En el corazón de la Gran
Manzana
Apoyado en la baranda de la
rivera verde, Gaston miraba con abatimiento las aguas del río mientras
rememoraba las sensaciones que estar en aquella estancia en penumbra, rozando y
sintiendo a Rocio, le habían dejado en la mente y en el alma. No era mucho para
seguir viviendo, pero era más de lo que había esperado obtener cuando acudió a
esa cena. Suspiró a la vez que con la mano izquierda acariciaba el pañuelo
dentro del bolsillo. Era su único e inútil consuelo. Consuelo y a la vez
tortura que le recordaba a ella.
—¿Se va a convertir en
costumbre que me cites aquí? —preguntó a su espalda Vicco cuando aún los
separaban unos metros.
—Esta vez has sido tú quien ha
pedido que nos viéramos en un lugar discreto —dijo, cuando lo tuvo al lado.
—Cierto —aceptó su amigo,
echando a andar cerca de la barandilla. Gaston lo imitó en silencio, esperando
que arrancara a hablar—. Se trata del tipo ese —dijo al fin—. Me quería como
simple intermediario para llegar a ti. —Lo miró de soslayo y añadió, alzando
las cejas—: Es a ti a quien quiere entregar los documentos que prueban que lo
que me contó es cierto.
Gaston se detuvo sorprendido.
—¿A mí? —preguntó, frunciendo
el ceño—. ¿Por qué a mí, si no me conoce?
—Está al tanto de que le has
escrito el discurso al senador y de que estás muy cerca de él. Sigue tus
trabajos en el Daily News, no es un secreto que eres periodista de
investigación, y…
—¡Tonterías! Lo de la
investigación hace años que pasó a la historia. Soy escritor de novelas y de
artículos de opinión.
—A los periodistas se os
considera perros guardianes de las democracias, en especial a los periodistas
de investigación. Eso no cambia nunca y él lo sabe. Por la razón que sea,
confía en que tú sigues siendo un perro guardián y quiere entregarte
personalmente las pruebas que inculpan al senador.
—¡Maldita sea! —soltó con
impotencia, al pensar en el dolor que podía
provocarle
tanto a Lali como a Rocio—. Yo no se lo he pedido.
—No hay problema —dijo,
encogiéndose de hombros—. Le diré que no aceptas. Que se olvide de ti; que se
olvide de los dos. Como bien me advertiste, esto puede ser arriesgado.
—¡No! —exclamó Gaston con
rapidez, incapaz de desentenderse de algo que podía dañar a quienes quería—.
Eso no. Es posible que todo esto se haga tan enorme que llegue a arrepentirme
de no haberlo dejado pasar, pero ahora no puedo hacerlo. Las filtraciones
siempre están ahí, Vicco. Llegan por todas partes y hay que analizarlas,
comprobarlas para ver si conducen a algo o tienen una finalidad demasiado
turbia.
—Si decides aceptar, podemos
averiguar cómo de turbio es lo que mueve a este tipo…
—Espera aún. No quiero
precipitarme. Dame un poco de tiempo para... ¡Maldita sea! —volvió a jurar por
todas las personas a las que iba a traicionar si aceptaba. A las que iba a
herir. A las que iba a perder.
—Tiene que ser ya. El tipo, al
igual que yo, recorre el país siguiendo al senador. Tiene que ser esta tarde, Gaston,
cómo y dónde él lo ha previsto, o se buscará a otro que le haga el trabajo.
El encuentro tuvo lugar en el
bar El Capitán Hook. Gaston pensó que el traidor a Pablo, del que no había
visto ninguna imagen, debía de ser de piel morena y aspecto latino y que había
elegido ese lugar con el fin de pasar desapercibido. Se sorprendió al verlo en
el punto exacto donde dijo que estaría: en la mesa del fondo, junto a los
servicios y la esquina ciega de la pared, para que nadie pudiera verlo desde la
calle. Su tez pálida y su pelo rubio destacaban entre la abundancia de cabellos
negros, rasgos exóticos y pieles aceitunadas. El tipo podía ser un fenómeno
organizando campañas políticas o descubriendo fraudes ocultos, pero estaba
claro que no tenía ni idea de cómo tratar un asunto de la envergadura del que
tenía entre manos.
Según se acercaba Gaston,
abriéndose paso entre alegres bebedores de mamajuana y de chupitos de ron,
distinguió el exagerado nerviosismo del informador. Y al sentarse frente a él y
distinguir las pequeñas gotas de sudor que le cubrían la
frente,
esperó a que fuera él quien hablara, a pesar de estar plenamente convencido de
que no se equivocaba de hombre.
—Gracias por aceptar que nos
viéramos, señor Dalmau. —Miró hacia los lados con preocupación—. No sé si he
acertado con el sitio.
—Vamos a tutearnos, si no te
importa —propuso él y, sin esperar su respuesta, continuó—: el sitio es
perfecto. Dudo que tus compañeros de partido lo frecuenten.
El hombre esbozó media sonrisa
inquieta.
—No suelo hacer cosas como
ésta.
—¿Cosas como cuáles? —quiso
saber Gaston—. ¿Por qué estamos aquí?
—Por esto —dijo, golpeando con
los dedos el sobre amarillento en el que apoyaba las manos—. Documentos que
prueban la ilegalidad con que se está financiando la campaña.
—¿Qué es exactamente lo que
prueban esos papeles?
El informador se quedó inmóvil,
con apariencia de haber olvidado las respuestas.
—No sé exactamente qué prueban
—contestó, pero Gaston no terminó de creerle—. Existen tres empresas fantasma:
que han sido creadas con el único fin de recaudar dinero para el partido.
—¿Por qué piensas que son
entidades fantasma? Se ha legalizado que las compañías contribuyan a las
campañas electorales con generosas donaciones.
—No es el caso. Estas tres
empresas se dedican a elaborar informes, siempre para importantes empresas, por
los que les cobran cantidades desorbitadas que después acaban siendo destinadas
íntegramente a la financiación.
—¿Eso es todo lo que tienes?
—preguntó, mostrando contrariedad.
—Eres periodista de
investigación. Sigue la pista de los documentos que te entrego, averigua por qué
el dinero que entra en esas empresas procede siempre de las más poderosas
compañías nacionales y por qué se está utilizando para financiar la campaña
millonaria del senador Martinez.
Gaston se pasó los dedos por el
pelo hasta que tropezaron con la estrecha goma negra. En principio no veía nada
extraño. Aunque cabía la posibilidad de que los años apartado de la profesión
le hubieran atrofiado el olfato.
—¿Por qué estás traicionando a
tu partido?
—No lo estoy traicionando —dijo
ofendido—. En todo caso estoy ayudando a
limpiarlo
por dentro. No estoy arriesgando mi vida y mi carrera para sacar provecho
personal, si es eso lo que insinúas.
Gaston negó con la cabeza,
escéptico.
—No voy a hacer nada si no me
cuentas tu verdadero motivo. Es la única condición que voy a ponerte y te
aseguro que es inamovible.
El tipo se frotó el mentón,
pensativo, con ojos repentinamente vidriosos. Oteó alrededor, como queriendo
ganar tiempo y, tras inspirar hondo, volvió a mirar a Gaston.
—Tengo una hija que nació sana
y a la que, durante sus primeros meses de vida, cuando su sistema inmune aún
estaba subdesarrollado, le suministraron vacunas que contenían timerosal. Es
decir: mercurio. Ésas, y hasta un número de veintiuna vacunas con el mismo
dañino veneno que recibió hasta los dos años, le provocaron un profundo
autismo.
—Lo lamento —dijo, afectado—.
No imaginas cómo lo lamento. Pero no entiendo qué relación tiene esto con el
senador y su campaña.
—Hace unos años, mientras mi
esposa y yo, al igual que muchos otros padres de niños afectados, luchábamos en
los tribunales para que se hiciera justicia, el Congreso promulgó una ley que
dejaba a la poderosa industria farmacéutica exenta de cualquier responsabilidad
civil por efectos secundarios que pudieran producirse con determinadas vacunas.
Además, les concedían esa inmunidad con efecto retroactivo, lo que paralizó
todas las demandas en curso.
—Recuerdo esa ley partidista e
injusta del gobierno. Escribí varios artículos sobre eso. Pero sigo sin
entender la relación.
—La entenderás si investigas.
Entenderás mis motivos y estarás de acuerdo con ellos. —Le acercó el sobre,
deslizándolo sobre la mesa—. Acéptalo, por favor. A cambio, sólo necesito la
promesa de que mi nombre no se relacionará con esto, ni ahora ni nunca.
—Tranquilo. Olvido los nombres
con facilidad. El tuyo ni siquiera he llegado a oírlo.
—Pero no me crees —le reprochó,
todavía nervioso.
—Me cuesta creer que el senador
esté saltándose la ley y tú no me has aportado ni una sola prueba de lo
contrario. Pero aun así investigaré a partir de esos documentos —dijo,
señalando el sobre—. Es lo único que puedo prometerte.
Pero su opinión iba a cambiar
en cuanto llegara a casa y comenzara a analizar
la
información y a hacerse algunas preguntas. La primera, por qué tres empresas,
sin ningún vínculo entre sí, hacían informes casi idénticos a las mismas
grandes compañías, por los que les cobraban cantidades escandalosas.
Tras los focos y cámaras del
plató, decorado con un discreto azul, en los estudios de la NBC, Rocio y Eugenia
contemplaban el debate entre los candidatos. En ese formato desenfadado que
buscaba la anécdota y las sonrisas, también tenía cabida la dureza de las
preguntas inesperadas y comprometidas y las respuestas que a veces eran cargas
de profundidad directas a la línea de flotación del oponente. En eso Pablo era
bueno. Conocía los puntos débiles de su adversario igual que éste conocía los
suyos. Pero Pablo era más joven y audaz, más seguro de sí mismo; más
inconsciente, hubieran opinado muchos, y sus incisivas respuestas, revestidas
de fina reticencia, fueron letales de necesidad.
—Se arriesga mucho —siseó Rocio
junto al oído de Eugenia—. Murray podría volver esas palabras contra él.
—No se preocupe, señora Martinez.
Sabe lo que hace. Tiene previstas todas las posibles respuestas y cuenta con la
suficiente rapidez mental como para salir de las inesperadas. Hay que ir a por
todas cuando sabes que te están viendo millones de potenciales votantes.
Se volvieron a quedar en
silencio. En ese momento era el senador Murray, candidato del partido
gobernante, quien arremetía, acusando a Pablo de no entender la política
exterior. Éste sonrió con seguridad al responder que eso era cierto, que había
cosas que no entendía.
—Mostrarse demasiado implacable
también le podría perjudicar —comentó Rocio con preocupación.
—No es fácil encontrar el
equilibrio que contente a la mayoría, pero él lo hará —afirmó Eugenia mientras
la miraba con curiosidad—. Viendo sus nervios, señora Martinez, me preguntó
cómo sigue llevando usted la campaña.
—Bien —dijo sonriendo—. Como te
comenté, me gusta la vida tranquila, el anonimato, las cosas sencillas. Pero
éste es el sueño de Pablo y yo haré todo lo que esté en mi mano para
convertirlo en realidad.
—Si
eso se cumple, cosa más que probable, se convertirá usted en la primera dama,
será conocida en todo el mundo y no podrá dar un paso sin que la prensa vaya
tras usted. Analizarán cada una de sus palabras y de sus gestos y los
guardaespaldas que ahora la acompañan a todas partes se multiplicarán tanto que
no verá a su alrededor nada que no sean hombres vestidos de negro. Debería ir
preparándose para eso, señora.
—Por favor, Eugenia —rogó,
mientras tomaba aire—. Prefiero no pensarlo y afrontar las cosas según vayan
llegando.
Pero el desafortunado
comentario de la periodista la mantuvo medio ausente durante el resto del de
bate.
Podía sacrificar un pedazo de
su intimidad en favor de las aspiraciones de Pablo, pero había otro que
necesitaba conservar para sí, lejos de los flashes de la popularidad. Podría
hacerlo. Pablo le había prometido que una parte de su vida seguiría
perteneciéndole exclusivamente a ella, que encontraría tiempo para perderse en
Crystal Lake o donde quisiera. Que quien ambicionaba convertirse en el hombre
más poderoso del mundo era él y que, una vez logrado eso, podría conseguir para
ella toda la intimidad y el anonimato que necesitara.
En el inmaculado salón blanco
de la casa acristalada, Gaston y Lali siguieron el debate por televisión.
Sentados en el amplio sofá de piel, ella celebró con aplausos cada asalto que
consideró ganado por Pablo y él guardó silencio. Sin quedarse en las meras
palabras, analizó las sonrisas y los gestos, delatores a veces de secretos o
intenciones ocultas.
—¿Tu padre está asesorando al
senador? —preguntó, cuando creyó haber visto lo suficiente.
—No. Al menos, no de modo
oficial. Aunque, conociendo a papá y el interés que tiene en que resulte
elegido, es difícil imaginarlo al margen de todo —opinó divertida.
—¿Sabes si ha contribuido con
dinero personal a la campaña?
—Eso sí. Ha donado el máximo
permitido por la ley. ¿Te has parado a pensar en lo que supondría tener a un
amigo presidente del país? —preguntó con simpático impudor—. Él sí que lo ha
hecho y espera con impaciencia que llegue
ese
día, seguro de que podrá celebrarlo con el mejor champán francés que ya tiene
enfriando.
—No siempre es bueno tener
amigos poderosos. A veces, puedes verte salpicado por sus acciones o
participando con plena conciencia en ellas.
—¿Crees que debería protegerse
del senador Martinez?
—No lo sé, Lali. No me
atrevería a aconsejar a tu padre con respecto al senador, cuando sin ninguna
duda sabe más de él que todo lo que yo podría averiguar en cien años.
—Entonces, quítate esa cara de
preocupación y sonríe —le aconsejó, al tiempo que se sentaba a horcajadas sobre
sus piernas y le atrapaba el labio inferior con los dientes. Tiró suavemente de
él y después lo lamió para reparar el daño—. Acompáñame a la cama —susurró,
antes de mordérselo de nuevo.
Gaston aguardó a que lo soltara
sabiendo que, si se movía, ella apretaría con más fuerza. Era consciente de que
estaba desconcertada porque no era capaz de excitarlo con la facilidad de
siempre. Lo veía en sus ojos, en la forma desesperada en que, en ocasiones,
trataba de seducirlo, en la frustración con la que la mayor parte de las veces
acababa desistiendo. Pero él no podía evitarlo. Sólo si cerraba los ojos para
imaginar que era Rocio lograba que su cuerpo respondiera a sus caricias y
entonces, mientras entraba en ella en silencio para no llamarla por un nombre
que no era el suyo, sentía que le estaba siendo monstruosamente infiel.
—Ve tú —dijo cuando pudo
hacerlo—. Yo te sigo en cuanto termine algunas cosas que tengo pendientes.
—Cada noche dices lo mismo
—protestó mimosa, mientras le buscaba con las manos el cierre del pantalón—, y
después te espero durante horas hasta que me quedo dormida.
—Lali… —dijo, sujetándole las
muñecas y alzándolas hasta sus hombros—. Tengo cosas que hacer. Aún no he
comenzado con el relato que te prometí.
—Ya nos preocuparemos de eso
mañana. —Y lo besó con ardor en los labios, tratando de que él los abriera para
darle acceso a su boca.
Gaston la apartó con
delicadeza.
—De verdad, cariño. Tengo mucho
que hacer. Necesito documentarme para…
El gesto de Lali se volvió
adusto y con un brusco movimiento recuperó el control de sus manos.
—¿Por qué insistes en
documentarte para una novela que no terminas de
comenzar
a escribir? —le reprochó, poniéndose en pie—. Reconoce que es más bien la
disculpa que usas cada noche para no acostarte conmigo. —Él respiró con
fuerza—. ¡Respóndeme! —ordenó con enfado—. ¿Dónde ha quedado la pasión con la
que hacíamos el amor en cualquier momento y en cualquier sitio? Ni siquiera
puedo pensar que te estés tirando a otra que te ponga más que yo, pues, como
bien dijiste, te pasas las horas y los días en casa, trabajando o fingiendo que
trabajas.
—Basta ya, por favor —advirtió
tenso.
—Si lo que ocurre es que estás
teniendo problemas de impotencia, podemos ir a…
—¡Basta ya! —gritó,
levantándose con un impulso—. No me ocurre nada, pero si sigues así acabarás
volviéndome loco.
—¡¿Adónde vas?! —chilló, al
verlo subir la escalera que ascendía a la terraza.
—A respirar un poco de aire
puro —respondió sin volverse, a pesar de saber que su única oportunidad estaba
en ella, en su amor, en su perdón. En mirarla a los ojos, confesarle la verdad
y rogarle que lo abrazara fuerte y lo ayudara a superarlo.
Pero, una vez más, tras volcar
en su inocente esposa su frustración, buscó la soledad para compadecerla a ella
y para compadecerse a sí mismo.
Y como siempre que sentía
lástima de sí mismo, terminó deseando odiar a Rocio, olvidarla, arrancarla de
su vida para siempre. Pero en lugar de eso, se había puesto a investigar a su
marido con la esperanza de que nada fuera cierto, para no verse obligado a
elegir entre su obligación o su maldito amor por ella; su amor por ella y su
cariño por Lali. Y sus buenas intenciones lo habían llevado a un callejón con
dos únicas y complicadas salidas.
Le había resultado sencillo
deducir que las empresas habían sido creadas con el único fin de favorecer al
político. Tenía nombres relacionados con la fundación de esas empresas, como el
del recaudador de fondos del senador, que gozaba de gran influencia política, y
el de un importante financiero perteneciente al aparato del partido. Y estaba
seguro de que el «abogado » que se citaba en algunos documentos, en los que
aparecían tan sólo las iniciales, era Howard. Éste tenía una mente lo bastante
privilegiada y retorcida como para crear algo tan simple y a la vez tan
impecable, imposible de descubrir si la traición no partía desde dentro. adaptacion

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