Despertó con una paz que no
recordaba haber sentido en mucho tiempo; tal vez nunca. Le envolvía un leve
olor a moras mezclado con otro, menos sutil, a sexo. Abrió los ojos, despacio,
y se encontró con la atractiva y desnuda espalda de Rochi y sus bucles desordenados
sobre la almohada.
Recorrió con sus dedos los
pequeños huesos que formaban su perfecta columna vertebral, ascendiendo con
lentitud desde su cintura hasta el punto más sensible de su nuca.
Rochi gimió entre sueños.
Hacía tan sólo unas horas,
cuando la luz del amanecer apenas comenzaba a filtrarse por la ventana, que la
había despertado con besos y caricias y habían hecho el amor despacio, de un
modo adormilado y perezoso que inflamó cada fibra, conocida y desconocida de su
ser, y le había hecho reventar en un orgasmo abrasador.
Se estremeció al recordarlo.
La abrazó por la cintura y enterró el rostro entre el revoltijo de bucles
dorados para besarle con suavidad la nuca.
La amaba, ¡Dios, cómo la
amaba! Por fin, después de meses de tortura, ella había dormido pegada a su
pecho y lo haría cada noche, hasta el final de sus días.
Sólo intuía un problema.
Sabía que no podría quitarle
las manos de encima ni un momento. Cada minuto desearía acariciarla, besarla,
hacerle el amor hasta caer rendido y, aun después, continuar, con pereza, como
habían hecho esa noche. Quería morir de extenuación entre sus brazos mientras
ella enloquecía de gozo entre los suyos.
Sus manos comenzaron a
moverse con suavidad sobre el vientre de Rochi, quien emitió un gemido ronco.
—Buenos días, mi amor —le
susurró él, sobre la nuca.
Ella ronroneó y se encogió
para amoldarse al acogedor y tierno nido en el quejón la envolvía.
—Tengo que levantarme
—musitó él, ciñéndola como si no fuera a moverse—, pero no quiero hacerlo.
Quiero pasar todo el día aquí, abrazándote y escuchándote gemir.
—¿Y qué te lo impide?
—preguntó con voz somnolienta, enredando sus piernas con las largas y fibrosas
de él.
—Obligaciones —respondió Gaston,
deslizándole los labios por el cuello y el hombro.
Rochi se giró para mirarle
de frente.
Y Gaston se quedó sin aire
cuando la vio con los ojos revestidos de sueño, dos rizos cruzándole la frente
y los labios aún inflamados y enrojecidos a causa de una noche demasiado
ardiente.
—Me gusta verte despertar
—le susurró con voz ronca y profunda—. No imagino una forma mejor de comenzar
el día.
Rochi sonrió dichosa. Tomó
el rostro de Gaston entre las manos y lo acercó para besarle en los labios.
—¿Pensarás lo mismo cuando
me veas con el cabello blanco y la cara llena de arrugas? —preguntó mirándole a
los ojos.
—Sí—respondió Gaston,
mordisqueándole el inflamado labio inferior—. Sí, sí, sí. Nunca me cansaré de
verte despertar. No entiendo cómo he podido vivir sin ti hasta ahora.
La sonrisa de Rochi se
convirtió en una suave y relajada carcajada.
—También me gusta tu risa
—murmuró Gaston, deslizando las manos bajo las sábanas para acariciarle la
cadera desnuda.
—¿Hay algo más que te guste
de mí? —preguntó con voz mimosa y provocadora, sintiendo que su piel comenzaba
a despertar bajo la habilidad de los dedos de Gaston.
—Me gustas entera —confesó
él con un susurro—. ¡Dios, si me gustas hasta cuando levantas la barbilla con
orgullo y aleteas la nariz, llena de furia!
—¿Yo hago eso? —preguntó
sorprendida.
—Sí; claro que lo haces. Y
en cada uno de esos momentos he deseado comerte a besos.
—Y... ¿podrías demostrarme
cómo lo hubieras hecho si yo te hubiera dejado? —preguntó, ronroneándole de
nuevo, esta vez junto al oído.
Gaston sonrió, olvidándose
de todo el trabajo que pensaba hacer esa mañana. La tumbó de espaldas, se
acomodó en el cálido refugio entre sus piernas, y la besó en la boca, dispuesto
a demostrarle que podía darle cuanto le pidiera.
Cálidos rayos de sol
comenzaban a colarse por la ventana, anunciando que la mañana de un nuevo día
avanzaba.
Rochi cocinó con más ilusión
y más mimo que nunca. Preparó una charlota de calabacín con ternera de Navarra,
foie y manitas de cerdo. Cocinó por separado las manitas con sus verduras, y la
carne junto a las suyas y al vino tinto; lo colocó con cuidado en un molde
alternando con capas de foie, y lo dejó todo listo para hornearlo unos minutos
justo antes de comer. Después salió de la borda para buscarle. Ya no podía
estar lejos de él. Necesitaba verle, tocarle, besarle. Se sentía dichosa. Extendió
los brazos para que los rayos del sol le dieran los tardíos buenos días.
Pensó en el ganado que aún
pastaría una semana más en las montañas, disfrutando de un otoño benigno. Eso
le permitiría retozar en la cama con su hombre hasta bien entrada la mañana.
Después llegarían los intempestivos madrugones, pero también las largas
jornadas a su lado, en las que volverían a tocar con sus manos la suavidad de
la cuajada para elaborar su propio queso.
De pronto lo vio.
El lujoso Mercedes negro se
detenía en la cuneta, junto al camino de entrada a la finca. Sintió que el
corazón se le escapaba del pecho mientras un temblor le sacudía las entrañas.
Con los ojos fijos en el automóvil, esperó hasta verlo descender.
Apareció ajustándose la
corbata sobre una de sus elegantes camisas blancas de cuello perfecto. Pablo
miró a su alrededor, tan desconcertado como cuando ella misma detuvo allí su
BMW, ocho meses atrás, en el punto indicado por las coordenadas de su
navegador. Cuando sus ojos se encontraron con la figura de Rochi, se detuvo,
respirando con alivio. Abrió la puerta trasera para coger la chaqueta que
completaba su distinguido traje azul marino, y se la puso según avanzaba por el
camino con paso acelerado.
Rochi contuvo la respiración
y tiró de los puños de su rebeca hasta que sus dedos desaparecieron bajo las
mangas. Paralizada, observó su perfecta estampa de hombre atractivo y
triunfador, y el cariño que sentía por él le inflamó de nuevo el corazón.
Aguardó a que estuviera
cerca y entró en la borda para que él la siguiera, dirigiéndose hacia la
cocina. No quería recibirlo fuera, a la vista de cualquiera que pudiera salir
de los establos, en especial de Gaston.
Pablo entró como un huracán.
Sin darle tiempo, la rodeó con sus brazos y la besó en la boca con la pasión
que llevaba conteniendo durante meses. La emoción no le dejó apreciar la tibia
respuesta de Rochi.
—Te amo —susurró al tiempo
que la abrazaba y la acomodaba en su pecho—. Creí que enloquecía cuando
desapareciste, pero ya estamos juntos de nuevo.
—¿A qué has venido?
—preguntó Rochi, confundida.
—¿A qué he...? —Pablo se
desconcertó ante el frío recibimiento. Aflojó el abrazo para mirarla a los
ojos, pero no terminó de soltarla—. He venido a decirte que te amo y a llevarte
conmigo —musitó, escudriñando con preocupación en sus ojos—. Pero también he
venido a pedirte perdón por lo que hice, o más bien por lo que no hice. Sé que
te fallé —reconoció con pesar.
Rochi volvió a percibir el
mismo dolor que ocho meses atrás. Tenerlo enfrente le avivó la rabia y los recuerdos
de aquel infortunado día.
—¡Me sentí tan humillada!
—reveló, esperando que él no pretendiera consolarla como había hecho muchas
veces en el pasado, pero no en aquella última ocasión.
—También yo me sentí
avergonzado —confesó, aun sabiendo que no existían palabras que definieran su
ánimo hundido en aquellos momentos—. Nunca me perdonaré no haber estado a la
altura que merecías. Sólo espero que tú sí sepas hacerlo —musitó, tomandole las
manos y besando con suavidad sobre sus dedos.
—Hace tiempo que lo hice,
pero las cosas han cambiado en estos meses —dijo Rochi, a la que la ternura de Pablo
le destrozaba el corazón.
Y, a él, el miedo a
descubrir si aquel cambio le llevaba a perderla, le obligó a cerrar los ojos y
a intentar cubrírselos a rochi.
—¿Qué ha podido cambiar que
tenga importancia? —preguntó con voz melosa—. Yo te amo cada día más.
—Soy yo quien ha cambiado
—aseguró, bajando la mirada y tratando de abstraerse de sus caricias.
—Necesitabas que tu hombre
viniera a suplicarte perdón y a llevarte en brazos hasta casa —susurró, y
sonrió con un amor que llenó de angustia el alma de Rochi—. Me lo has puesto
muy difícil, pero al fin te he encontrado, y aquí estoy porque te quiero con toda
mi alma.
—Pablo, yo...
La besó con delicadeza en la
yema de los dedos, lo que hizo que reparara en una ausencia. El anillo que ella
había lucido durante años no estaba. Ni siquiera la huella del lugar en el que
había esperado encontrarlo.
—No llevas el solitario que
te regalé —observó en voz baja—. Ni el colgante —añadió, rozándole la piel del
escote.
La miró con tristeza,
esperando una explicación creíble. En realidad estaba dispuesto a creer
cualquier cosa que ella le dijese. Todo menos lo que escuchó de sus labios.
—No volveré a llevar esas
joyas, Pablo —musitó, con el dolor que le provocaban sus propias palabras—. Son
símbolos de un amor que ya no siento.
A Pablo comenzó a faltarle
el aire y supo que no solucionaría el agobio aflojándose el nudo de la corbata.
La asfixia se la provocaba el dolor. Toda su valiosa seguridad no le servía en
aquel instante. Llevaba meses conviviendo con el temor a perderla, y en este
momento ese miedo se hacía más intenso y más real.
—No digas eso —respondió,
estrechándola entre sus brazos—. Aún continúas enfadada conmigo, pero me amas,
lo sé.
—Te quiero —dijo Rochi,
apoyando la cabeza en su pecho—. Te querré siempre, pero el amor terminó.
—Creo que estás confundiendo
las cosas, rochi —susurró con la voz paciente que siempre la había
tranquilizado—. Pero es normal después de todo el tiempo que llevamos separados
y en el que tú has estado sola, rumiando lo que nos ocurrió.
Rochi se apartó y él la miró
apenado.
—Es más que eso, y en el fondo
lo sabes —dijo, retrocediendo unos pasos.
Pablo la miró en silencio,
tratando de evaluar si sus palabras surgían del enfado, de la decepción, del
desamor... Quiso encontrar amor en sus ojos, y le resultó sencillo: sólo tuvo
que cambiarle el nombre al cariño que ella le mostraba.
Buscó en el bolsillo
interior de su elegante chaqueta y sacó unos documentos. Los desplegó para
tendérselos.
—He dejado a Mery —declaró
de pronto, y esperó para gozar de la expresión sorprendida de Bea—. Esta es la
copia de la demanda de divorcio —insistió, esperando un gesto de alegría que no
llegó—. Soy un hombre libre, mi amor.
Ella los miró sin tocarlos.
Los folios se agitaban con un ligero temblor. Pablo era una marea de nervios, y
eso la hacía sufrir.
—I Qué ha cambiado en estos
meses para que lo hayas hecho? —le
preguntó con una sonrisa triste.
—Que me abandonaste —musitó
él, acariciándole el cabello—. Que me he dado cuenta de que tú vales más que
todas las riquezas y el poder del mundo. Que no quiero nada si no lo puedo compartir
contigo —susurró, deslizando los dedos hacia su nuca.
—Demasiado tarde, Pablo
—exclamó, agobiada por la responsabilidad de que hubiera renunciado a su vida
de lujos por ella—. Cuando el amor muere no existe nada que pueda resucitarlo.
Ni siquiera podrá hacerlo este divorcio con el que he soñado durante tanto
tiempo.
—Eso no es cierto —dijo,
atrayéndola hacia él—. Lo dices por lo que te hice. Sigues castigándome y te
juro que lo entiendo. Pero no me digas que no me quieres, porque no puedo
creerte.
—No, Pablo. No quiero
hacerte pagar nada. Has sido demasiado importante en mi vida, por eso quiero
ser sincera contigo. —Inspiró ante un incontenible deseo de llorar.
Pablo, sin terminar de
entender el origen de tanta angustia, trató de consolarla besándola en la
mejilla. Ella se apartó. No quería sollozar entre sus brazos mientras le decía
que le abandonaba. Pero en algún lado necesitaba desahogar el dolor que le
estaba partiendo el alma.
Sin decir una palabra, se
alejó hacia su habitación. Pablo, observándola salir apenada, contuvo el deseo
de ir tras ella para consolarla. Pero la conocía bien. Entendió que en ese
momento necesitaba su espacio para llorar sin testigos y recuperarse de la
emoción.
Se maldijo por no haber sido
capaz de localizarla mucho antes. Tantos meses separados habían hecho mella en rochi.
Pero la intensa emoción que acababa de ver en sus ojos, hundidos en lágrimas,
le hizo albergar la esperanza de que no todo estuviera perdido.
Impaciente, pero confiado,
dejó los documentos sobre la mesa. Resopló para tranquilizar a su corazón y se
frotó una mano contra la otra. Sus dedos, firmes al acariciar a rochi,
comenzaban a temblar de nuevo.
Miró a su alrededor sin
poder creer que ella hubiera vivido allí. Él se había ocupado, durante años, de
que estuviera envuelta en los lujos que merecía. No entendía qué cables se
habían cruzado en su preciosa cabecita para haber pasado allí tantos meses.
Pero confiaba en devolverle la cordura, como había hecho siempre.
El delicioso olor de la
charlota llamó su atención. Se acercó al fogón donde el molde esperaba para un
último y breve horneado.
«¿Quién cocina para ti,
preciosa?», se preguntó, resistiéndose a creer que fuera ella quien lo hiciera.
Lo más complicado que le había visto preparar, además de café y tostadas, era
una buena ensalada. Nunca había ocultado que le horrorizaba el chisporroteo del
aceite y que huía de la cocina como de la peste.
Pero Pablo terminó fijándose
en el libro de recetas. Pensó que parecían ser muchas las cosas que habían
cambiado en rochi. Aún incrédulo, lo tomó en sus manos y comenzó a pasar hojas,
como si eso pudiera darle la respuesta.
Y de pronto recibió una
información inesperada.
Hacia el centro del
recetario encontró la fotografía de un hombre joven, a su entender atractivo,
acostado y dormitando en el suelo. Era el secreto que Rochi había traído de su
visita a la librería, oculto, aquella vez, entre las hojas de una novela.
El corazón le dio un vuelco
y crispó los dedos sobre la instantánea.
Celos, acerados como
puñales, se le clavaron en las entrañas. La sombra de un doloroso
presentimiento le hizo maldecir para sus adentros: aquel tipo era el motivo de
la larga ausencia de rochi. Se lo dijo la sensación de agobio que le estrechó
la tráquea camino a los pulmones.
Volvió a observar la cocina
con más detenimiento, buscando la prueba de que aquel hombre vivía allí, junto
a la mujer que él amaba. Pero lo que vio ni siquiera pudo identificarlo con
ella.
Ofuscado, se grabó el rostro
en la retina y dejó la foto en su lugar, cerró el libro y lo colocó como lo
había encontrado.
«Justo a tiempo», se dijo al
sentirla regresar. Antes de darse la vuelta tomó una gran bocanada de aire
esperando que le entibiara los celos, y cuando la vio, más tranquila pero
también más distante, contuvo el deseo de abrazarla y recordarle cuánto la
amaba.
Rochi volvía con la firme
decisión de acabar con todo antes de que el dolor volviera a dejarla sin
defensas. Para hacerlo con más contundencia, traía, encerrados en su mano, los
símbolos del amor que Pablo y ella habían compartido.
—Siempre tendrás mi cariño
—dijo ella, tendiéndole el anillo y la cadena con el medio corazón—. Pero me
has hecho regalos muy valiosos que no puedo conservar.
Pablo acusó el inesperado
golpe controlando un gemido de dolor. En un instante cruzó por su mente el
infierno en el que había vivido los últimos meses sin ella. Se dijo que no
podía pasar de nuevo por aquello; rochi era toda su vida.
—Nada de esto es necesario,
mi amor. —No tomó las joyas y ella las dejó sobre la mesa—. Todo lo que te
regalé te pertenece ocurra lo que ocurra entre nosotros. Pero es que, además,
tú y yo no vamos a terminar —afirmó con su acostumbrada seguridad, ahora
maltrecha—. Me amas, aunque el orgullo no te deje reconocerlo en este momento.
Rochi negó con la cabeza,
cerrando los ojos. No había imaginado que decirle adiós le iba a costar tanto.
años de relación no se borran en un instante. Guardaba en su memoria demasiados
momentos compartidos, demasiados sueños incompletos.
Pablo se acercó a ella. Rochi,
adivinando sus intenciones, caminó hacia atrás. Se detuvo cuando alcanzó el
borde del fregadero. Él apoyó las manos sobre la encimera, confinándola con su
cuerpo y sus brazos.
—Lo que tú y yo hemos vivido
no desaparecerá con un enfado, por muy grande que éste sea —le susurró,
aproximándose hasta rozarle el rostro con el suyo—.
—Eso ha quedado muy lejos, Pablo
—dijo, casi como una súplica.
—No tanto, mi vida —volvió a
susurrar—, no tanto, y te lo voy a demostrar.
Estaba seguro de que ella no
le rechazaría.
Pensó que querría probarle
que hablaba en serio y que sus caricias ya no la afectaban. Sin apartar las
manos de la encimera, le rozó los labios con los suyos. Primero con delicadeza,
dibujándoles el contorno, apresándolos de modo sutil. Suaves toques se
convirtieron en un beso lento que masajeaba sus labios secos para humedecerlos
y entibiarlos poco a poco.
El deseo de Pablo, ocho
meses aguardando a la mujer que necesitaba, se tensó ante ese tacto familiar y
codiciado, pero el hombre, dueño de la situación, aguantó el empuje y se
contuvo, ahogó un gemido y pasó a explorar el interior de la boca que tan bien
conocía. Su sabor dulce y adictivo, , el calor que le convertía en un ser
primitivo que sólo quería poseerla. Pero ella no se excitó como otras veces.
Sintió que se le partía el corazón ante el modo tierno en el que Pablo la
buscaba, sin embargo, no fue capaz de corresponderle.
Él se apartó cuando la boca
de rochi le traspasó un sabor salado. Buscó los adorados ojos y se le contrajo
el corazón al ver brotar dos gruesas lágrimas.
—Te amo —susurró, cada vez
más desconcertado—. Sabes que te amo sobre todas las cosas. No sé qué deseas
que haga para que me perdones, pero sea lo que sea, házmelo saber, porque lo
haré. —Le secó las mejillas con las yemas de los dedos—. Regresa conmigo a casa
—imploró.
—No puedo hacerlo —dijo,
conteniendo nuevas lágrimas—. Te pido que aceptes mi decisión. Como bien has
dicho, ahora eres un hombre libre. Disfruta de esa libertad.
—Cambiaría todo lo que soy y
todo lo que tengo por conseguirte —le aseguró, sin apartar las manos de su
rostro—. Si te has encaprichado con quedarte en este rincón olvidado de Dios y
del diablo, dímelo, porque puedo aprender a cuidar vacas, ovejas o lo que sea
que haga la gente aquí.
Rochi suspiró, mirándole a
los ojos. En verdad, Pablo había cambiado. No encajaban allí ni él, ni sus
trajes exclusivos, ni su modo de vida. Aun así estaba dispuesto a seguirla
hasta donde ella quisiera.
Pero todo aquello llegaba
demasiado tarde.
—Ni existe ni existirá
ninguna posibilidad. Durante el tiempo que llevo lejos de ti... —cerró los
ojos, buscando fuerzas—, me he enamorado —confesó, para que entendiera que ése
era el final—.él es el hombre que he buscado durante toda mi vida. Lo he
encontrado y no voy a perderlo.
El cruel presentimiento de Pablo
tomó forma de pronto. El maldito sujeto de la fotografía le estaba robando a su
Bea, si no lo había hecho ya, y él, como un estúpido, le había dejado el
terreno libre durante meses. Ahora había alguien sobre el que podía volcar su
frustración. Comprimió el estómago para no crispar los dedos con los que aún le
acariciaba la mejilla.
Pensó que si daba
importancia a aquella confesión, estaba perdido. Le pareció mejor tratarlo como
lo que necesitaba que fuera: la distancia que a ella le había enfriado un poco los
sentimientos. Sólo tenía que convencerla de que así era, porque después él se
encargaría de enamorarla de nuevo. Su corazón albergaba amor suficiente como
para conseguirlo.
—No, mi cielo —exclamó,
aparentando calma—. Yo soy el hombre de tu vida y tú eres la mujer de la mía.
Rochi agitó la cabeza y le
miró, pidiendo con los ojos que aceptara que las cosas entre ellos habían
cambiado.
—Te daré más tiempo, si eso
es lo que quieres —insistió él, como si hablara a una niña pequeña: a su niña
pequeña—. Ignoro cuánto necesitarás. No sé cómo de desesperado y hundido
necesitas verme para perdonarme del todo. Pero aguardaré.
—Pablo, nada cambiará...
—No. No lo digas —pidió,
negándose a que le arrancara la esperanza—. No lo digas nunca.
Volvió a sacar algo del socorrido
bolsillo de su chaqueta, y suspiró antes de mostrarle la estampa de una
fastuosa mansión.
—¿Al menos recuerdas esto?
—preguntó, mirándola como si pretendiera entrar en sus pensamientos.
Rochi la tomó, recelosa. Era
el palacete de Aranjuez. El que juntos habían mirado infinitas veces porque
ella soñaba con convertirlo en su gran hotel.
—¿Qué ocurre con él?
—preguntó sin entender nada.
—Que es tuyo —respondió,
reteniendo todos los gestos de rochi—. Éstos son los títulos de propiedad
—añadió, sacando los documentos del bolsillo en el que aún aguardaba una cajita
con un anillo de compromiso—. Sólo tienes que firmarlos y pasarás a ser la
dueña absoluta de ese palacio y sus jardines.
—Pero... —ella miró los
papeles sin salir de su asombro—, ¿cómo lo has conseguido?
—No ha sido fácil. —Sin
apartar la mirada, dejó las escrituras junto a la demanda de divorcio—. La
familia no quería deshacerse del palacio. He tenido que tocar muchas puertas,
pedir muchos favores, cobrarme algunos que me debían. —Suspiró profundamente—.
Todo vale con tal de verte feliz.
—¿Y el dinero? —preguntó,
angustiada—. ¿Cómo vas a pagar esto ahora que no cuentas con la fortuna de Mery?
—No te inquietes por mí—le
pidió, conmovido por su preocupación—. Acepté irme sin nada porque lo único que
me importaba eras tú. Pero todo cambió de un día para otro. —Sonrió
infundiéndole tranquilidad—. Mi ex suegro es un hombre inteligente que no tardó
en comprender que me necesita. Al final me salió más que rentable. Mi vida no
va a cambiar en ese aspecto.
Recordó su jugada con la
multinacional francesa. Se había ocupado de que sólo confiaran en él y de que
prefirieran otras ofertas antes de cerrar un trato con una empresa en la que él
ya no estuviera presente. No le sorprendió la llamada de su suegro, ni el jugoso
acuerdo que le presentó, ni la actitud afable con la que casi le suplicó que
continuara al frente de la firma.
—Aun así, no deberías
haberlo hecho —musitó, aliviada dentro de su pena.
—Ya —dijo Pablo, frotándose
la nuca con gesto de cansancio—. Hay muchas cosas que no debería haber hecho en
mi vida, pero están ahí, imborrables. —La miró, le rozó unos bucles y se los
colocó con lentitud tras la oreja—. Al menos ésta la he hecho por amor. Es tu
sueño —le recordó, introduciendo la mano en el bolsillo para rozar con los
dedos la pequeña caja—. ¿Vas a renunciar a él? ¿Vas a cambiarlo por esto?
Rochi miró a su alrededor,
imitando el gesto de Pablo, y suspiró, jurándose que jamás, nadie, le haría
renunciar a ninguno de sus sueños.
Unos minutos después, Pablo
salía de la borda.
Se sentía frustrado, pero
estaba convencido de que todo era una niñería más de rochi. Otra de las muchas
a las que él había asistido en sus cinco años de relación. Estaba seguro de que
ella le quería y que acabaría entendiéndolo en cuanto su capricho por el sujeto
de la fotografía se le hubiera pasado.
Pero era la primera vez que
se fijaba en un hombre que no fuera él. Y eso le destrozaba el corazón.
No se resignaba a regresar a
Madrid con la simple esperanza de que ella recapacitara. Se había enfrentado a
un divorcio en el que a punto había estado de perderlo todo; había utilizado
los medios que merecía el más fructífero de los negocios tan sólo para
comprarle la mansión; había conducido quinientos kilómetros para verla, para
pedirle perdón, para llevársela consigo. No podía rendirse ahora y sentarse a
esperar que el destino le fuera propicio.
Miró a su alrededor sin
saber bien qué buscaba. Las dos naves de ganado le llamaron la atención. Pensó
que tal vez allí encontraría algunas respuestas. Más bien algunas soluciones.
En esos momentos, un nuevo
corderito acababa de llegar al mundo ayudado por la experiencia y la ternura de
Gaston. Arrodillado en el suelo y con la felicidad bien adherida a la piel, se
secaba las manos que se había lavado en un cubo de agua y observaba la
dedicación con la que la madre lamía la suave lana de su cría. Sus ojos y su
boca compartían una sonrisa que nada ni nadie había conseguido borrar durante
toda la mañana; ni siquiera las bromas con doble intención del despierto e
intrigado Luca. Dijo que le veía demasiado feliz, demasiado extraño, y le
pidió, hasta el aburrimiento, que le contara lo que le había ocurrido. Pero Gaston
sólo había despegado los labios para sonreír. Había disfrutado en silencio de
su dicha, esperando con impaciencia el momento de ver a Rochi para estrecharla
entre sus brazos y comérsela a besos.
Con tanta complacencia y
tanto pensamiento apasionado, no escuchó los pasos que se acercaban. No sintió
el escrutinio al que le sometió el desconocido para asegurarse que estaba ante
el hombre de la fotografía.
—¿Ella te ha hablado de sus
sueños? —preguntó Pablo, dispuesto a venderle la idea que le convenía, como si
de uno de sus clientes se tratara.
Gaston se incorporó con la
toalla entre las manos y trató de analizar al recién llegado: sus brillantes
zapatos pisando el suelo cubierto de paja y su exclusivo traje estaban fuera de
lugar. Aunque su gesto de seguridad denotaba que no se encontraba perdido.
Gaston le miró con atención,
frunciendo el ceño.
—No te esfuerces —aconsejó Pablo,
con su rutinario tono seguro—. No nos conocemos, aunque hay un detalle que nos
une. —Se acercó hasta la valla que le separaba de Gaston y los corderos—. Soy
el hombre que se preocupa de la felicidad de rochi.
Gaston inspiró al comprender
que estaba ante el último personaje al que hubiera querido ver allí. Se
preguntó por qué, después de tanto tiempo, había aparecido precisamente ese
día. Justo cuando la felicidad de amar a Rochi era tan grande que no le cabía
en el cuerpo.
—Entiendo —dijo, sin ocultar
el malestar que le provocaba verlo—. Tú eres el tipo que necesita tener a dos
mujeres para sentirse, al menos, medio hombre.
A Pablo le inquietó que rochi
le hubiera hablado de algo tan personal. Imaginarlos compartiendo intimidades
le envenenó la sangre, pero nada en su semblante o en sus gestos lo delató.
Lejos de ella, volvía a ser el hombre que no dejaba traslucir sus sentimientos
ni su estado de ánimo.
—No he recorrido quinientos
kilómetros para discutir contigo —con ganas hubiera añadido, «con un pastor
ignorante». Pero no quería enfadarle cuando presentía que le bastaría con
herirle—: He venido para hablar con rochi.
—Entonces no entiendo qué
haces en los establos. Ella está en la casa—exclamó Gaston, crispando los dedos
sobre la toalla.
—Lo sé, pero, como ya te he
dicho, me preocupa su felicidad. Ignoro cuáles pueden ser las aspiraciones de
un pastor —dijo, cuidando de no mostrarse demasiado despectivo—. Puede que todo
se reduzca al deseo de pasar toda la vida junto a su ganado, pero rochi tiene otros sueños, y tal vez yo debería
contártelos.
Gaston sonrió, agitando la
cabeza. La sutileza de Pablo no le engañaba. Le hablaba como a un pobre inculto
al que pretendía menospreciar sin mancharse, y aunque eso le traía sin cuidado,
en lo referente a Rochi la cosa cambiaba.
—Los conozco —respondió,
acercándose a la valla para mirarlo de cerca—. No necesito que me expliques
nada sobre ella.
—Esa respuesta no me
tranquiliza —exclamó Pablo, ocultando la satisfacción que sintió al escucharle—.
Si sabes que ella lleva años soñando con su gran hotel; planeando hasta el
detalle más insignificante, como el color de las alfombras o el tipo de cristal
de las lámparas, y a pesar de eso pretendes retenerla aquí, cuidando de ti
mientras te encargas de los animales, no eres el hombre que ella necesita.
Gaston casi pudo escuchar el
chasquido con el que se le rompió el corazón.
Le había preocupado tanto
averiguar si el amor de Rochi era solamente suyo y para siempre, que había
olvidado preguntarle por lo que ocurriría con su gran sueño. Un dolor demasiado
conocido surgió de sus recuerdos, y sintió que el paraíso que había descubierto
hacía unas pocas horas comenzaba a oscurecerse.
—Sigo sin entender qué haces
aquí ni por qué estamos hablando de esto —dijo con impaciencia. Le urgía
quedarse solo para ordenar sus sombríos pensamientos—. Así que dime de una puta
vez qué quieres de mí y lárgate.
—Perfecto —exclamó Pablo,
complacido al vislumbrar el inicio de su desmoronamiento—. Vamos a lo que
interesa sin perder tiempo con detalles estúpidos. —Sacudió un polvo
inexistente del borde de la valla y apoyó en ella los antebrazos, cruzando los
dedos de ambas manos—. Yo le he conseguido ese sueño: le he comprado esa
mansión y le he traído los títulos de propiedad a su nombre. —No pudo
resistirse a añadir—: Además de una copia de la demanda de mi divorcio.
«Como si eso me preocupara»,
pensó Gaston. Su problema, real e insalvable, era otro. Y tenía que ver con el
amor que él sentía por Rochi; con el amor que Rochi sentía por él; con los
errores que por amor había cometido en el pasado.
—Estás intentando comprarla
—dijo Gaston, con una risa amarga—. No lo puedo creer.
—Tú lo llamas comprar; para
mí es cuidar de ella, como he hecho siempre.
—Creo que no sabes de lo que
Rochi es capaz —aseguró, y sus ojos brillaron con admiración—. Puede conseguir
cualquier cosa que se proponga, sin ayuda de nadie.
La más que evidente devoción
que Gaston sentía por rochi avivó el despecho y la saña en el corazón de Pablo.
Contuvo esos sentimientos mientras se decía que le iba a encantar verlo hundido
cuando acabara con él.
—Me parece que no estamos
hablando de la misma mujer —dijo, y de momento se contentó con el gesto
indignado de Gaston—, pero, en cualquier caso, da igual; me gusta consentirla y
verla rodeada de lujos. Durante estos años ha tenido todo cuanto ha querido sin
que necesitara pedirlo. Ella no ha nacido para vivir en un lugar como éste —y
preguntó, cargado de veneno—: ¿O es que no la has mirado bien?
La había mirado. ¡Dios, si
la había mirado! Lo había hecho durante meses, y hasta la última fibra de su
ser y el último pedacito de su alma se habían quedado prendados de ella para
siempre. Pero no iba a explicarle cuánto o cómo la había mirado, ni lo que
esperaba recibir de ella o lo que él podía darle.
—Yo no he conducido durante
quinientos kilómetros —dijo Gaston, con ironía—, pero no voy a discutir esto
contigo.
—Estás a la defensiva, y yo
no he venido a atacarte —aseguró Pablo con calma mientras su interior era un
rugido de celos violentos—. Soy un pacífico hombre de negocios, no un macarra
que se lía a golpes con el primero que mira a su mujer. Me jode esta situación,
lo reconozco —dijo, con un falso aire de aceptada derrota—. Pero es algo que
hablaré con ella, no contigo.
—Bonito discurso —opinó Gaston,
arrojando con rabia la toalla al cubo de agua—. El final perfecto sería que
ahora te largaras y me dejaras trabajar.
Pablo, viendo que su ataque
surtía el efecto esperado, continuó aguijoneando sin ninguna piedad.
—Primero deja que te cuente
algo que deberías saber —dijo, ajustándose la corbata y volviendo a colocar los
antebrazos en la valla—. La difícil tarea de montar un hotel como el que ella
pretende es sólo el comienzo. La clase y el prestigio, en estos negocios, hay
que írselos ganando poco a poco, a no ser que dispongas de los contactos
adecuados. Yo los tengo —aseguró, esperando que eso le impactara—. Estoy en
disposición de llenarle ese hotel con personajes importantes e influyentes
durante todos los días del año. Puedo darle mucho más de lo que espera
alcanzar, y ella lo sabe.
—El hombre poderoso al que
nada se le resiste —ironizó Gaston, con el temor y la tristeza opacándole la
mirada—. ¿Por qué no me dices de una maldita vez lo que quieres? —lanzó,
abriendo la valla para caminar, con paso rápido y firme, hasta detenerse frente
a él.
—Quiero una sola cosa, y que
la aceptes o no dependerá de cuánto te interese la felicidad de rochi.
Gaston se mordió la lengua
para no decirle que la amaba más de lo que lo había hecho él durante cinco
largos años; que no existía nada que no estuviera dispuesto a sacrificar para
verla feliz. Pero se negaba a hablar de Rochi como si fuera «algo» que ellos
dos se pudieran disputar.
—Ella me ha pedido tiempo
—continuó diciendo Pablo, mintiendo al ver crecer la confusión en Gaston—. Le
ha ilusionado la mansión, pero dice que necesita pensarlo durante unos días.
—Hizo una pausa, preparándose para encajarle el golpe final—. Si ella significa
algo para ti, no intervengas, no manipules, hazte a un lado y deja que sea ella
quien decida qué quiere hacer con su vida. No le destroces los sueños.
Le estaba dando de pleno en
su debilidad; en lo único contra lo que no podía luchar. Le estaba clavando un
puñal en la misma hendidura por la que se había desangrado durante años. Ni de
haber conocido Pablo su funesto pasado le hubiera herido más eficazmente.
—¿Y qué harás tú mientras
ella decide? —preguntó con una dolorosa ironía.
—Regresar a Madrid y esperar
—respondió con orgullo—. ¿Te atreves tú a hacer lo mismo, o sabes que si no la
presionas se te escapará?
—¿A qué juegas? —preguntó Gaston,
crispado.
—No te entiendo —respondió,
alzando una ceja. Su interior ya estaba más tranquilo. El dolor en los ojos de
su adversario era intenso, oscuro. Pablo respiró con satisfacción sabiendo que
ya le había vencido: rochi regresaría a sus brazos.
—Claro que me entiendes
—aseguró Gaston, apretando los dientes como hubiera hecho el condenado a muerte
que se sentía—. Dices que sólo te preocupa la felicidad de Rochi y que no
quieres hablar de mi relación con ella. Pero en realidad has venido a marcar tu
territorio; a advertirme que ella te pertenece y que yo no pinto nada en esto.
Me estás diciendo que la olvide porque tú la tienes en exclusiva. Pero Rochi no
te pertenece a ti ni a mí ni a nadie.
—¿Eso significa que no
intentarás influenciar en su decisión? —preguntó, inconmovible y dichoso.
Gaston le miró de frente,
preguntándose si merecía la pena romperse los dedos estrellándolos contra su
cara de insolente prepotencia. Decidió que no, y dejó de escuchar sus palabras.
Ni le interesaban ni le herían. Sólo pensaba en Rochi; en que si la amaba
tendría que perderla; en que no dejaría que volviera a ocurrir lo mismo; con
ella no.
Sacudió la cabeza y se giró
para salir del establo por la puerta trasera.
—No me has respondido —dijo Pablo,
alzando la voz para que pudiera escucharle.
Gaston continuó caminando,
más furioso y dolido consigo mismo que con nadie.
—¡Vete al infierno!
—masculló, apretando los puños—. Así me harás compañía.
Allí era donde Gaston se
había hundido de un solo golpe: en el infierno. Salir a galope de la finca para
adentrarse en los cerrados bosques de pinos y hayas no le sirvió para escapar
de él, porque hacía tiempo que a Rochi la tenía metida en la sangre, clavada en
su corazón, afianzada en sus pensamientos.
El, que habría luchado hasta
las últimas consecuencias para no perderla, estaba siendo vencido por lo único
contra lo que no podía luchar: los sueños. Los sueños volvían a cruzarse en su
camino, como en una segunda oportunidad para que esta vez pudiera hacer lo
correcto, aunque hacer bien las cosas significara perder a la mujer que amaría
hasta la muerte.
Quiso cabalgar sin rumbo,
pero descubrió que ni siquiera para eso era ya un hombre libre. La inercia, el
dolor, tal vez hasta la necesidad de encontrar consuelo donde no lo había, le
condujo por la senda que había recorrido junto a Rochi, meses atrás, la primera
vez que ella salió a cabalgar en libertad, fuera de clubes y picaderos.
Su desesperada huida hacia
ninguna parte terminó en el interior del bosque, junto al riachuelo, sentado
sobre una espesa capa de hojas secas y con la espalda derrumbada sobre el
grueso tronco de una haya.
Cerró los ojos para escuchar
el sonido del viento y aspirar el olor húmedo del musgo y la hojarasca. Durante
años, las sensaciones y el sosiego habían estado unidos a aquel lugar, pero
esta vez el aire le llevó la voz y la risa de Rochi y su delicado perfume a
moras.
¿Qué iba a hacer sin ella?,
se preguntó durante horas. ¿Cómo iba a renunciar a tenerla sin morirse de
dolor? ¿Qué iba a hacer después, durante el resto de su vida, cuando el
martirio de saberla junto a ese otro hombre le fuera arrancando el corazón a
pedazos?
Le angustiaba la respuesta.
Sólo pudo llorar,
desesperarse y maldecir hasta que se obligó a mantener la calma. Una calma
agitada durante la que no consiguió que su corazón dejara de temblar. Una calma
breve en la que pensó en lo que podía hacer para ayudar a que Rochi cumpliera
sus sueños.
Ella le amaba, y él sabía
que no bastarían las palabras para alejarla de su lado. (adaptacion)

no puede ser empezó tan bien el capitulo y tiene que llegar este imbecil de Pablo para arruinarles la felicidad y todavia miente, espero que Roci tome una decicion pobre Gas em da pena espero que hablen y se arregle todo.
ResponderEliminarNo tardes en subir capitulo!