martes, 16 de abril de 2013

donde siempre es otoño, capitulo veinticuatro


Noche sin luna
La voz de su esposa tarareando una canción lenta mientras se empolvaba los pómulos en el cuarto de baño lo irritaba y trató de calmarse perdiéndose en el tranquilo océano azul que se divisaba desde su habitación, en la mansión. Sus suegros, llevaban una eternidad abajo, en el salón principal, recibiendo a los invitados. In vitados que habían pagado por el honor de cenar con el candidato y su esposa con una generosa contribución, la máxima permitida por la ley, a la campaña.
Lali y él mismo deberían estar allí, cumpliendo con sus deberes.
Evitó volver a decirle que se apresurara. Lo había hecho ya varias veces y en todas había recibido idéntica respuesta: «Sólo un segundo, cariño.» Pero los segundos se habían alargado hasta convertirse en casi una hora. Según ella, nada pasaría mientras llegaran a tiempo de recibir a los verdaderos protagonistas de la noche. Y, cada pocos minutos, él oteaba el cielo esperando ver aparecer la avioneta privada de su suegro, que aterrizaría en la pista de tierra, pero no para avisar a Lali de que el tiempo se había acabado, sino para aguzar la mirada y ver a Rocio descender por la escalerilla.
Se aflojó la corbata y se soltó el primer botón de la camisa, que tendría que volver a abotonarse con prisa en cuanto los viera aparecer. Se ahogaba. Las ganas y el miedo de verla; las medidas de seguridad, mayores y más espectaculares de lo que había previsto, le estrechaban la tráquea y le encogían los pulmones. Se sentía como si se estuviera tejiendo una trampa a su alrededor de la que no podría escapar aunque quisiera, pues el cebo utilizado lo atraía demasiado.
tomó aire, deseando estar enganchado en ese momento al mismo insano vicio que dominaba a su amigo Vicco y poder inspirar el humo de un cigarro para calmar su ansiedad. Sonrió, como si se burlara de sí mismo, al recordar lo que lo habían estimulado siempre las situaciones comprometidas, el sexo prohibido; cómo le había bombeado el corazón al poseer con urgencia a una mujer en un ascensor parado entre dos plantas, con el excitante temor de que alguien lo pusiera en marcha y se abrieran las puertas antes de que ellos hubieran acabado. Y todo eso, ahora, mientras observaba desde la ventana el despliegue de seguridad que se
proponía burlar para ver a Rocio a solas, le parecía un estúpido juego de niños.
Lo que no sabía si acabaría pareciéndole un juego o no era la sospecha de corrupción que pendía sobre Pablo. No dejaba de pensar que, de ser cierta, y además demostrable, su popularidad, siempre en alza, daría un inesperado vuelco.
—¿Cómo estoy? —preguntó Lali a su espalda, y él se volvió con el absurdo temor de que su cara reflejara sus pensamientos.
Estaba hermosa. A pesar de que ya no se le calentaba la sangre cada vez que la veía, ni siquiera cuando la tocaba, la encontró hermosa, y supo que a los asistentes masculinos a la cena les costaría apartar los ojos de ella. El escote en «V» de su vestido sin mangas terminaba en el sensual nacimiento de sus generosos senos, donde un legítimo diamante pendía de una casi invisible cadena de oro blanco. La tela, que marcaba sus perfectas formas como si la llevara pegada a la piel, tomaba volumen a partir de las caderas. La miró girar sobre sí misma con precisión y gracia, y el vuelo de la falda, de un espectacular rojo burdeos, se desplegó, alzándose por encima de sus tobillos.
—Estás preciosa —dijo con sinceridad.
—¿Cuánto de preciosa? —preguntó acercándose.
—Como para enloquecer a todo el cuerpo de marines.
—¿Y a ti? —insistió con sensualidad, cerrándole el botón de la camisa y ajustándole la corbata.
—Y a mí, por supuesto —mintió una vez más.
Y cuando ella trató de besarlo, la detuvo colocándole un dedo sobre los labios.
—Ya no queda tiempo para que te retoques el maquillaje. —Lali bufó con gracia y él aún fue capaz de sonreír mientras la tomaba por la cintura para sacarla del dormitorio.
Gaston se mantuvo en un segundo plano mientras Howard, Margaret y Lali saludaban a los ilustres recién llegados. Él sólo tenía ojos para uno de ellos: Rocio, arrebatadoramente hermosa y delicada, con un ajustado vestido de noche cuyo escote palabra de honor le permitió gozar de la deliciosa visión de sus hombros desnudos. Su cabello recogido en lo alto de la cabeza, con algunos
mechones cayendo como por azar sobre la nuca, le recordó los días en el lago; la forma descuidada en que solía llevar sujetos algunos bucles mientras unos pocos, que quedaban sueltos, se los ordenaba él casi de modo inconsciente con los ojos.
La sonrisa plena y radiante con la que ella saludó a su esposa le erizó la piel. No se le había ocurrido preguntarse qué sentiría al tenerlas juntas. No imaginó que ver a la mujer a la que debía fidelidad junto a la que realmente amaba sin tener derecho, le iba a despertar sentimientos tan dispares como la pena, la vergüenza o la excitación.
Dejó de admirarla durante los segundos en los que saludó al senador, cruzando con él las primeras palabras de la noche. Después, tuvo que tragar saliva al tenerla a ella de frente, mirándolo con sus añorados ojos garzos y tendiéndole la mano al tiempo que volvía a tratarlo de usted. Una descarga le recorrió la sangre cuando le rozó los dedos, y se inclinó para besarle con discreta posesividad el dorso de la mano.
—Volver a verla es un regalo, señora Martinez —dijo, comiéndosela con los ojos durante un brevísimo instante.
Ella le correspondió con la sonrisa que había practicado incontables veces para agradecer los numerosos cumplidos de extraños. Las actitudes mil veces ensayadas eran las únicas en las que encontraba defensa para los sentimientos que él le provocaba; como acababa de hacer al acariciarla con un dulce tono de voz.
Los ojos se le fueron tras ella, sedientos de un gesto amable. Había esperado ese encuentro con tanta expectación que no podía creer que a ella le hubiera bastado un segundo para hacerle sentir insignificante. Contempló con tristeza cómo siguió saludando con la idéntica encantadora sonrisa que le había ofrecido a él. Y se torturó con esa imagen hasta que los obligados saludos a otros invitados exigieron también su propia atención.
Pero no tardó en volver a buscarla con los ojos, consciente de que no podría hacerlo una vez iniciada la cena. Margaret y Howard eran los verdaderos anfitriones y les correspondía el honor de sentarse junto al senador y la futura primera dama mientras Lali y él cumplían con el cometido de agasajar al candidato a vicepresidente y a su esposa, los señores Emerson.
Y si difícil le resultó verla y no hallar excusa para acercarse, encontrarla a veces junto al senador y ser testigo de la posesividad con que él le pasaba el brazo por la cintura o le susurraba al oído, añadieron a su tristeza el incomprensible martirio de los celos.
Unos celos que, tras la cena y cuando entraba en el salón de baile del brazo de
Lali, le seguían pidiendo a gritos verla a solas un instante. Tan sólo un instante.
Pasada la medianoche, sus intenciones parecían condenadas al fracaso. Cuando creía liberarse de la fatigosa conversación de un eminente abogado, su suegro le presentaba a un banquero, a un alto ejecutivo de la mayor empresa petrolera del país o a un reconocido político y se veía obligado a mantener charlas que en cualquier otro momento hubiera considerado interesantes, pero que esa noche se le antojaban estúpidas. Sólo ella captaba su atención. Ella y las muchas ocasiones en las que, al buscarla, se encontró con sus ojos clavados en los suyos. Las primeras veces, ella apartó la mirada con rapidez. Después, comenzó a sostenérsela, dulce y a la vez inescrutable, hasta que uno de los dos se veía obligado a atender a quien tenía al lado.
—El segundo debate se celebrará la próxima semana, en formato talk show —dijo Pablo, advirtiendo lo silencioso que estaba Gaston—, y el senador Murray tiene alguna experiencia en este tipo de programas. ¿Qué opinas? —le preguntó, con el fin de implicarlo en la conversación—. Tengo entendido que a ti te ha entrevistado Jay Leno en su programa «The Tonight Show». ¿Crees que la experiencia de mi adversario podría darme problemas?
—Usted sabe que no, senador —respondió con suave ironía—. No necesita haber asistido a un programa de esos para saber cómo funcionan. Además, estoy seguro de que antes de acudir lo ensayará con su gente todas las veces que sea necesario. Eso, sin contar con que ya le tiene tomada la medida a Murray.
—Volverá a irse con el rabo entre las piernas —comentó Howard, y todos rieron imaginando al veterano político en tan humillante situación.
Gaston, que miraba fijamente al senador, no se molestó en echar ni un ligero vistazo de cortesía a su suegro.
—El fallo de Murray está en que se ha quedado anclado en el pasado, cuando los problemas actuales necesitan soluciones innovadoras —opinó, y le alegró haber puesto en el rostro del político la satisfacción que estaba a punto de borrarle—. Pero no deberíamos olvidar que la mejor y más demostrada de sus virtudes es la honradez.
El ambiente se volvió tenso y Pablo, rápido de mente y de reacción, respondió con aparente buen humor:
—La honradez por sí sola no vale nada. Pregúntaselo al presidente de la banca JP o al de la petrolera—dijo, señalándolos con la cabeza.
—Pero es imprescindible. —Apretó los dientes para no decir más de lo que debía, pero aun así, añadió—: La honradez es algo que debería demostrar, más allá de toda duda, cualquier aspirante a ocupar el sillón del despacho oval.
Pablo frunció el cejo al creer distinguir un ligero asomo de reproche, pero Howard intervino con habilidad.
—Perfecta la observación de mi yerno —le dijo al senador—. Lo único que puede utilizar Murray es su probada honradez. No estaría mal adelantarse a sus intenciones para restar importancia a esa baza.
El senador sonrió y dio un pequeño sorbo a su vaso de bourbon mientras se preguntaba si, en verdad, la intención del escritor había sido tan simple e inofensiva como el abogado aseguraba.
—¿Me disculpan si les robo durante tres minutos a mi esposo? —preguntó de pronto la alegre voz de Lali—. Está sonando nuestra canción.
Gaston no pudo negarse y, mientras bailaba en estrecho abrazo con ella, buscó entre la gente el cabello rubio de Rocio. La encontró mirándolo con fijeza, y llegó a preferir que lo hubiera visto estallar de celos con Pablo que abrazado a su mujer.
Un grácil volteo de Lali hizo que la perdiera de vista.
—Estás arrebatador —dijo, acariciándole el nacimiento del cabello en la sien—. La camisa blanca, la corbata, tu pelo tan perfectamente peinado y sujeto… —enumeró con orgullo mientras giraban de nuevo—. Debo de ser la envidia de todas las mujeres del salón.
Gaston dirigió la mirada hacia el mismo lugar donde hacía un momento había visto a Rocio, acompañada por la señora Emerson, y una vez más la encontró observándolo con una extraña expresión que no pudo descifrar.
Rocio se apartó con disimulo y salió de la casa. Tras detenerse en las escalinatas que daban al jardín, decidió que ese lugar hermoso pero concurrido tampoco era lo que buscaba. Volvió a entrar y avanzó hacia el pasillo de mármol blanco y paredes tostadas. Lo recorrió descartando estancias por parecerle cercanas al salón o demasiado iluminadas, hasta que se encontró con las dos hojas de una gran puerta, abiertas de par en par, por las que sólo se avistaba penumbra. Se
asomó con sigilo y comprobó que baldas repletas de libros cubrían las paredes, lo que le hizo pensar que era la biblioteca, o tal vez el despacho del abogado dueño de la casa.
Entró con cuidado, sin hacer ruido y adelantando las manos para no tropezar con ningún mueble, y en cuanto dejó de escuchar la música, supo que aquello era lo que necesitaba: oscuridad, silencio, soledad. Alejarse de la atracción de Gaston aunque sólo fuera durante unos minutos.
Pensó que por fin había conocido a la señora Dalmau, y que le había parecido más hermosa y fascinante que en sus apariciones en la prensa y en la televisión. Y había visto en sus ojos que amaba a Gaston; que lo amaba con la misma locura indescriptible con que ella lo hacía. Pero a pesar de la inevitable comparación, no dejó de tener presente que Lali era la esposa legítima, la que él había elegido para que compartiera su vida, y que ella no era nadie.
Se acercó a la ventana y, entre suaves jirones de luz, buscó con los ojos el punto del que emergía el rugido de las olas. Era noche de luna nueva y nada brillaba en el cielo que pudiera reflejarse en el mar, convirtiéndolo en oscuro y negro como su ánimo.
No oyó el leve entrechocar con el que las dos hojas de madera se unieron y encajaron en el centro. No oyó los pasos acercarse con lentitud. Supo que estaba allí cuando sintió su cuerpo tenso arrimado a su espalda, su cálido aliento rozándole la nuca. Supo que era él antes de que su voz aterciopelada le susurrara ronca:
—Te he echado de menos.
Un estremecimiento la recorrió por dentro; un placer deseado y a la vez temido.
El mismo turbador placer que lo dejó a él desprotegido ante sus propios y arrolladores sentimientos.
—No te muevas —suplicó, inmovilizándola con apenas un roce al sentir que iba a volverse—. No he venido a discutir —aseguró, sin sospechar que esa frase, destinada a tranquilizarla, aumentaría su alarma—. Lo hemos hecho tantas veces, que estoy cansado hasta de batallar conmigo mismo.
Desde que comprendió que no podía seguir engañándose, que el amor que sentía por ella se le había entretejido en el alma y en la piel, no había hecho otra cosa que recordarla, desear tenerla a solas, como la tenía en ese momento. Y fue ver ese deseo cumplido lo que le hizo entender que por muy cerca que la tuviera siempre sería una mujer inalcanzable, prohibida. Y nada podía hacer contra eso, se
dijo, mientras se encontraba con su intensa mirada en el pálido reflejo de la ventana, salvo vivir padeciendo las consecuencias de haberse enamorado con irremediable veneración y con el dolor de saber que para ella había sido tan sólo un entretenimiento.
—Siempre he sabido lo que quería y lo he ido consiguiendo sin demasiado esfuerzo —musitó, sin apartar los ojos de los suyos—. Mis pasos han sido firmes en un camino que yo mismo trazaba, hacia un destino que yo mismo elegía. —Negó con lentitud con la cabeza—. Y ahora no sé ni lo que va a ocurrir mañana. Miro dentro de mí y no me reconozco.
Rocio suspiró, callada, deseando que también él guardara silencio, que no siguiera describiendo lo que le parecía su propio dolor y su propia aturdida vida.
Gaston contuvo a duras penas las lágrimas y se atrevió a rozarle el brazo desnudo con las yemas de los dedos. Ante la quietud con que ella aceptó la delicada caricia, acercó el rostro a su pelo, sin tocarlo, para llenarse con ese olor a atardecer que llevaba rato revolviéndole las emociones.
Los celos que durante toda la noche se le habían estado enconando en el alma habían desaparecido y ya sólo deseaba alargar ese dulce momento que, estaba seguro, había llegado para ser el último.
—No temas, no pretendo nada —trató de serenarla al sentirla temblar—. Sólo quiero estar así un instante. —Sonrió con una serena tristeza—. ¡Hueles a tantos hermosos atardeceres…! Hueles a atardecer empapado de lluvia, a atardecer pintado de ocres y amarillos, a atardecer de cálidos rayos de sol dorando el agua…
Siguió acariciándole el brazo con suavidad, respirando a escasos milímetros de su nuca y empapándose con su olor mientras le detallaba todos los atardeceres que contenían su aroma. Y mientras le susurraba, casi pegado a su piel, una inquietud, muy diferente a la que él creyó entrever cuando la sintió temblar, se le fue enredando a ella en el corazón.
—Si tuviera valor, Rocio —musitó—. Si pudiera elegir enloquecer por un momento… —Tragó saliva y, con ella, las lágrimas que debería seguir vertiendo en soledad—. Pero no tendría sentido.
No. No tenía sentido porque, durante esos pocos minutos mágicos que habían compartido, había entendido que si no la dejaba ir acabaría volviéndose realmente loco; loco de amor y de celos, de cruda y eterna necesidad de tenerla. Y se resignó a que ésa fuera la despedida. La más hermosa de cuantas había soñado obtener, a solas, en la oscuridad, como dos amantes que en el último adiós no se atreven a mirarse de frente.
Apartó los dedos de su piel, despacio, mientras un frío desolador le encogía el cuerpo y el alma al saber que no volvería a tocarla. Ni siquiera a verla si podía evitarlo. Retrocedió unos pasos y de nuevo buscó su mirada en el cristal. Y al encontrarla, no vio en ella ni la intensidad ni la fuerza de otras veces y sí la misma dulce indefensión que lo enterneció la tarde en que ambos se dejaron empapar por la lluvia.
—Yo… —se contuvo para no avanzar de nuevo—. Necesito confesarte que…
Ella se volvió de repente, callándolo con los ojos para que no pronunciara lo que su alma había creído entender y que se negaba a escuchar. Sentía miedo de que las palabras las pronunciara ese otro Gaston, sensible y tierno, al que había conocido, y no el infiel seductor al que le resultaba sencillo no creer. Quiso decir algo, pero sólo pudo suspirar, igual que había suspirado incontables veces durante el tiempo que llevaba allí, inmóvil, temerosa de cada palabra que él había susurrado, no sabía bien si para ella o para sí mismo.
Pasó rozándolo, dejando su amor en ese leve contacto y llevándose un incontenible deseo de llorar. Y a punto de salir de esa habitación y de su vida, se volvió para contemplarlo. Su silueta, dibujada en el pálido contraluz de la ventana, seguía inmóvil, tal vez fingiendo que, a pesar de sus disimuladas confidencias y de lo que ella no le había dejado revelar, continuaba sin importarle lo suficiente como para volverse a mirarla una última vez.
Hacía horas que había amanecido cuando Rocio, sentada ante la mesa del pequeño comedor circular, aguardaba a su esposo para tomar juntos el desayuno. A pesar de la insistencia del abogado en que se quedaran a pasar la noche, Pablo quiso regresar a casa, aunque eso supusiera menor tiempo de descanso. La pausa que se había tomado en la campaña llegaba a su fin. Esa misma tarde volarían juntos hasta la ciudad para asistir a un mitin en la Universidad, y ésa sería ya la constante hasta el día de la elección. Por eso, el tiempo que pasaban en casa, a solas, les parecía a ambos tan importante.
Ella apenas si había dormido dos horas, incapaz de dejar de pensar en el encuentro con Gaston, en sus palabras susurradas, en sus silencios. Y en la nota. La nota que él le había deslizado en el último momento, en la despedida, en presencia de su esposa y de sus suegros; en presencia de Pablo.
—Ha sido un verdadero placer tenerla cerca, señora Martinez —había dicho, mirándola a los ojos.
Y ella había vuelto a sentirlo pegado a su espalda.
Durante el beso, largo y cálido que él le dio en el dorso de la mano, había notado en la palma el rugoso tacto del papel doblado mientras veía en sus ojos una doliente súplica. Y había cerrado el puño para ocultar lo que no podía ser otra cosa que un mensaje que debía permanecer en secreto.
Apoyó los codos en el mantel blanco y se cubrió la cara con las manos. Ni una sola vez, en las hermosas frases de esa nota, había leído la palabra amor o la palabra adiós. Y, sin embargo, estaba segura de que él había tratado de escribir una secreta declaración amorosa junto a una amarga y a la vez dulce despedida. Antes de hacerla pedazos, y mientras agotaba todas sus lágrimas, la había leído una vez tras otra hasta memorizar cada coma, cada frase garabateada con prisa, cada sentimiento.
Si pudiera… Ni en un arranque de locura lo conseguiría. Porque las palabras que han permanecido calladas en el corazón pierden fuerza, y hasta sentido, cuando se liberan a través de los labios. Pero nada de eso importa ya, pues hoy mi ambición se ha hecho mucho más pequeña. Ahora sólo deseo conservar para siempre ese momento en penumbra, ese silencio que abraza, ese olor que es para mi alma una caricia.
No hay rencor. Ya da igual lo que fui en ti, pues he entendido que lo único importante ha sido siempre lo que tú eres en mí. Y hoy, una vez que todo ha cambiado, me llevo una extraña y amarga paz y un deseo infinito de que seas feliz.
Por siempre,
Gaston
Llevaba meses enamorada de él, meses sufriendo por tener que apartarlo de su vida y, aunque pareciera una contradicción, llevaba también meses padeciendo al creer que había sido para él una más entre los cientos de mujeres que alguna vez le habían calentado la cama. Y ahora se encontraba con un dolor infinitamente más grande al comprender que él la amaba, y que era la vida que a ella le tocaba vivir la que no les permitiría estar juntos.
Debió haberlo entendido. En sus miradas, en sus palabras y en sus silencios, en su sorprendente insistencia por estar cerca de ella. Debió ver que se estaba enamorando. Pero había sido una necia, en especial al juzgarlo. Un hombre como él no cambiaba nunca, no se enamoraba nunca de sus conquistas, pensó estúpidamente. Y en esa equivocación, se permitió la debilidad de pasar una noche entre sus brazos, para después agravar su error cediendo a su empeño de que siguieran viéndose. No debió dejarse llevar por el deseo de tenerlo a su lado. De haber sido más juiciosa, Gaston no estaría padeciendo ese mismo amor desgarrado y devastador que ella sentía por él.
—¡Buenos días, pequeña! —la saludó Pablo, recién duchado, vestido de modo informal y oliendo a jabón—. ¿Has descansado?
—Perfectamente —mintió, mientras lo veía sentarse a su derecha.
—Anoche te vi conversando con la señora Brown. —Rocio arqueó una ceja tratando de refrescarse la memoria—. Sí, pequeña. Aquella señora mayor, de pelo cano, muy dulce, que seguramente te habló de su magnífico jardín de rosas traídas desde Inglaterra —precisó él.
—Me habló de sus rosas, sí que la recuerdo —contestó sonriendo.
—Pues así, tal como la viste, tan sencilla y tierna, no existen puertas que su influencia no pueda abrir. Seguro que has oído nombrar a su difunto esposo…
Pablo comenzó relatándole los orígenes del poder de la señora Brown y al término del desayuno había hablado sobre las influencias de las personalidades más relevantes de la noche, pasando por su inmejorable opinión sobre la familia anfitriona y su encantadora pero consentida hija.
—Al que no termino de entender es al escritor —declaró con gesto pensativo—. A veces… —Negó con la cabeza tratando de reordenar lo que pretendía decir—. Tal vez sean cosas mías, pero a veces noto que me desafía, y no sé a qué ni por qué.
—Querías tenerlo en tu equipo —comentó ella, mientras el corazón comenzaba a latirle en la garganta.
—Sigo queriéndolo. Me gusta la forma que tiene de plantear los discursos.—dijo, sonriendo con amplitud.
—Pero acabas de decir que no confías en él.
—Confío, pequeña, confío —le aclaró contundente—. Sólo que a veces me desconcierta su actitud retadora, especialmente la de ayer. —Se frotó el mentón recién afeitado y al final se encogió de hombros—. No te preocupes. Seguro que
sólo son cosas mías. O tal vez rarezas propias de escritores.
Rió con ganas mientras Rocio se enfrentaba a un nuevo temor. Entendía el desafío en la mirada de Gaston. Ahora que conocía sus verdaderos sentimientos, comprendía también que a veces lo dominaran los celos, tan humanos como los que ella misma sentía al verlo abrazado a Lali. Sólo esperaba que el hombre siempre controlado que había sido, se impusiera para no cometer ninguna locura.                                                                         adaptacion

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