Capítulo 13
Rochi lucía como si
hubiera permanecido frente a un enorme ventilador, durante dos horas…
bajo la lluvia. Se
miró en el espejo del tocador de Sandy’s, sacó un cepillo de su bolso y trató
de
desenredarse un poco
el cabello. Nicolas la había llevado a Sandy’s en su nuevo convertible
blanco, precioso…
Pero estaba muy ventoso y caía una llovizna que la mojó bastante. Su pelo se
había convertido en
una masa amorfa y pastosa.
“No puedo creer que
me haya visto con esta apariencia durante toda la cena. Tengo el mismo
aspecto que la tarde
del accidente –pensó-. El día que conocí a Gaston.”
Era el primer sábado
en tres semanas que no lo veía. Primero, el del accidente; luego el del
casamiento y, por último,
el del asado. Apenas había cruzado dos palabras con él el viernes, y
fue más que
suficiente. Todavía no podía perdonarle lo grosero que había estado el jueves
por la
noche.
Y ahora por fin había
salido con Nicolas, a quien tuvo en la mira durante más de un
mes. Sin embargo,
hasta el momento el misterio no resultaba demasiado intrigante.
“Tal vez todavía no
lo conozco bien”, pensó. Se miró por última vez en el espejo y decidió
volver a la mesa.
—¿Lista para irnos?
—preguntó Nicolas cuando ella volvió. Se limpió las manos en la
servilleta.
—Claro —respondió Rochi—.
Pero todavía falta media hora para que empiece la película.
—Ya lo sé. Prefiero
llegar más temprano para conseguir una buena ubicación.
—Como gustes
—respondió Rochi encogiéndose de hombres. Dejó una propina sobre la mesa.
Durante el trayecto
hasta la puerta, saludó a Kika, a Benja y a otros conocidos que se hallaban
sentados a distintas
mesas. Casi deseó poder quedarse allí, con todos los demás, en lugar de tener
que ir al cine con Nicolas.
—Conoces a muchas
personas —comentó Nicolas cuando subían al convertible—. Qué bueno.
—Sí —asintió Rochi.
Trató de agregar algo más, pero no se le ocurrió nada.
Nicolas encendió el
motor y salió del estacionamiento. Rochi estaba contenta de que hubiera
corrido la capota al
llegar a Sandy’s; al menos, ya no se mojaría. Con el pie seguía el ritmo de
una canción que le
gustaba, que en ese momento pasaban por la radio.
—Este tema es genial
para bailar —comentó cuando Nicolas se detuvo en un semáforo.
—Yo no bailo —dijo
él, muy serio.
—Ah. —La imagen de Gaston
moviéndose por la pista de baile acudió a su mente. —¿Por
qué no?
—Porque no me gusta
—respondió Nicolas.
Rochi asintió con la
cabeza. Supuso que era una razón válida. Se puso a mirar por la ventanilla
mientras Nicolas
tomaba una curva a la derecha, a unos ocho kilómetros por hora. Iban tan
despacio que podrían
considerarse dichosos si llegaban al cine en treinta minutos. El muchacho
conducía igual que su
abuela.
“Tal vez va tan despacio
porque el auto es muy nuevo y no quiere arriesgarse.”
Rochi pensó en Gaston,
que tomaba cada curva como venía, en su camioneta de remolque.
¿Sería igualmente
negligente en un auto nuevo? ¿Acaso un auto deportivo no era para divertido?
De lo contrario,
¿para que servía?
—¿Qué música te
gusta? —le preguntó a Nicolas, para sacar un tema de conversación—. Como
no te gusta bailar,
supongo que no será ese género, ¿verdad?
—Me gusta todo tipo
de música. No me importa demasiado.
Rochi se volvió hacia
él.
—¿No? ¿No hay
conjuntos que adoras y otros que odias?
Nicolas se encogió de
hombros y encendió la luz de giro.
—La verdad, no.
“¿De modo que no
tienes opiniones? —quiso preguntar Rochi—. ¿Sobre nada? Hasta el
momento, lo único que
lo apasionaba era que la cocción de su hamburguesa estuviera entre
jugosa y punto medio;
ni jugosa ni punto medio, le insistió varias veces a la camarera
—Querido, trabajo
aquí desde hace diez años. Ya sé qué significa entre jugosa y punto medio.
Y también el cocinero
—le contestó la mujer, y Rochi se echó a reír.
Pero Nicolas
permaneció inmutable. No tenía mucho sentido del humor, en especial cuando de
él mismo se trataba.
“¿Cómo pude haber
hablado tantas veces con él sin darme cuenta jamás de este detalle?”, se
preguntaba Rochi
mientras entraban al estacionamiento del cine. Nicolas dio vuelta durante diez
minutos hasta que por
fin encontró el lugar perfecto, cerca de la puerta. Cuando bajaron, sólo
faltaban cinco
minutos para que la película empezara. Se dirigieron rápidamente a la boletería
a
comprar las entradas.
—Dos para La ley
de Murphy —dijo Nicolas.
—Espere. Espere un
segundo —indicó Rochi a la empleada—. Pensé que vendríamos a ver
Lunes
Azul —le dijo a Nicolas.
—Ése era el plan
original. Pero esta mañana leí una crítica sobre La ley de Murphy, y la
recomendaban como
excelente. Parece que hay muchas escenas de persecuciones y efectos
especiales
fantásticos.
“¡Y ya sabemos cuánto
me gustan esas cosas!”, pensó ella. ¿Cómo se atrevía a elegir la
película sin
consultarle?
—Pero se supone que Lunes
Azul también es muy buena —arguyó—. Original, divertida…
—Para hoy, por favor.
Hay mucha gente esperando detrás de ustedes —rezongó la mujer que
estaba detrás de la
ventanilla.
—Insisto en La ley
de Murphy—dijo Nicolas.
“La ley de Murphy —pensó
ella—. ¿El principio de esta ley no se basa en que las cosas, en lo
posible, siempre
salen mal?”
La empleada dirigió a
Rochi una mirada comprensiva. Arrancó las dos entradas del talonario y
se las entregó.
Cuando entraron, el
cine se hallaba repleto. Rochi comenzó a mirar a su alrededor, para ver si
había alguien
conocido. Y de repente vio a la única persona a la que quería evitar: Gaston Dalmau.
Estaba formando fila
en el bar, con unos amigos, esperando que lo atendieran.
—Creo que iré a
comprar unos caramelos duros —dijo Nicolas—. ¿Tú quieres algo?
—No, gracias. —Rochi
se puso en la fila, esperando que Gaston se volviera y la viera. Pensó
en ser la primera en
saludarlo, pero se arrepintió de inmediato. Gaston le haría pasar un muy mal
momento si la veía
con Nicolas. Por lo tanto, decidió quedarse tranquila y esperar a que él se
diera
cuenta de que estaba
allí. Si la veía, entonces fingiría sorpresa y lo saludaría con simpatía.
Pero Gaston no se
volvió. Sus amigos compraron palomitas de maíz y él, por supuesto, un
vaso de agua. Luego
se acercaron al acomodador, que estaba cortando las entradas por la mitad.
—Cuatro para Lunes
Azul —anunció—. Segunda puerta a la derecha.
“Me lo imaginaba
—pensó ella—. Gaston va a la sala donde pasan la película que yo quería
ver. Si hubiera
salido con él…”
Nicolas se volvió
hacia ella, con una caja gigante de caramelos en la mano.
—Vamos, o nos
perderemos las escenas de los próximos estrenos —dijo, nervioso.
—¡No es mi culpa que
nos hayamos retrasado! —le contestó ella, disgustada.
Nicolas la miró.
—No te he acusado de
nada.
Rochi señaló la caja
de caramelos que él llevaba en la mano, mientras pasaban por debajo del
cartel luminoso que
anunciaba La ley de Murphy.
—¿Sabías que estas
cosas te arruinan el estómago? No sé cómo puedes comerlas.
—Me gustan —respondió
él con expresión de asombro.
Rochi se dejó caer
pesadamente en una de las butacas, junto a Nicolas; las luces comenzaron a
bajar.
“¡Ni siquiera sabe
cómo discutir debidamente!”
Lo único misterioso
de salir con Nicolas residía en averiguar por qué le había parecido
interesante. Nunca
había salido con un chico tan aburrido en toda su vida.
“Ojalá estuviera con Gaston
—pensó—. Veríamos una película excelente, nos reiríamos de
algunas cosas… Me
estaría divirtiendo en grande en estos momentos.”
Se dio cuenta de que
lo echaba de menos. Mucho.
“Tal vez Lali tenía
razón. Quizá me estoy enamorando de Gaston Dalmau —pensó—.
¿Entonces por qué
salgo con otro?
El lunes a la tarde, Gaston
acababa de abrir su armario cuando vio que Rochi corría a toda
prisa por el pasillo,
directamente hacia él. Por un instante se sintió profundamente emocionado,
pues se ilusionó con
la idea de que tal vez se apuraba para conversar con él antes de que se fuera.
Sin embargo,
enseguida se dio cuenta de que tenía práctica de porristas y que el gimnasio se
hallaba al final del
pasillo. Por lo tanto, obligatoriamente tenía que pasar junto a su armario.
Se preguntaba si lo
habría visto el sábado por noche en el cine. Rochi no había perdido el
tiempo en volver a su
vida social; seguía fiel a su política de salir tres veces por semana.
Mientras tanto, él
mataba el tiempo con sus amigos, como siempre. No había nada de malo en
ello. Pero se había
acostumbrado a salir con Rochi.
“Será mejor que vayas
desacostumbrándote”, se dijo en silencio. ¡Ni que hubieran salido
durante años!
—¡Hola, Gaston! —lo
saludó.
—Hola, Rochi. —Se
apoyó de espaldas contra el armario. —¿Qué tal estuvo la película el
sábado por la noche?
—Ah, me viste —dijo
ella, cambiándose la mochila azul al otro hombro—. ¿Por qué no me
dijiste nada?
—¿Y tú? —contestó él,
mientras enganchaba una de sus zapatillas en el borde del armario y
apoyaba los libros
sobre la rodilla.
—Bueno, cuando
terminamos de hacer la fila del bar, ustedes ya habían entrado a ver la
película —contestó Rochi—.
¿Cuál es tu excusa?
—Noté que había
ciertas diferencias entre tú y Nicolas frente a la boletería. Y no quise
interferir. Claro que
tú tenías razón; debieron ir a ver Lunes Azul. Estuvo espectacular.
—La ley de Murphy fue
horrenda. Parecía uno de esos malos dramas policiales que pasan por
televisión, pero con
el agravante de que dura dos horas en lugar de una. Todo tan predecible. O
se lo pasaban
persiguiéndose en auto o disparaban cada diez minutos como mínimo —dijo Rochi,
meneando la cabeza.
Gaston se echó a
reír.
—Parece que fue una
de tus películas favoritas, ¿eh?
—Sí, claro. De todos
modos, me alegro de haberme encontrado contigo, porque quería pedirte
algo.
Gaston arqueó las cejas.
—¿De verdad? —La
última vez que había hablado con Rochi, ella no quería saber nada con él.
—Te va a parecer una
verdadera estupidez —comenzó ella, frotando el piso con su
zapatilla—. Pero lo
cierto es que te echo de menos, Gaston.
—¿En serio? ¿No es broma?
Rochi meneó la
cabeza.
—Cuesta creerlo, pero
es la verdad.
—¡No! Quiero decir…
yo estaba aquí, pensando lo mismo —admitió—. Pero supuse que
estabas muy ocupada
saliendo con otros chicos y que no querrías tener nada que ver conmigo.
—Lo mismo pensé yo
—repuso ella—. Estaba ansiosa por seguir con mi vida normal, pero…
¿sabes qué? Si tú no
estás a mi lado, nadie sabe cómo hacerme reír ni discutir como se debe.
Gaston sonrió de
oreja a oreja.
—¿De verdad?
¿No sabes decir otra
cosa que no sea “de verdad”?
—¿Cómo qué, por ejemplo?
—Como invitarme a
salir esta noche —respondió ella—. No imagino un plan divertido para
un lunes a la noche,
en especial si tengo que volver a casa a las ocho, para estudiar, pero…
—Tengo una idea —la
interrumpió él—. ¿Qué tal si paso a buscarte a las seis?
—¿Qué vamos a hacer?
¿Adónde iremos? ¿Qué me pongo? —preguntó Rochi.
—Sólo confía en mí
—respondió Gaston—. Y ponte algo informal.
Rochi miró el reloj
de pared.
—Debo darme prisa o
llegaré tarde a la práctica. ¡Hasta esta noche! —Salió trotando por el
gimnasio, con el
cabello recogido y su mochila azul colgada al
hombro.
“Tengo una cita con Rochi…
¡Una cita de verdad!” Tuvo que sofocar el impulso de ponerse a
saltar como un loco
de alegría. “¡Me dijo que me echaba de menos!” Estaba tan emocionado que
tenía ganas de
seguirla hasta el gimnasio.
“Declaración oficial:
me he vuelo completamente loco.”
—De modo que éste es
uno de tus lugares favoritos de la ciudad, ¿eh? —le dijo Rochi mientras
observaba Maine
Lanes, una galería para jugar bowling, por la que había pasado cientos de veces
y jamás se había
pasado cientos de veces y jamás se le había ocurrido entrar. Cada uno recogió
un par de zapatillas
especiales en el mostrador y se encaminaron hacia la pista que les habían
asignado.
—¿Quieres algo del
bar? —le ofreció Gaston mientras se ataba los cordones de sus zapatillas
azules y rojas.
—No, gracias. Qué
lindo es todo esto, Gaston. Creo que la última vez que jugué al bowling
tenía ocho años.
—Cuando terminó de atarse los cordones de sus zapatillas, tomó una bola verde.
—El verde siempre ha
sido mi color de la suerte. Aguarda, no me lo digas… Me has traído aquí
porque juegas como
los dioses y quieres humillarme, ¿verdad?
—No, por supuesto que
no. Me gusta venir aquí porque puedo estar solo. A nadie se la
escuela se le
ocurriría jamás venir a un sitio como éste.
Rochi sonrió. Si Gaston
pensaba que estar solos en un sitio como aquél era una cita privada y
romántica, entonces
estaba más fuera de órbita de lo que ella había imaginado. Pero transcurrida
media hora, después
de haber jugado un partido, de felicitarse mutuamente y de haberse
divertido mucho,
comenzó a pensar que Gaston tenía razón: era el sitio ideal para una cita.
“Otros chicos, con
mucho menos imaginación, me habrían llevado a un lugar más común”,
pensó mientras
observaba a Gaston, que en ese momento torcía el cuerpo hacia la derecha.
Lanzó la bola pero se
desvió por la canaleta izquierda.
—Mi tercera canaleta
seguida —se quejó Gaston al tiempo que tomaba asiento junto a
Rochi—. ¿Qué me está
pasando hoy?
Rochi lo miró y se
encogió de hombros.
—Estás en plena
decadencia, Gaston. Otra canaleta más y tendrás que retirarte del mundo del
bowling para siempre.
—Pero soy bueno en
esto. No entiendo por qué esta noche estoy jugando como si fuera
novato.
—No lo entiendo.
¿Será porque te intimida mi inmenso poder? —Flexionó el brazo
destacando el bíceps.
Gaston entrelazó el
suyo en el de ella.
—No. Supongo que es
porque no puedo dejar de mirarte. Estás tan bonita con esas
zapatillas… Incluso
bajo estas horrendas luces fluorescentes, te ves hermosa.
Rochi sonrió y Gaston
le rozó la mejilla con la mano.
—¿Por qué antes no
hacíamos más que discutir? —preguntó ella con suavidad.
Gaston se le acercó y
la besó una vez; luego, dos veces y por fin terminó con un beso tan
dulce y maravilloso
que pareció durar horas.
—Gaston —comenzó
ella, cuando se separaron—. Tengo que hacerte una pregunta.
—Hazla —dijo,
mientras jugaba con un mechón de su cabello.
—Ya sé que lo
encuentros de la escuela te parecen tontos, ¿pero considerarías la posibilidad
de acompañarme al
baile de fin de año?
—¿Te refiere al baile
formal? ¿No vas a ir con ese estúpido que juega fútbol?
—¡No! ¡Rotundamente,
no! Prefiero mucho más ir contigo.
—Odio los bailes de
la escuela. Son aburridos —dijo Gaston—. Pero por el modo en que me
siento ahora, podrías
pedirme que me deslice de panza por esa cancha y que derribe los palos con
el cuerpo, y yo lo
haría con gusto. Podrías pedirme cualquier cosa y la respuesta siempre sería
sí.
Rochi sonrió.
“¡Iré al baile con Gaston!
—Bien, cambiando de
tema, ¿te crees capaz de derribar alguno de eso palos?
—¡Rochi, acabo de
derribar los diez!

Que lindooo!!! suba outro logo
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