martes, 18 de junio de 2013

El dia que lo conoci capitulo catorce


Capítulo 14
 “¡Cuánto me he divertido!”, pensó Rochi mientras se disponía a tomar una ducha. Luego se
pondría el pijama y comenzaría a hacer la tarea. Lo había pasado tan bien con Gaston como
creyó que disfrutaría de su salida del sábado por la noche con Nicolas.
“¿Cómo pude haber pensado que Nicolas era el chico para mí? Cómo me equivoqué… Gaston
es el ideal.”
Comenzó a silbar la misma melodía que pasaban por la radio mientras buscaba la bata en su
guardarropa.
—¿Rochi? —Llamaron a su puerta. —¿Podrías bajar, por favor? Queremos discutir algo
contigo —dijo su madre.
—Bien, ya bajo. —Se encogió de hombros. Se puso la bata y bajó de inmediato. Encontró a
sus padres en la cocina. Su madre estaba sentada a la mesa; el señor Igarzabal caminaba de aquí
para allá, frente a la lavadora de vajilla.
—¿Qué pasa? —preguntó ella. Por la expresión de tensión que ensombrecía los rostros de
ambos, comenzó a preocuparse—. ¿Es la abuela?
—No, no es la abuela —respondió el señor Igarzabal, irritado.
—tranquilízate —dijo la madre.
—¿Cómo puedo tranquilizarme? —exclamó el padre, meneando la cabeza—. Rochi, necesito
preguntarte algo y quiero que seas franca. Totalmente franca. Como creo que siempre lo eres.
Rochi tragó saliva y se sentó en un escalón.
—Por supuesto. ¿Qué sucede? —El asunto pasaba de castaño a oscuro. Nunca había visto así
a su padre.
—¿Alguna vez has usado a Poroto sin nuestro permiso? —preguntó el señor Igarzabal.
Rochi ni siquiera pudo abrir la boca. Como no supo qué decir, sólo asintió con la cabeza.
—¿Sí? —preguntó la madre, genuinamente sorprendida.
Su reacción la hizo sentir mucho peor. Confiaban tanto en ella… y los había decepcionado
tanto.
—Sí —confesó—. Una vez.
—Pero una vez te bastó para tener un accidente, ¿verdad? —presionó el padre—. Y nunca nos
contaste que habías usado el auto, ni que lo chocaste, ni nada.
—Yo… yo… no sabía cómo decírselo —admitió Rochi—. Tenía miedo de que no me
permitieran conducir nunca más, y que no me dejaran tener un auto propio…
—Bueno, tienes mucha razón en todo eso. —El señor Igarzabal golpeó la mesada con una
cuchara. —Ciento por ciento de razón. No te dejaremos usar el auto ni tener el tuyo propio, Rochi.
No quiero ni siquiera que mires mi auto. De hecho, tal vez te quitemos la licencia de conducir
para asegurarnos de que no conducirás, porque es evidente que el simple hecho de pedírtelo no
basta para ti.
—no hay necesidad de…
—¡Claro que la hay! —El padre de Rochi la miró fijo. Rochi, sin poder soportarlo, miró el piso.
—Dime qué sucedió.
Rochi inspiró profundamente. Temblaba como una hoja y sentía que en cualquier momento, se
echaría a llorar con desconsuelo. Detestaba pelear con sus padres. Odiaba que se enojaran con
ella, y sobre todo cuando tenían razón.
—Fue hace varias semanas, cuando ustedes se fueron de viaje —balbuceó.
—¡Lo sabía! –El señor Igarzabal estrelló la palma de la mano contra la mesada. —Nos vamos
de la ciudad un solo fin de semana y…
—Déjala terminar —urgió la señora Igarzabal—. Sigue, Rochi.
—Sólo salí un rato —contó Rochi, sollozando—. Tenía que… —pensó en mentir, decir que
tenía que ir al supermercado a comprar algo para comer, pero de inmediato se dio cuenta de que
sólo empeoraría las cosas. —Tenía que ir a comprar algo al centro comercial.
—¿Al centro comercial?
—¡Ustedes no lo comprenden! Sé que parece terrible, pero ese día estaba volviéndome loca.
Llovía tanto que lo único que quería era salir de casa. Debía hacerlo —les explicó—. Sé que no
es excusa para hacer lo que hice, pero es la verdad. Apena iba a diez kilómetros cuanto me llevé
por delante una señal de pare. El paragolpes se arruinó bastante…
—Con razón —dijo el señor Igarzabal—. Y si ahora vas al garaje, te darás cuenta de que sigue
arruinado. Está casi en el aire.
—Por eso te has dado cuenta.
—Sí, y no me gusta que me oculten lo que sucede con mi propio auto. ¿Es necesario que te
recuerde que es un vehículo clásico? —preguntó el padre—. ¿Y te llevaste por delante un cartel
cuando volvías del centro de compras? ¡No puedo creer semejante cosa, Rochi! ¿Cómo pudiste
habernos mentido?
—Yo… —comenzó, pero se dio cuenta de que no tenía argumentos. Sabía que, por el pánico
que había sentido, había tomado la decisión equivocada. Además, Gaston le había reparado el
auto, o al menos eso dijo.
¡Pero no le había arreglado ni una tuerca! Sólo hizo un trabajo mediocre, para convencerla de
que aceptara salir con él y así poder ganar la estúpida apuesta con su primo, sin importarle en
absoluto lo que le sucedería cuando el auto se cayera a pedazos. ¿Cómo le había hecho una cosa
así?, pensó, furiosa.
—¿Bien? ¿Qué tienes que decir, Rochi? —preguntó el señor Igarzabal—. ¿Cómo pudiste hacer
semejante cosa?
—Sólo… tomé la decisión equivocada. Mejor dicho, una pésima decisión —agregó al ver la
furia de su padre—. Lo siento. Yo volveré a pagar el arreglo.
—¿De modo que lo mandaste a reparar? —preguntó el padre—. ¿Adónde? ¿A algún taller de
mala muerte, que cobrase poco?
—No. A Centro del Automotor Dalmau —contestó Rochi.
—¿No es del padre de Gaston? —preguntó la madre.
—De modo que así se conocieron. —El señor Igarzabal estaba cada vez más furioso. —Qué
bárbaro. Chocas mi auto y consigues novio nuevo.
—Tenemos algunas cosas que decirte —intervino la señora Igarzabal—. Confiábamos en ti y
nos has decepcionado. Ahora creo que tendremos que asegurarnos de que esta clase de cosas no
vuelvan a suceder.
Rochi clavó la mirada en una miga de pan que había quedado en el piso y se frotó los ojos.
Sabía lo que se le venía. Pésimas noticias.
—Para empezar, descontaremos los gastos de las reparaciones de tus sueldos de verano. Y
segundo, te prohibiremos las salidas por lo menos durante un mes. Después de que pase ese
tiempo, conversaremos —sentenció la madre.
—¿Un mes? —Rochi vislumbró toda su vida como un aburrimiento total: de casa a la escuela,
de la escuela a la casa… ¿Cómo haría para mantenerse en vigencia, para estar al tanto de todo, si
debía quedarse enclaustrada en su casa durante un mes entero? ¿Y el baile? ¿También tendría
que sacrificar eso? Y no porque quisiera volver a ver a Gaston, ahora que sabía que por su culpa
se le había arruinado toda la vida. No quería volver a verlo nunca más. ¡Jamás de los jamases! La
había traicionado de la manera más cruel posible. Tal vez para él no había sido más que un
juego; pero para ella era toda una vida, una vida que ahora se derrumbaba.
La señora Igarzabal se levantó de la mesa y se acercó a su hija.
—¿Por qué no subes un rato? Tu padre tiene que calmarse —propuso en voz suave—.
Hablaremos después.
—Mamá, ¿van a perdonarme alguna vez? —preguntó Rochi, secándose la mejilla con la manga
de la bata.
—Estoy segura de que sí, pero dentro de un tiempo. Por ahora debemos lograr que tu padre se
serene.
Rochi asintió y se puso de pie.
—Estoy realmente arrepentida. Discúlpenme —dijo. Se volvió y subió por la escalera. No
bien llegó al primer piso, oyó el teléfono.
Comenzó a bajar de nuevo, pero se detuvo en el descanso, a mitad de camino, cuando oyó a
su padre que decía:
—Rochi no puede atender el teléfono, Gaston. Si no te importa, por el momento prefiero no
explicarte los motivos. Basta con que sepas que ella no podrá hablar contigo ahora ni hasta
dentro de bastante tiempo. Buenas noches.
Luego oyó que su padre casi estrellaba el auricular contra la horquilla.
Salió corriendo a su cuarto y se arrojó sobre la cama. Todo aparecía ante sus ojos con nítida
claridad: había sido una tonta al creer que le había gustado de verdad Gaston. Todas esas salidas
sólo habían sido el vehículo para ganar aquella estúpida apuesta. ¡Había entregado su corazón a
cambio de una ridícula reparación en un auto que ni siquiera había tenido el tino de hacer bien.
—Muchas gracias por haberme vuelto la espalda anoche. Sólo llamaba para decirte que lo
había pasado de maravillas contigo. Pero si no querías dirigirme la palabra, por lo menos me lo
hubieras dicho personalmente. No tenías que recurrir a tu padre para quitarme del medio.
Rochi tenía las mejillas encendidas como un fuego cuando se volvió de su armario para
enfrentar a Gaston. El chico tenía la esperanza de que el rubor fuera por vergüenza, por lo mal
que lo había tratado.
—¿Bien? ¿Vas a disculparte? —le preguntó, mientras varias personas pasaban junto a ellos
por el pasillo.
—¿Disculparme? Gaston, ésa es una ridiculez tan grande que me dan ganas de reírme. Claro
que no tengo ni media gana de reírme, porque tengo serios problemas en casa. ¡Y todo gracias a
ti! —exclamó.
—¿Gracias a mi? —preguntó Gaston, confundido—. ¿De qué estás hablando?
—Estoy hablando de que en realidad ni te molestaste en arreglar el auto de mi padre —
contestó ella, acercándose un poco más—. ¡Ayer, cuando él volvía a casa de su trabajo, el
paragolpes se salió de un costado y comenzó a arrastrarse por todo el camino!
—¿Qué? —Gaston la miró asombrado.
—Me parece genial que no sigas con el negocio de tu padre, porque, por lo que veo, eres
absolutamente incompetente.
—No lo soy —arguyó él—. Mira, estoy seguro de que puedo repararlo, sea cual fuere el
problema. Lo llevaré a remolque después de la escuela y le pediré a mi padre que lo revise.
—Vuelves a equivocarte —replicó Rochi—. Mi padre lo llevó otro taller esta mañana.
Supongo que esta vez no habrá querido que un hippie tatuado ponga sus manos en su adorado
auto. Llámalo loco, si quieres.
—Tú eres la loca —contestó Gaston—. Yo no tengo la culpa de esto. Si no se te hubiera
ocurrido la idea de ir al centro comercial en ese auto, no habrías tenido que hacer ese trato
conmigo, para que te lo arreglara de la noche a la mañana.
—Ojalá le hubiera dicho la verdad —continuó Rochi—, en lugar de haber hecho ese estúpido
trato contigo, Gaston. Sé que quisiste salir conmigo sólo para ganar una tonta apuesta. Bueno,
felicitaciones. Eres el feliz ganador. Pero no esperes que me alegre por ti. No después de
haberme usado de este modo.
—¿De qué hablas?
—De anoche. De los besos. De tú y yo. De nosotros. Todo formaba parte de la apuesta,
¿verdad? Como tú y Peter todavía no habían podido resolver quién iría a ese famoso crucero,
decidiste ver cuánto más podías explotarme, ¿cierto?
—¡Es una mentira total! No fue parte de la apuesta. Íbamos a decidirlo con un juego de
póquer. Peter es un pésimo jugador y…
—Ya basta —dijo Rochi—. No te creo ni una sola palabra. La apuesta siempre fue por
conseguir una salida conmigo y luego otra. Pero eso no te bastó. También necesitabas seducirme
para hacerme sufrir.
—Rochi, jamás quise que sufrieras —replicó Gaston—. Te quiero. Mucho. Quiero decir, creo
que te a…
—Mira, Gaston, déjame en paz —le pidió, con la voz quebrada. Tomó un libro de su armario
y cerró con violencia la puerta—. Y di a Peter que se divierta en Alaska. Felicitaciones. Has
ganado. ¡Pero no vuelvas a hablarme nunca más! —Comenzó a caminar por el pasillo; Gaston
fue tras ella. Luego empezó a correr. Sonó el primer timbre y desapareció entre la multitud de
estudiantes que pugnaban por entrar en sus respectivos salones de clase.
Gaston subió casi sin prestan atención al grupo de estudiantes que lo rodeaba. Vagamente oyó
que algunos lo saludaban, pero estaba demasiado aturdido para responderles. No podía
comprender lo que acababa de suceder. Rochi, la chica que lo volvía loco, la chica que lo había
hecho vivir sensaciones desconocidas, la chica de la que estaba enamorado, le había pedido que
desapareciera de su vida para siempre. No confiaba en él. No le creía. No quería volver a verlo.
Creía que el fin del mundo había llegado para él. Y no sabía qué hacer.

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