Cuando la puerta se abrió,
una anciana de cabello blanco recogido en un moño sobre la nuca, la recibió con
gesto bondadoso, y la inquietud de Rochi se desvaneció. Sus ojos claros
transmitían serenidad. Rochi pensó que si la dulzura tuviera nombre de mujer,
sería Andrea. No necesitó preguntárselo para saber que era ella, lo supo nada
más verla.
Por eso, sus primeras
palabras fueron:
—Me llamo Rochi. Soy la
nieta de Ignacio.
No hubo sorpresa en el
rostro de la mujer. Pero sí una emoción profunda que humedeció sus ojos, en
otro tiempo azul intenso, y que ahora, desgastados con los años, semejaban
delicados cristales transparentes.
La invitó a pasar al
instante. Rochi subió tras ella la escalera que llevaba al piso superior y la
siguió hasta una luminosa cocina en la que la ventana daba al río y a la ladera
de un monte tapizado de hermosos colores otoñales.
—Te he reconocido nada más
abrir la puerta —dijo la mujer, sonriendo al tiempo que tomaba asiento—. Tienes
los mismos ojos que tu abuelo.
—No me atrevía a venir
—confesó Rochi, recordando las palabras con las que Gaston la había comparado
con Ignacio—. Pensé que tal vez no quisiera hablar conmigo.
—¿Y por qué no iba a querer?
—preguntó, abriendo mucho sus ojos claros—. No tengo tantas visitas como para
andar espantándolas. Pero es que además tú eres la nieta de dos personas a las
que siempre he querido mucho.
—Se estará usted preguntado
por el motivo de mi visita —dijo Rochi, complacida ante aquel modo inesperado y
cariñoso con el que se refería a su abuela Lucía.
—Pues sí, hija —respondió
sin abandonar la sonrisa—. Me tienes intrigada.
—Yo no conocí a Ignacio
—reveló, y al hacerlo vio dolor en los ojos de la mujer—. La abuela no quiso
volverlo a ver. Y aunque nunca prohibió a papá que lo visitara, él no lo hizo
para no disgustarla. Y yo continué con la tradición familiar —dijo, sabiendo
que no podía llamarse tradición a algo así—. Considerábamos que mantener
contacto con el abuelo era traicionarla.
—Siento escuchar eso, hija.
Tu abuelo no merecería vuestro olvido —reprochó, sujetando su vaso de café con
leche—. Pero me alegra que ahora quieras saber de él y hayas acudido a mí para
esclarecer tu confusión.
—Voy a ser sincera —dijo Rochi—.
Necesito que me cuente lo que ocurrió. He escuchado tantas cosas que ya no sé
lo que creer.
—Antes, hay algo que tal vez
tú puedas ayudarme a comprender—dijo la anciana—. Ni conociendo como conozco el
carácter fuerte de Lucía, ni queriéndola como la quiero, pude entender nunca
que abandonase a su marido sin darle ninguna oportunidad.
—Ella se sentía herida
—respondió mientras la anciana se llevaba el borde de cristal a los labios—.
Descubrió que su esposo la engañaba con su mejor amiga, y ese debe de ser un
golpe muy duro.
—Pero no hubo engaño, hija
—exclamó dejando el vaso sobre la mesa—. Nos enamoramos sin quererlo. Eso fue
todo.
—Eso la abuela nunca lo
supo. Creyó que había una relación, y el abuelo no intentó sacarla de su error.
Al parecer, él sí sentía que la estaba traicionando.
—Así era Ignacio. Tenía un
sentido del deber y de la dignidad muy particular —dijo, pensativa—. Y ya que
nombro su dignidad, para ser del todo sincera te diré que sí hubo algo entre
nosotros.
Rochi sintió una punzada en
el corazón. Al final había encontrado a Andrea para descubrir que sí había
habido traición; que todos en aquel lugar estaban equivocados; que su abuela
siempre tuvo razón.
—Fue cuando decidió que se
casaba con Lucía —siguió contando Andrea—. Me citó en el pórtico de la iglesia,
al anochecer. Subí la calle sintiéndome culpable, encogida bajo mi abrigo, como
si fuera una ladrona. —Suspiró ante los recuerdos del día más importante de su
vida—. Creo que a él le ocurrió algo parecido, porque durante los primeros
minutos no se atrevió a mirarme. Caminó de un lado a otro, observando desde lo
alto las luces del pueblo. —Hizo una pausa para dar un sorbito a su café y
volverlo a dejar con dedos temblorosos—. Después me confesó, por primera vez,
que me amaba, pero que iba a ser padre y que se casaría con la madre de su
hijo.
Del interior del bolsillo
del delantal negro, Andrea sacó un arrugado pañuelo de tela con el que se secó
la humedad de los ojos. Luego continuó:
—Yo reconocí que también le
quería, y que entendía que nunca podría existir algo entre nosotros. Nos
abrazamos y nos dimos un beso: el primero y él último —dijo, mientras sus dedos
temblorosos plegaban sobre la mesa el pañuelo de hilo—. Fue un beso de
despedida que nos terminó de romper el corazón. No volvimos a vernos. Ni tan
siquiera cuando Lucía le abandonó.
El alivio que Rochi sintió
al escucharla, se diluyó ante la emoción intensa que le encogía el corazón.
—Para entonces usted ya
estaba casada —comentó, tratando de deshacerse del turbador sentimiento.
—Sí, hija. Yo me casé unos
meses después que tus abuelos. Javier llevaba un tiempo pidiéndome matrimonio y
yo respondiéndole que no. Pero era un buen hombre —declaró, queriendo explicar
los motivos que tuvo para aceptarle—. Cuando comprendí que no amaría a nadie
como amaba a Ignacio, decidí casarme con él. Se convirtió en mi refugio.
—Tal vez, si hubiera estado
soltera cuando el abuelo se quedó solo... —comenzó a decir Rochi.
—Nada hubiera cambiado, hija
—aseguró Andrea—. La sombra de Lucía era demasiado importante. Lo nuestro nunca
tuvo futuro y los dos lo sabíamos. —Sonrió con amargura. Había comprobado que
el tiempo no lo curaba todo—. Otra cosa que nunca llegué a entender es cómo se
enteró ella de que nos amábamos si no volvimos a coincidir jamás.
—Por las cartas de amor que
le escribió el abuelo y que ella descubrió —respondió Rochi, cogiendo su vaso
para probar el café con leche que se le estaba quedando frío.
—Te equivocas, hija —dijo
Andrea, agitando levemente la cabeza—. Él no me escribió nunca.
—Lo hizo —respondió Rochi,
sujetando el vaso con las dos manos—, pero no le envió ninguna. Ahora creo que
escribía para que las palabras que no podía decir en voz alta no le ahogaran.
Yo... —inspiró para aguantar las lágrimas—. Yo comienzo a entenderle. Le ignoré
desde niña porque creía que usted y él habían traicionado a mi abuela. Siempre
pensé que habían sido amantes.
—¿Amantes?—dijo con una
sonrisa triste—. Ignacio nunca me lo habría pedido. Era noble y recto hasta las
últimas consecuencias. Yo le amé más por eso.
—Pero podía haber rehecho su
vida con otra mujer en lugar de quedarse solo.
—Él no —dijo con orgullo—.
Cualquier otro hombre, sí. Yo también lo hice junto a Javier, pero él no
—repitió, y suspiró llevándose una mano al corazón—. Es una pena que no lo
hayas conocido. Sólo así comprenderías lo que significaba para él la dignidad.
Esa que siempre conservó, aunque él creyera que la había perdido al fallar a
Lucía.
Rochi pensó en las razones
que le habían llevado a esa casa y ante esa mujer. Razonó que no todas las
confidencias debían permanecer guardadas. La que su abuela le hizo, años atrás,
en cierto modo le pertenecía a Andrea.
—Hay algo que la abuela me
contó una vez —dijo, suspirando hondo—, y que yo no se lo he repetido a nadie.
Pero creo que es justo que se lo diga a usted. —Dio otro sorbo a su café y dejó
el vaso sobre la mesa mientras pedía perdón, en silencio, por lo que iba a
contar—. No abandonó al abuelo porque tuviera una aventura. Me dijo que esas
cosas se podían perdonar con la condición de que no volvieran a repetirse. Se
fue por lo que sintió al leer estas cartas —dijo, y empujó la caja para
acercársela a la anciana—. Me contó que estaban dictadas por el alma. Que cada
palabra escrita en esos papeles contenía más pasión y más verdad que todas las
declaraciones de amor que Ignacio le había hecho a ella. —Parpadeó con fuerza
para no llorar—. Comprendió que el abuelo nunca la había amado de esa forma y
que nunca lo haría. Le odió por eso.
Andrea no se preocupó en
secarse las lágrimas que le corrieron por las mejillas mientras miraba la vieja
caja de zapatos que encerraba todas las palabras de amor que Ignacio no pudo
decirle durante años. Ahora comprendía que nunca había dejado de decírselas,
pero en voz muy baja, con el alma, y era ella quien no había sabido
escucharlas.
—¿Y tú me traes esas cartas?
—preguntó, sin poder contener la emoción—. ¿Por qué?
—Es justo que las tenga la
dueña de todas esas palabras hermosas. Seguro que el abuelo sonreirá cuando
usted las lea.
—Gracias, hija —respondió la
anciana, con más temblores en el corazón que en los dedos—. ¿Cómo voy a pagarte
esto?
—Ya lo ha hecho —se sinceró Rochi—.
Me acaba de reconciliar con mi abuelo.
—Me alegro —y una dicha
triste le brilló en los ojos—. Por ti y por mí, porque esto es lo único que he
podido hacer por él en toda mi vida.
Rochi suspiró. Se alegraba
de haber tomado la decisión de visitarla, de haberle entregado las cartas, de
haber traicionado una confidencia. Tan sólo le apenaba comprender que la falta
de comunicación había frustrado un amor tan grande, pero también la hermosa
amistad entre Andrea y Lucía.
—La abuela tampoco rehízo su
vida —comentó de pronto—. No volvió a enamorarse, o si lo hizo no nos lo contó.
Hace casi dos años su corazón se cansó de latir y se fue para siempre —dijo con
tristeza.
La piel de Andrea perdió su
leve color. Sus ojos se llenaron de lágrimas y se llevó el pañuelo a los labios
para ahogar un sollozo.
—Lo lamento, hija —dijo
cuando fue capaz de hablar—. No puedes imaginar lo que me duele saber esto.
Ella siempre fue mi amiga del alma y lo será hasta que me muera.
—Creo que en el fondo ella
pensaba lo mismo de usted —aseguró Rochi, inspirando con fuerza—. Todo su
rencor era para el abuelo. Y es que a alguien tenía que culpar de su desgracia.
—¿Cómo íbamos a imaginar, el
día en el que Ignacio comenzó a salir con Lucía, que la vida nos iba a dar un
vuelco tan grande a los tres? —exclamó, secándose las lágrimas—. Todo era
demasiado bonito... —No pudo continuar. Se le quebró la voz y se quedó en
silencio, rozando la caja con los dedos y pensando en aquellos días felices.
—Disculpe si le hago esta
pregunta —murmuró Rochi, mientras sentía que sus mejillas se encendían de
vergüenza—. No pretendo ofenderla, pero... ¿ha sido usted feliz?
—¿Junto a Javier? —dijo
Andrea, volviendo a la realidad—. Sí, hija. No de la manera como lo habría sido
junto a Ignacio, pero he sido feliz. Javier es un buen hombre, trabajador y
cariñoso que me ha dado un amor tranquilo. Yo tampoco estaba preparada ni para
recibir ni para dar mucho más. Mi corazón siempre estuvo con tu abuelo.
—Ahora comprendo que el suyo
también estuvo siempre con usted —musitó en voz baja.
—Si algún día llegas a
enamorarte de un hombre de los de verdad —sonrió como si le pareciera sencillo
diferenciarlos—, no lo pierdas. Dicen que la vida ofrece segundas
oportunidades, pero no siempre es así. Es mejor agarrarse bien a la primera, si
descubres que es la que estabas esperando.
—¿Y cómo puedes saber que es
la que aguardabas? —preguntó, confiando en que aquel consejo le ordenara la
razón que se le enmarañaba cada vez que estaba cerca de Gaston.
—Escuchando a tu corazón
—respondió Andrea—. Él nunca miente ni se equivoca, aunque a veces tu cabeza
quiera hacerte creer que sí —dijo sonriendo, y Rochi tuvo la sensación de que
le había leído el pensamiento.
Y es que por fin comprendía
qué era lo que estaba haciendo mal desde hacía tiempo: aclaraba la confusión
que albergaba su alma, con simples y fríos razonamientos; sin escuchar a su
corazón...
No escuchaba a su corazón.
Vacíos ya los vasitos del
café con leche, Andrea acarició de nuevo la caja antes de dirigirse a Rochi.
—Ven conmigo, hija —le pidió
con cariño—. Quiero que conozcas a alguien.
Era un pequeño saloncito en
el que un mirador de madera se asomaba al tramo de río que quedaba entre la
presa y el puente romano. Junto a los cristales, una mecedora acunaba
suavemente a un anciano que tenía la mirada perdida.
—Es mi marido —dijo Andrea.
Él no se movió—. Hace años que padece Alzheimer. Se le ha olvidado hablar,
andar, comer... quizás hasta soñar. A veces, durante unos segundos me reconoce,
pero, ¡ya te digo!, sólo a veces. —Caminó con lentitud hasta un viejo sofá
verde oscuro, junto al mirador, y se dejó caer con cuidado—. Es curioso que lo
único que tenga fresco en la memoria sea lo que le resultó más duro de vivir:
su trabajo de almadiero. Pero ¡así es la vida! —exclamó, indicándole con la
mano que se sentara a su lado.
—Es la segunda vez que
escucho nombrar la palabra almadiero —comentó Rochi, ocupando el espacio junto
a Andrea—, pero ignoro en qué consiste ese oficio.
—Era un trabajo para hombres
duros y sin miedo —dijo, con un orgullo apenado—. Formaban las almadías
juntando troncos y atándolos con lianas y ramas de avellano. Cuando comenzaba
el deshielo y las aguas crecían, bajaban, montados sobre las balsas, por
rápidos fríos y salvajes. Río abajo vendían la madera y después volvían a casa
caminando.
—¿Había leñadores que
cortaban la madera y los almadieros eran los que la transportaban? —preguntó
con curiosidad.
—No, hija —respondió
Andrea—. Mi marido se pasaba desde el inicio del otoño hasta el deshielo, en
las montañas, cortando árboles y descortezando troncos. Solía contarme que la
nieve y el frío endurecían la madera hasta convertirla en roca.
—Imagino que dormían en
bordas, como los pastores —dijo, recordando algunas cosas que le había contado Gaston.
—Ellos no tenían tanta
suerte. Se acostaban al raso, calentándose con el fuego de las hogueras y con
pieles de ovejas.
Rochi pensaba en lo frías
que eran esas corrientes, como le había explicado Gaston. Según él, de existir
infiernos de hielo, serían más tibios que esas aguas en invierno. Y eso lo
contaba alguien que descendía esos rápidos por diversión, y que no había vivido
los riesgos y la dureza extrema de los viajes de los almadieros.
—Imagino que este oficio se
terminó cuando surgió el transporte por carretera —dijo al fin, con un profundo
suspiro.
—Eso, y la construcción del
pantano de Yesa, acabaron con las almadías. Por eso yo viví poco tiempo este
oficio tan duro —comentó, recordando sus propias adversidades—. Las mujeres de
almadieros pasábamos mucho tiempo haciendo las veces de cabeza de familia.
—¿El abuelo sabía que usted
pasaba tantos meses sola? —preguntó, pensando en lo sencillo que hubiera sido
que ellos vivieran su amor, aunque hubiera sido a escondidas.
Andrea afirmó con un lento
movimiento de cabeza y una sonrisa triste. Ya le había hablado de la
honorabilidad de Ignacio. Pensó que no eran necesarias más palabras. Miró con
ternura a su esposo, ausente por completo a todo lo que acontecía a su
alrededor, incluida la vida misma.
—En estos tiempos, cada
primavera, a comienzos de mayo, se celebra un descenso de almadías. Javier lo
ve desde el mirador. No imaginas lo feliz que es durante ese tiempo. Se siente
más vivo que nunca —suspiró, volviendo la mirada hacia Rochi—. Y yo, gracias a
ti, hija, volveré a sentirme viva cada vez que lea esas cartas —dijo, tomándola
de la mano para apretarla con fuerza mientras sus ojos azules volvían a
llenarse de lágrimas.
—Nunca se me había ocurrido
pensar que la vida aquí pudiera ser tan dura —dijo, mirando con tristeza el
balanceo del esposo de Andrea.
—Ésta siempre fue una tierra
hermosa, y sigue siéndolo —explicó, sin soltarle la mano—. Pero también es una
tierra de oficios duros para hombres de verdad; nobles, fuertes y valientes que
cuando aman lo hacen para siempre.
—Estoy comenzando a creer
que es cierto que hay algo mágico y especial en estos valles —dijo, admitiendo
que así eran los bosques, prados y montañas, y pensando que también los hombres
debían de ser como Andrea le contaba; al menos así veía ella a Gaston.
Mientras las dos mujeres
continuaban haciéndose confidencias, el hombre que ocupaba la mente de Rochi la
esperaba en el interior del automóvil, escuchando las baladas románticas que
emitía la radio de una emisora regional.
Gaston había cambiado de
dirección para no perder tiempo con maniobras cuando llegara Rochi. Repasaba y
hacía anotaciones en una agenda en la que tenía señaladas unas cuantas fechas,
y calculaba cuándo deberían llegar las siguientes partidas de forraje y de
pienso que apilarían en los establos.
En cuanto la vio salir de la
casa apagó la radio, cerró la agenda, introdujo el bolígrafo en una ranura del
lomo y la lanzó al asiento trasero. Arrancó el motor al mismo tiempo que ella
tomaba asiento y puso el coche en la carretera, iniciando el regreso hacia
Roncal.
—¿Qué tal te ha ido?
—preguntó, animado.
No obtuvo respuesta.
La miró para bromear con la
posibilidad de que hubiera perdido la lengua en aquella casa, pero la descubrió
con los ojos cargados de lágrimas y los labios apretados.
El corazón le dio un vuelco
y le golpeó el pecho con la dureza de una roca.
—¿Qué ocurre? —interrogó con
inquietud.
Ella giró el rostro hacia el
cristal de su ventanilla. No quería que la viera llorar, pero a Gaston le resultó
evidente que lo hacía.
—¡Dios! —exclamó,
sintiéndose atrapado en un tramo de carretera en el que no podía detenerse si
no era obstaculizando la circulación.
Aceleró en busca de un
recorrido más abierto.
—¿Qué ha pasado?
Y el gemido del llanto fue
lo único que obtuvo por respuesta. No llegó a encontrar un espacio más amplio.
Se detuvo en una pequeña zona de tierra a su derecha, junto al borde del río.
Se volvió hacia Rochi y
susurró:
—Dime qué ha pasado —los
brazos se le iban hacia ella y tensaba los músculos para no ceder a la
tentación de tocarla.
Rochi quiso responderle,
pero de su boca tan sólo brotó más llanto. Y Gaston no pudo soportarlo más. Se
inclinó y la guareció entre sus brazos. Con su mano izquierda le presionaba la
espalda mientras con la derecha le acariciaba los bucles, sobre la nuca.
—Al menos dime si todo sigue
estando bien —susurró, rozándole la frente con los labios.
Ella afirmó con un
movimiento de cabeza. Gaston la estrechó con más fuerza y suspiró, aliviado.
—¿Te has emocionado con Andrea?
—musitó con suavidad.
Ella volvió a indicar que
sí. Gaston, con los ojos cerrados, inspiró de sus cabellos y se los besó con
cuidado para no ser descubierto en ese acto de ternura. La amaba; la amaba con
todas las fuerzas de su ser. La amaba; y sabía que para él eso era el principio
del fin.
—Llora todo cuanto quieras
si eso te hace sentir mejor—le susurró, mientras intentaba contener sus propias
lágrimas—. Llorar de emoción nos limpia por dentro.
Al escucharle, el llanto de Rochi
se hizo más intenso. Se acurrucó contra su pecho para que la abrazara más
fuerte. Por fin entendía lo que sentía por él, y eso la asustaba. No había
conocido más hombre que a Pablo. Desde hacía cinco años él era su su protector.
Le había prometido que se casarían en cuanto consiguiera el divorcio. Y ella
llevaba meses sin estar segura de lo que quería.
Mientras Gaston la
estrechaba contra su cuerpo y le acariciaba con suavidad la espalda, descubrió
que allí era donde su corazón, al que nunca escuchaba, deseaba estar: entre sus
brazos.
Comenzó a llorar con más
fuerza cuando volvió a pensar en Pablo y sus promesas de un futuro que ya no
podrían compartir, porque de pronto había comprendido que él era su pasado.
Desde hacía meses, aun cuando ella no se había atrevido ni a pensarlo, Pablo
era pasado.
Gaston, sin abrir los ojos,
dejó que la ternura le embriagara. Tal vez ésa sería la última vez que la
sentiría temblar entre sus brazos, pensó. Y suspiró mientras trataba de
grabarse en el alma todo el amasijo de emociones y sentimientos que ella le
provocaba. adaptacion

No puedes dejarlo así...! Es preciosa la historia de Ignacio y Andrea... me encantó el capítulo en serio. Y pobre Rochi, tan emocionada... pero por fin se dio cuenta de que Gas es el hombre de su vida :)
ResponderEliminarNecesito pronto el proximo cap. No tardes. Por fin de dieron fue ha que ambos están enamorados.
ResponderEliminarsubo ya el proximo cap!!! al fin se dan cuenta se sus sentimientos, subiii yaaaa!!!!!!
ResponderEliminarme encanta, pero no lo podes dejar asi!
espero el proximo...
besos:)
No podes dejarme ahi el capitulo por fin Roch se dio cuenta de sus sentimientos hacia Gas
ResponderEliminarawwww me encantoo subi prontoo porfiss!! love uu!! @isa9719
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