CAPÍTULO
42
A las luces del abeto
Un esponjoso manto blanco
convirtió los parajes de Crystal Lake en una postal de ensueño viva y cambiante.
Hasta las ramas desnudas de los árboles se vistieron de algodón y de luz. Según
los lugareños, estaban viviendo el invierno más duro de los últimos treinta
años. Pero eso no preocupaba a Gaston ni a Rocio. Disfrutaban del hermoso
paisaje abrazados junto a la ventana, abrigados desde el porche o hundiendo los
pies en el frío y sonoro acolchado mientras paseaban de la mano. Después,
regresaban y se acurrucaban junto al fuego. Gaston se había ocupado de que
Artie, el viejo leñador que cada año lo abastecía de leña, le dejara la
suficiente como para quemarla sin cesar hasta la llegada de la primavera.
Era Navidad. La primera que
pasaban juntos y, aunque ninguno de ellos lo dijo para no entristecer al otro,
tenían muy presente el dolor de que también pudiera ser la última.
La alegría con la que Rocio
vivió esas especiales fechas devolvió a Gaston sensaciones que había tenido
olvidadas. Porque, ya no fue sólo la apasionada forma que ella tenía de vivir
las pequeñas cosas de cada día y a la que ya se había acostumbrado, como la
primera vez que la vio recibir la lluvia y, fascinado, se dejó empapar,
abrazado a su cuerpo. Durante esa Navidad, al ser un entregado cómplice de su
contagiosa felicidad casi infantil, redescubrió lo que él mismo sintió mientras
vivía con sus padres, cuando aún no había perdido la inocencia. Recordó el
sabor del mazapán casero; el enorme pavo que su madre guisaba, sólo para tres,
y del que pasaban dos días comiendo las sobras; la emoción de comprar, junto
con su padre, el gran abeto que adornaba después con su madre; el olor a
galletas con canela recién horneadas.
Después, no sabía en qué
momento, todo había cambiado. Continuó disfrutando de las cosas sencillas, como
el otoño, los paseos en soledad, las noches estrelladas, la vida. Pero también
se volvió un hombre más sofisticado, que, en ocasiones, no tenía nada de espiritual.
La Navidad acabó convertida en comidas de trabajo, fiestas nocturnas en las que
corría el champán y el caviar y en las que nunca faltaba el sexo lujurioso.
Unos días de descanso, algún viaje a un lugar
exótico,
regalos caros que ya ni siquiera se molestaba en colocar bajo el árbol. Había
perdido la verdadera esencia de la Navidad y reparaba en ello cuando la
recuperaba, de modo inesperado, junto al gran amor de su vida.
—¡Apaga las luces!
Él lo hizo con la emoción en el
alma y en los dedos.
Llevaban toda la tarde
adornando el enorme abeto que por la mañana le habían comprado en el pueblo a
Artie. También habían visitado el pequeño bazar de Bethy en busca de adornos. Rocio
había enloquecido con tanto donde elegir y se había cargado de estrellas
doradas, ángeles vestidos de azul, bolas rojas, luces de colores. Él llegó a
dudar de que todas esas cosas tuvieran cabida en el árbol, pero, cuando llegada
la noche pulsó el interruptor para dejar el salón a oscuras, todo estaba allí,
prendido con amor de las ramas verdes y olorosas. Los delicados dedos de ella,
y los suyos, habían ido colgando entre risas y besos cada uno de esos adornos.
Y ahora, cuando tras unos instantes de oscuridad se encendían las diminutas
bombillas de colores, el rostro de alegría de Rocio parecía el de uno más de
los ángeles, iluminado por cientos de parpadeantes estrellas.
Se acercó y le tomó la cara
entre las manos. Se quedó unos instantes en silencio, mirándola a los ojos, en
los que centelleaban las luces suspendidas en el abeto. También los labios de Rocio
habían enmudecido emocionados y él le susurró con dulzura:
—Gracias, mi amor.
—¿Gracias, por qué?
—Por amarme, por cambiarme la
vida, por hacerme el hombre más feliz de todos los que pisan la tierra.
La besó en la boca y la
impregnó de su sabor a mazapán, a galletas con canela, a paz, a deseo. La
acarició con la emoción guiándole los dedos y humedeciéndole el alma. Ella le
susurró que él era su Navidad, su magia, su poderosa razón de vivir.
Se amaron bajo las ramas, iluminados
por los centelleantes colores de la felicidad, arropados por el suave olor a
pino y a madera ardiendo, arrullados por el chisporroteo del fuego que consumía
los troncos y que se mezclaba con los gemidos llenos de vida que les provocaba
el gozo. Cuando la pasión les llevó a la cima y ellos gritaron extenuados, sus
cuerpos desnudos continuaron abrazados sobre la alfombra. No pudieron dejar de
acariciarse y besarse la piel con languidez, colmados de placer y de dicha y,
sin embargo, siempre sedientos el uno del otro.
—¿Me
lo puedo quitar ya? —había preguntado Rocio al sentir que se detenía el coche.
Gaston retiró la llave del
contacto y la miró. Sentada a su lado, con el cinturón de seguridad cruzándole
el cuerpo y el pañuelo cubriéndole los ojos, reía con impaciencia. Él no
respondió. Emocionado, se volvió hacia ella y, sorteando la palanca de cambios,
la besó con suavidad en la boca.
Ella volvió a reír,
sobresaltada.
—¿Puedo quitármelo? —insistió
en preguntar.
—No seas impaciente —musitó,
rozándole con los labios el borde del pañuelo—. Yo te lo apartaré cuando llegue
el momento.
Después la había ayudado a
bajar del automóvil, a subir con cuidado los peldaños del porche y a entrar en
la casa. Mientras avanzaban por el pasillo, ella pidió que le dijera si faltaba
mucho y él no pronunció palabra hasta que traspasaron el umbral del salón y la
hizo detenerse.
—¿Preparada? —le susurró al
oído.
Ella había afirmado con la
cabeza, impaciente. Y tomó una gran bocanada de aire al notar que comenzaba a
desanudarle el pañuelo.
En un instante se le iluminaron
los ojos, abrió la boca y se la cubrió con las manos para no gritar de júbilo.
Y, antes de reaccionar, lo miró a él, rebosante de felicidad y de
agradecimiento.
Fue entonces cuando Gaston tuvo
la certeza de que había hecho lo que debía.
No había dudado ni un segundo
en pedirle ayuda a Pablo. Su orgullo no valía nada cuando se trataba de ella, y
él había visto, en ese miedo que ocultaba, que necesitaba ver a su familia por
si el final de su enfermedad no era el que aseguraba con optimismo que sería.
Unas pocas palabras para contarle a Pablo lo que pretendía hacer y que
necesitaba ponerse en contacto con la familia de Rocio, y escuchar otras pocas
con las que le respondió que él se ocuparía de todo, fueron poca cosa a cambio
de ver la dicha inmensa que estar ante ese regalo le llenó a ella el corazón.
También él disfrutó durante esa
larga y bulliciosa semana de Navidad. Primero, ante el orgullo con el que se
presentó como el hombre que la haría feliz durante toda la vida, y después
disfrutando de largos paseos alrededor del lago o
con
interminables charlas en español, al calor del fuego, en las que conocer a su
familia lo llevó a conocerla mejor a ella.
Una tarde, mientras tras los
cristales danzaban en el aire los esponjosos copos de una gran nevada y todos
conversaban en el salón, Rocio y sus hermanas pasaron un tiempo en la cocina,
preparando un pastel de manzana para la merienda. Gaston entretuvo la
impaciencia de los niños inventando para ellos un cuento que les fue narrando
junto a la chimenea a medida que se lo iba inventando. Pero, cuando el
delicioso olor a horneado llenó la casa y alcanzó sus pequeñas naricitas,
ninguna historia pudo contenerlos ante la tardanza del dulce prometido.
Aliado con los chicos, fue
hacia la cocina para reclamar el pastel, pero a punto de cruzar el umbral, los
retuvo estrechando con un brazo a cada uno. Había visto las lágrimas de las dos
hermanas y, en contraposición, la feliz sonrisa de Rocio, que abría los brazos
para acoger a la más pequeña.
—Todo ha pasado ya —decía
ella, al tiempo que la estrechaba contra sí—. Estoy bien y ya siempre estaré
bien.
Entonces se encontró con sus
ojos y, durante un instante, se miraron en silencio, ella disculpándose por la
piadosa mentira y él diciéndole que no cometería el error de juzgarla.
—¡Queremos la tarta, —exclamó
uno de los niños con impaciencia. Y las hermanas se apresuraron a pasarse las
manos por las mejillas.
—La queremos, sí, pero
esperaremos lo que haga falta —dijo Gaston pidiendo perdón con la mirada
mientras se llevaba con él a los chicos.
Un rato después, ellas llegaban
al salón llevando la tarta y tres preciosas y agotadas sonrisas.
Mientras la veía cortar y
distribuir las porciones como si fuera amor en lugar de un simple y sabroso
pastel, lo comprendió. «No lo entiendes porque no les has visto juntos», le
había dicho Rocio, y tenía razón. Porque en ese momento de feliz y pausado
alborozo, tuvo la seguridad de que era mejor así. Ellos seguirían siendo
felices ignorando la realidad y eso le seguiría dando a ella la paz que
necesitaba para poner toda el alma en luchar contra el destino que quería
arrebatársela.
—Mañana iremos a Parsippany —oyó
que les decía a sus pequeños sobrinos, mientras les servía las porciones más
grandes—. Compraremos dos trineos para jugar
en la nieve.
Después miro a Gaston, preguntándole con los
ojos si eso sería posible tras la gran nevada que estaba cayendo. Él asintió
con un gesto, sonriente y seguro. Si era necesario, despejaría el camino hasta
la carretera a paladas, pues, si su amada Rocio quería ir de compras a
Parsippany, irían. Y si después quería que se deslizara por la nieve para
entretener a los chicos, también estaba dispuesto. Pues esa semana junto a su
familia tenía que ser la mejor de todas cuantas hasta entonces habían pasado
juntos.

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