viernes, 19 de abril de 2013

Donde siempre es otoño, capitulo veinticinco


En el corazón de la Gran Manzana
Apoyado en la baranda de la rivera verde, Gaston miraba con abatimiento las aguas del río mientras rememoraba las sensaciones que estar en aquella estancia en penumbra, rozando y sintiendo a Rocio, le habían dejado en la mente y en el alma. No era mucho para seguir viviendo, pero era más de lo que había esperado obtener cuando acudió a esa cena. Suspiró a la vez que con la mano izquierda acariciaba el pañuelo dentro del bolsillo. Era su único e inútil consuelo. Consuelo y a la vez tortura que le recordaba a ella.
—¿Se va a convertir en costumbre que me cites aquí? —preguntó a su espalda Vicco cuando aún los separaban unos metros.
—Esta vez has sido tú quien ha pedido que nos viéramos en un lugar discreto —dijo, cuando lo tuvo al lado.
—Cierto —aceptó su amigo, echando a andar cerca de la barandilla. Gaston lo imitó en silencio, esperando que arrancara a hablar—. Se trata del tipo ese —dijo al fin—. Me quería como simple intermediario para llegar a ti. —Lo miró de soslayo y añadió, alzando las cejas—: Es a ti a quien quiere entregar los documentos que prueban que lo que me contó es cierto.
Gaston se detuvo sorprendido.
—¿A mí? —preguntó, frunciendo el ceño—. ¿Por qué a mí, si no me conoce?
—Está al tanto de que le has escrito el discurso al senador y de que estás muy cerca de él. Sigue tus trabajos en el Daily News, no es un secreto que eres periodista de investigación, y…
—¡Tonterías! Lo de la investigación hace años que pasó a la historia. Soy escritor de novelas y de artículos de opinión.
—A los periodistas se os considera perros guardianes de las democracias, en especial a los periodistas de investigación. Eso no cambia nunca y él lo sabe. Por la razón que sea, confía en que tú sigues siendo un perro guardián y quiere entregarte personalmente las pruebas que inculpan al senador.
—¡Maldita sea! —soltó con impotencia, al pensar en el dolor que podía
provocarle tanto a Lali como a Rocio—. Yo no se lo he pedido.
—No hay problema —dijo, encogiéndose de hombros—. Le diré que no aceptas. Que se olvide de ti; que se olvide de los dos. Como bien me advertiste, esto puede ser arriesgado.
—¡No! —exclamó Gaston con rapidez, incapaz de desentenderse de algo que podía dañar a quienes quería—. Eso no. Es posible que todo esto se haga tan enorme que llegue a arrepentirme de no haberlo dejado pasar, pero ahora no puedo hacerlo. Las filtraciones siempre están ahí, Vicco. Llegan por todas partes y hay que analizarlas, comprobarlas para ver si conducen a algo o tienen una finalidad demasiado turbia.
—Si decides aceptar, podemos averiguar cómo de turbio es lo que mueve a este tipo…
—Espera aún. No quiero precipitarme. Dame un poco de tiempo para... ¡Maldita sea! —volvió a jurar por todas las personas a las que iba a traicionar si aceptaba. A las que iba a herir. A las que iba a perder.
—Tiene que ser ya. El tipo, al igual que yo, recorre el país siguiendo al senador. Tiene que ser esta tarde, Gaston, cómo y dónde él lo ha previsto, o se buscará a otro que le haga el trabajo.
El encuentro tuvo lugar en el bar El Capitán Hook. Gaston pensó que el traidor a Pablo, del que no había visto ninguna imagen, debía de ser de piel morena y aspecto latino y que había elegido ese lugar con el fin de pasar desapercibido. Se sorprendió al verlo en el punto exacto donde dijo que estaría: en la mesa del fondo, junto a los servicios y la esquina ciega de la pared, para que nadie pudiera verlo desde la calle. Su tez pálida y su pelo rubio destacaban entre la abundancia de cabellos negros, rasgos exóticos y pieles aceitunadas. El tipo podía ser un fenómeno organizando campañas políticas o descubriendo fraudes ocultos, pero estaba claro que no tenía ni idea de cómo tratar un asunto de la envergadura del que tenía entre manos.
Según se acercaba Gaston, abriéndose paso entre alegres bebedores de mamajuana y de chupitos de ron, distinguió el exagerado nerviosismo del informador. Y al sentarse frente a él y distinguir las pequeñas gotas de sudor que le cubrían la
frente, esperó a que fuera él quien hablara, a pesar de estar plenamente convencido de que no se equivocaba de hombre.
—Gracias por aceptar que nos viéramos, señor Dalmau. —Miró hacia los lados con preocupación—. No sé si he acertado con el sitio.
—Vamos a tutearnos, si no te importa —propuso él y, sin esperar su respuesta, continuó—: el sitio es perfecto. Dudo que tus compañeros de partido lo frecuenten.
El hombre esbozó media sonrisa inquieta.
—No suelo hacer cosas como ésta.
—¿Cosas como cuáles? —quiso saber Gaston—. ¿Por qué estamos aquí?
—Por esto —dijo, golpeando con los dedos el sobre amarillento en el que apoyaba las manos—. Documentos que prueban la ilegalidad con que se está financiando la campaña.
—¿Qué es exactamente lo que prueban esos papeles?
El informador se quedó inmóvil, con apariencia de haber olvidado las respuestas.
—No sé exactamente qué prueban —contestó, pero Gaston no terminó de creerle—. Existen tres empresas fantasma: que han sido creadas con el único fin de recaudar dinero para el partido.
—¿Por qué piensas que son entidades fantasma? Se ha legalizado que las compañías contribuyan a las campañas electorales con generosas donaciones.
—No es el caso. Estas tres empresas se dedican a elaborar informes, siempre para importantes empresas, por los que les cobran cantidades desorbitadas que después acaban siendo destinadas íntegramente a la financiación.
—¿Eso es todo lo que tienes? —preguntó, mostrando contrariedad.
—Eres periodista de investigación. Sigue la pista de los documentos que te entrego, averigua por qué el dinero que entra en esas empresas procede siempre de las más poderosas compañías nacionales y por qué se está utilizando para financiar la campaña millonaria del senador Martinez.
Gaston se pasó los dedos por el pelo hasta que tropezaron con la estrecha goma negra. En principio no veía nada extraño. Aunque cabía la posibilidad de que los años apartado de la profesión le hubieran atrofiado el olfato.
—¿Por qué estás traicionando a tu partido?
—No lo estoy traicionando —dijo ofendido—. En todo caso estoy ayudando a
limpiarlo por dentro. No estoy arriesgando mi vida y mi carrera para sacar provecho personal, si es eso lo que insinúas.
Gaston negó con la cabeza, escéptico.
—No voy a hacer nada si no me cuentas tu verdadero motivo. Es la única condición que voy a ponerte y te aseguro que es inamovible.
El tipo se frotó el mentón, pensativo, con ojos repentinamente vidriosos. Oteó alrededor, como queriendo ganar tiempo y, tras inspirar hondo, volvió a mirar a Gaston.
—Tengo una hija que nació sana y a la que, durante sus primeros meses de vida, cuando su sistema inmune aún estaba subdesarrollado, le suministraron vacunas que contenían timerosal. Es decir: mercurio. Ésas, y hasta un número de veintiuna vacunas con el mismo dañino veneno que recibió hasta los dos años, le provocaron un profundo autismo.
—Lo lamento —dijo, afectado—. No imaginas cómo lo lamento. Pero no entiendo qué relación tiene esto con el senador y su campaña.
—Hace unos años, mientras mi esposa y yo, al igual que muchos otros padres de niños afectados, luchábamos en los tribunales para que se hiciera justicia, el Congreso promulgó una ley que dejaba a la poderosa industria farmacéutica exenta de cualquier responsabilidad civil por efectos secundarios que pudieran producirse con determinadas vacunas. Además, les concedían esa inmunidad con efecto retroactivo, lo que paralizó todas las demandas en curso.
—Recuerdo esa ley partidista e injusta del gobierno. Escribí varios artículos sobre eso. Pero sigo sin entender la relación.
—La entenderás si investigas. Entenderás mis motivos y estarás de acuerdo con ellos. —Le acercó el sobre, deslizándolo sobre la mesa—. Acéptalo, por favor. A cambio, sólo necesito la promesa de que mi nombre no se relacionará con esto, ni ahora ni nunca.
—Tranquilo. Olvido los nombres con facilidad. El tuyo ni siquiera he llegado a oírlo.
—Pero no me crees —le reprochó, todavía nervioso.
—Me cuesta creer que el senador esté saltándose la ley y tú no me has aportado ni una sola prueba de lo contrario. Pero aun así investigaré a partir de esos documentos —dijo, señalando el sobre—. Es lo único que puedo prometerte.
Pero su opinión iba a cambiar en cuanto llegara a casa y comenzara a analizar
la información y a hacerse algunas preguntas. La primera, por qué tres empresas, sin ningún vínculo entre sí, hacían informes casi idénticos a las mismas grandes compañías, por los que les cobraban cantidades escandalosas.
Tras los focos y cámaras del plató, decorado con un discreto azul, en los estudios de la NBC, Rocio y Eugenia contemplaban el debate entre los candidatos. En ese formato desenfadado que buscaba la anécdota y las sonrisas, también tenía cabida la dureza de las preguntas inesperadas y comprometidas y las respuestas que a veces eran cargas de profundidad directas a la línea de flotación del oponente. En eso Pablo era bueno. Conocía los puntos débiles de su adversario igual que éste conocía los suyos. Pero Pablo era más joven y audaz, más seguro de sí mismo; más inconsciente, hubieran opinado muchos, y sus incisivas respuestas, revestidas de fina reticencia, fueron letales de necesidad.
—Se arriesga mucho —siseó Rocio junto al oído de Eugenia—. Murray podría volver esas palabras contra él.
—No se preocupe, señora Martinez. Sabe lo que hace. Tiene previstas todas las posibles respuestas y cuenta con la suficiente rapidez mental como para salir de las inesperadas. Hay que ir a por todas cuando sabes que te están viendo millones de potenciales votantes.
Se volvieron a quedar en silencio. En ese momento era el senador Murray, candidato del partido gobernante, quien arremetía, acusando a Pablo de no entender la política exterior. Éste sonrió con seguridad al responder que eso era cierto, que había cosas que no entendía.
—Mostrarse demasiado implacable también le podría perjudicar —comentó Rocio con preocupación.
—No es fácil encontrar el equilibrio que contente a la mayoría, pero él lo hará —afirmó Eugenia mientras la miraba con curiosidad—. Viendo sus nervios, señora Martinez, me preguntó cómo sigue llevando usted la campaña.
—Bien —dijo sonriendo—. Como te comenté, me gusta la vida tranquila, el anonimato, las cosas sencillas. Pero éste es el sueño de Pablo y yo haré todo lo que esté en mi mano para convertirlo en realidad.
—Si eso se cumple, cosa más que probable, se convertirá usted en la primera dama, será conocida en todo el mundo y no podrá dar un paso sin que la prensa vaya tras usted. Analizarán cada una de sus palabras y de sus gestos y los guardaespaldas que ahora la acompañan a todas partes se multiplicarán tanto que no verá a su alrededor nada que no sean hombres vestidos de negro. Debería ir preparándose para eso, señora.
—Por favor, Eugenia —rogó, mientras tomaba aire—. Prefiero no pensarlo y afrontar las cosas según vayan llegando.
Pero el desafortunado comentario de la periodista la mantuvo medio ausente durante el resto del de bate.
Podía sacrificar un pedazo de su intimidad en favor de las aspiraciones de Pablo, pero había otro que necesitaba conservar para sí, lejos de los flashes de la popularidad. Podría hacerlo. Pablo le había prometido que una parte de su vida seguiría perteneciéndole exclusivamente a ella, que encontraría tiempo para perderse en Crystal Lake o donde quisiera. Que quien ambicionaba convertirse en el hombre más poderoso del mundo era él y que, una vez logrado eso, podría conseguir para ella toda la intimidad y el anonimato que necesitara.
En el inmaculado salón blanco de la casa acristalada, Gaston y Lali siguieron el debate por televisión. Sentados en el amplio sofá de piel, ella celebró con aplausos cada asalto que consideró ganado por Pablo y él guardó silencio. Sin quedarse en las meras palabras, analizó las sonrisas y los gestos, delatores a veces de secretos o intenciones ocultas.
—¿Tu padre está asesorando al senador? —preguntó, cuando creyó haber visto lo suficiente.
—No. Al menos, no de modo oficial. Aunque, conociendo a papá y el interés que tiene en que resulte elegido, es difícil imaginarlo al margen de todo —opinó divertida.
—¿Sabes si ha contribuido con dinero personal a la campaña?
—Eso sí. Ha donado el máximo permitido por la ley. ¿Te has parado a pensar en lo que supondría tener a un amigo presidente del país? —preguntó con simpático impudor—. Él sí que lo ha hecho y espera con impaciencia que llegue
ese día, seguro de que podrá celebrarlo con el mejor champán francés que ya tiene enfriando.
—No siempre es bueno tener amigos poderosos. A veces, puedes verte salpicado por sus acciones o participando con plena conciencia en ellas.
—¿Crees que debería protegerse del senador Martinez?
—No lo sé, Lali. No me atrevería a aconsejar a tu padre con respecto al senador, cuando sin ninguna duda sabe más de él que todo lo que yo podría averiguar en cien años.
—Entonces, quítate esa cara de preocupación y sonríe —le aconsejó, al tiempo que se sentaba a horcajadas sobre sus piernas y le atrapaba el labio inferior con los dientes. Tiró suavemente de él y después lo lamió para reparar el daño—. Acompáñame a la cama —susurró, antes de mordérselo de nuevo.
Gaston aguardó a que lo soltara sabiendo que, si se movía, ella apretaría con más fuerza. Era consciente de que estaba desconcertada porque no era capaz de excitarlo con la facilidad de siempre. Lo veía en sus ojos, en la forma desesperada en que, en ocasiones, trataba de seducirlo, en la frustración con la que la mayor parte de las veces acababa desistiendo. Pero él no podía evitarlo. Sólo si cerraba los ojos para imaginar que era Rocio lograba que su cuerpo respondiera a sus caricias y entonces, mientras entraba en ella en silencio para no llamarla por un nombre que no era el suyo, sentía que le estaba siendo monstruosamente infiel.
—Ve tú —dijo cuando pudo hacerlo—. Yo te sigo en cuanto termine algunas cosas que tengo pendientes.
—Cada noche dices lo mismo —protestó mimosa, mientras le buscaba con las manos el cierre del pantalón—, y después te espero durante horas hasta que me quedo dormida.
—Lali… —dijo, sujetándole las muñecas y alzándolas hasta sus hombros—. Tengo cosas que hacer. Aún no he comenzado con el relato que te prometí.
—Ya nos preocuparemos de eso mañana. —Y lo besó con ardor en los labios, tratando de que él los abriera para darle acceso a su boca.
Gaston la apartó con delicadeza.
—De verdad, cariño. Tengo mucho que hacer. Necesito documentarme para…
El gesto de Lali se volvió adusto y con un brusco movimiento recuperó el control de sus manos.
—¿Por qué insistes en documentarte para una novela que no terminas de
comenzar a escribir? —le reprochó, poniéndose en pie—. Reconoce que es más bien la disculpa que usas cada noche para no acostarte conmigo. —Él respiró con fuerza—. ¡Respóndeme! —ordenó con enfado—. ¿Dónde ha quedado la pasión con la que hacíamos el amor en cualquier momento y en cualquier sitio? Ni siquiera puedo pensar que te estés tirando a otra que te ponga más que yo, pues, como bien dijiste, te pasas las horas y los días en casa, trabajando o fingiendo que trabajas.
—Basta ya, por favor —advirtió tenso.
—Si lo que ocurre es que estás teniendo problemas de impotencia, podemos ir a…
—¡Basta ya! —gritó, levantándose con un impulso—. No me ocurre nada, pero si sigues así acabarás volviéndome loco.
—¡¿Adónde vas?! —chilló, al verlo subir la escalera que ascendía a la terraza.
—A respirar un poco de aire puro —respondió sin volverse, a pesar de saber que su única oportunidad estaba en ella, en su amor, en su perdón. En mirarla a los ojos, confesarle la verdad y rogarle que lo abrazara fuerte y lo ayudara a superarlo.
Pero, una vez más, tras volcar en su inocente esposa su frustración, buscó la soledad para compadecerla a ella y para compadecerse a sí mismo.
Y como siempre que sentía lástima de sí mismo, terminó deseando odiar a Rocio, olvidarla, arrancarla de su vida para siempre. Pero en lugar de eso, se había puesto a investigar a su marido con la esperanza de que nada fuera cierto, para no verse obligado a elegir entre su obligación o su maldito amor por ella; su amor por ella y su cariño por Lali. Y sus buenas intenciones lo habían llevado a un callejón con dos únicas y complicadas salidas.
Le había resultado sencillo deducir que las empresas habían sido creadas con el único fin de favorecer al político. Tenía nombres relacionados con la fundación de esas empresas, como el del recaudador de fondos del senador, que gozaba de gran influencia política, y el de un importante financiero perteneciente al aparato del partido. Y estaba seguro de que el «abogado » que se citaba en algunos documentos, en los que aparecían tan sólo las iniciales, era Howard. Éste tenía una mente lo bastante privilegiada y retorcida como para crear algo tan simple y a la vez tan impecable, imposible de descubrir si la traición no partía desde dentro.  adaptacion 

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