lunes, 3 de junio de 2013

Mi Nombre Es Valery Cap 23





Capitulo 23

Conforme el año avanzaba, empecé a medir el paso del tiempo no por las señales de mi crecimiento, sino por las del de Aleli: la primera vez que giró sobre sí misma, la primera vez que se sentó sola, la primera vez que comió sémola de arroz con zumo de manzana, su primer corte de pelo, su primer diente... Yo siempre era la primera a la que daba la bienvenida con los brazos levantados y un beso húmedo y pegajoso. Al principio mi madre se sentía entre divertida y desconcertada, pero al final todo el mundo aceptó su predilección por mí como algo natural.


El vínculo entre Aleli y yo era más íntimo que el de unas hermanas; se parecía más al vínculo entre madre e hija. Pero no era el resultado de una elección o algo intencionado, simplemente era así. Resultaba lógico que yo fuera con mi madre y Aleli a las citas con el pediatra, pues yo estaba, más que ninguna otra persona, familiarizada con los problemas y costumbres de mi hermana. Cuando tenían que vacunarla, mi madre se retiraba a un rincón de la habitación mientras yo sujetaba los brazos y las piernas de Aleli en la camilla del doctor.

— Hazlo tú, Valeria — pedía mi madre—. Ella no se resistirá tanto si tú la sujetas.

Yo contemplaba con fijeza los ojos llorosos de mi hermana y me estremecía al oír sus gritos escandalosos mientras la enfermera inyectaba la vacuna en su muslo pequeño y regordete. Entonces colocaba mi cabeza junto a la suya y susurraba en su enrojecida oreja:

— Ojalá pudiera cambiarme por ti. Ojalá pudieran pincharme a mí en lugar de a ti. Si fuera posible, aceptaría que me pincharan cien veces.

Después, la consolaba y la apretaba contra mi pecho hasta que dejaba de sollozar y enganchaba, de una forma ceremoniosa, una pegatina que decía «He sido una buena paciente» en el centro de su camiseta.

Nadie, ni siquiera yo, podía decir que mi madre no era una buena madre para Aleli. Ella siempre se mostraba atenta y afectuosa con mi hermana. Se aseguraba de que fuera bien vestida y tuviera todo lo que necesitaba. Sin embargo, el inquietante distanciamiento entre ambas continuaba y a mí me preocupaba que mi madre no sintiera tanto cariño por Aleli como yo.

Le conté a Tina mis preocupaciones y su respuesta me sorprendió.

— Esto no es nada extraño, Valeria.
— ¿Ah, no?

Tina removió la cera aromatizada de una olla que estaba calentando en el fogón de la cocina para verterla en una serie de frascos de boticario.

— No es cierto eso que dicen de que una madre quiere a todos sus hijos por igual — declaró con placidez—. Eso es mentira. Siempre hay un favorito y tú eres la favorita de tu madre.
— Pues yo quiero que Aleli sea su favorita.
— Tu madre la querrá más y más con el tiempo. No siempre se trata de un amor a primera vista. — Tina sumergió un cucharón de acero inoxidable en la olla y lo sacó rebosante de cera azul cielo—. A veces, tienen que irse conociendo.
— ¡Pues no debería tardar tanto tiempo! — protesté yo.

Tina se echó a reír y sus mejillas temblaron.

— A veces se tarda toda una vida, Valeria.

Por primera vez, su risa no fue un signo de alegría. Sin preguntárselo, supe que Tina estaba pensando en su propia hija, una mujer llamada Marisol que vivía en Dallas y que nunca venía a visitarla. En cierta ocasión, Tina me describió a Marisol, quien era el producto de un antiguo y breve matrimonio. Tina me contó que era un alma atormentada, con tendencia a las adicciones, las obsesiones y las relaciones con hombres de carácter débil.

— ¿Qué fue lo que la hizo ser así? — le pregunté a Tina cuando me contó cómo era su hija.
Yo esperaba que expusiera unas razones lógicas con la misma precisión con la que colocaba la masa de las galletas en la bandeja del horno.

— Dios la hizo ser así — respondió Tina con sencillez y sin amargura.

De su respuesta y de otras conversaciones que mantuvimos, deduje que, frente al dilema de si el carácter de una persona era una cuestión de nacimiento o de educación, ella estaba completamente a favor de la primera opción. En cuanto a mí, yo no estaba tan segura.

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Siempre que sacaba a Aleli de paseo, las personas con las que nos cruzábamos creían que era hija mía, a pesar de que yo tenía el cabello rubio y el de ella era más oscuro como los pétalos de una margarita.

— ¡Qué jóvenes empiezan! — oí que exclamaba una mujer detrás de mí un día mientras yo empujaba el carrito de Aleli por el centro comercial de Welcome.

Una voz masculina contestó con un desagrado patente:

— ¡Mexicanas! ¡Tendrá una docena antes de cumplir los veinte! ¡Y todos vivirán a costa de nuestros impuestos!
— ¡Chsss, no hables tan alto! — le reprendió la mujer.

Yo aceleré el paso y entré en la primera tienda que me encontré con el rostro ardiendo de rabia y de vergüenza.



Continuara...


 *Mafe*

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