Capitulo 23
Conforme el año avanzaba, empecé a medir el paso
del tiempo no por las señales de mi crecimiento, sino por las del de Aleli: la
primera vez que giró sobre sí misma, la primera vez que se sentó sola, la
primera vez que comió sémola de arroz con zumo de manzana, su primer corte de
pelo, su primer diente... Yo siempre era la primera a la que daba la bienvenida
con los brazos levantados y un beso húmedo y pegajoso. Al principio mi madre se
sentía entre divertida y desconcertada, pero al final todo el mundo aceptó su predilección
por mí como algo natural.
El vínculo entre Aleli y yo era más íntimo que el
de unas hermanas; se parecía más al vínculo entre madre e hija. Pero no era el
resultado de una elección o algo intencionado, simplemente era así. Resultaba
lógico que yo fuera con mi madre y Aleli a las citas con el pediatra, pues yo
estaba, más que ninguna otra persona, familiarizada con los problemas y
costumbres de mi hermana. Cuando tenían que vacunarla, mi madre se retiraba a
un rincón de la habitación mientras yo sujetaba los brazos y las piernas de Aleli
en la camilla del doctor.
— Hazlo tú, Valeria — pedía mi madre—. Ella no se
resistirá tanto si tú la sujetas.
Yo contemplaba con fijeza los ojos
llorosos de mi hermana y me estremecía al oír sus gritos escandalosos mientras
la enfermera inyectaba la vacuna en su muslo pequeño y regordete. Entonces
colocaba mi cabeza junto a la suya y susurraba en su enrojecida oreja:
— Ojalá pudiera cambiarme por ti. Ojalá pudieran
pincharme a mí en lugar de a ti. Si fuera posible, aceptaría que me pincharan
cien veces.
Después, la consolaba y la apretaba contra mi pecho
hasta que dejaba de sollozar y enganchaba, de una forma ceremoniosa, una
pegatina que decía «He sido una buena paciente» en el centro de su camiseta.
Nadie, ni siquiera yo, podía decir que mi madre no
era una buena madre para Aleli. Ella siempre se mostraba atenta y afectuosa con
mi hermana. Se aseguraba de que fuera bien vestida y tuviera todo lo que
necesitaba. Sin embargo, el inquietante distanciamiento entre ambas continuaba
y a mí me preocupaba que mi madre no sintiera tanto cariño por Aleli como yo.
Le conté a Tina mis preocupaciones y su respuesta
me sorprendió.
— Esto no es nada extraño, Valeria.
— ¿Ah, no?
Tina removió la cera aromatizada de una olla que
estaba calentando en el fogón de la cocina para verterla en una serie de
frascos de boticario.
— No es cierto eso que dicen de que una madre
quiere a todos sus hijos por igual — declaró con placidez—. Eso es mentira.
Siempre hay un favorito y tú eres la favorita de tu madre.
— Pues yo quiero que Aleli sea su favorita.
— Tu madre la querrá más y más con el tiempo. No
siempre se trata de un amor a primera vista. — Tina sumergió un cucharón de
acero inoxidable en la olla y lo sacó rebosante de cera azul cielo—. A veces,
tienen que irse conociendo.
— ¡Pues no debería tardar tanto tiempo! — protesté
yo.
Tina se echó a reír y sus mejillas temblaron.
— A veces se tarda toda una vida, Valeria.
Por primera vez, su risa no fue un signo de
alegría. Sin preguntárselo, supe que Tina estaba pensando en su propia hija,
una mujer llamada Marisol que vivía en Dallas y que nunca venía a visitarla. En
cierta ocasión, Tina me describió a Marisol, quien era el producto de un
antiguo y breve matrimonio. Tina me contó que era un alma atormentada, con
tendencia a las adicciones, las obsesiones y las relaciones con hombres de
carácter débil.
— ¿Qué fue lo que la hizo ser así? —
le pregunté a Tina cuando me contó cómo era su hija.
Yo esperaba que expusiera unas razones lógicas con
la misma precisión con la que colocaba la masa de las galletas en la bandeja
del horno.
— Dios la hizo ser así — respondió Tina con
sencillez y sin amargura.
De su respuesta y de otras conversaciones que
mantuvimos, deduje que, frente al dilema de si el carácter de una persona era
una cuestión de nacimiento o de educación, ella estaba completamente a favor de
la primera opción. En cuanto a mí, yo no estaba tan segura.
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Siempre que sacaba a Aleli de paseo, las personas
con las que nos cruzábamos creían que era hija mía, a pesar de que yo tenía el cabello rubio y el de ella era más oscuro como los pétalos de una
margarita.
— ¡Qué jóvenes empiezan! — oí que exclamaba una
mujer detrás de mí un día mientras yo empujaba el carrito de Aleli por el
centro comercial de Welcome.
Una voz masculina contestó con un desagrado
patente:
— ¡Mexicanas! ¡Tendrá una docena antes de cumplir
los veinte! ¡Y todos vivirán a costa de nuestros impuestos!
— ¡Chsss, no hables tan alto! — le reprendió la
mujer.
Yo aceleré el paso y entré en la primera tienda que
me encontré con el rostro ardiendo de rabia y de vergüenza.
Continuara...
*Mafe*

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