
a discutir —aseguró, sin sospechar que esa frase, destinada a tranquilizarla,
aumentaría su alarma—. Lo hemos hecho tantas veces, que estoy cansado hasta de
batallar conmigo mismo.
Desde que comprendió que no
podía seguir engañándose, que el amor que sentía por ella se le había
entretejido en el alma y en la piel, no había hecho otra cosa que recordarla,
desear tenerla a solas, como la tenía en ese momento. Y fue ver ese deseo
cumplido lo que le hizo entender que por muy cerca que la tuviera siempre sería
una mujer inalcanzable, prohibida. Y nada podía hacer contra eso, se
dijo,
mientras se encontraba con su intensa mirada en el pálido reflejo de la
ventana, salvo vivir padeciendo las consecuencias de haberse enamorado con
irremediable veneración y con el dolor de saber que para ella había sido tan
sólo un entretenimiento.
—Siempre he sabido lo que
quería y lo he ido consiguiendo sin demasiado esfuerzo —musitó, sin apartar los
ojos de los suyos—. Mis pasos han sido firmes en un camino que yo mismo
trazaba, hacia un destino que yo mismo elegía. —Negó con lentitud con la
cabeza—. Y ahora no sé ni lo que va a ocurrir mañana. Miro dentro de mí y no me
reconozco.
Rocio suspiró, callada,
deseando que también él guardara silencio, que no siguiera describiendo lo que
le parecía su propio dolor y su propia aturdida vida.
Gaston contuvo a duras penas
las lágrimas y se atrevió a rozarle el brazo desnudo con las yemas de los
dedos. Ante la quietud con que ella aceptó la delicada caricia, acercó el
rostro a su pelo, sin tocarlo, para llenarse con ese olor a atardecer que
llevaba rato revolviéndole las emociones.
Los celos que durante toda la
noche se le habían estado enconando en el alma habían desaparecido y ya sólo
deseaba alargar ese dulce momento que, estaba seguro, había llegado para ser el
último.
—No temas, no pretendo nada
—trató de serenarla al sentirla temblar—. Sólo quiero estar así un instante.
—Sonrió con una serena tristeza—. ¡Hueles a tantos hermosos atardeceres…!
Hueles a atardecer empapado de lluvia, a atardecer pintado de ocres y
amarillos, a atardecer de cálidos rayos de sol dorando el agua…
Siguió acariciándole el brazo
con suavidad, respirando a escasos milímetros de su nuca y empapándose con su
olor mientras le detallaba todos los atardeceres que contenían su aroma. Y
mientras le susurraba, casi pegado a su piel, una inquietud, muy diferente a la
que él creyó entrever cuando la sintió temblar, se le fue enredando a ella en
el corazón.
—Si tuviera valor, Rocio
—musitó—. Si pudiera elegir enloquecer por un momento… —Tragó saliva y, con
ella, las lágrimas que debería seguir vertiendo en soledad—. Pero no tendría
sentido.
No. No tenía sentido porque,
durante esos pocos minutos mágicos que habían compartido, había entendido que
si no la dejaba ir acabaría volviéndose realmente loco; loco de amor y de
celos, de cruda y eterna necesidad de tenerla. Y se resignó a que ésa fuera la
despedida. La más hermosa de cuantas había soñado obtener, a solas, en la
oscuridad, como dos amantes que en el último adiós no se atreven a mirarse de
frente.
Apartó
los dedos de su piel, despacio, mientras un frío desolador le encogía el cuerpo
y el alma al saber que no volvería a tocarla. Ni siquiera a verla si podía
evitarlo. Retrocedió unos pasos y de nuevo buscó su mirada en el cristal. Y al
encontrarla, no vio en ella ni la intensidad ni la fuerza de otras veces y sí
la misma dulce indefensión que lo enterneció la tarde en que ambos se dejaron
empapar por la lluvia.
—Yo… —se contuvo para no
avanzar de nuevo—. Necesito confesarte que…
Ella se volvió de repente,
callándolo con los ojos para que no pronunciara lo que su alma había creído
entender y que se negaba a escuchar. Sentía miedo de que las palabras las
pronunciara ese otro Gaston, sensible y tierno, al que había conocido, y no el
infiel seductor al que le resultaba sencillo no creer. Quiso decir algo, pero
sólo pudo suspirar, igual que había suspirado incontables veces durante el
tiempo que llevaba allí, inmóvil, temerosa de cada palabra que él había
susurrado, no sabía bien si para ella o para sí mismo.
Pasó rozándolo, dejando su amor
en ese leve contacto y llevándose un incontenible deseo de llorar. Y a punto de
salir de esa habitación y de su vida, se volvió para contemplarlo. Su silueta,
dibujada en el pálido contraluz de la ventana, seguía inmóvil, tal vez
fingiendo que, a pesar de sus disimuladas confidencias y de lo que ella no le
había dejado revelar, continuaba sin importarle lo suficiente como para
volverse a mirarla una última vez.
Hacía horas que había amanecido
cuando Rocio, sentada ante la mesa del pequeño comedor circular, aguardaba a su
esposo para tomar juntos el desayuno. A pesar de la insistencia del abogado en
que se quedaran a pasar la noche, Pablo quiso regresar a casa, aunque eso
supusiera menor tiempo de descanso. La pausa que se había tomado en la campaña
llegaba a su fin. Esa misma tarde volarían juntos hasta la ciudad para asistir
a un mitin en la Universidad, y ésa sería ya la constante hasta el día de la
elección. Por eso, el tiempo que pasaban en casa, a solas, les parecía a ambos
tan importante.
Ella apenas si había dormido
dos horas, incapaz de dejar de pensar en el encuentro con Gaston, en sus
palabras susurradas, en sus silencios. Y en la nota. La nota que él le había
deslizado en el último momento, en la despedida, en presencia de su esposa y de
sus suegros; en presencia de Pablo.
—Ha
sido un verdadero placer tenerla cerca, señora Martinez —había dicho, mirándola
a los ojos.
Y ella había vuelto a sentirlo
pegado a su espalda.
Durante el beso, largo y cálido
que él le dio en el dorso de la mano, había notado en la palma el rugoso tacto
del papel doblado mientras veía en sus ojos una doliente súplica. Y había
cerrado el puño para ocultar lo que no podía ser otra cosa que un mensaje que
debía permanecer en secreto.
Apoyó los codos en el mantel
blanco y se cubrió la cara con las manos. Ni una sola vez, en las hermosas
frases de esa nota, había leído la palabra amor o la palabra adiós. Y, sin
embargo, estaba segura de que él había tratado de escribir una secreta
declaración amorosa junto a una amarga y a la vez dulce despedida. Antes de
hacerla pedazos, y mientras agotaba todas sus lágrimas, la había leído una vez
tras otra hasta memorizar cada coma, cada frase garabateada con prisa, cada
sentimiento.
Si pudiera… Ni en un arranque
de locura lo conseguiría. Porque las palabras que han permanecido calladas en
el corazón pierden fuerza, y hasta sentido, cuando se liberan a través de los
labios. Pero nada de eso importa ya, pues hoy mi ambición se ha hecho mucho más
pequeña. Ahora sólo deseo conservar para siempre ese momento en penumbra, ese
silencio que abraza, ese olor que es para mi alma una caricia.
No hay rencor. Ya da igual lo
que fui en ti, pues he entendido que lo único importante ha sido siempre lo que
tú eres en mí. Y hoy, una vez que todo ha cambiado, me llevo una extraña y
amarga paz y un deseo infinito de que seas feliz.
Por siempre,
Gaston
Llevaba meses enamorada de él,
meses sufriendo por tener que apartarlo de su vida y, aunque pareciera una
contradicción, llevaba también meses padeciendo al creer que había sido para él
una más entre los cientos de mujeres que alguna vez le habían calentado la
cama. Y ahora se encontraba con un dolor infinitamente más grande al comprender
que él la amaba, y que era la vida que a ella le tocaba vivir la que no les
permitiría estar juntos.
Debió
haberlo entendido. En sus miradas, en sus palabras y en sus silencios, en su
sorprendente insistencia por estar cerca de ella. Debió ver que se estaba
enamorando. Pero había sido una necia, en especial al juzgarlo. Un hombre como
él no cambiaba nunca, no se enamoraba nunca de sus conquistas, pensó
estúpidamente. Y en esa equivocación, se permitió la debilidad de pasar una
noche entre sus brazos, para después agravar su error cediendo a su empeño de
que siguieran viéndose. No debió dejarse llevar por el deseo de tenerlo a su
lado. De haber sido más juiciosa, Gaston no estaría padeciendo ese mismo amor
desgarrado y devastador que ella sentía por él.
—¡Buenos días, pequeña! —la
saludó Pablo, recién duchado, vestido de modo informal y oliendo a jabón—. ¿Has
descansado?
—Perfectamente —mintió,
mientras lo veía sentarse a su derecha.
—Anoche te vi conversando con
la señora Brown. —Rocio arqueó una ceja tratando de refrescarse la memoria—.
Sí, pequeña. Aquella señora mayor, de pelo cano, muy dulce, que seguramente te
habló de su magnífico jardín de rosas traídas desde Inglaterra —precisó él.
—Me habló de sus rosas, sí que
la recuerdo —contestó sonriendo.
—Pues así, tal como la viste,
tan sencilla y tierna, no existen puertas que su influencia no pueda abrir.
Seguro que has oído nombrar a su difunto esposo…
Pablo comenzó relatándole los
orígenes del poder de la señora Brown y al término del desayuno había hablado
sobre las influencias de las personalidades más relevantes de la noche, pasando
por su inmejorable opinión sobre la familia anfitriona y su encantadora pero
consentida hija.
—Al que no termino de entender
es al escritor —declaró con gesto pensativo—. A veces… —Negó con la cabeza
tratando de reordenar lo que pretendía decir—. Tal vez sean cosas mías, pero a
veces noto que me desafía, y no sé a qué ni por qué.
—Querías tenerlo en tu equipo
—comentó ella, mientras el corazón comenzaba a latirle en la garganta.
—Sigo queriéndolo. Me gusta la
forma que tiene de plantear los discursos.—dijo, sonriendo con amplitud.
—Pero acabas de decir que no
confías en él.
—Confío, pequeña, confío —le
aclaró contundente—. Sólo que a veces me desconcierta su actitud retadora,
especialmente la de ayer. —Se frotó el mentón recién afeitado y al final se
encogió de hombros—. No te preocupes. Seguro que
sólo
son cosas mías. O tal vez rarezas propias de escritores.
Rió con ganas mientras Rocio se
enfrentaba a un nuevo temor. Entendía el desafío en la mirada de Gaston. Ahora
que conocía sus verdaderos sentimientos, comprendía también que a veces lo
dominaran los celos, tan humanos como los que ella misma sentía al verlo
abrazado a Lali. Sólo esperaba que el hombre siempre controlado que había sido,
se impusiera para no cometer ninguna locura. adaptacion

Lindisimo el encuentro! Quiero màs! me encanta!
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