miércoles, 19 de junio de 2013

Donde siempre es otoño, treinta y cinco


CAPÍTULO 45
Dejando fuera la tristeza
La tarde en que esperaban la visita de Pablo, un sonido ensordecedor los hizo salir al porche justo en el momento en que un impresionante helicóptero plateado se posaba majestuoso sobre la hierba. Cuando las aspas dejaron de girar y se abrieron las puertas, descendieron los tres guardaespaldas que Gaston conocía bien. Y pudo constatar que verlos ya no le retorcía las entrañas. Un segundo después, hizo su aparición el senador, con su porte distinguido y su luminosa sonrisa de triunfador a pesar de haber perdido su gran sueño y de haberla perdido a ella.
Gaston miró a Rocio, hermosa y radiante, a su lado, y se sintió el más afortunado de los hombres.
—Ve a recibirle —le dijo, tras apretarla un instante contra sí—. Sé que lo estás deseando.
Ella le estampó un beso en los labios y echó a correr cuanto pudo, aunque menos de lo que lo hizo Pablo. Éste devoró en un momento la distancia que los separaba y, tomándola por la cintura, la alzó del suelo y la estrechó con fuerza. La emoción le cortó el aliento y le sacudió el alma al tenerla de nuevo entre sus brazos. Hundió el rostro en su pelo para aspirar, una vez más, el familiar olor con el que había vivido y que tanto echaba de menos.
—¡No imaginas cuánto te he extrañado, mi pequeña!
La misma emoción invadía a Rocio, que se aferraba a su cuello sin ninguna intención de soltarlo. Tenían mucho que abrazarse, mirarse, sentirse, pero, sobre todo, tenían muchas cosas que contarse. Todas ellas se les fueron enredando en el corazón y en los ojos, con los que no dejaban de recorrerse, observando cada uno de los pequeños cambios. Los apacibles ojos de Pablo estaban húmedos, a punto de desbordársele las lágrimas.
—¿Mi grandullón va a llorar de emoción? —rió ella, mientras contenía su propio mar.
Él sonrió y la dejó de nuevo en el suelo, pero continuó abrazándola.
—No quisiera. No estamos solos —le dijo en un susurrado tono confidencial.
Aquél era su Pablo: el tierno, el sencillo, el que lloraba de emoción; el que, en la intimidad, desnudaba su alma sin complejos. Ella había tenido la suerte de conocerlo. El resto del mundo se quedaba en la superficie. Conocían al político duro e influyente, al autosuficiente y seguro de sí mismo, al que no habían visto flaquear ni derramar una lágrima ni siquiera durante su dura caída. Sólo ella sabía separar el puro marketing del hombre real.
Finalmente, el encuentro entre los dos hombres se redujo a un saludo amable, a la pregunta obligada de cómo iba todo y a una breve y reticente respuesta para afirmar que «todo» marchaba a la perfección.
Gaston, con una disculpa cortés, evitó entrar en la casa. Entendió que era el momento de ellos dos y que necesitarían intimidad para hablar de sus cosas, pasadas, presentes y, por qué no, probablemente también futuras.
Pero, a pesar de todos sus razonamientos, necesitó alejarse para airear, caminando entre arces y hayas, la incomodidad que le provocaba dejarla a solas con él.
—Me engañas por teléfono —le reprochó Pablo cariñosamente mientras Rocio le servía otro café—. Estás más delgada de lo que me haces creer cuando no puedo verte. ¿El escritor no se ocupa de que te alimentes bien?
—Lo hace —aseguró ella—. Pero tú sabes cómo es esto. Lo pasamos, o más bien lo padecimos juntos la primera vez.
—Era más fácil cuando te tenía a mi lado. Al menos, entonces podía asegurarme de que comieras, de que…
—Él lo hace, Pablo —dijo, interrumpiéndolo con una sonrisa—. Cuida de mí hasta extremos que no imaginarías.
Recordó los juegos que inventaba para que comiera; y los premios: un beso por un bocado más; un beso y un achuchón mimoso por otros tres bocados; la especial recompensa cada vez que se terminaba toda la ración, consistía en llevarla en brazos hasta el roble para leerle allí lo que había escrito el día anterior.
Pablo negó con la cabeza con aire resignado.
—Durante todos estos años, he pensado que, de alguna manera, me necesitabas. Y una vez que te has ido, he confirmado lo que ya sabía, y es que era yo quien te necesitaba a ti, que cuando te cuidaba me cuidaba a mí mismo asegurándome de que no quisieras marcharte. —Le tomó las manos entre las suyas y le sonrió con cariño—. Y has estado ahí hasta el final, pequeña.
—Los dos nos hemos ayudado, Pablo, y lo hemos hecho por puro y simple cariño.
—Cariño —repitió en voz baja, pensativo—. ¿Qué falló en lo nuestro? —preguntó de pronto—. ¿En qué fallé yo?
—¿Por qué hablamos de esto después de tanto tiempo? ¿Qué sentido tiene, si entonces llegamos a la conclusión de que no había culpables?
—El de no volver a cometer los mismos errores —argumentó él—. ¿En qué te fallé?
—Nunca me fallaste. Fue a mí a quien se le acabó el amor. De haber podido hacerlo, te aseguro que hubiera seguido amándote siempre. Pero los sentimientos son algo que no podemos controlar. Volverás a comprobarlo por ti mismo cuando te enamores de nuevo.
Para enamorarse de otra antes tendría que olvidarla a ella, pensó Pablo mientras terminaba de beberse el café, y no le parecía que le fuera a ocurrir en un futuro cercano.
—¿Me sirves otro? —pidió, acercando la taza vacía a la cafetera—. Está delicioso.
Rocio sonrió mientras callaba que lo había hecho Gaston, unos minutos antes de que él llegara. «¿Puedo echarle sólo un poquito de cianuro?», había bromeado con expresión divertida mientras lo colocaba en la mesa.
—Me gusta esa sonrisa —dijo Pablo alzando la taza hasta la altura de los ojos—. Sea lo que sea lo que la provoca, brindo para que lo siga haciendo durante muchos, muchísimos años.
Los últimos minutos Gaston aguardó sentado en los escalones del porche, sin importarle que se le notara la impaciencia por quedarse de nuevo a solas con Rocio. Eran las consecuencias de tenerla sólo para él en un entorno medio
salvaje y deshabitado, pensaba mofándose de sí mismo, cuando la puerta se abrió. Y para no interferir en el abrazo, largo y cariñoso, con el que ellos se despidieron, se levantó y avanzó unos pasos.
Ella se quedó en el porche mientras el senador se acercaba a él y le pedía que lo acompañara un trecho. Gaston no aceptó con palabras, pero comenzó a andar hacia el helicóptero por mera cortesía y, sobre todo, por no borrar la preciosa sonrisa que iluminaba el rostro de Rocio.
Se detuvieron a mitad de camino. Desde donde los dulces oídos de ella ni los de los fornidos escoltas pudieran oírlos.
—Nunca te lo agradecí —dijo Pablo con las manos en los bolsillos y la mirada recorriendo el paraje—. No voy a entrar a valorar que no me entregaras al traidor, pero sí quiero reconocer el valor de lo que hiciste.
—Mi motivo fue ella —señaló con sequedad.
—Me lo advertiste, aunque en aquel momento no lo entendí. Pero pienso que, de todos modos, lo hubieras hecho por mí.
—No estoy seguro de eso —reconoció con sinceridad—. No me gusta esa forma de llegar al poder. Sería más digno presentarse a las elecciones con todas las cartas boca arriba, confiando en salir elegido por lo que uno es, por lo que vale y por lo que está dispuesto a hacer por su país y por sus compatriotas.
—Hermosa utopía —ironizó Pablo, deseando que fuera cierta—. Dentro de tres años te contaré si ha sido posible.
—Te deseo suerte en esa aventura en la que, si ganas tú, todos lo haremos —dijo, a la vez que se volvía dando por terminada la breve conversación.
—¡Espera! —pidió Pablo mientras sacaba del bolsillo una tarjeta de visita y se la tendía—. Puede que no llegues a usarla nunca, pero si necesitas trasladar a Rocio, el helicóptero estará a tu disposición. —Gaston la miró sin responder y el senador insistió—: Hazlo por ella y ante la mínima duda que tengas de que el tiempo se acaba, llama sin perder un segundo. El helicóptero estará aquí antes de que hayas tenido tiempo de sacarla de la casa.
Sujetó la tarjeta entre los dedos y contempló los números mientras asentía con la cabeza, en silencio, con la misma angustiosa sensación que le devoró al oírle decir a ella que tal vez no estaría allí cuando se publicara el libro.
Ante su prolongada quietud, el senador comenzó a alejarse en dirección a sus hombres. Gaston lo observó y se sorprendió admirando la capacidad que tenía para reponerse de los infortunios, por muy grandes que éstos fueran. Para reponerse, o
al menos para aparentar que lo había hecho.
—Tal vez yo también lo entienda —dijo alzando un poco la voz, y Pablo se detuvo y se volvió a mirarlo—. Aunque no esté de acuerdo, aunque yo en tu lugar me hubiera ocupado personalmente —aclaró, mirando con fugacidad a los escoltas—, tal vez entienda tus motivos para lo que hiciste.
Durante unos segundos, el político le dedicó una sonrisa conciliadora, despidiéndose después con un gesto.
Gaston se acercó a la casa con los ojos y el corazón centrados en la mujer a la que amaba y que lo aguardaba en el porche. La rodeó con sus brazos y, al tenerla contra sí, la sintió más pequeña y delicada que nunca.
—Te amo, mi hermoso y cálido atardecer —susurró, mientras los azotaba el aire que levantaba las aspas del helicóptero.
—Eso tendrá que demostrármelo de nuevo, señor Gaston Dalmau —lo retó ella con dulzura.
Inspiró pegado a su cabello, con los ojos cerrados. El olor que adoraba se entremezclaba con el del café que salía por la puerta abierta. Su alma se llenó de paz, de calor de hogar, de ternura. Y, mientras el senador y su ostentoso helicóptero se elevaban en el cielo, la cogió en brazos y entró cargando tan sólo con el amor. Al cerrar la puerta, dejó fuera la tristeza, el tiempo que avanzaba en su contra, el despiadado miedo a perderla. 

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