CAPÍTULO
31
Por siempre, Gaston
Una cadena interminable de
radiografías y de diferentes pruebas médicas detectaron dos costillas rotas y
los dedos falange y corazón de la mano derecha dislocados por aplastamiento.
Atraco con violencia, lo habían
llamado en los medios de comunicación después de que él mismo contara que había
cometido la estupidez de resistirse a un simple robo. Desde el primer momento, Lali
no quiso apartarse de la cabecera de su cama. La mañana del segundo día, fue Vicco
quien insistió en quedarse para que ella fuera a casa, acompañada por Candela,
al menos a ducharse y a cambiarse de ropa. Lali accedió tan sólo porque Vicco
iba a tomar un vuelo a primera hora de la tarde.
—Está preocupada —dijo, cuando
las vio salir de la habitación.
—Más bien asustada —opinó Gaston—.
No entiende que haya ocurrido esto enfrente de casa y teme que pueda volver a
pasar.
Vicco se sentó en la silla
junto a la cama y observó el color violáceo que comenzaban a adquirir los
moretones del rostro y el corte del labio. Después, se detuvo en la mano que
mantenía alzada, para evitar que se le inflamaran los dedos.
—Te dieron duro. Podrían
haberte matado.
—No lo creas. El médico opina
que eran profesionales. —Trató de sonreír, y el dolor en el labio le recordó
que aún no podía hacerlo—. Dice que buscaban provocar dolor, pero no daños
irreparables.
—Tiene fama de duro —comentó Vicco
en clara referencia a Adam—. Al parecer, se ha extralimitado en alguna ocasión,
pero el senador se lo consiente. Imagino que su fidelidad y discreción
compensan sus ocasionales faltas disciplinarias.
Gaston recordó cómo lo obligó a
extender contra el suelo la mano derecha, con que escribía, y la furia con la
que le clavó el tacón del zapato y lo giró con brusquedad para destrozarle los
dedos.
—¡Maldito
bastardo! Se ensañó como si el asunto fuera personal y…
No acabó la frase. Cerró los
ojos y trató de respirar despacio, llenándose sólo a medias los pulmones.
Cuando se irritaba, los colmaba de modo inconsciente y tenía que soportar el
brutal dolor que le provocaba el roce del diafragma con las costillas.
—¿Te ha llamado? —preguntó Vicco
tras unos segundos de silencio.
Gaston continuó con los ojos
cerrados, padeciendo esta vez el daño en el alma.
—No. No lo ha hecho —dijo a
media voz—. A ella no le importa lo que me pase.
—Tal vez no lo sepa.
—Lo sabe —aseguró con
amargura—. De un modo u otro, lo sabe. Créeme. —Se frotó el espacio entre los
ojos, tratando inútilmente de quitársela del pensamiento—. Los que llevan
llamando como un millón de veces son mis padres. No imaginas lo que me está
costando convencerlos de que se queden.
—Es normal que quieran verte.
—Les he mentido contándoles la
historia del dichoso robo con violencia. —Sonrió con acritud, soportando el
dolor del labio—. No podré seguir mintiéndoles, teniéndolos cerca y mirándolos
a los ojos.
—Le has mentido a Lali
mirándola a los ojos.
—Demasiadas veces —reconoció—.
Al final, hasta los remordimientos se acostumbran a las mentiras. —Negó con la
cabeza, abatido—. Necesito que me hagas un favor.
—El que quieras.
—Que hables con el tipo ese, el
coordinador de campaña. Sé que debería hacerlo yo, pero durante un tiempo no
voy a estar para fiestas —trató de bromear.
—Lo entenderá. Lo importante
para él es la respuesta que lleva tiempo esperando. Está empezando a
desconfiar. Las semanas avanzan y cree que puedes estar haciéndole perder el
tiempo para que no se destape nada antes del día de las elecciones.
—No me ha sido fácil tomar esta
decisión —se disculpó—. Pero esto que me han hecho me ha dejado claras muchas
cosas. —Tomó aire con lentitud, mirando a su amigo—. Muchas cosas.
Después
de unos días sin mítines, aunque sí con apariciones públicas para que los
votantes lo tuvieran muy presente, y con fructíferas reuniones en la sombra,
llegó el momento para volver a vivir cada día en un hotel distinto de una
ciudad distinta. Cuatro semanas los separaban del 6 de noviembre y serían
cuatro semanas intensas. Eran los planes que el equipo de campaña había trazado
para asegurarse la victoria, y Pablo estaba más que dispuesto a seguir
dejándose la piel hasta el último segundo. Rocio no estaría tan expuesta.
Pasaría más horas en el hotel, descansando, aunque al término de cada uno de
los mítines se reuniría con él en el escenario, igual que lo haría el aspirante
a vicepresidente, Emerson y su esposa. La imagen de unión y de fuerza no podía
flaquear ni un segundo en ese largo y vital sprint final.
A punto de salir hacia el
aeropuerto para tomar el avión de campaña, Pablo consumía los últimos minutos
en el salón, viendo las noticias de la CNN. Observó con atención las airadas
reacciones de ciudadanos que opinaban sobre el nuevo aumento del paro y decidió
discutir con su equipo, durante el vuelo, el modo de hacer alguna referencia
solidaria a eso en el acto de esa misma tarde.
De pronto, lo sobresaltó la
brusca entrada de su esposa.
—¿Cómo has podido hacerlo?
—gritó, mientras se le acercaba furiosa.
Él inspiró resignado. Durante
dos días, había conseguido que no viera las noticias y que nadie le hablara de
lo ocurrido al escritor, aunque había sabido que sólo retrasaba lo inevitable.
—No tenemos tiempo para esto
ahora, pequeña —dijo poniéndose en pie—. El avión nos espera.
—Es el avión de campaña
—contestó, apretando los puños a ambos lados del cuerpo—. No despegará sin ti.
—No es eso, pequeña, y lo
sabes. En los aeropuertos cada avión tiene…
—De ti depende que acabemos
cuanto antes. También puedes ignorarme y salir de casa en este momento, pero te
advierto que si lo haces no te acompañaré.
Ante semejante amenaza, que no
dudaba que ella cumpliría, Pablo volvió a sentarse.
—Está bien —dijo, acomodándose
contra el respaldo, para demostrarle que
estaba
a su disposición, pero adelantándose a las preguntas para ganar tiempo—. Sí. Yo
fui quien ordenó que dieran un escarmiento al escritor.
—¿Por qué? ¿Con qué derecho
creías contar para hacer algo así?
—Te estaba acosando. Tú nunca
me lo reconocerás, pero sé que te estaba acosando y amargando la vida.
—Eso no es cierto. Y, aunque lo
fuera, no tienes ningún derecho a inmiscuirte.
—¿Te parece insuficiente el
derecho a velar por ti?
—¡Estoy harta de que veles por
mí, harta de que me consideres una niña delicada a la que tienes que defender!
No puedo creer que hayas hecho esto sabiendo lo que siento por él.
—Sólo ordené que le hicieran
una pequeña advertencia para que no volviera a molestarte.
—¿Advertencia dices? —preguntó,
conteniendo las lágrimas—. He hablado con su médico. No imaginas lo sencillo
que es llegar a quien sea sólo con mencionarte.
—No debiste hacerlo —murmuró,
preocupado por cómo se podría interpretar, si llegaba a saberse, que la futura
primera dama se hubiera interesado por el estado del joven y atractivo
escritor.
—¡Claro que debía hacerlo, pues
sabía que ni tú ni él me contaríais la verdad sobre su estado! Lo han reventado
a golpes, tiene costillas rotas, dedos dislocados, la cara destrozada y órganos
importantes magullados, por lo que aún le están haciendo pruebas. ¿A eso llamas
tú pequeña advertencia?
—Lo hecho, hecho está, Rocio
—dijo, levantándose mientras trataba de controlar su ataque de celos—. Lo hice
por ti. Llevo demasiado tiempo viéndote sufrir y no estoy dispuesto a seguir
haciéndolo. Siempre que esté en mi mano evitarte cualquier dolor, lo haré,
aunque eso te lleve a enfadarte conmigo.
—¿Cómo supiste que era él?
—¿De verdad necesito
explicártelo? —Cabeceó un instante, furioso aún consigo mismo por no haberlo
sospechado—. Cuando lo supe, todo cuadró: tus reacciones cada vez que él estaba
cerca, las suyas. El modo en que te miraba… ¿Y aún vas a decirme que no te
estaba acosando?
Rocio se frotó los párpados con
los dedos, pero no pudo evitar que dos lágrimas se le deslizaran por las
mejillas.
—Te equivocas —insistió,
resistiéndose a que se mancillara el buen nombre de Gaston—. Él siempre fue
sincero conmigo y no tiene ninguna culpa de que yo me haya
enamorado.
Mi sufrimiento me lo provoco yo sola.
—¡Por Dios, Rocio! Es un hombre
casado y cuando te sedujo en Baltimore ya era un hombre firmemente
comprometido. Es un aventurero incapaz de mantener los pantalones puestos
cuando tiene a su alcance a una mujer hermosa.
—¿Y tú qué sabes? —preguntó con
desprecio, al tiempo que se volvía hacia la salida.
—Rocio…
—No te preocupes. Sólo voy a
retocarme el maquillaje y volveré, lista para tomar ese avión. Puedes estar
tranquilo, nadie me notará nada, como siempre.
Comenzaba a atardecer . Gaston,
abrigado con un grueso jersey de lana, lo contemplaba desde la terraza,
descansando en un sofá de mimbre cubierto con acolchados cojines blancos. Le
habían ordenado reposo para que le sanaran las costillas, los dedos que llevaba
entablillados y el resto de magulladuras que seguían manteniéndole el cuerpo
molido. Y, aunque el frío en aquellos primeros días de octubre comenzaba a ser
intenso, estar dentro de casa lo ahogaba. Y no porque aún tuviera que respirar
a medio pulmón. Lo ahogaba porque estaba viviendo una vida que no quería, con
una mujer a la que no amaba, y aquellas paredes acristaladas entre las que
pretendieron crear un hogar habían terminado convirtiéndose en su prisión. Y lo
peor no era lo mal, lo atado, lo miserable que se sentía por seguir manteniendo
aquella farsa. Lo peor era la convicción de que ni aun renunciando a tener una
vida, podría hacer feliz jamás a Lali, y si de algo estaba seguro, era de que
ella merecía serlo.
A veces lamentaba que no lo
hubieran matado de un mal golpe, que aquel desgraciado no hubiera continuado
clavándole el zapato en el cuello hasta el final. Él habría dejado de padecer
en esa falsa vida y ella, tras llorarlo durante algún tiempo, habría rehecho la
suya.
Pero nada de eso había pasado.
Aunque algo sí había ido cambiando con cada brutal golpe que había recibido.
Después de meses de agonizar
con un dolor que nadie salvo él podía sentir, padecer un castigo físico lo
había despertado, le había abierto los ojos. Pues había entendido que los golpes
más atroces, los realmente mortales, no eran los que la
medicina
o unos días de reposo podían sanar, sino los que la persona a la que amas te da
en el alma. Y él estaba utilizando el amor de Lali para alojarle en el alma su
propio dolor, su propia frustración y su propia condena. Y no era justo. Por
eso iba a pensar en ella, sólo en ella. Lo único que lamentaba era que, para
liberarla de su carga, tendría que hacerle daño una última vez.
Sonó el teléfono móvil, lo
único que le traía noticias del exterior, junto con los chismes que le contaba
su esposa, ya que no leía la prensa ni miraba la televisión. Mantenía la
absurda esperanza de que, ignorando al mundo, el mundo lo ignoraría a él y de
ese modo terminaría por desaparecer. Desaparecer para no seguir sintiendo ni
provocando dolor.
Atendió la llamada y, a su
saludo, alguien respondió al otro lado con un profundo silencio. Contuvo la
respiración, aun sabiendo que si lo hacía durante mucho rato, después tendría
que tomar una gran bocanada de aire que le llenaría los pulmones y lo haría
aullar de dolor.
—¿Eres tú? —preguntó, deseando
no equivocarse, a pesar de lo irracional de su presentimiento.
Otro largo silencio y, cuando
temía que quien fuera acabara colgando sin haber respondido, un leve suspiro le
hizo tensarse. Podía sentirla, allí, al lado, respirando pegada a su oído.
—Llamaba para saber cómo estás
—se atrevió a decir al fin Rocio, en la suite, junto al cristal de la ventana,
con la esperanza de que los dos estuvieran mirando en ese instante el mismo
cielo.
Pero Gaston estaba sumido en la
oscuridad. Con la nuca apoyada en el respaldo y los ojos cerrados, se
preguntaba por qué no podía odiarla, ni siquiera después de que lo hubieran
destrozado a golpes por su causa, y cuánto tendría que padecer aún para iniciar
de verdad el proceso de olvidarla.
—¿Necesitas asegurarte de que
hicieron un buen trabajo? —le reprochó con tristeza.
—¿Qué quieres decir? —preguntó
desconcertada.
Gaston tragó para deshacerse de
la congoja. Ella lo desarmaba siempre, incluso entonces, cuando seguramente
estaba a cientos de kilómetros, sentía que lo vencía con el simple sonido de su
voz.
—No lo sé. Dímelo tú… —Los ojos
comenzaron a arderle bajo los párpados cerrados—. ¿Cómo me relacionó el senador
contigo?
—¿Crees que he tenido algo que
ver con lo que te han hecho? —preguntó
dolida.
—¿Cómo se enteró?
—Estoy rodeada de seguridad.
Unas veces de modo evidente y ostentoso, otras desde la sombra.
Se sintió imbécil. Siempre
había sido consciente del peligro que corría al acercársele y cuando lo habían
descubierto, sólo había sido capaz de pensar que ella era la culpable. Rocio,
que sin duda estaba más interesada que él mismo en guardar las apariencias. Aun
así, continuó dudando, preguntándose ahora a qué se debía su llamada. Y pensó
que, de todas las respuestas posibles, ninguna lo aliviaría tanto como imaginar
que ella tenía sentimientos y que, en el fondo, se preocupaba por él.
—Antes o después tenía que
ocurrir. Llevo tiempo buscándome algo así.
Casi toda una vida, pensó Rocio,
mientras giraba entre los dedos el papel minuciosamente doblado en cuatro. Le
costaba dar con las palabras y una vez encontradas le costaba pronunciarlas.
—¿Cómo te encuentras? —preguntó
en voz baja, al reparar en que llevaban unos segundos callados—. La prensa dijo
que…
—No hagas caso —le aconsejó,
agradeciendo que no pudiera ver por sí misma su lastimoso estado—. Les gusta
exagerar y elevar a categoría de drama la noticia más simple.
Ser testigo de su intento de no
preocuparla le llenó a Rocio los ojos de lágrimas.
—¿Y tu mano? —preguntó,
fingiendo creerle.
Gaston se la miró, amoratada
hasta la muñeca y apoyada sobre almohadones que la mantenían en alto.
—Sólo son dos dedos. Estoy bien
—insistió, cuando ni siquiera se atrevía a moverse para que el dolor no le
provocara algún involuntario gemido.
El aire comenzó a azotar, más
frío y fuerte. Abrió los ojos y comprobó que el sol había terminado de
ocultarse. Volvió a cerrarlos para sentirse más cerca de ella, en silencio,
para escucharla respirar.
—Debo colgar. Estoy a punto de
salir para un mitin —dijo nerviosa.
Él imaginó a Pablo frente a una
multitud que coreaba «presidente», tomándola de la mano y mostrándola orgulloso
al mundo. En una vida cómoda, plagada de éxitos, y a punto de cumplir su gran
sueño, seguía exhibiéndola como
su
más inestimable trofeo.
Volvieron a llenar los segundos
con silencio, cuando los dos tenían el alma llena de palabras que decirse.
Palabras que ambos pensaron que ya no se dirían nunca.
—Tengo que colgar o no llegaré
a tiempo a ese mitin —volvió a decir, rozando la cinta de celo que cruzaba de
lado a lado uno de los dobleces de la hoja.
Él apretó los párpados ante ese
nuevo y doloroso final. Y siguió callado, incapaz de pronunciar en voz alta
aquel adiós que, sin embargo, tenía plenamente asumido.
—Rocio… —dijo en el último
instante.
Pero ella colgó y él no supo
que lo había hecho al oírle susurrar su nombre como una súplica.
Porque, en la suit , ella, de
cuclillas en el suelo y arrugando el elegante vestido verde que los asesores le
habían elegido para el acto hacia el que ya debería haber salido, lloraba con
amargura mientras terminaba de desdoblar la hoja de papel remendada con tiras
adhesivas. Los numerosos pedazos en los que había sido rasgada y después
reconstruida hacían difícil la comprensión de lo que tenía escrito. Pero Rocio
había memorizado cada palabra la misma noche en que, rodeados de invitados y
periodistas, él se la colocó en la palma de la mano.
Los minutos avanzaban. En media
hora, Pablo concluiría el mitin y extendería el brazo para invitarla a reunirse
con él en el escenario. Pero ella siguió inmóvil, encogida de dolor. Y, como
había hecho ya cientos de veces, leyó el hermoso y secreto mensaje con el que
él había pretendido cerrar su historia aquella noche.
Acarició las tres hermosas
palabras finales, emborronadas ya por las incontables veces que las había
recorrido con los dedos y humedecido con sus lágrimas. «Por siempre, Gaston»,
pronunció con un sollozo, consciente de que nunca, esa despedida, había sido
tan dolorosamente cierta como en ese instante.

Esta novela hace que mi pobre corazón pase por muchas sensaciones con cada palabra que leo! Me encantaa ♥
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