lunes, 10 de junio de 2013

Donde siempre es otoño, capitulo cuarenta y dos


CAPÍTULO 42
A las luces del abeto
Un esponjoso manto blanco convirtió los parajes de Crystal Lake en una postal de ensueño viva y cambiante. Hasta las ramas desnudas de los árboles se vistieron de algodón y de luz. Según los lugareños, estaban viviendo el invierno más duro de los últimos treinta años. Pero eso no preocupaba a Gaston ni a Rocio. Disfrutaban del hermoso paisaje abrazados junto a la ventana, abrigados desde el porche o hundiendo los pies en el frío y sonoro acolchado mientras paseaban de la mano. Después, regresaban y se acurrucaban junto al fuego. Gaston se había ocupado de que Artie, el viejo leñador que cada año lo abastecía de leña, le dejara la suficiente como para quemarla sin cesar hasta la llegada de la primavera.
Era Navidad. La primera que pasaban juntos y, aunque ninguno de ellos lo dijo para no entristecer al otro, tenían muy presente el dolor de que también pudiera ser la última.
La alegría con la que Rocio vivió esas especiales fechas devolvió a Gaston sensaciones que había tenido olvidadas. Porque, ya no fue sólo la apasionada forma que ella tenía de vivir las pequeñas cosas de cada día y a la que ya se había acostumbrado, como la primera vez que la vio recibir la lluvia y, fascinado, se dejó empapar, abrazado a su cuerpo. Durante esa Navidad, al ser un entregado cómplice de su contagiosa felicidad casi infantil, redescubrió lo que él mismo sintió mientras vivía con sus padres, cuando aún no había perdido la inocencia. Recordó el sabor del mazapán casero; el enorme pavo que su madre guisaba, sólo para tres, y del que pasaban dos días comiendo las sobras; la emoción de comprar, junto con su padre, el gran abeto que adornaba después con su madre; el olor a galletas con canela recién horneadas.
Después, no sabía en qué momento, todo había cambiado. Continuó disfrutando de las cosas sencillas, como el otoño, los paseos en soledad, las noches estrelladas, la vida. Pero también se volvió un hombre más sofisticado, que, en ocasiones, no tenía nada de espiritual. La Navidad acabó convertida en comidas de trabajo, fiestas nocturnas en las que corría el champán y el caviar y en las que nunca faltaba el sexo lujurioso. Unos días de descanso, algún viaje a un lugar
exótico, regalos caros que ya ni siquiera se molestaba en colocar bajo el árbol. Había perdido la verdadera esencia de la Navidad y reparaba en ello cuando la recuperaba, de modo inesperado, junto al gran amor de su vida.
—¡Apaga las luces!
Él lo hizo con la emoción en el alma y en los dedos.
Llevaban toda la tarde adornando el enorme abeto que por la mañana le habían comprado en el pueblo a Artie. También habían visitado el pequeño bazar de Bethy en busca de adornos. Rocio había enloquecido con tanto donde elegir y se había cargado de estrellas doradas, ángeles vestidos de azul, bolas rojas, luces de colores. Él llegó a dudar de que todas esas cosas tuvieran cabida en el árbol, pero, cuando llegada la noche pulsó el interruptor para dejar el salón a oscuras, todo estaba allí, prendido con amor de las ramas verdes y olorosas. Los delicados dedos de ella, y los suyos, habían ido colgando entre risas y besos cada uno de esos adornos. Y ahora, cuando tras unos instantes de oscuridad se encendían las diminutas bombillas de colores, el rostro de alegría de Rocio parecía el de uno más de los ángeles, iluminado por cientos de parpadeantes estrellas.
Se acercó y le tomó la cara entre las manos. Se quedó unos instantes en silencio, mirándola a los ojos, en los que centelleaban las luces suspendidas en el abeto. También los labios de Rocio habían enmudecido emocionados y él le susurró con dulzura:
—Gracias, mi amor.
—¿Gracias, por qué?
—Por amarme, por cambiarme la vida, por hacerme el hombre más feliz de todos los que pisan la tierra.
La besó en la boca y la impregnó de su sabor a mazapán, a galletas con canela, a paz, a deseo. La acarició con la emoción guiándole los dedos y humedeciéndole el alma. Ella le susurró que él era su Navidad, su magia, su poderosa razón de vivir.
Se amaron bajo las ramas, iluminados por los centelleantes colores de la felicidad, arropados por el suave olor a pino y a madera ardiendo, arrullados por el chisporroteo del fuego que consumía los troncos y que se mezclaba con los gemidos llenos de vida que les provocaba el gozo. Cuando la pasión les llevó a la cima y ellos gritaron extenuados, sus cuerpos desnudos continuaron abrazados sobre la alfombra. No pudieron dejar de acariciarse y besarse la piel con languidez, colmados de placer y de dicha y, sin embargo, siempre sedientos el uno del otro.
—¿Me lo puedo quitar ya? —había preguntado Rocio al sentir que se detenía el coche.
Gaston retiró la llave del contacto y la miró. Sentada a su lado, con el cinturón de seguridad cruzándole el cuerpo y el pañuelo cubriéndole los ojos, reía con impaciencia. Él no respondió. Emocionado, se volvió hacia ella y, sorteando la palanca de cambios, la besó con suavidad en la boca.
Ella volvió a reír, sobresaltada.
—¿Puedo quitármelo? —insistió en preguntar.
—No seas impaciente —musitó, rozándole con los labios el borde del pañuelo—. Yo te lo apartaré cuando llegue el momento.
Después la había ayudado a bajar del automóvil, a subir con cuidado los peldaños del porche y a entrar en la casa. Mientras avanzaban por el pasillo, ella pidió que le dijera si faltaba mucho y él no pronunció palabra hasta que traspasaron el umbral del salón y la hizo detenerse.
—¿Preparada? —le susurró al oído.
Ella había afirmado con la cabeza, impaciente. Y tomó una gran bocanada de aire al notar que comenzaba a desanudarle el pañuelo.
En un instante se le iluminaron los ojos, abrió la boca y se la cubrió con las manos para no gritar de júbilo. Y, antes de reaccionar, lo miró a él, rebosante de felicidad y de agradecimiento.
Fue entonces cuando Gaston tuvo la certeza de que había hecho lo que debía.
No había dudado ni un segundo en pedirle ayuda a Pablo. Su orgullo no valía nada cuando se trataba de ella, y él había visto, en ese miedo que ocultaba, que necesitaba ver a su familia por si el final de su enfermedad no era el que aseguraba con optimismo que sería. Unas pocas palabras para contarle a Pablo lo que pretendía hacer y que necesitaba ponerse en contacto con la familia de Rocio, y escuchar otras pocas con las que le respondió que él se ocuparía de todo, fueron poca cosa a cambio de ver la dicha inmensa que estar ante ese regalo le llenó a ella el corazón.
También él disfrutó durante esa larga y bulliciosa semana de Navidad. Primero, ante el orgullo con el que se presentó como el hombre que la haría feliz durante toda la vida, y después disfrutando de largos paseos alrededor del lago o
con interminables charlas en español, al calor del fuego, en las que conocer a su familia lo llevó a conocerla mejor a ella.
Una tarde, mientras tras los cristales danzaban en el aire los esponjosos copos de una gran nevada y todos conversaban en el salón, Rocio y sus hermanas pasaron un tiempo en la cocina, preparando un pastel de manzana para la merienda. Gaston entretuvo la impaciencia de los niños inventando para ellos un cuento que les fue narrando junto a la chimenea a medida que se lo iba inventando. Pero, cuando el delicioso olor a horneado llenó la casa y alcanzó sus pequeñas naricitas, ninguna historia pudo contenerlos ante la tardanza del dulce prometido.
Aliado con los chicos, fue hacia la cocina para reclamar el pastel, pero a punto de cruzar el umbral, los retuvo estrechando con un brazo a cada uno. Había visto las lágrimas de las dos hermanas y, en contraposición, la feliz sonrisa de Rocio, que abría los brazos para acoger a la más pequeña.
Todo ha pasado ya —decía ella, al tiempo que la estrechaba contra sí—. Estoy bien y ya siempre estaré bien.
Entonces se encontró con sus ojos y, durante un instante, se miraron en silencio, ella disculpándose por la piadosa mentira y él diciéndole que no cometería el error de juzgarla.
—¡Queremos la tarta, —exclamó uno de los niños con impaciencia. Y las hermanas se apresuraron a pasarse las manos por las mejillas.
La queremos, sí, pero esperaremos lo que haga falta —dijo Gaston pidiendo perdón con la mirada mientras se llevaba con él a los chicos.
Un rato después, ellas llegaban al salón llevando la tarta y tres preciosas y agotadas sonrisas.
Mientras la veía cortar y distribuir las porciones como si fuera amor en lugar de un simple y sabroso pastel, lo comprendió. «No lo entiendes porque no les has visto juntos», le había dicho Rocio, y tenía razón. Porque en ese momento de feliz y pausado alborozo, tuvo la seguridad de que era mejor así. Ellos seguirían siendo felices ignorando la realidad y eso le seguiría dando a ella la paz que necesitaba para poner toda el alma en luchar contra el destino que quería arrebatársela.
Mañana iremos a Parsippany —oyó que les decía a sus pequeños sobrinos, mientras les servía las porciones más grandes—. Compraremos dos trineos para jugar
en la nieve.
Después miro a Gaston, preguntándole con los ojos si eso sería posible tras la gran nevada que estaba cayendo. Él asintió con un gesto, sonriente y seguro. Si era necesario, despejaría el camino hasta la carretera a paladas, pues, si su amada Rocio quería ir de compras a Parsippany, irían. Y si después quería que se deslizara por la nieve para entretener a los chicos, también estaba dispuesto. Pues esa semana junto a su familia tenía que ser la mejor de todas cuantas hasta entonces habían pasado juntos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario