Capítulo 14
“¡Cuánto me he divertido!”, pensó Rochi
mientras se disponía a tomar una ducha. Luego se
pondría el pijama y
comenzaría a hacer la tarea. Lo había pasado tan bien con Gaston como
creyó que disfrutaría
de su salida del sábado por la noche con Nicolas.
“¿Cómo pude haber
pensado que Nicolas era el chico para mí? Cómo me equivoqué… Gaston
es el ideal.”
Comenzó a silbar la
misma melodía que pasaban por la radio mientras buscaba la bata en su
guardarropa.
—¿Rochi? —Llamaron a
su puerta. —¿Podrías bajar, por favor? Queremos discutir algo
contigo —dijo su
madre.
—Bien, ya bajo. —Se
encogió de hombros. Se puso la bata y bajó de inmediato. Encontró a
sus padres en la
cocina. Su madre estaba sentada a la mesa; el señor Igarzabal caminaba de aquí
para allá, frente a
la lavadora de vajilla.
—¿Qué pasa? —preguntó
ella. Por la expresión de tensión que ensombrecía los rostros de
ambos, comenzó a
preocuparse—. ¿Es la abuela?
—No, no es la abuela
—respondió el señor Igarzabal, irritado.
—tranquilízate —dijo
la madre.
—¿Cómo puedo
tranquilizarme? —exclamó el padre, meneando la cabeza—. Rochi, necesito
preguntarte algo y
quiero que seas franca. Totalmente franca. Como creo que siempre lo eres.
Rochi tragó saliva y
se sentó en un escalón.
—Por supuesto. ¿Qué
sucede? —El asunto pasaba de castaño a oscuro. Nunca había visto así
a su padre.
—¿Alguna vez has
usado a Poroto sin nuestro permiso? —preguntó el señor Igarzabal.
Rochi ni siquiera
pudo abrir la boca. Como no supo qué decir, sólo asintió con la cabeza.
—¿Sí? —preguntó la
madre, genuinamente sorprendida.
Su reacción la hizo
sentir mucho peor. Confiaban tanto en ella… y los había decepcionado
tanto.
—Sí —confesó—. Una
vez.
—Pero una vez te
bastó para tener un accidente, ¿verdad? —presionó el padre—. Y nunca nos
contaste que habías
usado el auto, ni que lo chocaste, ni nada.
—Yo… yo… no sabía
cómo decírselo —admitió Rochi—. Tenía miedo de que no me
permitieran conducir
nunca más, y que no me dejaran tener un auto propio…
—Bueno, tienes mucha
razón en todo eso. —El señor Igarzabal golpeó la mesada con una
cuchara. —Ciento por
ciento de razón. No te dejaremos usar el auto ni tener el tuyo propio, Rochi.
No quiero ni siquiera
que mires mi auto. De hecho, tal vez te quitemos la licencia de conducir
para asegurarnos de
que no conducirás, porque es evidente que el simple hecho de pedírtelo no
basta para ti.
—no hay necesidad de…
—¡Claro que la hay!
—El padre de Rochi la miró fijo. Rochi, sin poder soportarlo, miró el piso.
—Dime qué sucedió.
Rochi inspiró
profundamente. Temblaba como una hoja y sentía que en cualquier momento, se
echaría a llorar con
desconsuelo. Detestaba pelear con sus padres. Odiaba que se enojaran con
ella, y sobre todo
cuando tenían razón.
—Fue hace varias
semanas, cuando ustedes se fueron de viaje —balbuceó.
—¡Lo sabía! –El señor
Igarzabal estrelló la palma de la mano contra la mesada. —Nos vamos
de la ciudad un solo
fin de semana y…
—Déjala terminar
—urgió la señora Igarzabal—. Sigue, Rochi.
—Sólo salí un rato
—contó Rochi, sollozando—. Tenía que… —pensó en mentir, decir que
tenía que ir al
supermercado a comprar algo para comer, pero de inmediato se dio cuenta de que
sólo empeoraría las
cosas. —Tenía que ir a comprar algo al centro comercial.
—¿Al centro
comercial?
—¡Ustedes no lo
comprenden! Sé que parece terrible, pero ese día estaba volviéndome loca.
Llovía tanto que lo
único que quería era salir de casa. Debía hacerlo —les explicó—. Sé que no
es excusa para hacer
lo que hice, pero es la verdad. Apena iba a diez kilómetros cuanto me llevé
por delante una señal
de pare. El paragolpes se arruinó bastante…
—Con razón —dijo el
señor Igarzabal—. Y si ahora vas al garaje, te darás cuenta de que sigue
arruinado. Está casi
en el aire.
—Por eso te has dado
cuenta.
—Sí, y no me gusta
que me oculten lo que sucede con mi propio auto. ¿Es necesario que te
recuerde que es un
vehículo clásico? —preguntó el padre—. ¿Y te llevaste por delante un cartel
cuando volvías del
centro de compras? ¡No puedo creer semejante cosa, Rochi! ¿Cómo pudiste
habernos mentido?
—Yo… —comenzó, pero
se dio cuenta de que no tenía argumentos. Sabía que, por el pánico
que había sentido,
había tomado la decisión equivocada. Además, Gaston le había reparado el
auto, o al menos eso
dijo.
¡Pero no le había
arreglado ni una tuerca! Sólo hizo un trabajo mediocre, para convencerla de
que aceptara salir con
él y así poder ganar la estúpida apuesta con su primo, sin importarle en
absoluto lo que le
sucedería cuando el auto se cayera a pedazos. ¿Cómo le había hecho una cosa
así?, pensó, furiosa.
—¿Bien? ¿Qué tienes
que decir, Rochi? —preguntó el señor Igarzabal—. ¿Cómo pudiste hacer
semejante cosa?
—Sólo… tomé la
decisión equivocada. Mejor dicho, una pésima decisión —agregó al ver la
furia de su padre—.
Lo siento. Yo volveré a pagar el arreglo.
—¿De modo que lo
mandaste a reparar? —preguntó el padre—. ¿Adónde? ¿A algún taller de
mala muerte, que
cobrase poco?
—No. A Centro del
Automotor Dalmau —contestó Rochi.
—¿No es del padre de Gaston?
—preguntó la madre.
—De modo que así se
conocieron. —El señor Igarzabal estaba cada vez más furioso. —Qué
bárbaro. Chocas mi
auto y consigues novio nuevo.
—Tenemos algunas
cosas que decirte —intervino la señora Igarzabal—. Confiábamos en ti y
nos has decepcionado.
Ahora creo que tendremos que asegurarnos de que esta clase de cosas no
vuelvan a suceder.
Rochi clavó la mirada
en una miga de pan que había quedado en el piso y se frotó los ojos.
Sabía lo que se le
venía. Pésimas noticias.
—Para empezar,
descontaremos los gastos de las reparaciones de tus sueldos de verano. Y
segundo, te
prohibiremos las salidas por lo menos durante un mes. Después de que pase ese
tiempo, conversaremos
—sentenció la madre.
—¿Un mes? —Rochi
vislumbró toda su vida como un aburrimiento total: de casa a la escuela,
de la escuela a la
casa… ¿Cómo haría para mantenerse en vigencia, para estar al tanto de todo, si
debía quedarse
enclaustrada en su casa durante un mes entero? ¿Y el baile? ¿También tendría
que sacrificar eso? Y
no porque quisiera volver a ver a Gaston, ahora que sabía que por su culpa
se le había arruinado
toda la vida. No quería volver a verlo nunca más. ¡Jamás de los jamases! La
había traicionado de
la manera más cruel posible. Tal vez para él no había sido más que un
juego; pero para ella
era toda una vida, una vida que ahora se derrumbaba.
La señora Igarzabal
se levantó de la mesa y se acercó a su hija.
—¿Por qué no subes un
rato? Tu padre tiene que calmarse —propuso en voz suave—.
Hablaremos después.
—Mamá, ¿van a
perdonarme alguna vez? —preguntó Rochi, secándose la mejilla con la manga
de la bata.
—Estoy segura de que
sí, pero dentro de un tiempo. Por ahora debemos lograr que tu padre se
serene.
Rochi asintió y se
puso de pie.
—Estoy realmente
arrepentida. Discúlpenme —dijo. Se volvió y subió por la escalera. No
bien llegó al primer
piso, oyó el teléfono.
Comenzó a bajar de
nuevo, pero se detuvo en el descanso, a mitad de camino, cuando oyó a
su padre que decía:
—Rochi no puede
atender el teléfono, Gaston. Si no te importa, por el momento prefiero no
explicarte los
motivos. Basta con que sepas que ella no podrá hablar contigo ahora ni hasta
dentro de bastante
tiempo. Buenas noches.
Luego oyó que su
padre casi estrellaba el auricular contra la horquilla.
Salió corriendo a su
cuarto y se arrojó sobre la cama. Todo aparecía ante sus ojos con nítida
claridad: había sido
una tonta al creer que le había gustado de verdad Gaston. Todas esas salidas
sólo habían sido el
vehículo para ganar aquella estúpida apuesta. ¡Había entregado su corazón a
cambio de una
ridícula reparación en un auto que ni siquiera había tenido el tino de hacer
bien.
—Muchas gracias por
haberme vuelto la espalda anoche. Sólo llamaba para decirte que lo
había pasado de
maravillas contigo. Pero si no querías dirigirme la palabra, por lo menos me lo
hubieras dicho
personalmente. No tenías que recurrir a tu padre para quitarme del medio.
Rochi tenía las
mejillas encendidas como un fuego cuando se volvió de su armario para
enfrentar a Gaston.
El chico tenía la esperanza de que el rubor fuera por vergüenza, por lo mal
que lo había tratado.
—¿Bien? ¿Vas a
disculparte? —le preguntó, mientras varias personas pasaban junto a ellos
por el pasillo.
—¿Disculparme? Gaston,
ésa es una ridiculez tan grande que me dan ganas de reírme. Claro
que no tengo ni media
gana de reírme, porque tengo serios problemas en casa. ¡Y todo gracias a
ti! —exclamó.
—¿Gracias a mi?
—preguntó Gaston, confundido—. ¿De qué estás hablando?
—Estoy hablando de
que en realidad ni te molestaste en arreglar el auto de mi padre —
contestó ella,
acercándose un poco más—. ¡Ayer, cuando él volvía a casa de su trabajo, el
paragolpes se salió
de un costado y comenzó a arrastrarse por todo el camino!
—¿Qué? —Gaston la
miró asombrado.
—Me parece genial que
no sigas con el negocio de tu padre, porque, por lo que veo, eres
absolutamente
incompetente.
—No lo soy —arguyó
él—. Mira, estoy seguro de que puedo repararlo, sea cual fuere el
problema. Lo llevaré
a remolque después de la escuela y le pediré a mi padre que lo revise.
—Vuelves a
equivocarte —replicó Rochi—. Mi padre lo llevó otro taller esta mañana.
Supongo que esta vez
no habrá querido que un hippie tatuado ponga sus manos en su adorado
auto. Llámalo loco,
si quieres.
—Tú eres la loca
—contestó Gaston—. Yo no tengo la culpa de esto. Si no se te hubiera
ocurrido la idea de
ir al centro comercial en ese auto, no habrías tenido que hacer ese trato
conmigo, para que te
lo arreglara de la noche a la mañana.
—Ojalá le hubiera
dicho la verdad —continuó Rochi—, en lugar de haber hecho ese estúpido
trato contigo, Gaston.
Sé que quisiste salir conmigo sólo para ganar una tonta apuesta. Bueno,
felicitaciones. Eres
el feliz ganador. Pero no esperes que me alegre por ti. No después de
haberme usado de este
modo.
—¿De qué hablas?
—De anoche. De los
besos. De tú y yo. De nosotros. Todo formaba parte de la apuesta,
¿verdad? Como tú y Peter
todavía no habían podido resolver quién iría a ese famoso crucero,
decidiste ver cuánto
más podías explotarme, ¿cierto?
—¡Es una mentira
total! No fue parte de la apuesta. Íbamos a decidirlo con un juego de
póquer. Peter es un
pésimo jugador y…
—Ya basta —dijo Rochi—.
No te creo ni una sola palabra. La apuesta siempre fue por
conseguir una salida
conmigo y luego otra. Pero eso no te bastó. También necesitabas seducirme
para hacerme sufrir.
—Rochi, jamás quise
que sufrieras —replicó Gaston—. Te quiero. Mucho. Quiero decir, creo
que te a…
—Mira, Gaston, déjame
en paz —le pidió, con la voz quebrada. Tomó un libro de su armario
y cerró con violencia
la puerta—. Y di a Peter que se divierta en Alaska. Felicitaciones. Has
ganado. ¡Pero no
vuelvas a hablarme nunca más! —Comenzó a caminar por el pasillo; Gaston
fue tras ella. Luego
empezó a correr. Sonó el primer timbre y desapareció entre la multitud de
estudiantes que
pugnaban por entrar en sus respectivos salones de clase.
Gaston subió casi sin
prestan atención al grupo de estudiantes que lo rodeaba. Vagamente oyó
que algunos lo
saludaban, pero estaba demasiado aturdido para responderles. No podía
comprender lo que
acababa de suceder. Rochi, la chica que lo volvía loco, la chica que lo había
hecho vivir
sensaciones desconocidas, la chica de la que estaba enamorado, le había pedido
que
desapareciera de su
vida para siempre. No confiaba en él. No le creía. No quería volver a verlo.
Creía que el fin del
mundo había llegado para él. Y no sabía qué hacer.

Oh que bello caitulo!
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