CAPÍTULO
39
Lo que eres en mí
Gaston se había quedado sin
aire cuando oyó que Adam le permitía pasar y seguía sin recuperarlo mientras
avanzaba por la habitación, despacio, con los incrédulos y enamorados ojos puestos
en ella; en la mujer inalcanzable a la que había creído que no volvería a ver.
—¿Por qué? —murmuró lo que
debió haber sido tan sólo un pensamiento, un dolor más difícil de aceptar que
todos cuantos hasta entonces había padecido.
—¿Y por qué no? Esto puede
pasarnos a cualquiera —respondió ella con una tierna media sonrisa, mirando la
refrenada impaciencia con que se aproximaba—. Acércate —lo animó, al tiempo que
le señalaba la silla junto a la cabecera.
Cuando al fin se detuvo a su
lado, apoyó la temblorosa mano en el colchón y se sentó con lentitud, ocupando
tan sólo el borde de la silla, para que la distancia con ella fuera más
estrecha, más íntima, y así no perderse ni uno solo de sus gestos.
—Hasta en un lugar como éste
estás preciosa —musitó, recorriéndole el rostro con ojos anhelantes.
Rocio suspiró enternecida. Bajó
la mano para acariciar la de él, pero titubeó en el último instante. Cuando,
aún indecisa, la dejó quieta sobre la sábana arrugada, lo rozó torpemente con
el extremo de los dedos.
—Me alegra que hayas venido.
Gaston se estremeció al notar
el leve contacto. Se humedeció los labios, repentinamente tan secos como la
boca.
—Creí que no conseguiría verte
—murmuró, y miró con fugacidad a su izquierda, a Pablo, que al fondo del cuarto
apoyaba el hombro en el marco de la ventana, fingiendo atender a lo que ocurría
en el exterior. Ése era el mayor grado de intimidad que les iba a conceder y,
probablemente, durante muy pocos minutos.
Rocio vio su rápido gesto y
entendió su temor. Le sonrió, tierna y tranquilizadora, mientras al fin se
decidía a tomarle la mano y apretársela con suavidad.
Él
se quedó de nuevo sin aire. Contempló sus manos juntas a la vez que respiraba
despacio y hondo. Sólo era un roce, un gesto amable, y aun así era mucho más de
lo que esa mañana, y tal vez nunca, había esperado recibir. Volvió a inspirar y
se atrevió a apretarle los dedos, como ella lo hacía.
—Tal vez te sorprenda verme
aquí después de todo lo que ha pasado —señaló, sonriendo nervioso—. Pero he
cometido muchos errores y… me gustaría enmendarlos de alguna manera. Aunque no
sé bien cómo hacerlo. Ni siquiera se me ocurre qué decir —murmuró, sin levantar
la cabeza—. Siempre pensé que la vida, como el amor, eran algo que había que
beberse deprisa, sin detenerse ni para tomar aliento. Ahora sé que los excesos
hacen que no diferencies las cosas realmente importantes de las que no lo son.
Yo no supe valorar ninguna y lo he descubierto cuando ya es demasiado tarde.
—Guardó un tembloroso silencio mientras le rozaba con suavidad la mano con los
dedos—. Me habría gustado que conocieras al hombre en el que me has convertido.
Pero ya nada de eso importa. Ya da igual lo que fui en ti…
—… «pues he entendido que lo
único importante ha sido siempre lo que tú eres en mí» —susurró ella, haciendo
suya la hermosa frase que él le escribió como despedida.
Gaston se quedó inmóvil,
respirando lenta y pesadamente, seguro ya de que Rocio conocía la profundidad
de sus sentimientos. Alzó con lentitud los ojos hasta encontrarse con los
suyos, hermosos, que parecían haberlo estado aguardando, tal vez para
perdonarle las torpezas que ese amor desesperado le hizo cometer.
Y en ese instante supo que
estaba ante la última oportunidad que tendría para descubrirle sin reservas su
alma.
—Al principio intenté negármelo
—reconoció, conteniendo con dificultad las lágrimas—. Pero lo que crecía dentro
de mí era ya imparable; fue imparable desde el primer momento. —Calló, deseando
que la emoción que creía ver en ella fuera tan real y asfixiante como la que a
él lo consumía—. ¡Te amo! ¡Te amo con una fuerza arrolladora que soy incapaz de
controlar!
Fue un susurro tenue y
desgarrado que llenó la habitación para dejarla después en completo silencio.
Fue un instante breve pero eterno en el que, de haberse hundido el mundo a su
alrededor, ellos no lo hubieran advertido, porque no habrían dejado de mirarse.
Tampoco Pablo, sumido en su
propia realidad, hubiera reparado en la mayor de las hecatombes. Había
escuchado tenso cada una de las palabras de Gaston y, cuando pudo reponerse de
la demoledora declaración, tragó saliva, se aflojó el
nudo
de la corbata y se volvió hacia ellos. Se detuvo a los pies de la cama y
aguardó a que su esposa apartara la vista del escritor y reparara en él.
—Ha llegado el momento,
¿verdad? —le dijo mirándola a los ojos con pena. Y en su tranquilo brillo
descubrió una meditada y serena intención—. Esperaré ahí fuera, por si me
necesitas.
Gaston siguió mirándola,
confundido, y, cuando el sonido de la puerta le indicó que estaban solos, bajó
la cabeza. Se sentía estúpido. Tanto tiempo ocultándole sus sentimientos para
terminar confesándoselos en un hospital y en presencia de su marido.
—Yo no debería estar aquí
—dijo, rozándole la mano por última vez—. Menos aún confesándote estas cosas.
Lo último que quiero es crearte problemas. Sólo deseo que te pongas bien y…
—Tragó mientras comenzaba a levantarse—. Olvida todo esto. Olvídalo, por favor…
—¿Por qué me hiciste creer que
yo era para ti una más de las muchas mujeres que habían pasado por tu vida?
—preguntó, buscándole inútilmente la mirada.
Él detuvo su marcha.
—Por cobardía —respondió con la
misma desarmada sinceridad—. Tenía miedo de reconocer que se puede amar como lo
hacen en las grandes historias de amor y que yo te amaba de esa desesperada
manera. Tenía miedo a quedarme solo, miedo a alejarme de mi camino y a no
encontrar después ningún otro, miedo a sufrir. Miedo a aceptar que me había
enamorado de alguien a quien jamás podría tener y a quien me pasaría toda mi
maldita vida echando de menos.
Un amor tan brutal, fuerte y
temeroso como el que ella sentía por él, pensó Rocio llevándose una mano al
pecho para sujetarse el agitado corazón y confesar:
—Sé lo que es el miedo a los
propios sentimientos. —Él levantó con desconcierto los ojos para leer en los de
ella, donde las lágrimas estaban a punto de desbordarse—. Yo no me los negaba,
pero trataba de adormecerlos, también por miedo. —Una lágrima brilló entre sus
pestañas y se la enjugó lentamente con los dedos—. Primero, por miedo a
enamorarme. Después, por miedo a la vida con la que me había comprometido y que
me alejaba de lo que en verdad amaba. Y miedo, sobre todo, a… —Gaston, cada vez
más confuso, la notó temblar y le presionó la mano con cariño—. Miedo a no
superar mi enfermedad… —logró decir con voz rota—, como está sucediendo, y a
provocar dolor a quienes me quieren.
Su sufrimiento atravesó el
corazón de Gaston, que no lo pensó. Como si lo hubiera hecho siempre, como si
la hubiera protegido entre sus brazos durante toda la vida,
se
levantó, se inclinó sobre ella y la estrechó contra sí. Y, de haber sabido cómo
embeber el dolor con su cuerpo, se habría llevado consigo hasta la última pena
que hubiera podido ensombrecerle la sonrisa.
Le costó apartarse. Hubiera
dado media vida por poder quedarse un rato más; un rato largo que no se acabara
nunca. Pero eso no era posible y se retiró con lentitud, rozando con su mejilla
la de ella, aún húmeda, pasando los labios cerca de los suyos y deteniéndose al
percibir el calor de su aliento, desgarrándose al alejarse para mirarla a los
ojos.
—Si hubiera sabido por lo que
estabas pasando, habría actuado de otro modo —dijo apenado—. No habría hecho
nada que pudiera hacerte sufrir.
Durante unos segundos, ella lo
miró sintiéndose aún arropada por la calidez de su largo e inesperado abrazo y
conteniendo la dolorosa necesidad de ser ella la que volviera a estrecharlo
contra sí.
—Si yo hubiera sabido que
ocultarte la verdad te iba a provocar más dolor del que pretendía evitarte,
nunca lo habría hecho… —Calló, rompiéndose ante la expresión de dulce
desconcierto con la que él la contemplaba—. ¡Perdóname! —rogó con un sollozo.
Gaston volvió a verla desnuda
bajo la lluvia, junto al lago, rogándole perdón, y presintió que trataba de
decirle lo que entonces él no quiso escuchar.
—No, por favor —pidió
conmovido—. No te culpes. Ni siquiera sabías que yo te amaba.
—Tú hablas de cobardía, pero yo
he sido la más cobarde de los dos —aseguró, acariciándolo con una mirada
triste—. Perdóname. En el momento en que comprendí que me amabas, debí dejar
mis miedos y confesarte que también yo te quería. Debí afrontar los errores que
había cometido; debí contarte que me costaba vivir sin ti.
Gaston se quedó inmóvil,
contemplando sus ojos cuajados de lágrimas, sintiendo sus delicadas caricias en
el rostro, escuchando, sin dar crédito, sus increíbles y hermosas palabras de
amor.
—Te amo —declaró ella al fin,
bajando los párpados y posando la frente en la suya—. Te amo tanto que te lo
oculté para darte la libertad de que fueras feliz con otras antes que
desgraciado conmigo.
Una solitaria lágrima se
deslizó por la mejilla de Gaston. Una lágrima que Rocio no vio, porque siguió
con los ojos cerrados, arrimada a su frente y acariciándolo mientras le abría
su corazón.
—¡Te
amo, te amo, te amo! —repitió, al notar la humedad salada entre las yemas de
los dedos—. Te amo, y ya sea corta o larga mi vida, quiero pasarla contigo.
Quiero amarte y que me ames —siguió diciendo sin saber que, con cada palabra
que pronunciaba, a él se le aceleraban un poco más los latidos—. Quiero pagarte
con felicidad todo lo que te he hecho padecer.
Gaston reaccionó de golpe. Le
sujetó la cara entre las manos y le estampó un impetuoso beso en la boca. Un
beso húmedo de emoción y de lágrimas, desesperado, liberador. Su dolor de
meses, su amargura, su infierno. Todo su calvario desapareció durante esos
segundos eternos en los que la besó hasta ahogarse. Y respiró agitado junto a
aquella boca antes de retroceder, tan sólo el leve espacio que necesitó para
verle los ojos.
La contempló en silencio,
confundido y lleno de preguntas como nunca había estado. De no haberse sentido
tan rabiosamente vivo, hubiera creído que el dolor soportado durante meses
habría acabado matándolo, y que esa eufórica felicidad que lo embargaba era tan
sólo la eternidad.
—Dime que esto es verdad
—suplicó con voz ronca—. Dime que no voy a despertarme, como otras veces, y a
encontrarme de nuevo en mi solitario infierno.
—Te amo. Y nada ni nadie,
¡nadie! —recalcó—, va a ser un obstáculo para que comparta mi vida contigo.
—No logro entenderte —musitó
desconcertado.
—Cuando enfermé, hacía ya
tiempo que el amor se había acabado en mi matrimonio y ya sólo quedaba un
enorme cariño —comenzó a explicarle, a la vez que lo acariciaba con los ojos—.
Habíamos hablado de separación y yo hacía planes para comenzar una nueva vida,
aquí o tal vez en mi país. Pero ante esta dura prueba que se me presentaba, me
asusté. No quise enfrentarla sola y me refugié de nuevo en él, que siempre
había sido mi apoyo, mi compañero, mi protección. Pablo sí me seguía amando
—reveló por primera vez en voz alta—, y por miedo y por egoísmo dejé que
siguiera cuidándome de esa forma, a veces excesiva, en la que siempre lo había
hecho.
Gaston recordó los golpes, las
amenazas, la rudeza del senador a la hora de defenderla. Y recordó también la
dulzura con la que en ocasiones la había encontrado mirándolo, sus a veces
atropelladas palabras, sus misteriosos silencios. Pero siguió callado,
sujetándole las manos entre las suyas mientras ella tomaba aire para seguir
hablando.
—Él me ama y yo lo quiero
—reconoció con una débil sonrisa—. No parece una buena combinación, pero lo fue
porque hubo sinceridad y los dos sabíamos por
qué
seguíamos juntos. Yo necesitaba su cobijo y él me quería a su lado; me quería y
me necesitaba —aclaró—. Así que me quedé junto a él y representé el papel de la
perfecta esposa del senador candidato a la presidencia. —Gaston sonrió,
comprendiéndola y amándola con los ojos—. Ayudarlo en su carrera política era
muy poco frente a los desvelos con que él me cuidaba y padecía conmigo mi
enfermedad.
Se detuvo y, con amorosa
ternura, como si lo descubriera por primera vez, le recorrió con los dedos las
cejas, las sienes, la aspereza del mentón sin afeitar, los labios. Y, desde el
apoyo del gastado almohadón blanco, le susurró:
—Y ahí apareciste tú, junto al
lago, y yo… —Rió y sollozó a un tiempo—. Yo caí rendida, pero entonces llegaron
mis miedos. El resto de la historia ya la conoces; la has sufrido —dijo apenada—.
No sabes cuánto siento que…
Gaston siseó con dulzura
posando los dedos en sus labios, sorprendido por cada revelación con las que
ella lo había ido devolviendo a la vida. A una vida y a una felicidad agridulce
que le apretaba la tráquea y le abrasaba los ojos. Pero la dicha, amarga o no,
era demasiado grande como para que se permitiera llorar.
—No lo digas. No lo digas nunca
más. No hay nada que debas lamentar. Lo único que importa de todo esto es que
eres mía, que siempre lo fuiste, y que mientras me mataban estúpidos celos y me
torturaba por lo que creía que era tu indiferencia, tú me estabas amando.
—Desde el primer momento en que
te vi.
—Yo no sé cuándo me enamoré
—reconoció, aproximándose hasta rozarle la nariz con la suya—. Podría decirte que
durante nuestra primera noche en esta ciudad. Pero mi corazón asegura que fue
antes; mucho antes de que yo me diera cuenta.
—Te amo, Gaston —susurró.
Él tomó una bocanada de aire a
la vez que cerraba los ojos.
—Dímelo otra vez —rogó con voz
ronca.
Rocio soltó una suave risa, le
pasó los brazos por el cuello y tiró de él hacia ella para susurrarle, cuantas
veces quisiera oírlo, que desde que lo descubrió observándola desde el porche
lo amaba sin remedio.
Y lo hizo hasta que Gaston posó
su feliz sonrisa en su boca, dispuesto a gastarla a besos, a jurarle una y mil
veces que la amaba con desesperación, a asegurarle que no la dejaría marchar
nunca ni a ninguna parte si no lo llevaba con ella.
—Prométeme
una cosa —rogó de pronto Rocio, mirándolo a los ojos—. Esto va a ser muy duro,
van a venir días difíciles y, si el amor se acaba…
—Mi vida… —trató de
interrumpirla.
—Déjame decirlo, por favor.
Necesito hacerlo —le pidió inmóvil—. Quiero que me prometas que si el amor se
acaba o necesitas alejarte, no cometerás el error de quedarte a mi lado porque
me veas enferma. Eso nos destrozaría a los dos.
—Te lo prometo, si es lo que
quieres oír, pero sé que nada conseguirá alejarme jamás de tu lado. Es aquí
donde quiero estar, contigo. No hay vida para mí ahí fuera —aseguró, recordando
el vacío en el que había sobrevivido sin ella—. No la hay lejos de ti y de tus
brazos. Nunca la habrá.

dios!! lo que es esta novela!!!... Ame que se confesaran que se aman mutuamente.. pero me contagia la tristeza de saber donde sucede todo y el dolor oculto que hay en cada uno de ellos. espero mas!!. es muy atrapante! :)
ResponderEliminar