CAPÍTULO
34
No se aprecian las estrella
desde el suelo de la ciudad
—¿Cómo tú por aquí? —preguntó Gaston
al abrir la puerta de su apartamento—. No he oído que tengáis ningún acto.
—Pasado mañana tendremos uno
bien cerca:—dijo Vicco al tiempo que entraba quitándose la chaqueta—. Entonces
me reincorporaré a la campaña.
—¿Le ocurre algo a Candela?
—preguntó alarmado.
—Ella está bien —aseguró su
amigo mientras avanzaba por el pasillo evitando mostrar su preocupación.
Se sentó en un extremo del
sofá, en el salón, preguntándose si debía darle ya la noticia o esperar un
poco. Mientras lo meditaba, viéndolo servir unas copas, decidió que hablaría
después de haber ingerido algo fuerte que le infundiera valor.
—Es la primera vez que tomo
alcohol desde el «accidente» —dijo Gaston tendiéndole uno de los dos vasos de
whisky con hielo—. El dolor se ha vuelto soportable, siempre que no cargue con
demasiado peso o haga movimientos bruscos, y ya estoy cansado de sentirme
drogado durante todo el día.
—¿Cómo van esos dedos?
Gaston dio un largo trago a su
whisky, saboreándolo con lentitud y con los ojos cerrados.
—Despacio. Estoy haciendo
ejercicios de rehabilitación con eso. —Señaló con un gesto una pequeña pelota
de goma sobre la mesa—. Cuanto más los ejercite, antes recuperaré totalmente la
movilidad.
Evitó hablarle de la tortura
que le suponía intentar teclear con ambas manos. Había empezado a trabajar en
su columna diaria, pero el desesperante poco control con que dirigía los dedos
hacia las teclas solía llevarlo a escribir únicamente con la izquierda, lo que
todavía era más irritante y lento.
—Tengo lo que querías —dijo Vicco—.
Mañana se reúnen el papa de lali y el senador.
—¿Aquí?
Su amigo asintió.
—Como te he dicho, pasado
mañana da un mitin. Y ya sabes que suelen aprovechar todas las ocasiones que
tienen para reunirse.
—¿Sabes el lugar exacto donde
lo harán?
—¿Tú qué crees? —preguntó, con
una sonrisa satisfecha.
Gaston bajó la cabeza, apoyó
los codos sobre las rodillas y posó la mirada en el movimiento de los cubitos
de hielo cuando los hacía entrechocar al girar el vaso. Imaginó a los dos
hombres, sufriendo cada cual por su hija o su esposa, y teniéndolo a él en el
pensamiento como único responsable. Sabía que su suegro no hablaría del divorcio de Lali. Tampoco
creía que Pablo fuera comentando curiosidades sobre los hombres con los que se
entretenía su mujer y a los que enviaba matones una vez que se volvían
incómodos. Hablarían de la campaña, de estrategias finales, de elecciones, de
pagos políticos. Hablarían de todo eso de lo que él se había documentado con
exactitud.
—Sigues queriendo a Lali,
¿verdad? —preguntó de pronto Vicco, buscándole los ojos.
Algo en su tono de voz alertó a
Gaston. Se levantó frunciendo el ceño.
—La querré siempre —dijo, cada
vez más intranquilo—. ¿Por qué lo preguntas?
—Porque… —Vicco carraspeó,
mientras dejaba la copa en la mesa—. Me he tomado estos días de descanso para
apoyar a Cande. No quiere estar sola. Lali… Lali ha intentado quitarse la vida.
—El vaso se escurrió de entre los dedos de Gaston, golpeándose y volcándose en
la alfombra y derramando sobre su blancura sinuosos ríos cobrizos—. Fue hace
unos días. Pero ya conoces a tu ex suegro. Ha conseguido mantenerlo en el más
absoluto secreto.
—¿Qué ha pasado? —murmuró, con
un hilo de voz.
—Estaba en casa de sus padres. Su
madre entró en la habitación y le extrañó que hubiera cerrado la puerta del
cuarto de baño. Sabía que no estaba bien, así que la llamó para asegurarse de
que no ocurría nada y no obtuvo respuesta. —Inspiró al recordar las lágrimas de
Candela al relatárselo—. Gritó pidiendo ayuda, echaron la puerta abajo y… la
encontraron en la bañera. Se había cortado las venas.
—¡Dios! —exclamó, cubriéndose
el rostro con las manos—. Yo soy el culpable de eso.
—No
hay culpables, Gaston. El amor se acaba, las relaciones terminan.
—¡Yo he hecho eso! —repitió con
rabia, a la vez que se levantaba y comenzaba a alejarse—. Todo lo que me ocurra
lo tengo merecido, me lo he ganado. Pero no tenía ningún derecho a arrastrarla
conmigo a este infierno. No tenía ningún derecho.
—Es estúpido que te culpes. No
controlas tus sentimientos, menos aún puedes controlar los de ella. Y es ella
la que ha pretendido terminar con todo.
Las palabras de su amigo, lejos
de tranquilizarlo, le añadieron más angustia.
—¡¿Dios, qué voy a hacer?! —se
preguntó frente al ventanal que daba a la terraza, con los ojos llenos de
lágrimas—. ¿Qué voy a hacer?
Vicco se acercó en silencio
hasta colocarse a su lado. Posó una mano en su hombro y se lo presionó con
cariño.
—Empezar a pensar en ti y
arreglar tu vida. Eso es lo primero de todo.
—¿Y qué voy a hacer con Lali?
—murmuró, cerrando los ojos cuando las lágrimas comenzaron a desbordarse.
—Ella ya no es tu problema
—dijo Vicco, conteniendo su propia congoja.
Gaston sentía que sí. Que, de
algún modo, Lali siempre sería su responsabilidad, y que si no conseguía verla
feliz nunca podría comenzar a perdonarse.
—Tengo que verla.
—No te van a dejar entrar en
esa casa.
—Lo sé. No será fácil. Sus
padres no van a perdonarme lo que le he
hecho a su hija. Pero aun sabiéndolo, tengo que intentarlo. —Se enjugó las
lágrimas con un rápido movimiento de los dedos—. ¿Me acercas hasta allí?
—pidió, mostrándole la mano—. Aún no puedo conducir. Después regresaré en taxi.
—Te llevo donde quieras.
También puedo esperarte hasta que acabes y…
—No —dijo con rotundidad—.
Prefiero volver solo. Presiento que entonces no seré una compañía agradable.
Le
sorprendió que el portero que custodiaba la entrada del edificio le permitiera
el paso. Después, ya en el ascensor, comprendió que eso no le aseguraba que el
resto fuera a resultar igual de fácil. Su ex suegro era de esos hombres
impecables que solucionaban los problemas en la intimidad. Y lo comprobó cuando
el viejo mayordomo, que llevaba años recibiéndolo con tanto aprecio como
cortesía, entreabrió ligeramente la puerta.
—Ya no es bien recibido aquí,
señor Dalmau —le comunicó con pesar.
—Por favor. Tengo que verla. Te
prometo que sólo serán unos segundos.
—Lo siento, señor, pero yo sólo
cumplo órdenes. Es mi trabajo.
—No son órdenes de Lali,
¿verdad? —El anciano negó con la cabeza—. Entonces, pregúntale si quiere verme.
No me eches sin saber eso, por favor.
—No me busque problemas, señor.
Usted sabe que no puedo ayudarlo.
—Por los viejos tiempo—rogó
desesperado—. Una última vez para…
El mayordomo dio un paso atrás.
La puerta se abrió de golpe y el colérico rostro de el papa de lali apareció como una bofetada. Llevaba el
sufrimiento por su hija en los ojos y el resquemor hacia su yerno en una mueca
de desafiante desprecio.
—¡¿No oyes lo que te está
diciendo?! Ya no eres bien recibido en esta casa. No sé cómo te has atrevido a
venir, pero espero que te quede un poco de decencia y te marches.
Empujó para cerrar con la misma
brusquedad con que acababa de abrir. Gaston se lo impidió interponiendo el pie.
—Por favor. Antes de echarme,
pregúntale a Lali si quiere verme.
—¡Lali quiere muchas cosas que
tú no has sabido darle! —soltó con ira—. ¿No te basta con todo el daño que le
has hecho? ¿Aún vienes a hundirla un poco más?
Gaston negó con la cabeza. Si
no hubiera sentido tanto resentimiento, habría podido apiadarse de su angustia.
Pero el dolor que lo cegaba era el de su hija y el hombre que tenía enfrente
era quien lo había provocado.
—Te aseguro que no volveré a
hacerle daño nunca más —afirmó con tristeza—. Necesito pedirle perdón, pero no
por mí. Pretendo que vea que… que no merece la
pena
que destroce su vida por alguien como yo.
—¡Eso ya lo sabe! Ahora
necesita estar tranquila y sólo lo logrará si desapareces de su vida.
Mientras el mayordomo los
observaba sobrecogido, su suegro intentó cerrar de nuevo. Gaston lo evitó esta
vez empujando la puerta con las manos.
—¡Aún es mi esposa! —le
recordó, alzando la voz casi tanto como lo hacía él—. Y voy a verla. Preferiría
hacerlo con tu permiso, pero la veré de cualquier modo.
—¡Será tu esposa por poco
tiempo! —le advirtió con un estallido—. Tengo a medio bufete trabajando para
terminar cuanto antes con este maldito matrimonio. Y por si no te has dado
cuenta, ésta es mi casa. Aquí soy yo quien decide si entras o no.
Gaston apretó los puños,
dispuesto a todo. Miró al interior, seguro de que Lali descansaba al final de
la escalera, en su antigua habitación azul.
—No lo intentes —insistió,
lleno de cólera—. Te aseguro que no vas a pasar.
La imagen exquisita y elegante
de su suegra, descendiendo los peldaños superiores, evitó que le respondiera y
complicara aún más su delicada situación. Ella se detuvo y habló con el sosiego
con que acostumbraba a poner paz y orden.
—Por favor, querido. Déjalo
pasar.
se volvió, dispuesto a negarse,
pero la templada seguridad de su esposa lo convenció al instante. Y se hizo a
un lado.
Gaston entró sin prestar
atención al desafío con que lo examinaba. Con la mirada clavada, fue
ascendiendo hasta detenerse dos escalones por debajo de ella. Entonces apreció
que, bajo su serena belleza, latía el sufrimiento infinito y silencioso de una
madre.
—Gracias —murmuró, con abatida
humildad.
—No me las des —respondió
tajante y áspera—. Estoy haciendo esto porque no quiero que te debamos nada.
Has sido un hijo para nosotros, pero después de tu indignidad con Lali, con
esto queda pagado todo lo bueno que hayas hecho en esta casa.
—Lo siento. No imaginas cuánto
lo siento. Nunca pretendí hacerle daño.
—La decepción contigo ha sido
grande, Gaston. Muy grande y difícil de comprender.
Miró
a los ojos de quien había asumido el rol de madre en muchas ocasiones y sólo
encontró dolor, desengaño y una frialdad que le encogió el alma.
—¿Qué puedo decir…?
—Yo sí sé qué decir: cuida bien
las palabras que utilizas hoy con mi hija. Y acaba rápido. Cuanto antes deje de
verte, antes comenzará a olvidarte. —Reiniciaba el descenso cuando murmuró, sin
mirarlo—: Antes comenzaremos a olvidarte todos.
Gaston apretó con fuerza los
párpados para soportar el desprecio de la mujer a quien tanto quería. Renunciar
a Lali implicaba mucho más que perder a una esposa. Siempre lo había sabido y
ahora era cuando comenzaba a padecerlo.
Se había parado durante unos
segundos ante la puerta cerrada de la habitación celeste, sujetando el
picaporte y haciendo acopio de fuerzas para enfrentarse a ella. O más bien para
enfrentarse a lo que él había hecho de ella. Y al entrar y verla sentada en la
cama, esperándolo, encogida como si todo a su alrededor la asustara, se sintió
desbordado de dolor y de culpa.
A medida que se acercaba, con
miedo a su reacción, fue tomando conciencia de su palidez y de sus marcadas
ojeras.
—Lamento que mis padres hayan
estado tan desagradables contigo —musitó, con la mirada en los dedos que
retorcía con nerviosismo en el regazo.
Gaston se tranquilizó al
comprobar que, de alguna manera, el tiempo transcurrido le había serenado los
ánimos y que no iba a rechazarlo. Se detuvo ante ella y la miró con ternura,
apreciándola más delgada que tres semanas atrás. Por primera vez la veía
abrigada en el interior de la casa, con un jersey de manga larga.
—Yo habría hecho lo mismo de
estar en su lugar —reconoció—. Sólo quieren protegerte.
—Protegerme de ti —dijo, a
punto de echarse a llorar.
—Duele aceptarlo, pero es
cierto. Nadie te ha hecho tanto daño como yo. —Le tomó las manos entre las
suyas y se las alzó con suavidad para que la lana se escurriera hasta dejar al
descubierto las delgadas muñecas.
—Fue un mal momento —trató de
justificarse Lali mientras las apartaba,
las
devolvía a su regazo y ocultaba de nuevo el estrecho vendaje que le cubría las
cicatrices.
—Nadie vale tanto —aseguró Gaston
en voz baja—. Menos aún quien te hace sufrir de esta manera.
—Es fácil decirlo, pero ¿cómo
se consigue que lo comprenda tu corazón? —preguntó apagada.
—Al corazón tenemos que darle
tiempo —contestó él casi en un susurro—. Le cuesta entender que quien nos hace
padecer no merece ni una sola de nuestras lágrimas.
Fue entonces cuando ella
levantó los ojos para mirarlo.
—No estás bien, ¿verdad?
Le enterneció que, a pesar de
ser el causante de su sufrimiento, se estuviera preocupando por él.
—Estaré bien cuando tú lo estés
—susurró con cariño.
Ella lo miró en silencio,
deseando decirle que si era eso lo que necesitaba, entonces ninguno de los dos
estaría bien nunca. Subió los pies a la cama y se abrazó las rodillas,
silenciosa y cabizbaja. Gaston se sentó a su lado, dispuesto a derribar su
repentino muro de indiferencia.
—¿Cómo va el asunto de los
relatos? ¿Necesitáis ayuda?
Ella se encogió de hombros,
mostrando que nada le importaba, pero aun así respondió:
—Creo que estará en las
librerías para Navidad. Ya sabes —sonrió con tristeza—, la gente se muestra más
solidaria en esas fechas.
—Y hasta los que no lo son
compran y regalan libros. —Trató de hacerla sonreír—. Ahora estarán
maquetándolos, esbozando la portada… ¿Por qué no vuelves a implicarte en eso?
Es tu proyecto.
—¿Quieres que esté entretenida
para que no te complique la vida intentando suicidarme de nuevo? —reprochó con
amargura.
—Quiero que vuelvas a ser tú
—le explicó con suavidad—. Que vuelvas a reír, que vuelvas a ser feliz. El
mundo sigue estando ahí fuera, igual de maravilloso que antes, esperándote. No
puedes perdértelo sólo porque yo te haya fallado —dijo, rozándole el brazo con
el que ella se rodeaba las piernas.
Lali dejó que lo hiciera.
—Es
probable que haga un viaje —dijo de pronto—. Me lo ha propuesto Tess y creo que
voy a aceptar.
—¿Esa amiga tuya que parece
combinar los colores a ciegas? —preguntó él, fingiendo desenfado.
—Sí, ésa —admitió con un amago
de sonrisa—. Acostumbra a pasar algunos meses al año con su padre, en Italia.
—El que tiene la escudería de
Fórmula 1 —comentó, al recordar al hombre maduro, divorciado y siempre rodeado
de jovencitas que aparecía con asiduidad en los medios de comunicación.
—Ella dice que me vendrá bien
alejarme de todo esto una temporada, divertirnos. Pero aún no me he decidido.
—Puede ser una buena opción.
Siempre que no acabes vistiendo como lo hace tu excéntrica amiga —bromeó.
—Sí. Ése es un gran riesgo
—aceptó, sin llegar a sonreír.
—¿Me escribirás si te marchas?
—dijo, con una extraña sensación de nostalgia.
—¿Te gustaría que lo hiciera?
—Sí. Me gustará saber cómo
estás, qué haces…
—No tienes ninguna obligación
de velar por mí.
—Lo sé. Pero no puedo evitar
hacerlo. Te quiero, Lali. Te querré siempre.
Ella apoyó el mentón en las
rodillas y guardó silencio unos segundos. Después soltó un profundo suspiro.
—No sé si quiero ese cariño.
—Lo entiendo. Pero quiero que
sepas que esperaré. Esperaré todo lo que haga falta.
Se sentía agotado cuando
alcanzó la calle; igual que si se llevara consigo todo el dolor de Lali. Ella
había aceptado un abrazo de despedida y a él se le había encogido el alma al
encontrar un montoncito de huesos donde siempre hubo generosas y redondeadas
formas de mujer. La cruda realidad lo paralizó durante
unos
segundos, con ella apretada contra sí.
—¿Qué has estado comiendo
durante estas semanas? —le había preguntado, con la mayor dulzura que pudo.
Lali le respondió con una
sonrisa triste. Y él, ahora, mientras se alejaba, sólo podía rogar para que ese
dolor que él se llevaba en verdad lo tuviera ella de menos.
Dejó a su espalda al portero
uniformado y se detuvo en medio de la calle. Cerró los ojos y aspiró el olor de
ese extremo privilegiado del parque. Olía a otoño y deseó estar sumergido en
otro otoño, el de un año atrás en Crystal Lake, conociendo a la que, sin
ninguna duda, volvería a permitir que convirtiera su vida en un infierno.
Se frotó la nuca, cansado, y al
mirar al otro lado de la calle, respiró con alivio. Vicco estaba allí, apoyado
en el capó delantero de su Chevrolet gris estacionado en doble fila.
Le alegró que no le hubiera
hecho caso. Se sentía demasiado solo, demasiado hundido, demasiado miserable
como para volver a casa sin haber encontrado el apoyo de una sonrisa amiga.
—He pensado que necesitarías a
alguien con quien hablar después de salir de ahí —explicó Vicco cuando lo tuvo
enfrente. Después dio una última calada a su cigarro y lo arrojó al suelo para
pisarlo.
Gaston, con el nudo todavía en
la garganta, se lo agradeció con un gesto.
A esa hora punta, el tráfico
rodaba con lentitud. En unos minutos, la situación se volvería caótica. Los
conductores, impacientes por regresar a sus hogares tras una larga jornada de
trabajo, comenzarían a hacer sonar el claxon de sus automóviles como si con
ello fueran a despejar la avenida. Vicco no tenía prisa. Cualquier lugar era
bueno para hablar. Y en cuanto llegaron al primer semáforo cerrado, decidió que
ya había respetado suficiente su silencio y le preguntó cómo había ido todo. Gaston
le habló de Howard, de Margaret y, por supuesto, de Lali.
—Se recuperará, ya lo verás
—trató de animarlo—. Se implicará otra vez en esa historia de publicar los
relatos y después se irá de viaje con esa amiga tan peculiar. Y cuando quiera
darse cuenta, notará que está mejor.
—¿Me lo dice quien asegura que
utilizará su Magnum si pierde a la mujer a la que ama? —preguntó con media
sonrisa afligida.
—Lali ya ha hecho su intento
—le recordó Vicco—. Ahora asimilará que lo vuestro ha terminado y comenzará a
poner remiendos en su corazón herido. Y
probablemente
empiece a hacerlo durante ese viaje.
Se detuvieron junto a uno de
los puntos en los que las tuberías de la calefacción que recorrían la ciudad
bajo tierra expulsaban parte de su presión. Gaston se perdió en el blanco vapor
que escapaba con fuerza.
—Tengo algunos contactos en la
universidad —dijo, tras un largo silencio—. Voy a intentar dar clases de lengua
inglesa, enseñar el idioma o tal vez corregir trabajos de otros. Mi columna
diaria me deja demasiado tiempo para pensar.
—No me parece mal del todo,
aunque hay otras cosas que podrías hacer. ¿Qué pasa con tus novelas?
—preguntó—. Podrías ir a Crystal Lake a escribir, como has acostumbrado a hacer
cada año. Siempre has dicho que no podrías vivir sin crear todo eso.
—Me resultaba sencillo inventar
historias románticas cuando presumía de saberlo todo sobre el amor. —Miró hacia
el automóvil detenido a su derecha y a los dos jóvenes que aprovechaban la
pausa del semáforo para besarse—. Ahora, cuando descubro lo que de verdad
supone perder la cabeza por alguien, cuando haría cualquier cosa por conseguir
a la mujer a la que amo, ya no puedo escribir sobre ello. —La luz roja cambió a
verde. El Chevrolet se puso en marcha y el coche de la pareja también. Gaston
volvió la vista al frente—. El amor destruye, Vicco: lo ha hecho conmigo.
Continuaron avanzando en
silencio. El cielo se oscureció y el alumbrado de la ciudad sustituyó a la luz
del día. Gaston alzó la mirada hacia la noche. Desde el suelo de Manhattan no
se apreciaba el brillo de las estrellas. Tan sólo ascendiendo a lo alto de los
edificios, donde las luces artificiales no cegaban, se percibía un pequeño
número de ellas. Nunca había visto tantas ni tan centelleantes como durante las
noches en la tranquilidad y la quietud de Crystal Lake, en un tiempo en el que
su vida y su alma aún podían sonreír.
Vicco, sudoroso y jadeante, no
apartaba los ojos de Candela. Quería contemplar su rostro cuando alcanzara el
orgasmo. Quería amarla y hacerla gozar como si esa fuera la noche más
importante de sus vidas. La soledad y la amargura de su amigo lo habían llenado
de pena y también de miedo. Miedo a perder a su Cande y miedo a ser después un
cobarde que no se atreviera a apretar el gatillo, ya que eso lo condenaría a
pasar el maldito resto de la vida sin ella.
Sus
ansias de esa noche le hacían difícil contener su propia explosión de gozo,
pero lo hacía. Quería alcanzar con ella el clímax y quería ver cómo se le
oscurecían los ojos cuando eso ocurriera.
La sintió temblar y, después,
el rápido aleteo de sus pestañas le anunció que su pequeña muerte de unos
segundos estaba cerca. Entonces apremió el ritmo con el que entraba y salía de
ella. Colocó las manos abiertas sobre sus pequeñas palmas, entrecruzó los dedos
con los suyos y apretó fuertemente contra el colchón.
—Te amo —murmuró…
… y dejó de contenerse para
unirse al placer en el que estallaba su esposa. Después fue recuperando el
aliento pegado a su piel, abrazándola con el temor a perderla todavía intacto.
—Te amo —ronroneó ella, un
tiempo después, mientras le acariciaba perezosamente el cabello.
Vicco se incorporó, apoyó un
brazo en el desorden de sábanas y la miró a los ojos.
—Dímelo otra vez.
—Te amo. Te amo, te amo —volvió
a susurrar con una sonrisa.
La besó en la boca, ardiente y
posesivo, hasta que notó que su ímpetu y su miedo la estaban dejando sin aire.
Entonces pasó a recorrerle el rostro con los labios, despacio, diciéndose que
esa mujer increíble era suya, que siempre sería suya.
Pero esa noche nada de cuanto
se decía lo tranquilizaba. Esa noche, todas sus infidelidades y todos sus
remordimientos los estaba padeciendo juntos.
—Dime que no nos va a pasar a
nosotros —le rogó, con ojos brillantes.
—No nos va a pasar a nosotros
—le aseguró ella como una caricia.
—Júramelo.
—Te lo juro —dijo, mirando su
gesto inquieto y doliente—. Te juro que no acabaremos como ellos.
Vicco volvió a recorrerle el
rostro, esta vez con las yemas de los dedos y la mirada.
—No podría vivir sin ti —dijo,
inmerso en agonía.
—No tendrás que hacerlo.
Apoyó
la cabeza en su pecho, junto al inicio de sus erguidos y pequeños senos, y ya
no pudo contener las lágrimas, que brotaron calladas y humedecieron la piel de
su esposa.
Ella lo abrazó emocionada,
segura de que su dolor nacía del mismo que soportaba su buen amigo Gaston,
igual que el suyo era el que compartía con su querida amiga Lali. Lo que la
desarmaba y le hacía querer arroparlo era su repentina inestabilidad y el
dramático miedo que mostraba a perderla.
—Todo esto pasará, mi amor
—trató de consolarlo con dulzura mientras le acariciaba la cabeza—. Ellos lo
superarán y todos volveremos a estar bien.
Vicco se ciñó más a ella y,
aunque apretó con fuerza los párpados, las lágrimas siguieron brotándole
calientes y amargas. Porque, esa vez, el miedo a perderla era tan brutal y
lacerante como si en verdad ya no la tuviera consigo.

Me duele el sufrimiento de Gaston! Esta novela me hace sentir como èl y se me estruja el corazon! LA AMO :) Y quiero mas
ResponderEliminar