viernes, 19 de abril de 2013

Mi Nombre Es Valery Cap 8



Capitulo 8


Mientras mi madre preparaba la cena, yo salí a dar un paseo. Cuando llegué a la casa de Tina, el ardiente calor de la tarde había chupado toda mi energía.

Llamé a la puerta y Tina me indicó que entrara. Un viejo aparato de aire acondicionado traqueteaba en su estantería, encima de la ventana, y lanzaba aire frío hacia el sofá, donde Tina bordaba.

— ¡Hola, Tina!

Yo sentía hacia ella un nuevo respeto a causa de la misteriosa influencia que había ejercido en mi temperamental madre.
Tina me indicó que me sentara a su lado y el peso combinado de nuestros cuerpos hizo que el cojín del sofá se hundiera y los muelles chirriaran.
La televisión estaba en marcha y una locutora con el pelo perfectamente cortado a lo paje estaba de pie frente al mapa de un país extranjero. Yo la escuché sólo a medias, pues no sentía interés por lo que estuviera sucediendo en un lugar tan lejano de Tejas.
«... de momento constituye el ataque más encarnizado al palacio del emir. La guardia real contuvo a los asaltantes iraquíes el tiempo suficiente para que la familia real huyera... preocupación por los miles de turistas occidentales a quienes, de momento, no se les ha permitido abandonar Kuwait...»

Yo me concentré en el bastidor circular que Tina sostenía en las manos. Estaba bordando un cojín que, cuando estuviera terminado, parecería una rodaja enorme de tomate. Al percibir mi interés, Tina me preguntó:

— ¿Sabes bordar, Valeria?
— No, señora.
— Pues deberías aprender, nada relaja más los nervios que bordar.
— Yo no padezco de los nervios — respondí.

Ella contestó que lo haría cuando fuera más mayor, colocó el bastidor en mi regazo y me enseñó a pasar la aguja por los agujeritos de la tela. Yo percibía el calor de sus manos venosas sobre las mías y su olor a galletas y tabaco.

— Una buena bordadora logra que la parte de atrás tenga tan buen aspecto como la de delante — me explicó Tina. Juntas nos inclinamos sobre la enorme rodaja de tomate y yo di unas cuantas puntadas de color rojo intenso—. ¡Buen trabajo! — alabó ella—. Mira qué bien has tensado el hilo, ni demasiado fuerte ni demasiado flojo.

Yo seguí bordando un rato más. Tina me observó con paciencia y no me regañó, aunque realicé mal algunas puntadas. Yo intenté pasar el hilo de lana verde pálido por todos los agujeritos teñidos del mismo color. Si miraba de cerca el bordado, parecía que los puntos y las manchas de color habían sido teñidos al azar, pero cuando me alejaba y lo miraba con perspectiva, el dibujo adquiría sentido y formaba una imagen completa.

— Tina... — empecé yo mientras me reclinaba en el extremo del mullido sofá y me rodeaba las rodillas con los brazos.
— Si vas a poner los pies en el sofá, quítate los zapatos.
— Sí, señora. Tina, ¿qué ocurrió cuando mi madre vino a verla?

Una de las cosas que me gustaba de Tina era que siempre respondía mis preguntas con franqueza.

— Tu madre vino echando chispas y muy enfadada por el vestido que te había hecho, de modo que le expliqué que no pretendía ofenderla y le dije que me lo quedaría. Después le serví un te con hielo, continuamos charlando y enseguida me di cuenta de que no estaba enfadada por el vestido,
— ¿Ah, no? — pregunté dubitativa.
— No, Valeria, sólo necesitaba hablar con alguien, alguien que comprendiera la pesada carga que lleva.

Aquella era la primera vez que yo hablaba de mi madre con otro adulto.

— ¿Qué carga?
— Es una madre trabajadora que cría sola a su hija, y ésta es una de las situaciones más duras que existen.
— No está sola, tiene a Salvador.

Tina soltó una risita socarrona.

— Cuéntame, ¿Salvador ayuda mucho a tu madre?

Yo reflexioné acerca de las responsabilidades de Salvador, que consistían, principalmente, en 
conseguir cerveza y deshacerse de las latas. También, entre práctica y práctica de tiro con otros hombres del campamento en los flamencos de madera, dedicaba mucho tiempo a limpiar sus armas. En esencia, la función de Salvador en nuestra casa era puramente ornamental.

— No mucho — admití yo—, pero ¿por qué permite mi madre que se quede con nosotras si es tan inútil?
— Por la misma razón que yo estoy con Jasper. A veces, una mujer necesita la compañía de un hombre, por muy inútil que éste sea.

Aunque conocía poco a Jasper, a mí me caía bastante bien. Jasper era un hombre afable y mayor que olía a colonia de supermercado y a desengrasante. Aunque no vivía, de una forma oficial, en la casa de Tina, pasaba allí la mayor parte del tiempo. Parecían uno de esos matrimonios que llevan mucho tiempo casados, de modo que deduje que estaban enamorados.

— ¿Usted quiere a Jasper, Tina?

Mi pregunta la hizo sonreír.

— A veces, sí. Cuando me lleva a la cafetería, o cuando me frota los pies mientras vemos la televisión los domingos por la noche. Supongo que lo quiero unos diez minutos al día.
— ¿Sólo?
— Son unos buenos diez minutos.

 Continuara...

 *Mafe*


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