Capitulo 6
Al día
siguiente, conocí a Lali, la hermana de Gaston, quien era sólo un año mayor que
yo, aunque yo le sacaba casi una cabeza de altura. Más que guapa, era llamativa,
con un cuerpo atlético y miembros largos, como todos los Dalmau. Los Dalmau
eran una familia de inclinaciones físicas, competitivos y bromistas, o sea todo
lo opuesto a lo que yo era. Al ser la única niña de la familia, Lali había
aprendido a no intimidarse ante ningún desafío y a afrontar cualquier reto, por
muy irrealizable que pareciera. Yo admiraba su temeridad, aunque no la
compartía. Lali me contó que ser una aventurera en un lugar donde resultaba
imposible encontrar una sola aventura constituía una maldición.
Lali
quería con locura a su hermano mayor y le encantaba hablar de él casi tanto
como a mí me encantaba escucharla. Según me contó, Gaston se había graduado el
año anterior y salía con una chica de último curso del instituto que se llamaba
Amanda Tatum. Las chicas se echaban en sus brazos desde que tenía doce años.
Ahora Gaston se dedicaba a construir y reparar cercas de alambre para los
ganaderos de la zona y había pagado la entrada de una furgoneta para su madre. Gaston
había sido defensa en el equipo de fútbol de su colegio hasta que se rompió los
ligamentos de la rodilla y había ganado la carrera de los cuarenta metros con un
tiempo de 4,5 segundos.
Podía imitar el canto de casi todas las aves de Tejas,
desde el carbonero hasta el pavo salvaje, y era amable con ella y sus dos
hermanos menores, Criss y Mateo.
Yo
pensaba que Lali era la chica con más suerte del mundo por tener a Gaston como
hermano y, aunque su familia era muy pobre, yo la envidiaba. A mí nunca me
gustó ser hija única. Siempre que una amiga me invitaba a cenar a su casa, me
sentía como si estuviera en un país extraño y absorbía todo lo que hacían y
decían. Sobre todo, me gustaban las familias que armaban mucho alboroto. Mi
madre y yo éramos muy tranquilas y, aunque ella me aseguraba que dos personas
ya formaban una familia, a mí me parecía que la nuestra no estaba completa.
Yo
siempre quise tener una familia numerosa. Todas mis amigas tenían abuelos, tíos
abuelos, primos segundos y terceros y otros familiares lejanos con los que se
reunían una o dos veces al año, pero yo nunca conocí a los miembros de mi
familia. Mi padre había sido hijo único, como yo, y sus padres habían muerto.
El resto de su familia, los Jiménez, estaba desperdigada por todo el estado.
Los Jiménez habían vivido en el condado de Valery durante generaciones. De
hecho, ésa era la razón de que me hubieran puesto aquel nombre. Yo nací en la
ciudad de Valery, que está situada al noreste de Houston. Los Jiménez se
habían establecido en aquella zona a principios del siglo XIX,
cuando México abrió
aquella región a los colonizadores. Con el tiempo, los Jiménez cambiaron su
apellido por el de Gutierrez. Y, mientras unos fallecieron, el resto vendieron
sus tierras y se trasladaron a otras regiones.
Esto me
dejaba sólo con la rama de mi madre; sin embargo, siempre que le preguntaba por
su familia, ella se volvía distante y silenciosa o me mandaba a jugar afuera.
En cierta ocasión, incluso vi que se echaba a llorar mientras se sentaba en la
cama con los hombros encorvados, como si llevara sobre ellos una carga
invisible. Después de aquel día, no volví a preguntarle por su familia, pero
sabía cuál era su apellido de soltera, Truitt, y me preguntaba si los Truitt
siquiera sabían de mi existencia.
Sin
embargo, por encima de todo me preguntaba qué daño había causado mi madre a su
familia para que ellos no la quisieran.
A pesar
de mis reticencias y de contarle a Lali que me habían dado un susto de muerte,
ella insistió en que fuera a conocer a Tina y sus pit bulls.
— Será
mejor que te hagas amiga de ellos — me advirtió Lali—. Algún día volverán a
escaparse, pero si te conocen, no te molestarán.
— ¿Quieres
decir que sólo se comen a los desconocidos?
Yo no
creía que mi miedo fuera excesivo dadas las circunstancias, pero Lali puso los
ojos en blanco y me dijo:
— No
seas miedica, Valeria.
— ¿Sabes
lo que te ocurre si te muerde un perro? — le pregunté yo indignada.
— No.
— Sufres
hemorragias, lesiones nerviosas, tétanos, rabia, infecciones, amputaciones...
— ¡Qué
horror! — exclamó Lali con admiración.
Caminábamos
por la calle principal del campamento levantando en el aire piedrecitas y nubes
de polvo con nuestras deportivas. El sol caía sobre nuestras cabezas
descubiertas y quemaba la raya que separaba en dos nuestro cabello. Cuando nos
acercamos a la casa de Lali, vi que Gaston estaba lavando su vieja camioneta
azul. Su torso desnudo brillaba como un centavo recién acuñado. Gaston llevaba
puestos unos pantalones cortos, unas zapatillas y unas gafas de sol. Al vernos,
sonrió, sus blancos dientes resplandecieron en su rostro bronceado y una
sensación agradable invadió mi estómago.
— ¡Hola,
chicas! — Exclamó él tapando con el pulgar la mitad de la boca de la manguera
para que el agua saliera con más presión mientras enjuagaba restos de espuma de
la camioneta—. ¿En qué andáis?
Lali
respondió por las dos:
— Quiero
que Valeria se haga amiga de los pit bulls de Tina, pero tiene miedo.
— No es
verdad — repliqué yo, lo cual no era cierto, pero no quería que Gaston creyera
que era una cobarde.
— Acabas
de contarme todo lo que te puede pasar si te muerde un perro — indicó Lali.
— Eso
no significa que tenga miedo — contesté a la defensiva—, sino que estoy bien
informada.
Gaston
lanzó a su hermana una mirada reprobatoria.
— Lali,
no puedes forzar a alguien a hacer algo así si no está preparado, deja que Valeria
lo solucione cuando esté lista.
— Ya lo
estoy — declaré yo abandonando todo resto de sentido común en favor del orgullo.
Gaston
cerró la llave de paso de la manguera, cogió una camiseta blanca de un
tendedero en forma de sombrilla y se la puso.
— Iré
con vosotras, Tina me ha estado buscando para que lleve algunas de sus pinturas
a la galería de arte.
— ¿Es
una artista? — pregunté yo.
— ¡Oh,
sí! — Respondió Lali—. Tina pinta lupinos. Sus cuadros son muy bonitos,
¿verdad, Gaston?
— Así
es — respondió él mientras tiraba con suavidad de una de las trenzas de su
hermana.
Mientras
contemplaba a Gaston, experimenté el mismo anhelo desconocido que había
experimentado cuando lo conocí: quería acercarme a él y absorber el aroma de su
piel por debajo del algodón blanco de su camiseta.
La voz
de Gaston pareció variar un poco cuando se dirigió a mí:
— ¿Cómo
están tus rodillas, Valeria? ¿Todavía te escuecen?
Yo
negué con la cabeza sin pronunciar una palabra, pues su interés me hacía
temblar como la cuerda punteada de una guitarra.
Él
alargó el brazo hacia mí, titubeó y, al final, cogió mis gafas de montura
marrón. Como de costumbre, los cristales estaban llenos de manchas y huellas de
dedos.
— ¿Cómo
puedes ver con esto? — preguntó Gaston.
Yo me
encogí de hombros y sonreí en dirección al fascinante contorno borroso de su
rostro. Gaston limpió los cristales de las gafas con su camiseta y los examinó
con atención antes de devolvérmelas.
— Vamos,
os acompaño a casa de Tina, tengo curiosidad por ver qué opina de Valeria.
— ¿Tina
es agradable?
Yo me
coloqué a la derecha de Gaston mientras Lali lo hacía a su izquierda.
— Si le
gustas, sí — respondió Gaston.
— ¿Es
vieja? — pregunté mientras me acordaba de la vecina cascarrabias que teníamos
en Houston, quien me perseguía con un bastón cada vez que pisaba su cuidado
jardín.A mí,
las personas de edad no me gustaban especialmente. Las pocas que conocía
estaban siempre malhumoradas, eran apáticas o sólo les interesaba hablar con
todo tipo de detalles de sus molestias corporales.
Mi
pregunta hizo reír a Gaston.
— No
estoy seguro, desde que nací tiene cincuenta y nueve años.
Unos
cuatrocientos metros más adelante, estaba la casa de Tina. La podría haber
identificado incluso sin la ayuda de mis compañeros, pues el ladrido de los dos
perros endemoniados, que estaban iras una valla de tela metálica en el patio
trasero, la delataba. Los perros sabían que yo me acercaba. Enseguida me sentí
mal, unos escalofríos recorrieron mi cuerpo, el sudor me empapó y mi corazón
latió con tanta intensidad que lo noté incluso en mis rodillas cubiertas de
costras.
De
repente me detuve y Gaston sonrió de una forma socarrona.
— ¿Valeria,
qué haces para que estos perros se pongan tan rabiosos?
— Huelen
mi miedo — respondí yo con la mirada fija en el extremo de la cerca, donde los
pit bulls arremetían contra la valla y echaban espuma por la boca.
— Me
dijiste que los perros no te daban miedo — declaró Lali.
— Los
normales no, pero mi límite se encuentra en los pit bulls sanguinarios e
infectados por la rabia.
Gaston
se echó a reír, puso su cálida mano en mi nuca y la apretó de una forma
tranquilizadora.
— Entremos
a ver a Tina. Te gustará. — Gaston se quitó las gafas de sol y me miró con sus
sonrientes ojos azules—. Te lo prometo.
El
interior de la casa despedía un fuerte olor a cigarrillos, a lupinos y a algo
bueno que se estaba cociendo en el horno. Hasta el menor de los rincones estaba
ocupado por una pieza de arte o artesanía. Había casitas para pájaros pintadas
a mano, envoltorios para cajas de Kleenex confeccionados con hilo de nailon,
adornos de Navidad, tapetes de ganchillo y cuadros de lupinos sin enmarcar de
todas las formas y medidas.
Sentada
en medio de aquel caos, había una mujer regordeta, con el cabello tan
encrespado y enlacado que formaba un casquete perfecto, y lo llevaba teñido en
un tono de rojo que yo nunca había visto en la naturaleza. Su piel constituía
una maraña de surcos y arrugas que no cesaban de cambiar para acomodarse a sus
animadas expresiones. Su mirada era tan despierta como la de un halcón y,
aunque fuera vieja, Tina era todo menos apática.
— Gaston
Dalmau — declaró con la voz áspera de nicotina—, te esperaba hace dos días para
que recogieras mis cuadros.
— Sí,
señora — respondió él con humildad.
— ¿Y
bien, chico, cuál es tu excusa?
— He
estado muy ocupado.
— Si
apareces tarde, Gaston, lo menos que puedes hacer es inventarte una excusa
imaginativa. — Tina dirigió su atención a Lali y a mí—. Lali, ¿quién es la
muchacha que viene contigo?
— Se
llama Valeria Gutierrez, Tina. Ella y su madre acaban de mudarse a la casa
nueva de la rotonda.
— ¿Sólo
tú y tu madre? — preguntó Tina frunciendo los labios como si acabara de comerse
un puñado de pepinillos en vinagre.
— No, señora,
el novio de mi madre también vive con nosotras.
Apremiada
por las preguntas de Tina, le expliqué todo acerca de Salvador y sus cambios de
canal, que mi madre era viuda y trabajaba de recepcionista en la compañía local
de patentes y que yo había ido a su casa para hacer las paces con sus pit bulls
después de que se abalanzaran sobre mí y me asustaran.
— Menudos
granujas — declaró Tina de una forma desapasionada—. La mayor parte del tiempo
me causan más problemas que beneficios, pero los necesito para que me hagan
compañía.
— ¿Qué
tienen de malo los gatos? — pregunté yo.
Tina
sacudió la cabeza con determinación.
— Renuncié
a los gatos hace ya mucho tiempo. Los gatos se encariñan con los lugares y los
perros con las personas.
Tina
nos condujo hasta la cocina y nos ofreció sendos platos con una ración generosa
de pastel de terciopelo rojo. Entre bocado y bocado, Gaston me contó que Tina
era la mejor cocinera de Welcome, que sus tartas y pasteles ganaban, año tras
año, la banda tricolor del concurso del condado hasta que los organizadores le
pidieron que no participara para que los demás tuvieran alguna oportunidad.
El
pastel de terciopelo rojo de Tina era el mejor que yo había probado nunca.
Estaba elaborado con mantequilla, cacao y suficiente colorante rojo alimentario
para hacerlo brillar como un semáforo en rojo, y todo él estaba cubierto con
una capa de crema de queso de dos centímetros de grosor.
Comimos
como lobos hambrientos y casi desconchamos los platos de cerámica amarilla con
nuestros agresivos tenedores, hasta que la menor de las migajas de pastel
desapareció. Mis amígdalas todavía disfrutaban del sabor dulce de la crema de
queso cuando Tina me condujo hasta un frasco de galletas para perro situado en
el extremo de la encimera de fórmica,
— Coge
un par para los perros — me indicó Tina—, y dáselas a través de la cerca. En
cuanto se las hayan comido, serán amigos tuyos.
Yo
tragué saliva con esfuerzo y, de repente, el pastel que había comido se
convirtió en un ladrillo en mi estómago. Al ver la expresión de mi rostro, Gaston
murmuró:
— No
tienes por qué hacerlo.
A mí no
me entusiasmaba la idea de enfrentarme a los pit bulls, pero con tal de pasar
unos minutos más con Gaston, me habría encarado a una manada de toros de Tejas
en estampida. Introduje la mano en el frasco y cogí dos galletas con forma de
hueso que se volvieron pegajosas al contacto con la húmeda palma de mi mano. Lali
se quedó en la casa ayudando a Tina a acomodar diversos objetos de artesanía en
un cajón de plástico de una licorería.
Gaston
me acompañó hasta la valla mientras unos ladridos furiosos impregnaban el aire.
Los pit bulls tenían las orejas aplastadas contra el cráneo en forma de bala y
curvaban los labios mientras gruñían con desprecio. El macho era blanco y
negro, y la hembra, de color tostado. Me pregunté por qué creían que valía la
pena abandonar la sombra que les proporcionaba el alerón de la casa para
abalanzarse hacia mí.
— ¿La valla evitará que se escapen? — pregunté tan
pegada a Gaston que casi lo hice tropezar.
Los
perros irradiaban una energía incontenible y hacían lo posible por saltar la
valla.
— Seguro
— declaró Gaston con una firmeza tranquilizadora—. La he construido yo.
Yo
contemplé a los irritables perros con recelo.
— ¿Cómo
se llaman? ¿Psico y Asesina?
Gaston
negó con la cabeza.
— Magdalena y
Tigretón.
Yo me
quedé boquiabierta.
— Bromeas.
Una
sonrisa burlona cruzó fugazmente sus labios.
— Me
temo que no.
Si Tina
les había puesto nombres de pastelitos para que resultaran simpáticos, no lo había
conseguido. Los perros babeaban y chasqueaban las mandíbulas como si yo fuera
una ristra de salchichas.
Gaston
se dirigió a ellos con un tono de voz decidido y les aconsejó que se callaran y
se portaran bien si sabían lo que les convenía. También les ordenó que se
sentaran, obteniendo un éxito a medias. El trasero de Magdalena descendió a desgana
hasta el suelo, pero Tigretón
continuó de pie en actitud desafiante. Jadeantes y con las fauces
abiertas, los pit bulls nos contemplaron con unos ojos que eran como botones
negros.
— Ahora
— me aconsejó Gaston—. Ofrece una galleta a Magdalena con la mano abierta y
la palma hacia arriba. No la mires directamente a los ojos, y no realices
ningún movimiento brusco.
Yo
trasladé una galleta a mi mano izquierda.
— ¿Eres
zurda? — preguntó Gaston con amabilidad.
— No,
pero si me muerde, al menos podré escribir con la mano derecha.
Gaston
se rió entre dientes.
— No te
morderá. Vamos.
Yo
clavé la mirada en el collar anti pulgas que rodeaba el cuello de Magdalena y
alargué la mano con la galleta hacia la valla metálica que nos separaba. El
cuerpo del animal se puso en tensión ante la expectativa del festín que yo le
ofrecía. Por desgracia, no estaba claro si lo que le atraía era la galleta o mi
mano. En el último momento, perdí los nervios y retiré el brazo.
De la
garganta de Magdalena
salió un aullido mientras Tigretón respondía con una
serie de ladridos truncados. Yo lancé una mirada avergonzada a Gaston esperando
que se burlara de mí, pero él, sin pronunciar una palabra, deslizó su sólido
brazo alrededor de mis hombros, su otra mano buscó la mía y la sostuvo en su
palma como si se tratara de un colibrí. Juntos ofrecimos la galleta al ansioso
animal, quien la engulló con un enorme sorbetón mientras agitaba su cola recta
como un palo. Su lengua dejó una capa de saliva en la palma de mi mano y yo la
limpié en mis shorts. Gaston mantuvo su brazo sobre mis hombros mientras yo le
daba la otra galleta a Tigretón.
— Buena
chica — me alabó Gaston, y después de darme un breve apretón en los hombros, me
soltó.
La
presión de su brazo pareció continuar sobre mis hombros incluso después de que
lo apartara, y el lugar en que nuestros cuerpos se habían tocado continuaba muy
caliente. Mi corazón se había acelerado hasta adquirir un nuevo ritmo, y cada
inhalación que realizaba producía un dolor dulce en mis pulmones.
— Todavía
me dan miedo — reconocí mientras observaba cómo las dos bestias regresaban
junto a la casa y se dejaban caer con pesadez a la sombra.
Gaston,
con el cuerpo vuelto hacia mí, apoyó la mano en la valla y desplazó parte de su
peso sobre una pierna. Entonces me miró como si viera algo en mi rostro que lo
fascinara.
— Tener
miedo no siempre es malo — declaró con voz suave—, pues te mantiene en marcha y
te ayuda a conseguir cosas.
El
silencio que se produjo entre nosotros fue distinto de cualquier otro silencio
que yo había experimentado antes, pues era cálido, denso y expectante.
— ¿De
qué tienes miedo tú? — me atreví a preguntarle yo.
Un
destello de sorpresa brilló en sus ojos, como si nunca antes le hubieran
formulado esta pregunta y, durante unos instantes, creí que no me respondería.
Sin embargo, Gaston exhaló con lentitud un suspiro y su mirada se apartó de la
mía para deslizarse por el campamento.
— De
quedarme aquí — respondió por fin—. De quedarme hasta que no pueda pertenecer a
ningún otro lugar.
— ¿Y a
qué lugar quieres pertenecer? — pregunté yo en un susurro.
Su
expresión cambió a la velocidad de un rayo mientras la diversión se reflejaba
en su mirada.
— A
cualquier lugar en el que no me quieran.
Continuara...
*Mafe*

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