lunes, 15 de abril de 2013

Mi Nombre Es Valery Cap 6



Capitulo 6

Al día siguiente, conocí a Lali, la hermana de Gaston, quien era sólo un año mayor que yo, aunque yo le sacaba casi una cabeza de altura. Más que guapa, era llamativa, con un cuerpo atlético y miembros largos, como todos los Dalmau. Los Dalmau eran una familia de inclinaciones físicas, competitivos y bromistas, o sea todo lo opuesto a lo que yo era. Al ser la única niña de la familia, Lali había aprendido a no intimidarse ante ningún desafío y a afrontar cualquier reto, por muy irrealizable que pareciera. Yo admiraba su temeridad, aunque no la compartía. Lali me contó que ser una aventurera en un lugar donde resultaba imposible encontrar una sola aventura constituía una maldición.

Lali quería con locura a su hermano mayor y le encantaba hablar de él casi tanto como a mí me encantaba escucharla. Según me contó, Gaston se había graduado el año anterior y salía con una chica de último curso del instituto que se llamaba Amanda Tatum. Las chicas se echaban en sus brazos desde que tenía doce años. Ahora Gaston se dedicaba a construir y reparar cercas de alambre para los ganaderos de la zona y había pagado la entrada de una furgoneta para su madre. Gaston había sido defensa en el equipo de fútbol de su colegio hasta que se rompió los ligamentos de la rodilla y había ganado la carrera de los cuarenta metros con un tiempo de 4,5 segundos. 

Podía imitar el canto de casi todas las aves de Tejas, desde el carbonero hasta el pavo salvaje, y era amable con ella y sus dos hermanos menores, Criss y Mateo.

Yo pensaba que Lali era la chica con más suerte del mundo por tener a Gaston como hermano y, aunque su familia era muy pobre, yo la envidiaba. A mí nunca me gustó ser hija única. Siempre que una amiga me invitaba a cenar a su casa, me sentía como si estuviera en un país extraño y absorbía todo lo que hacían y decían. Sobre todo, me gustaban las familias que armaban mucho alboroto. Mi madre y yo éramos muy tranquilas y, aunque ella me aseguraba que dos personas ya formaban una familia, a mí me parecía que la nuestra no estaba completa.

Yo siempre quise tener una familia numerosa. Todas mis amigas tenían abuelos, tíos abuelos, primos segundos y terceros y otros familiares lejanos con los que se reunían una o dos veces al año, pero yo nunca conocí a los miembros de mi familia. Mi padre había sido hijo único, como yo, y sus padres habían muerto. El resto de su familia, los Jiménez, estaba desperdigada por todo el estado. Los Jiménez habían vivido en el condado de Valery durante generaciones. De hecho, ésa era la razón de que me hubieran puesto aquel nombre. Yo nací en la ciudad de Valery, que está situada al noreste de Houston. Los Jiménez se habían establecido en aquella zona a principios del siglo XIX, cuando México abrió aquella región a los colonizadores. Con el tiempo, los Jiménez cambiaron su apellido por el de Gutierrez. Y, mientras unos fallecieron, el resto vendieron sus tierras y se trasladaron a otras regiones.

Esto me dejaba sólo con la rama de mi madre; sin embargo, siempre que le preguntaba por su familia, ella se volvía distante y silenciosa o me mandaba a jugar afuera. En cierta ocasión, incluso vi que se echaba a llorar mientras se sentaba en la cama con los hombros encorvados, como si llevara sobre ellos una carga invisible. Después de aquel día, no volví a preguntarle por su familia, pero sabía cuál era su apellido de soltera, Truitt, y me preguntaba si los Truitt siquiera sabían de mi existencia.

Sin embargo, por encima de todo me preguntaba qué daño había causado mi madre a su familia para que ellos no la quisieran.
A pesar de mis reticencias y de contarle a Lali que me habían dado un susto de muerte, ella insistió en que fuera a conocer a Tina y sus pit bulls.

— Será mejor que te hagas amiga de ellos — me advirtió Lali—. Algún día volverán a escaparse, pero si te conocen, no te molestarán.
— ¿Quieres decir que sólo se comen a los desconocidos?
Yo no creía que mi miedo fuera excesivo dadas las circunstancias, pero Lali puso los ojos en blanco y me dijo:
— No seas miedica, Valeria.
— ¿Sabes lo que te ocurre si te muerde un perro? — le pregunté yo indignada.
— No.
— Sufres hemorragias, lesiones nerviosas, tétanos, rabia, infecciones, amputaciones...
— ¡Qué horror! — exclamó Lali con admiración.

Caminábamos por la calle principal del campamento levantando en el aire piedrecitas y nubes de polvo con nuestras deportivas. El sol caía sobre nuestras cabezas descubiertas y quemaba la raya que separaba en dos nuestro cabello. Cuando nos acercamos a la casa de Lali, vi que Gaston estaba lavando su vieja camioneta azul. Su torso desnudo brillaba como un centavo recién acuñado. Gaston llevaba puestos unos pantalones cortos, unas zapatillas y unas gafas de sol. Al vernos, sonrió, sus blancos dientes resplandecieron en su rostro bronceado y una sensación agradable invadió mi estómago.

— ¡Hola, chicas! — Exclamó él tapando con el pulgar la mitad de la boca de la manguera para que el agua saliera con más presión mientras enjuagaba restos de espuma de la camioneta—. ¿En qué andáis?

Lali respondió por las dos:

— Quiero que Valeria se haga amiga de los pit bulls de Tina, pero tiene miedo.
— No es verdad — repliqué yo, lo cual no era cierto, pero no quería que Gaston creyera que era una cobarde.
— Acabas de contarme todo lo que te puede pasar si te muerde un perro — indicó Lali.
— Eso no significa que tenga miedo — contesté a la defensiva—, sino que estoy bien informada.

Gaston lanzó a su hermana una mirada reprobatoria.

— Lali, no puedes forzar a alguien a hacer algo así si no está preparado, deja que Valeria lo solucione cuando esté lista.
— Ya lo estoy — declaré yo abandonando todo resto de sentido común en favor del orgullo.

Gaston cerró la llave de paso de la manguera, cogió una camiseta blanca de un tendedero en forma de sombrilla y se la puso.

— Iré con vosotras, Tina me ha estado buscando para que lleve algunas de sus pinturas a la galería de arte.
— ¿Es una artista? — pregunté yo.
— ¡Oh, sí! — Respondió Lali—. Tina pinta lupinos. Sus cuadros son muy bonitos, ¿verdad, Gaston?
— Así es — respondió él mientras tiraba con suavidad de una de las trenzas de su hermana.

Mientras contemplaba a Gaston, experimenté el mismo anhelo desconocido que había experimentado cuando lo conocí: quería acercarme a él y absorber el aroma de su piel por debajo del algodón blanco de su camiseta.
La voz de Gaston pareció variar un poco cuando se dirigió a mí:

— ¿Cómo están tus rodillas, Valeria? ¿Todavía te escuecen?

Yo negué con la cabeza sin pronunciar una palabra, pues su interés me hacía temblar como la cuerda punteada de una guitarra.
Él alargó el brazo hacia mí, titubeó y, al final, cogió mis gafas de montura marrón. Como de costumbre, los cristales estaban llenos de manchas y huellas de dedos.

— ¿Cómo puedes ver con esto? — preguntó Gaston.

Yo me encogí de hombros y sonreí en dirección al fascinante contorno borroso de su rostro. Gaston limpió los cristales de las gafas con su camiseta y los examinó con atención antes de devolvérmelas.

— Vamos, os acompaño a casa de Tina, tengo curiosidad por ver qué opina de Valeria.
— ¿Tina es agradable?
Yo me coloqué a la derecha de Gaston mientras Lali lo hacía a su izquierda.

— Si le gustas, sí — respondió Gaston.
— ¿Es vieja? — pregunté mientras me acordaba de la vecina cascarrabias que teníamos en Houston, quien me perseguía con un bastón cada vez que pisaba su cuidado jardín.A mí, las personas de edad no me gustaban especialmente. Las pocas que conocía estaban siempre malhumoradas, eran apáticas o sólo les interesaba hablar con todo tipo de detalles de sus molestias corporales.
Mi pregunta hizo reír a Gaston.

— No estoy seguro, desde que nací tiene cincuenta y nueve años.

Unos cuatrocientos metros más adelante, estaba la casa de Tina. La podría haber identificado incluso sin la ayuda de mis compañeros, pues el ladrido de los dos perros endemoniados, que estaban iras una valla de tela metálica en el patio trasero, la delataba. Los perros sabían que yo me acercaba. Enseguida me sentí mal, unos escalofríos recorrieron mi cuerpo, el sudor me empapó y mi corazón latió con tanta intensidad que lo noté incluso en mis rodillas cubiertas de costras.
De repente me detuve y Gaston sonrió de una forma socarrona.

— ¿Valeria, qué haces para que estos perros se pongan tan rabiosos?
— Huelen mi miedo — respondí yo con la mirada fija en el extremo de la cerca, donde los pit bulls arremetían contra la valla y echaban espuma por la boca.
— Me dijiste que los perros no te daban miedo — declaró Lali.
— Los normales no, pero mi límite se encuentra en los pit bulls sanguinarios e infectados por la rabia.

Gaston se echó a reír, puso su cálida mano en mi nuca y la apretó de una forma tranquilizadora.

— Entremos a ver a Tina. Te gustará. — Gaston se quitó las gafas de sol y me miró con sus sonrientes ojos azules—. Te lo prometo.

El interior de la casa despedía un fuerte olor a cigarrillos, a lupinos y a algo bueno que se estaba cociendo en el horno. Hasta el menor de los rincones estaba ocupado por una pieza de arte o artesanía. Había casitas para pájaros pintadas a mano, envoltorios para cajas de Kleenex confeccionados con hilo de nailon, adornos de Navidad, tapetes de ganchillo y cuadros de lupinos sin enmarcar de todas las formas y medidas.

Sentada en medio de aquel caos, había una mujer regordeta, con el cabello tan encrespado y enlacado que formaba un casquete perfecto, y lo llevaba teñido en un tono de rojo que yo nunca había visto en la naturaleza. Su piel constituía una maraña de surcos y arrugas que no cesaban de cambiar para acomodarse a sus animadas expresiones. Su mirada era tan despierta como la de un halcón y, aunque fuera vieja, Tina era todo menos apática.

— Gaston Dalmau — declaró con la voz áspera de nicotina—, te esperaba hace dos días para que recogieras mis cuadros.
— Sí, señora — respondió él con humildad.
— ¿Y bien, chico, cuál es tu excusa?
— He estado muy ocupado.
— Si apareces tarde, Gaston, lo menos que puedes hacer es inventarte una excusa imaginativa. — Tina dirigió su atención a Lali y a mí—. Lali, ¿quién es la muchacha que viene contigo?
— Se llama Valeria Gutierrez, Tina. Ella y su madre acaban de mudarse a la casa nueva de la rotonda.
— ¿Sólo tú y tu madre? — preguntó Tina frunciendo los labios como si acabara de comerse un puñado de pepinillos en vinagre.
— No, señora, el novio de mi madre también vive con nosotras.

Apremiada por las preguntas de Tina, le expliqué todo acerca de Salvador y sus cambios de canal, que mi madre era viuda y trabajaba de recepcionista en la compañía local de patentes y que yo había ido a su casa para hacer las paces con sus pit bulls después de que se abalanzaran sobre mí y me asustaran.

— Menudos granujas — declaró Tina de una forma desapasionada—. La mayor parte del tiempo me causan más problemas que beneficios, pero los necesito para que me hagan compañía.
— ¿Qué tienen de malo los gatos? — pregunté yo.

Tina sacudió la cabeza con determinación.

— Renuncié a los gatos hace ya mucho tiempo. Los gatos se encariñan con los lugares y los perros con las personas.

Tina nos condujo hasta la cocina y nos ofreció sendos platos con una ración generosa de pastel de terciopelo rojo. Entre bocado y bocado, Gaston me contó que Tina era la mejor cocinera de Welcome, que sus tartas y pasteles ganaban, año tras año, la banda tricolor del concurso del condado hasta que los organizadores le pidieron que no participara para que los demás tuvieran alguna oportunidad.

El pastel de terciopelo rojo de Tina era el mejor que yo había probado nunca. Estaba elaborado con mantequilla, cacao y suficiente colorante rojo alimentario para hacerlo brillar como un semáforo en rojo, y todo él estaba cubierto con una capa de crema de queso de dos centímetros de grosor.
Comimos como lobos hambrientos y casi desconchamos los platos de cerámica amarilla con nuestros agresivos tenedores, hasta que la menor de las migajas de pastel desapareció. Mis amígdalas todavía disfrutaban del sabor dulce de la crema de queso cuando Tina me condujo hasta un frasco de galletas para perro situado en el extremo de la encimera de fórmica,

— Coge un par para los perros — me indicó Tina—, y dáselas a través de la cerca. En cuanto se las hayan comido, serán amigos tuyos.

Yo tragué saliva con esfuerzo y, de repente, el pastel que había comido se convirtió en un ladrillo en mi estómago. Al ver la expresión de mi rostro, Gaston murmuró:

— No tienes por qué hacerlo.

A mí no me entusiasmaba la idea de enfrentarme a los pit bulls, pero con tal de pasar unos minutos más con Gaston, me habría encarado a una manada de toros de Tejas en estampida. Introduje la mano en el frasco y cogí dos galletas con forma de hueso que se volvieron pegajosas al contacto con la húmeda palma de mi mano. Lali se quedó en la casa ayudando a Tina a acomodar diversos objetos de artesanía en un cajón de plástico de una licorería.

Gaston me acompañó hasta la valla mientras unos ladridos furiosos impregnaban el aire. Los pit bulls tenían las orejas aplastadas contra el cráneo en forma de bala y curvaban los labios mientras gruñían con desprecio. El macho era blanco y negro, y la hembra, de color tostado. Me pregunté por qué creían que valía la pena abandonar la sombra que les proporcionaba el alerón de la casa para abalanzarse hacia mí.

— ¿La valla evitará que se escapen? — pregunté tan pegada a Gaston que casi lo hice tropezar.
Los perros irradiaban una energía incontenible y hacían lo posible por saltar la valla.

— Seguro — declaró Gaston con una firmeza tranquilizadora—. La he construido yo.
Yo contemplé a los irritables perros con recelo.
— ¿Cómo se llaman? ¿Psico y Asesina?
Gaston negó con la cabeza.

Magdalena y Tigretón.

Yo me quedé boquiabierta.

— Bromeas.
Una sonrisa burlona cruzó fugazmente sus labios.

— Me temo que no.

Si Tina les había puesto nombres de pastelitos para que resultaran simpáticos, no lo había conseguido. Los perros babeaban y chasqueaban las mandíbulas como si yo fuera una ristra de salchichas.

Gaston se dirigió a ellos con un tono de voz decidido y les aconsejó que se callaran y se portaran bien si sabían lo que les convenía. También les ordenó que se sentaran, obteniendo un éxito a medias. El trasero de Magdalena descendió a desgana hasta el suelo, pero Tigretón continuó de pie en actitud desafiante. Jadeantes y con las fauces abiertas, los pit bulls nos contemplaron con unos ojos que eran como botones negros.

— Ahora — me aconsejó Gaston—. Ofrece una galleta a Magdalena con la mano abierta y la palma hacia arriba. No la mires directamente a los ojos, y no realices ningún movimiento brusco.
Yo trasladé una galleta a mi mano izquierda.

— ¿Eres zurda? — preguntó Gaston con amabilidad.
— No, pero si me muerde, al menos podré escribir con la mano derecha.

Gaston se rió entre dientes.

— No te morderá. Vamos.

Yo clavé la mirada en el collar anti pulgas que rodeaba el cuello de Magdalena y alargué la mano con la galleta hacia la valla metálica que nos separaba. El cuerpo del animal se puso en tensión ante la expectativa del festín que yo le ofrecía. Por desgracia, no estaba claro si lo que le atraía era la galleta o mi mano. En el último momento, perdí los nervios y retiré el brazo.

De la garganta de Magdalena salió un aullido mientras Tigretón respondía con una serie de ladridos truncados. Yo lancé una mirada avergonzada a Gaston esperando que se burlara de mí, pero él, sin pronunciar una palabra, deslizó su sólido brazo alrededor de mis hombros, su otra mano buscó la mía y la sostuvo en su palma como si se tratara de un colibrí. Juntos ofrecimos la galleta al ansioso animal, quien la engulló con un enorme sorbetón mientras agitaba su cola recta como un palo. Su lengua dejó una capa de saliva en la palma de mi mano y yo la limpié en mis shorts. Gaston mantuvo su brazo sobre mis hombros mientras yo le daba la otra galleta a Tigretón.

— Buena chica — me alabó Gaston, y después de darme un breve apretón en los hombros, me soltó.

La presión de su brazo pareció continuar sobre mis hombros incluso después de que lo apartara, y el lugar en que nuestros cuerpos se habían tocado continuaba muy caliente. Mi corazón se había acelerado hasta adquirir un nuevo ritmo, y cada inhalación que realizaba producía un dolor dulce en mis pulmones.

— Todavía me dan miedo — reconocí mientras observaba cómo las dos bestias regresaban junto a la casa y se dejaban caer con pesadez a la sombra.

Gaston, con el cuerpo vuelto hacia mí, apoyó la mano en la valla y desplazó parte de su peso sobre una pierna. Entonces me miró como si viera algo en mi rostro que lo fascinara.

— Tener miedo no siempre es malo — declaró con voz suave—, pues te mantiene en marcha y te ayuda a conseguir cosas.

El silencio que se produjo entre nosotros fue distinto de cualquier otro silencio que yo había experimentado antes, pues era cálido, denso y expectante.

— ¿De qué tienes miedo tú? — me atreví a preguntarle yo.

Un destello de sorpresa brilló en sus ojos, como si nunca antes le hubieran formulado esta pregunta y, durante unos instantes, creí que no me respondería. Sin embargo, Gaston exhaló con lentitud un suspiro y su mirada se apartó de la mía para deslizarse por el campamento.

— De quedarme aquí — respondió por fin—. De quedarme hasta que no pueda pertenecer a ningún otro lugar.

— ¿Y a qué lugar quieres pertenecer? — pregunté yo en un susurro.

Su expresión cambió a la velocidad de un rayo mientras la diversión se reflejaba en su mirada.

— A cualquier lugar en el que no me quieran.

Continuara...

 *Mafe*

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