sábado, 1 de junio de 2013

Donde siempre es otoño, capitulo 39


CAPÍTULO 39
Lo que eres en mí
Gaston se había quedado sin aire cuando oyó que Adam le permitía pasar y seguía sin recuperarlo mientras avanzaba por la habitación, despacio, con los incrédulos y enamorados ojos puestos en ella; en la mujer inalcanzable a la que había creído que no volvería a ver.
—¿Por qué? —murmuró lo que debió haber sido tan sólo un pensamiento, un dolor más difícil de aceptar que todos cuantos hasta entonces había padecido.
—¿Y por qué no? Esto puede pasarnos a cualquiera —respondió ella con una tierna media sonrisa, mirando la refrenada impaciencia con que se aproximaba—. Acércate —lo animó, al tiempo que le señalaba la silla junto a la cabecera.
Cuando al fin se detuvo a su lado, apoyó la temblorosa mano en el colchón y se sentó con lentitud, ocupando tan sólo el borde de la silla, para que la distancia con ella fuera más estrecha, más íntima, y así no perderse ni uno solo de sus gestos.
—Hasta en un lugar como éste estás preciosa —musitó, recorriéndole el rostro con ojos anhelantes.
Rocio suspiró enternecida. Bajó la mano para acariciar la de él, pero titubeó en el último instante. Cuando, aún indecisa, la dejó quieta sobre la sábana arrugada, lo rozó torpemente con el extremo de los dedos.
—Me alegra que hayas venido.
Gaston se estremeció al notar el leve contacto. Se humedeció los labios, repentinamente tan secos como la boca.
—Creí que no conseguiría verte —murmuró, y miró con fugacidad a su izquierda, a Pablo, que al fondo del cuarto apoyaba el hombro en el marco de la ventana, fingiendo atender a lo que ocurría en el exterior. Ése era el mayor grado de intimidad que les iba a conceder y, probablemente, durante muy pocos minutos.
Rocio vio su rápido gesto y entendió su temor. Le sonrió, tierna y tranquilizadora, mientras al fin se decidía a tomarle la mano y apretársela con suavidad.
Él se quedó de nuevo sin aire. Contempló sus manos juntas a la vez que respiraba despacio y hondo. Sólo era un roce, un gesto amable, y aun así era mucho más de lo que esa mañana, y tal vez nunca, había esperado recibir. Volvió a inspirar y se atrevió a apretarle los dedos, como ella lo hacía.
—Tal vez te sorprenda verme aquí después de todo lo que ha pasado —señaló, sonriendo nervioso—. Pero he cometido muchos errores y… me gustaría enmendarlos de alguna manera. Aunque no sé bien cómo hacerlo. Ni siquiera se me ocurre qué decir —murmuró, sin levantar la cabeza—. Siempre pensé que la vida, como el amor, eran algo que había que beberse deprisa, sin detenerse ni para tomar aliento. Ahora sé que los excesos hacen que no diferencies las cosas realmente importantes de las que no lo son. Yo no supe valorar ninguna y lo he descubierto cuando ya es demasiado tarde. —Guardó un tembloroso silencio mientras le rozaba con suavidad la mano con los dedos—. Me habría gustado que conocieras al hombre en el que me has convertido. Pero ya nada de eso importa. Ya da igual lo que fui en ti…
—… «pues he entendido que lo único importante ha sido siempre lo que tú eres en mí» —susurró ella, haciendo suya la hermosa frase que él le escribió como despedida.
Gaston se quedó inmóvil, respirando lenta y pesadamente, seguro ya de que Rocio conocía la profundidad de sus sentimientos. Alzó con lentitud los ojos hasta encontrarse con los suyos, hermosos, que parecían haberlo estado aguardando, tal vez para perdonarle las torpezas que ese amor desesperado le hizo cometer.
Y en ese instante supo que estaba ante la última oportunidad que tendría para descubrirle sin reservas su alma.
—Al principio intenté negármelo —reconoció, conteniendo con dificultad las lágrimas—. Pero lo que crecía dentro de mí era ya imparable; fue imparable desde el primer momento. —Calló, deseando que la emoción que creía ver en ella fuera tan real y asfixiante como la que a él lo consumía—. ¡Te amo! ¡Te amo con una fuerza arrolladora que soy incapaz de controlar!
Fue un susurro tenue y desgarrado que llenó la habitación para dejarla después en completo silencio. Fue un instante breve pero eterno en el que, de haberse hundido el mundo a su alrededor, ellos no lo hubieran advertido, porque no habrían dejado de mirarse.
Tampoco Pablo, sumido en su propia realidad, hubiera reparado en la mayor de las hecatombes. Había escuchado tenso cada una de las palabras de Gaston y, cuando pudo reponerse de la demoledora declaración, tragó saliva, se aflojó el
nudo de la corbata y se volvió hacia ellos. Se detuvo a los pies de la cama y aguardó a que su esposa apartara la vista del escritor y reparara en él.
—Ha llegado el momento, ¿verdad? —le dijo mirándola a los ojos con pena. Y en su tranquilo brillo descubrió una meditada y serena intención—. Esperaré ahí fuera, por si me necesitas.
Gaston siguió mirándola, confundido, y, cuando el sonido de la puerta le indicó que estaban solos, bajó la cabeza. Se sentía estúpido. Tanto tiempo ocultándole sus sentimientos para terminar confesándoselos en un hospital y en presencia de su marido.
—Yo no debería estar aquí —dijo, rozándole la mano por última vez—. Menos aún confesándote estas cosas. Lo último que quiero es crearte problemas. Sólo deseo que te pongas bien y… —Tragó mientras comenzaba a levantarse—. Olvida todo esto. Olvídalo, por favor…
—¿Por qué me hiciste creer que yo era para ti una más de las muchas mujeres que habían pasado por tu vida? —preguntó, buscándole inútilmente la mirada.
Él detuvo su marcha.
—Por cobardía —respondió con la misma desarmada sinceridad—. Tenía miedo de reconocer que se puede amar como lo hacen en las grandes historias de amor y que yo te amaba de esa desesperada manera. Tenía miedo a quedarme solo, miedo a alejarme de mi camino y a no encontrar después ningún otro, miedo a sufrir. Miedo a aceptar que me había enamorado de alguien a quien jamás podría tener y a quien me pasaría toda mi maldita vida echando de menos.
Un amor tan brutal, fuerte y temeroso como el que ella sentía por él, pensó Rocio llevándose una mano al pecho para sujetarse el agitado corazón y confesar:
—Sé lo que es el miedo a los propios sentimientos. —Él levantó con desconcierto los ojos para leer en los de ella, donde las lágrimas estaban a punto de desbordarse—. Yo no me los negaba, pero trataba de adormecerlos, también por miedo. —Una lágrima brilló entre sus pestañas y se la enjugó lentamente con los dedos—. Primero, por miedo a enamorarme. Después, por miedo a la vida con la que me había comprometido y que me alejaba de lo que en verdad amaba. Y miedo, sobre todo, a… —Gaston, cada vez más confuso, la notó temblar y le presionó la mano con cariño—. Miedo a no superar mi enfermedad… —logró decir con voz rota—, como está sucediendo, y a provocar dolor a quienes me quieren.
Su sufrimiento atravesó el corazón de Gaston, que no lo pensó. Como si lo hubiera hecho siempre, como si la hubiera protegido entre sus brazos durante toda la vida,
se levantó, se inclinó sobre ella y la estrechó contra sí. Y, de haber sabido cómo embeber el dolor con su cuerpo, se habría llevado consigo hasta la última pena que hubiera podido ensombrecerle la sonrisa.
Le costó apartarse. Hubiera dado media vida por poder quedarse un rato más; un rato largo que no se acabara nunca. Pero eso no era posible y se retiró con lentitud, rozando con su mejilla la de ella, aún húmeda, pasando los labios cerca de los suyos y deteniéndose al percibir el calor de su aliento, desgarrándose al alejarse para mirarla a los ojos.
—Si hubiera sabido por lo que estabas pasando, habría actuado de otro modo —dijo apenado—. No habría hecho nada que pudiera hacerte sufrir.
Durante unos segundos, ella lo miró sintiéndose aún arropada por la calidez de su largo e inesperado abrazo y conteniendo la dolorosa necesidad de ser ella la que volviera a estrecharlo contra sí.
—Si yo hubiera sabido que ocultarte la verdad te iba a provocar más dolor del que pretendía evitarte, nunca lo habría hecho… —Calló, rompiéndose ante la expresión de dulce desconcierto con la que él la contemplaba—. ¡Perdóname! —rogó con un sollozo.
Gaston volvió a verla desnuda bajo la lluvia, junto al lago, rogándole perdón, y presintió que trataba de decirle lo que entonces él no quiso escuchar.
—No, por favor —pidió conmovido—. No te culpes. Ni siquiera sabías que yo te amaba.
—Tú hablas de cobardía, pero yo he sido la más cobarde de los dos —aseguró, acariciándolo con una mirada triste—. Perdóname. En el momento en que comprendí que me amabas, debí dejar mis miedos y confesarte que también yo te quería. Debí afrontar los errores que había cometido; debí contarte que me costaba vivir sin ti.
Gaston se quedó inmóvil, contemplando sus ojos cuajados de lágrimas, sintiendo sus delicadas caricias en el rostro, escuchando, sin dar crédito, sus increíbles y hermosas palabras de amor.
—Te amo —declaró ella al fin, bajando los párpados y posando la frente en la suya—. Te amo tanto que te lo oculté para darte la libertad de que fueras feliz con otras antes que desgraciado conmigo.
Una solitaria lágrima se deslizó por la mejilla de Gaston. Una lágrima que Rocio no vio, porque siguió con los ojos cerrados, arrimada a su frente y acariciándolo mientras le abría su corazón.
—¡Te amo, te amo, te amo! —repitió, al notar la humedad salada entre las yemas de los dedos—. Te amo, y ya sea corta o larga mi vida, quiero pasarla contigo. Quiero amarte y que me ames —siguió diciendo sin saber que, con cada palabra que pronunciaba, a él se le aceleraban un poco más los latidos—. Quiero pagarte con felicidad todo lo que te he hecho padecer.
Gaston reaccionó de golpe. Le sujetó la cara entre las manos y le estampó un impetuoso beso en la boca. Un beso húmedo de emoción y de lágrimas, desesperado, liberador. Su dolor de meses, su amargura, su infierno. Todo su calvario desapareció durante esos segundos eternos en los que la besó hasta ahogarse. Y respiró agitado junto a aquella boca antes de retroceder, tan sólo el leve espacio que necesitó para verle los ojos.
La contempló en silencio, confundido y lleno de preguntas como nunca había estado. De no haberse sentido tan rabiosamente vivo, hubiera creído que el dolor soportado durante meses habría acabado matándolo, y que esa eufórica felicidad que lo embargaba era tan sólo la eternidad.
—Dime que esto es verdad —suplicó con voz ronca—. Dime que no voy a despertarme, como otras veces, y a encontrarme de nuevo en mi solitario infierno.
—Te amo. Y nada ni nadie, ¡nadie! —recalcó—, va a ser un obstáculo para que comparta mi vida contigo.
—No logro entenderte —musitó desconcertado.
—Cuando enfermé, hacía ya tiempo que el amor se había acabado en mi matrimonio y ya sólo quedaba un enorme cariño —comenzó a explicarle, a la vez que lo acariciaba con los ojos—. Habíamos hablado de separación y yo hacía planes para comenzar una nueva vida, aquí o tal vez en mi país. Pero ante esta dura prueba que se me presentaba, me asusté. No quise enfrentarla sola y me refugié de nuevo en él, que siempre había sido mi apoyo, mi compañero, mi protección. Pablo sí me seguía amando —reveló por primera vez en voz alta—, y por miedo y por egoísmo dejé que siguiera cuidándome de esa forma, a veces excesiva, en la que siempre lo había hecho.
Gaston recordó los golpes, las amenazas, la rudeza del senador a la hora de defenderla. Y recordó también la dulzura con la que en ocasiones la había encontrado mirándolo, sus a veces atropelladas palabras, sus misteriosos silencios. Pero siguió callado, sujetándole las manos entre las suyas mientras ella tomaba aire para seguir hablando.
—Él me ama y yo lo quiero —reconoció con una débil sonrisa—. No parece una buena combinación, pero lo fue porque hubo sinceridad y los dos sabíamos por
qué seguíamos juntos. Yo necesitaba su cobijo y él me quería a su lado; me quería y me necesitaba —aclaró—. Así que me quedé junto a él y representé el papel de la perfecta esposa del senador candidato a la presidencia. —Gaston sonrió, comprendiéndola y amándola con los ojos—. Ayudarlo en su carrera política era muy poco frente a los desvelos con que él me cuidaba y padecía conmigo mi enfermedad.
Se detuvo y, con amorosa ternura, como si lo descubriera por primera vez, le recorrió con los dedos las cejas, las sienes, la aspereza del mentón sin afeitar, los labios. Y, desde el apoyo del gastado almohadón blanco, le susurró:
—Y ahí apareciste tú, junto al lago, y yo… —Rió y sollozó a un tiempo—. Yo caí rendida, pero entonces llegaron mis miedos. El resto de la historia ya la conoces; la has sufrido —dijo apenada—. No sabes cuánto siento que…
Gaston siseó con dulzura posando los dedos en sus labios, sorprendido por cada revelación con las que ella lo había ido devolviendo a la vida. A una vida y a una felicidad agridulce que le apretaba la tráquea y le abrasaba los ojos. Pero la dicha, amarga o no, era demasiado grande como para que se permitiera llorar.
—No lo digas. No lo digas nunca más. No hay nada que debas lamentar. Lo único que importa de todo esto es que eres mía, que siempre lo fuiste, y que mientras me mataban estúpidos celos y me torturaba por lo que creía que era tu indiferencia, tú me estabas amando.
—Desde el primer momento en que te vi.
—Yo no sé cuándo me enamoré —reconoció, aproximándose hasta rozarle la nariz con la suya—. Podría decirte que durante nuestra primera noche en esta ciudad. Pero mi corazón asegura que fue antes; mucho antes de que yo me diera cuenta.
—Te amo, Gaston —susurró.
Él tomó una bocanada de aire a la vez que cerraba los ojos.
—Dímelo otra vez —rogó con voz ronca.
Rocio soltó una suave risa, le pasó los brazos por el cuello y tiró de él hacia ella para susurrarle, cuantas veces quisiera oírlo, que desde que lo descubrió observándola desde el porche lo amaba sin remedio.
Y lo hizo hasta que Gaston posó su feliz sonrisa en su boca, dispuesto a gastarla a besos, a jurarle una y mil veces que la amaba con desesperación, a asegurarle que no la dejaría marchar nunca ni a ninguna parte si no lo llevaba con ella.
—Prométeme una cosa —rogó de pronto Rocio, mirándolo a los ojos—. Esto va a ser muy duro, van a venir días difíciles y, si el amor se acaba…
—Mi vida… —trató de interrumpirla.
—Déjame decirlo, por favor. Necesito hacerlo —le pidió inmóvil—. Quiero que me prometas que si el amor se acaba o necesitas alejarte, no cometerás el error de quedarte a mi lado porque me veas enferma. Eso nos destrozaría a los dos.
—Te lo prometo, si es lo que quieres oír, pero sé que nada conseguirá alejarme jamás de tu lado. Es aquí donde quiero estar, contigo. No hay vida para mí ahí fuera —aseguró, recordando el vacío en el que había sobrevivido sin ella—. No la hay lejos de ti y de tus brazos. Nunca la habrá. 

1 comentario:

  1. dios!! lo que es esta novela!!!... Ame que se confesaran que se aman mutuamente.. pero me contagia la tristeza de saber donde sucede todo y el dolor oculto que hay en cada uno de ellos. espero mas!!. es muy atrapante! :)

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