CAPÍTULO
32
Sin esconder el corazón
Anochecía cuando Lali irrumpió
en la terraza, con su exclusivo vestido de Chanel y descalza. Gaston imaginó
que había dejado el bolso y se había quitado los zapatos de tacón de aguja nada
más entrar en el piso, como hacía siempre.
—¡¿Qué haces aquí?! —exclamó
con preocupación—. ¡Vas a pillar una pulmonía!
—Pensaba —dijo cabizbajo.
—¿Y no puedes hacerlo dentro?
—lo reprendió—. ¿Imaginas lo mal que lo pasarías sólo con que pillaras un
simple resfriado antes de que te hubieran sanado las costillas?
—Ha pasado el tiempo sin que me
diera cuenta —se disculpó—. Te esperaba para que habláramos.
—¡Estupendo! —dijo con
impaciencia, al ver que no se movía—. Pero no aquí. Se te están amoratando los
labios.
—¿Hay alguna parte del cuerpo
que no tenga amoratada? —preguntó con suave ironía.
Lali sonrió tiernamente. Se
acuclilló frente a él y lo miró a los ojos mientras le acariciaba las rodillas.
—¿Quieres quitarme una
preocupación y bajar conmigo al salón? Te serviré algo caliente y te pondré una
compresa de hielo en los dedos. Seguro que no lo has hecho en toda la tarde.
Gaston asintió en silencio y
dejó que lo ayudara a ponerse en pie. Después, bajó solo la escalera, despacio,
poniendo cuidado en cada escalón y moviéndose lo menos posible. Mientras
avanzaba, Lali se apresuró hacia el sofá y ahuecó los cojines. Cuando lo tuvo
sentado y todo lo cómodo que en su situación podía estar, volvió a agacharse a
su lado, solícita y cariñosa. Bromeó con que le serviría una copa si no fuera
por la medicación de la que se estaba atiborrando y a cambio le ofreció una
taza de consomé caliente.
—Lo
que quiero es que te quedes aquí y hablemos —dijo, acariciando la mano que ella
apoyaba en sus piernas.
—¿Y esa conversación no puede
esperar un poco? —le preguntó con una cálida sonrisa.
—Ya ha esperado demasiado.
Un mal presentimiento le borró
la amorosa expresión. Buscó sus ojos y reparó en que, desde que había llegado,
ni una sola vez la había mirado de frente. Y entonces supo que ése era el
final.
—Me estás asustando, cariño.
¿Qué pasa?
—¡Dios, Lali! —exclamó él con
impotencia—. Llevo horas reflexionando sobre cómo decirte esto y aún no sé cómo
hacerlo.
—¿Hacer qué? ¿Qué es eso que
tienes que decirme?
Durante unos segundos, Gaston
continuó rozándole el dorso de la mano y al fin encontró fuerzas para alzar los
ojos y mirarla.
—Necesito contarte la verdad.
—Ya hemos tenido esta
conversación —le recordó, levantándose—. Te dije que si íbamos a hacer que lo
nuestro funcionara no quería saber nada que pudiera estropearlo. Y sigo
pensando lo mismo. Nadie necesita saberlo absolutamente todo del otro, Gaston.
—Le dio la espalda y comenzó a alejarse, decidida a no dejar que le abriera los
ojos.
Pero él había tomado ya una
decisión.
—No soy el hombre que crees —le
advirtió, y aguardó a que reaccionara.
Ella se detuvo, consciente de
que comenzaba a desmoronársele la vida. Y miró con tristeza hacia la entrada
por la que, esta vez, no había conseguido burlar su destino.
—Perdóname —prosiguió, al verla
parada—. Pero no soy el hombre que te merece. Ni el que no te miente. —Calló un
instante y, con los ojos humedecidos, susurró—: Y tampoco soy el que te ama.
Lali rompió en un llanto
desconsolado al comprender que no había vuelta atrás, que lo que tanto había
intentado negarse había salido de la boca de Gaston. Y allí, de pie, con los
hombros hundidos y la esperanza acabada, lloró hasta que no le quedaron
lágrimas.
Mientras, él respetaba en
silencio su desolación y se desgarraba al oír cada uno
de
sus dolientes sollozos.
—¡¿Por qué has tenido que
decirlo?! —le reprochó al rato, sentándose sin fuerzas en el borde del sofá.
—Porque los dos lo sabíamos. Y
porque no mereces seguir padeciendo de esta manera. —Lali se cubrió el rostro
con ambas manos y él deseó estrecharla entre sus brazos y consolarla—.Te
quiero. Te quiero más que nunca. Te voy a querer siempre —le aseguró en voz
baja—, pero con el cariño no basta, por muy grande que éste sea.
—¡Cállate! —gritó, levantándose
de golpe y secándose con arrebato las lágrimas—. ¿Desde cuándo?
—¿Qué importa eso ahora?
—¡Me importa a mí! —Se apartó
el pelo, alterada—. Siempre supe que te acostabas con otras mujeres, pero lo
soportaba porque sentía que, a pesar de todo, eras mío y sólo mío. Después,
algo cambió. Dejaste de tener aventuras y yo quise engañarme pensando que el
matrimonio y mi amor te habíamos vuelto un hombre fiel.
—He estado contigo, Lali…
—¡No has estado conmigo! —le
reprochó herida—. ¡Ni siquiera cuando me hacías el amor estabas conmigo! Y eso
era lo que me asustaba. Me sentía más segura de ti y de tu amor cuando te
tirabas a cuanta zorra se ponía a tu alcance y supe que te estaba perdiendo
cuando todo eso terminó. Pues poco a poco fui dándome cuenta de que había
alguien a quien le estabas siendo todo lo fiel que nunca me fuiste a mí.
Gaston agachó la cabeza, se
pasó las manos por el pelo y las detuvo en la nuca, entendiendo de pronto que
la había hecho sufrir siempre, y no sólo desde que perdió la sensatez por causa
de Rocio.
—Lo lamento. Nunca pretendí
hacerte daño, menos aún enamorarme…
—¡No lo digas! —gritó con
rabia—. Sólo quiero que me confirmes desde cuándo.
Él siguió con los ojos bajos
para no ver el nuevo dolor que iba a provocarle.
—Desde que… Desde que la
convertí en la protagonista de mi última novela.
Lali se lanzó contra él, rota
de dolor y de indignación, golpeándole con ambos puños el torso y los hombros.
Gaston gimió, apretando los
párpados.
—Por
favor —rogó, tratando de detenerla con la mano ilesa—. Si estuviera bien,
dejaría que me golpearas hasta que te cansaras. Lo merezco. Pero con cada
puñetazo me desgarras por dentro.
—¡Eso es lo que pretendo,
desgraciado! —gritó, dándole un último golpe y apartándose—. ¿Cómo fuiste capaz
de casarte conmigo cuando ya amabas a otra?
Él se sujetó las costillas y
trató de recuperar el ritmo lento de la respiración para apaciguar el dolor.
—Porque siempre creí que el
amor de verdad era lo que sentía por ti; esto que aún siento y que siempre
sentiré. Lo que me ocurría con ella me tenía confuso; no lo había experimentado
nunca.
—¡Calla, calla, calla! —exclamó
entre sollozos.
—He intentado que lo nuestro
saliera bien, Lali. Te aseguro que he puesto mi alma y mi vida en que nuestro
matrimonio funcionara. Pero cuanto más lo intento, más daño te hago y me hago a
mí mismo. —Ella cerró los ojos, atormentada, y alzó la mano para que no
siguiera hablando—. ¿Qué vas a hacer? —preguntó inquieto, al ver que volvía a
darle la espalda.
—Se acabó. No quiero estar ni
un minuto más en esta casa.
Él se levantó con tal rapidez
que se tambaleó de dolor.
—No, Lali —rogó casi sin
respiración—. Soy yo quien debe irse.
Pero siguió adelante, ciega de
dolor y de coraje. Y, en unos segundos, él escuchó los mismos sonidos
impetuosos de la noche en que ella recogió unas pocas cosas y se fue.
La quería. La quería con locura
y no podía perderla del todo. Y era lo que podría ocurrir si insistía en
hablarle en ese difícil momento. Ahora sólo podía apartarse; volver a su
antiguo ático, del que por fortuna no se había deshecho, y esperar a que el
tiempo hiciera su labor, las heridas que le había provocado dolieran un poco
menos y ella quisiera perdonarle.
Rodeó el sofá y se quedó
mirando su maleta cerrada mientras oía cómo Lali seguía revolviendo en el
dormitorio.
Ella había encontrado en la
furia un momentáneo desahogo. Abría cajones, sacaba todo el contenido de una
vez y lo arrojaba a una de las dos maletas que tenía abiertas en el suelo.
Sostenía entre los brazos un revoltijo de ropa interior cuando oyó que se
cerraba la puerta de la calle. Y entonces la inmovilizó la certeza de que él se
había ido y de que nunca volvería.
La
rabia desapareció y sólo le quedó la amargura de su amor nunca correspondido.
Se echó sobre la cama, abrazada a la ropa, y se encogió mientras rompía a
llorar con desconsuelo.
—¿Hasta cuándo vas a seguir
castigándome con tu silencio cuando estamos a solas? —preguntó Pablo, después
de que Eugenia hubiera abandonado la suite y Rocio se sentara frente al
televisor, ignorándolo.
Ella no se inmutó. Siguió
mirando la pantalla con aparente interés, aunque de haber tenido que explicar
qué estaba viendo, no habría podido hacerlo.
—Lo hice por ti, ¿y así me lo
pagas? —insistió él, tratando de provocarla. Pero nada cambió. Y Pablo ya estaba
cansado de que pasaran los días y todo siguiera igual.
Se acercó, interponiéndose
entre ella y el televisor, posó las manos en los reposabrazos del sillón y se
inclinó para mirarla a los ojos de cerca.
—Lo hice por ti —repitió
despacio.
—¡Eso no es verdad! —le espetó
levantándose y obligándolo a apartarse—. No lo hiciste por mí, sino por ti. No
pudiste soportar que el escritor, el hombre que trabajaba bajo tu mando, se
hubiera atrevido a poner las manos en «tu mujer» —dijo con acidez—. Quisiste castigarlo
por eso; marcar tu territorio como un maldito marido celoso.
Pablo respiró con fuerza, sin
dejar de mirarla a los ojos.
—No merezco esas palabras,
pequeña —señaló con dolor—. No las merezco.
—Tampoco Gaston merecía esa
paliza.
—¡¿Por qué seguimos discutiendo
por él?! —exclamó, alzando la voz—. Mientras tú me ignoras un día tras otro o
mientras discutimos por su causa, él está bien y seguramente acostandose con su
mujer —soltó furioso—. O puede que con la mujer de cualquier otro. No te
entiendo, Rocio. Te juro que no te entiendo.
—No es tan difícil —dijo ella
con gravedad—. Deja de cuidarme con tanto celo, deja de tomar decisiones por
mí, deja de considerarme de tu exclusiva propiedad. —Y añadió, mientras le daba
la espalda—: No sé si podré perdonarte esto.
—No te vayas —le rogó,
arrepentido de haberle mostrado con claridad su
enojo—.
Quédate y hablemos con calma.
—En unas horas te expondrás
ante decenas de miles de potenciales votantes —dijo junto a la puerta, tratando
de mostrar una calma que no sentía—. Éste no es el mejor momento para aclarar
nuestros problemas.
Salió al pasillo y cerró con
suavidad, consciente de que, tras ella, los agentes de seguridad aguardaban a
que se moviera y tomara una dirección, dispuestos a protegerla allá donde
fuera.

No hay comentarios:
Publicar un comentario