miércoles, 3 de abril de 2013

Entre sueños, capitulo 20


Cuando la puerta se abrió, una anciana de cabello blanco recogido en un moño sobre la nuca, la recibió con gesto bondadoso, y la inquietud de Rochi se desvaneció. Sus ojos claros transmitían serenidad. Rochi pensó que si la dulzura tuviera nombre de mujer, sería Andrea. No necesitó preguntárselo para saber que era ella, lo supo nada más verla.
Por eso, sus primeras palabras fueron:
—Me llamo Rochi. Soy la nieta de Ignacio.
No hubo sorpresa en el rostro de la mujer. Pero sí una emoción profunda que humedeció sus ojos, en otro tiempo azul intenso, y que ahora, desgastados con los años, semejaban delicados cristales transparentes.
La invitó a pasar al instante. Rochi subió tras ella la escalera que llevaba al piso superior y la siguió hasta una luminosa cocina en la que la ventana daba al río y a la ladera de un monte tapizado de hermosos colores otoñales.
—Te he reconocido nada más abrir la puerta —dijo la mujer, sonriendo al tiempo que tomaba asiento—. Tienes los mismos ojos que tu abuelo.
—No me atrevía a venir —confesó Rochi, recordando las palabras con las que Gaston la había comparado con Ignacio—. Pensé que tal vez no quisiera hablar conmigo.
—¿Y por qué no iba a querer? —preguntó, abriendo mucho sus ojos claros—. No tengo tantas visitas como para andar espantándolas. Pero es que además tú eres la nieta de dos personas a las que siempre he querido mucho.
—Se estará usted preguntado por el motivo de mi visita —dijo Rochi, complacida ante aquel modo inesperado y cariñoso con el que se refería a su abuela Lucía.
—Pues sí, hija —respondió sin abandonar la sonrisa—. Me tienes intrigada.
—Yo no conocí a Ignacio —reveló, y al hacerlo vio dolor en los ojos de la mujer—. La abuela no quiso volverlo a ver. Y aunque nunca prohibió a papá que lo visitara, él no lo hizo para no disgustarla. Y yo continué con la tradición familiar —dijo, sabiendo que no podía llamarse tradición a algo así—. Considerábamos que mantener contacto con el abuelo era traicionarla.
—Siento escuchar eso, hija. Tu abuelo no merecería vuestro olvido —reprochó, sujetando su vaso de café con leche—. Pero me alegra que ahora quieras saber de él y hayas acudido a mí para esclarecer tu confusión.
—Voy a ser sincera —dijo Rochi—. Necesito que me cuente lo que ocurrió. He escuchado tantas cosas que ya no sé lo que creer.
—Antes, hay algo que tal vez tú puedas ayudarme a comprender—dijo la anciana—. Ni conociendo como conozco el carácter fuerte de Lucía, ni queriéndola como la quiero, pude entender nunca que abandonase a su marido sin darle ninguna oportunidad.
—Ella se sentía herida —respondió mientras la anciana se llevaba el borde de cristal a los labios—. Descubrió que su esposo la engañaba con su mejor amiga, y ese debe de ser un golpe muy duro.
—Pero no hubo engaño, hija —exclamó dejando el vaso sobre la mesa—. Nos enamoramos sin quererlo. Eso fue todo.
—Eso la abuela nunca lo supo. Creyó que había una relación, y el abuelo no intentó sacarla de su error. Al parecer, él sí sentía que la estaba traicionando.
—Así era Ignacio. Tenía un sentido del deber y de la dignidad muy particular —dijo, pensativa—. Y ya que nombro su dignidad, para ser del todo sincera te diré que sí hubo algo entre nosotros.
Rochi sintió una punzada en el corazón. Al final había encontrado a Andrea para descubrir que sí había habido traición; que todos en aquel lugar estaban equivocados; que su abuela siempre tuvo razón.
—Fue cuando decidió que se casaba con Lucía —siguió contando Andrea—. Me citó en el pórtico de la iglesia, al anochecer. Subí la calle sintiéndome culpable, encogida bajo mi abrigo, como si fuera una ladrona. —Suspiró ante los recuerdos del día más importante de su vida—. Creo que a él le ocurrió algo parecido, porque durante los primeros minutos no se atrevió a mirarme. Caminó de un lado a otro, observando desde lo alto las luces del pueblo. —Hizo una pausa para dar un sorbito a su café y volverlo a dejar con dedos temblorosos—. Después me confesó, por primera vez, que me amaba, pero que iba a ser padre y que se casaría con la madre de su hijo.
Del interior del bolsillo del delantal negro, Andrea sacó un arrugado pañuelo de tela con el que se secó la humedad de los ojos. Luego continuó:
—Yo reconocí que también le quería, y que entendía que nunca podría existir algo entre nosotros. Nos abrazamos y nos dimos un beso: el primero y él último —dijo, mientras sus dedos temblorosos plegaban sobre la mesa el pañuelo de hilo—. Fue un beso de despedida que nos terminó de romper el corazón. No volvimos a vernos. Ni tan siquiera cuando Lucía le abandonó.
El alivio que Rochi sintió al escucharla, se diluyó ante la emoción intensa que le encogía el corazón.
—Para entonces usted ya estaba casada —comentó, tratando de deshacerse del turbador sentimiento.
—Sí, hija. Yo me casé unos meses después que tus abuelos. Javier llevaba un tiempo pidiéndome matrimonio y yo respondiéndole que no. Pero era un buen hombre —declaró, queriendo explicar los motivos que tuvo para aceptarle—. Cuando comprendí que no amaría a nadie como amaba a Ignacio, decidí casarme con él. Se convirtió en mi refugio.
—Tal vez, si hubiera estado soltera cuando el abuelo se quedó solo... —comenzó a decir Rochi.
—Nada hubiera cambiado, hija —aseguró Andrea—. La sombra de Lucía era demasiado importante. Lo nuestro nunca tuvo futuro y los dos lo sabíamos. —Sonrió con amargura. Había comprobado que el tiempo no lo curaba todo—. Otra cosa que nunca llegué a entender es cómo se enteró ella de que nos amábamos si no volvimos a coincidir jamás.
—Por las cartas de amor que le escribió el abuelo y que ella descubrió —respondió Rochi, cogiendo su vaso para probar el café con leche que se le estaba quedando frío.
—Te equivocas, hija —dijo Andrea, agitando levemente la cabeza—. Él no me escribió nunca.
—Lo hizo —respondió Rochi, sujetando el vaso con las dos manos—, pero no le envió ninguna. Ahora creo que escribía para que las palabras que no podía decir en voz alta no le ahogaran. Yo... —inspiró para aguantar las lágrimas—. Yo comienzo a entenderle. Le ignoré desde niña porque creía que usted y él habían traicionado a mi abuela. Siempre pensé que habían sido amantes.
—¿Amantes?—dijo con una sonrisa triste—. Ignacio nunca me lo habría pedido. Era noble y recto hasta las últimas consecuencias. Yo le amé más por eso.
—Pero podía haber rehecho su vida con otra mujer en lugar de quedarse solo.
—Él no —dijo con orgullo—. Cualquier otro hombre, sí. Yo también lo hice junto a Javier, pero él no —repitió, y suspiró llevándose una mano al corazón—. Es una pena que no lo hayas conocido. Sólo así comprenderías lo que significaba para él la dignidad. Esa que siempre conservó, aunque él creyera que la había perdido al fallar a Lucía.
Rochi pensó en las razones que le habían llevado a esa casa y ante esa mujer. Razonó que no todas las confidencias debían permanecer guardadas. La que su abuela le hizo, años atrás, en cierto modo le pertenecía a Andrea.
—Hay algo que la abuela me contó una vez —dijo, suspirando hondo—, y que yo no se lo he repetido a nadie. Pero creo que es justo que se lo diga a usted. —Dio otro sorbo a su café y dejó el vaso sobre la mesa mientras pedía perdón, en silencio, por lo que iba a contar—. No abandonó al abuelo porque tuviera una aventura. Me dijo que esas cosas se podían perdonar con la condición de que no volvieran a repetirse. Se fue por lo que sintió al leer estas cartas —dijo, y empujó la caja para acercársela a la anciana—. Me contó que estaban dictadas por el alma. Que cada palabra escrita en esos papeles contenía más pasión y más verdad que todas las declaraciones de amor que Ignacio le había hecho a ella. —Parpadeó con fuerza para no llorar—. Comprendió que el abuelo nunca la había amado de esa forma y que nunca lo haría. Le odió por eso.
Andrea no se preocupó en secarse las lágrimas que le corrieron por las mejillas mientras miraba la vieja caja de zapatos que encerraba todas las palabras de amor que Ignacio no pudo decirle durante años. Ahora comprendía que nunca había dejado de decírselas, pero en voz muy baja, con el alma, y era ella quien no había sabido escucharlas.
—¿Y tú me traes esas cartas? —preguntó, sin poder contener la emoción—. ¿Por qué?
—Es justo que las tenga la dueña de todas esas palabras hermosas. Seguro que el abuelo sonreirá cuando usted las lea.
—Gracias, hija —respondió la anciana, con más temblores en el corazón que en los dedos—. ¿Cómo voy a pagarte esto?
—Ya lo ha hecho —se sinceró Rochi—. Me acaba de reconciliar con mi abuelo.
—Me alegro —y una dicha triste le brilló en los ojos—. Por ti y por mí, porque esto es lo único que he podido hacer por él en toda mi vida.
Rochi suspiró. Se alegraba de haber tomado la decisión de visitarla, de haberle entregado las cartas, de haber traicionado una confidencia. Tan sólo le apenaba comprender que la falta de comunicación había frustrado un amor tan grande, pero también la hermosa amistad entre Andrea y Lucía.
—La abuela tampoco rehízo su vida —comentó de pronto—. No volvió a enamorarse, o si lo hizo no nos lo contó. Hace casi dos años su corazón se cansó de latir y se fue para siempre —dijo con tristeza.
La piel de Andrea perdió su leve color. Sus ojos se llenaron de lágrimas y se llevó el pañuelo a los labios para ahogar un sollozo.
—Lo lamento, hija —dijo cuando fue capaz de hablar—. No puedes imaginar lo que me duele saber esto. Ella siempre fue mi amiga del alma y lo será hasta que me muera.
—Creo que en el fondo ella pensaba lo mismo de usted —aseguró Rochi, inspirando con fuerza—. Todo su rencor era para el abuelo. Y es que a alguien tenía que culpar de su desgracia.
—¿Cómo íbamos a imaginar, el día en el que Ignacio comenzó a salir con Lucía, que la vida nos iba a dar un vuelco tan grande a los tres? —exclamó, secándose las lágrimas—. Todo era demasiado bonito... —No pudo continuar. Se le quebró la voz y se quedó en silencio, rozando la caja con los dedos y pensando en aquellos días felices.
—Disculpe si le hago esta pregunta —murmuró Rochi, mientras sentía que sus mejillas se encendían de vergüenza—. No pretendo ofenderla, pero... ¿ha sido usted feliz?
—¿Junto a Javier? —dijo Andrea, volviendo a la realidad—. Sí, hija. No de la manera como lo habría sido junto a Ignacio, pero he sido feliz. Javier es un buen hombre, trabajador y cariñoso que me ha dado un amor tranquilo. Yo tampoco estaba preparada ni para recibir ni para dar mucho más. Mi corazón siempre estuvo con tu abuelo.
—Ahora comprendo que el suyo también estuvo siempre con usted —musitó en voz baja.
—Si algún día llegas a enamorarte de un hombre de los de verdad —sonrió como si le pareciera sencillo diferenciarlos—, no lo pierdas. Dicen que la vida ofrece segundas oportunidades, pero no siempre es así. Es mejor agarrarse bien a la primera, si descubres que es la que estabas esperando.
—¿Y cómo puedes saber que es la que aguardabas? —preguntó, confiando en que aquel consejo le ordenara la razón que se le enmarañaba cada vez que estaba cerca de Gaston.
—Escuchando a tu corazón —respondió Andrea—. Él nunca miente ni se equivoca, aunque a veces tu cabeza quiera hacerte creer que sí —dijo sonriendo, y Rochi tuvo la sensación de que le había leído el pensamiento.
Y es que por fin comprendía qué era lo que estaba haciendo mal desde hacía tiempo: aclaraba la confusión que albergaba su alma, con simples y fríos razonamientos; sin escuchar a su corazón...
No escuchaba a su corazón.
Vacíos ya los vasitos del café con leche, Andrea acarició de nuevo la caja antes de dirigirse a Rochi.
—Ven conmigo, hija —le pidió con cariño—. Quiero que conozcas a alguien.


Era un pequeño saloncito en el que un mirador de madera se asomaba al tramo de río que quedaba entre la presa y el puente romano. Junto a los cristales, una mecedora acunaba suavemente a un anciano que tenía la mirada perdida.
—Es mi marido —dijo Andrea. Él no se movió—. Hace años que padece Alzheimer. Se le ha olvidado hablar, andar, comer... quizás hasta soñar. A veces, durante unos segundos me reconoce, pero, ¡ya te digo!, sólo a veces. —Caminó con lentitud hasta un viejo sofá verde oscuro, junto al mirador, y se dejó caer con cuidado—. Es curioso que lo único que tenga fresco en la memoria sea lo que le resultó más duro de vivir: su trabajo de almadiero. Pero ¡así es la vida! —exclamó, indicándole con la mano que se sentara a su lado.
—Es la segunda vez que escucho nombrar la palabra almadiero —comentó Rochi, ocupando el espacio junto a Andrea—, pero ignoro en qué consiste ese oficio.
—Era un trabajo para hombres duros y sin miedo —dijo, con un orgullo apenado—. Formaban las almadías juntando troncos y atándolos con lianas y ramas de avellano. Cuando comenzaba el deshielo y las aguas crecían, bajaban, montados sobre las balsas, por rápidos fríos y salvajes. Río abajo vendían la madera y después volvían a casa caminando.
—¿Había leñadores que cortaban la madera y los almadieros eran los que la transportaban? —preguntó con curiosidad.
—No, hija —respondió Andrea—. Mi marido se pasaba desde el inicio del otoño hasta el deshielo, en las montañas, cortando árboles y descortezando troncos. Solía contarme que la nieve y el frío endurecían la madera hasta convertirla en roca.
—Imagino que dormían en bordas, como los pastores —dijo, recordando algunas cosas que le había contado Gaston.
—Ellos no tenían tanta suerte. Se acostaban al raso, calentándose con el fuego de las hogueras y con pieles de ovejas.
Rochi pensaba en lo frías que eran esas corrientes, como le había explicado Gaston. Según él, de existir infiernos de hielo, serían más tibios que esas aguas en invierno. Y eso lo contaba alguien que descendía esos rápidos por diversión, y que no había vivido los riesgos y la dureza extrema de los viajes de los almadieros.
—Imagino que este oficio se terminó cuando surgió el transporte por carretera —dijo al fin, con un profundo suspiro.
—Eso, y la construcción del pantano de Yesa, acabaron con las almadías. Por eso yo viví poco tiempo este oficio tan duro —comentó, recordando sus propias adversidades—. Las mujeres de almadieros pasábamos mucho tiempo haciendo las veces de cabeza de familia.
—¿El abuelo sabía que usted pasaba tantos meses sola? —preguntó, pensando en lo sencillo que hubiera sido que ellos vivieran su amor, aunque hubiera sido a escondidas.
Andrea afirmó con un lento movimiento de cabeza y una sonrisa triste. Ya le había hablado de la honorabilidad de Ignacio. Pensó que no eran necesarias más palabras. Miró con ternura a su esposo, ausente por completo a todo lo que acontecía a su alrededor, incluida la vida misma.
—En estos tiempos, cada primavera, a comienzos de mayo, se celebra un descenso de almadías. Javier lo ve desde el mirador. No imaginas lo feliz que es durante ese tiempo. Se siente más vivo que nunca —suspiró, volviendo la mirada hacia Rochi—. Y yo, gracias a ti, hija, volveré a sentirme viva cada vez que lea esas cartas —dijo, tomándola de la mano para apretarla con fuerza mientras sus ojos azules volvían a llenarse de lágrimas.
—Nunca se me había ocurrido pensar que la vida aquí pudiera ser tan dura —dijo, mirando con tristeza el balanceo del esposo de Andrea.
—Ésta siempre fue una tierra hermosa, y sigue siéndolo —explicó, sin soltarle la mano—. Pero también es una tierra de oficios duros para hombres de verdad; nobles, fuertes y valientes que cuando aman lo hacen para siempre.
—Estoy comenzando a creer que es cierto que hay algo mágico y especial en estos valles —dijo, admitiendo que así eran los bosques, prados y montañas, y pensando que también los hombres debían de ser como Andrea le contaba; al menos así veía ella a Gaston.
Mientras las dos mujeres continuaban haciéndose confidencias, el hombre que ocupaba la mente de Rochi la esperaba en el interior del automóvil, escuchando las baladas románticas que emitía la radio de una emisora regional.


Gaston había cambiado de dirección para no perder tiempo con maniobras cuando llegara Rochi. Repasaba y hacía anotaciones en una agenda en la que tenía señaladas unas cuantas fechas, y calculaba cuándo deberían llegar las siguientes partidas de forraje y de pienso que apilarían en los establos.
En cuanto la vio salir de la casa apagó la radio, cerró la agenda, introdujo el bolígrafo en una ranura del lomo y la lanzó al asiento trasero. Arrancó el motor al mismo tiempo que ella tomaba asiento y puso el coche en la carretera, iniciando el regreso hacia Roncal.
—¿Qué tal te ha ido? —preguntó, animado.
No obtuvo respuesta.
La miró para bromear con la posibilidad de que hubiera perdido la lengua en aquella casa, pero la descubrió con los ojos cargados de lágrimas y los labios apretados.
El corazón le dio un vuelco y le golpeó el pecho con la dureza de una roca.
—¿Qué ocurre? —interrogó con inquietud.
Ella giró el rostro hacia el cristal de su ventanilla. No quería que la viera llorar, pero a Gaston le resultó evidente que lo hacía.
—¡Dios! —exclamó, sintiéndose atrapado en un tramo de carretera en el que no podía detenerse si no era obstaculizando la circulación.
Aceleró en busca de un recorrido más abierto.
—¿Qué ha pasado?
Y el gemido del llanto fue lo único que obtuvo por respuesta. No llegó a encontrar un espacio más amplio. Se detuvo en una pequeña zona de tierra a su derecha, junto al borde del río.
Se volvió hacia Rochi y susurró:
—Dime qué ha pasado —los brazos se le iban hacia ella y tensaba los músculos para no ceder a la tentación de tocarla.
Rochi quiso responderle, pero de su boca tan sólo brotó más llanto. Y Gaston no pudo soportarlo más. Se inclinó y la guareció entre sus brazos. Con su mano izquierda le presionaba la espalda mientras con la derecha le acariciaba los bucles, sobre la nuca.
—Al menos dime si todo sigue estando bien —susurró, rozándole la frente con los labios.
Ella afirmó con un movimiento de cabeza. Gaston la estrechó con más fuerza y suspiró, aliviado.
—¿Te has emocionado con Andrea? —musitó con suavidad.
Ella volvió a indicar que sí. Gaston, con los ojos cerrados, inspiró de sus cabellos y se los besó con cuidado para no ser descubierto en ese acto de ternura. La amaba; la amaba con todas las fuerzas de su ser. La amaba; y sabía que para él eso era el principio del fin.
—Llora todo cuanto quieras si eso te hace sentir mejor—le susurró, mientras intentaba contener sus propias lágrimas—. Llorar de emoción nos limpia por dentro.
Al escucharle, el llanto de Rochi se hizo más intenso. Se acurrucó contra su pecho para que la abrazara más fuerte. Por fin entendía lo que sentía por él, y eso la asustaba. No había conocido más hombre que a Pablo. Desde hacía cinco años él era su su protector. Le había prometido que se casarían en cuanto consiguiera el divorcio. Y ella llevaba meses sin estar segura de lo que quería.
Mientras Gaston la estrechaba contra su cuerpo y le acariciaba con suavidad la espalda, descubrió que allí era donde su corazón, al que nunca escuchaba, deseaba estar: entre sus brazos.
Comenzó a llorar con más fuerza cuando volvió a pensar en Pablo y sus promesas de un futuro que ya no podrían compartir, porque de pronto había comprendido que él era su pasado. Desde hacía meses, aun cuando ella no se había atrevido ni a pensarlo, Pablo era pasado.
Gaston, sin abrir los ojos, dejó que la ternura le embriagara. Tal vez ésa sería la última vez que la sentiría temblar entre sus brazos, pensó. Y suspiró mientras trataba de grabarse en el alma todo el amasijo de emociones y sentimientos que ella le provocaba.                                adaptacion

5 comentarios:

  1. No puedes dejarlo así...! Es preciosa la historia de Ignacio y Andrea... me encantó el capítulo en serio. Y pobre Rochi, tan emocionada... pero por fin se dio cuenta de que Gas es el hombre de su vida :)

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  2. Necesito pronto el proximo cap. No tardes. Por fin de dieron fue ha que ambos están enamorados.

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  3. subo ya el proximo cap!!! al fin se dan cuenta se sus sentimientos, subiii yaaaa!!!!!!
    me encanta, pero no lo podes dejar asi!
    espero el proximo...

    besos:)

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  4. No podes dejarme ahi el capitulo por fin Roch se dio cuenta de sus sentimientos hacia Gas

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  5. awwww me encantoo subi prontoo porfiss!! love uu!! @isa9719

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