Capítulo 9
Cuando Rochi se
despertó el lunes por la mañana, se sentía totalmente renovada. Con mucha
pereza se levantó de
la cama y corrió las cortinas. Era un espléndido día de sol. Ojala estuviera
tan cálido como
parecía. Adoraba la primavera.
La noche anterior se
había divertido mucho. Había ido a comer pizza con seis amigas y luego
a ver una película.
Hacía mucho que no se reía tanto.
“Fue tan bueno que
casi me hizo olvidar la extraña salida con Gaston Dalmau”, pensó.
Pero ahora todo
volvía a su mente con sorprendente nitidez: tía Justina con su cámara;
Nicolas junto a la
mesa de comidas; Gaston, tan grosero como siempre, besándola e invitándola a
salir por segunda
vez. Rochi no podía creer que hubiera besado a Gaston. Odiaba reconocer que
en realidad le había
gustado… a pesar de que sólo había sido un instante y de que después él
había actuado como si
nada hubiera pasado.
Y ahora no tenía modo
de salvarse del asado del domingo en casa de la tía Justina. Gaston
le llevaba una
injusta desventaja. Por otra parte, suponía que él tenía razón: tal vez le
debía
mucho más que una
salida por el trabajo que había hecho con Poroto. ¿Pero dos sábados
seguidos? Rochi temía
que sus amigos pudieran olvidarla si volvía a faltar a las actividades
sociales de fin de
semana. Tal vez lograra negociar con Gaston, convencerlo de que, en lugar de
un almuerzo, fuera un
desayuno de última hora. Café y rosquillas.
Se puso una bata
sobre el piyama y bajó a la cocina, a desayunar. Su padre se hallaba sentado
a la mesa, solo.
—¿Dónde está mamá?
—le preguntó Rochi mientras se sentaba frente a él.
—Se fue temprano
porque tenía que trabajar en s oficina —respondió el señor Igarzabal—. Ya
sabes cómo son los
domingos a la mañana.
Rochi se sirvió un
recipiente de cereales. Su madre tenía fama de trabajar en los momentos en
que la mayoría de la
gente solía descansar. No trabajaba todo el tiempo; sólo escogía los
momentos más
extraños. Siempre decía que así se concentraba mejor.
—¿Qué has estado
haciendo tú? —preguntó Rochi.
El hombre limpió una
gota de café que se había derramado sobre la mesa.
—Estuve dando vueltas
por el garaje. Y luego decidí lavar el auto. —Hizo una pausa.
Rochi sintió que los
copos de maíz se le quedaban pegados en la garganta.
—Ah —murmuró,
mirándolo con nerviosismo.
—Y mientras estaba
lavándolo, se me ocurrió algo —continuó—. Algo que me gustaría
conversar contigo.
“Oh, no. Se dio
cuenta.”
Se esforzó por
conservar la calma y actuar con naturalidad.
—¿De qué se trata?
—Es un tema serio.
¿Estás bien despierta? —El señor Igarzabal jugueteaba con una rebanada
de pan que estaba
junto a la tostadora y acomodaba una pila de servilletas.
“Está tan enojado que
ni siquiera puede mirarme —pensaba Rochi, estremeciéndose—. Va a
decirme que lo he
decepcionado por completo, que he hecho añicos toda la confianza que había
depositado en mí. Y
me merezco todo eso y mucho más.”
—Sí, estoy bien
despierta —respondió Rochi—. ¿De qué se trata?
—Del auto. —Se volvió
hacia ella y le clavó la mirada, con expresión implacable.
La cuchara que Rochi
sostenía en la mano empezó a temblar. Tenía los nervios tan crispados
que casi no podía
respirar. Ese estúpido Gaston Dalmau. Ahora ni loco conseguiría una segunda
salida con ella. De
hecho, sería él quien quedaría en deuda. Tal vez podría visitarla mientras
estuviera confinada.
—¿Qué pasa con el
auto?
—Quiero que repasemos
las reglas. Como ya sabes, ahora que tienes licencia para conducir,
puede usar los autos
de la casa, pero debes pedirnos permiso cada vez que lo hagas. ¿Correcto?
—Correcto —respondió Rochi
con lentitud.
—Y por eso hemos
necesitado cierto tiempo, para acostumbrarnos a la idea de que a partir de
ahora podrás conducir
sola. Porque queríamos que aprendieras que eso es un privilegio y no un
derecho, ¿correcto?
—prosiguió el padre—. ¿Hasta ahora todo claro?
Rochi asintió.
—Claro como… buen,
claro —dijo.
“Tan claro como
estará mi agenda, libre de todo compromiso, una vez que me sentencie a
perpetua.”
—Bien. A partir de
hoy todo será diferente —anunció el señor Igarzabal. Enroscó la tapa de
un frasco de
mermelada y lo deslizó sobre la mesa, en dirección a su hija.
La chica detuvo el
frasco justo antes de que chocara contra su recipiente de cereales. Miró al
padre. Ojala lo
dijera todo de una vez. Ya no podía soportar esa interminable tortura verbal.
—Mira, papá, sé que
he cometido un grave er… —comenzó.
—Tu madre y yo hemos
pensado en hacerte una propuesta —dijo él al mismo tiempo.
—Continúa —urgió Rochi.
—No, habla tú —dijo
él.
—No. Tú primero
—insistió ella.
“¡Casi me traicioné!”
—Este verano
necesitarás un auto para ir a trabajar —empezó—. El club campestre queda a
más de ocho
kilómetros de aquí y no quiero que vengas en bicicleta sola de noche.
—Ajá.
—De modo que aquí va
la propuesta: los tres nos sentaremos a elaborar un presupuesto. Tú
tendrás que poner la
mitad de lo que ganes, y nosotros te daremos el resto para que puedas
comprarte un auto
usado. Nada caro; algo funcional. Tal vez no sea bonito pero cumplirá
perfectamente con el
objetivo; los gastos de seguro serán bajos.
Rochi tuvo la vaga
sensación de que su padre había terminado de hablar y esperaba su
respuesta, pero
estaba tan atónita que no podía hablar. Se limitó a mirarlo. ¿Estaba
proponiéndole ayuda
para comprar un auto? ¿Después de lo que ella había hecho? ¿Todo aquello
era real?
—¿Rochi? Te veo
decepcionada. Sé que habrías preferido un convertible, pero éste sólo será tu
primer auto. Ya
cambiarás por algo mejor —prometió el padre—. Lo que te propongo significa
que durante este
verano y tu último año de escuela tendrás vehículo propio. ¿No te parece una
buena noticia?
Rochi meneó la
cabeza, tratando de salir del trance.
—¡Es una noticia
excelente, papá! —dijo por fin—. Es sólo que… jamás esperé algo así. Qué
sorpresa.
—¿De verdad? ¿No
esperabas un BMW? —Su padre sonrió.
—¡No! —gritó Rochi—.
No esperaba nada. Ha sido un gesto maravilloso por parte de ustedes.
Me he quedado si
palabras, eso es todo.
¡Qué noticia
fantástica! Dentro de dos meses tendría un auto propio. Tal vez, en menos
tiempo. Ya no tendría
que pedir que la llevaran de aquí para allá, ni ir al centro comercial en
bicicleta… Gaston le
había contado que su padre vendía autos usados, en un predio que lindaba
con el taller. Si lo
trataba con amabilidad, ¡tal vez lograra convencerlo de que le hiciera una
rebaja en algún auto
que le gustara de verdad!
—Bien. Creo que nos
has demostrado ser una chica responsable —dijo el señor Igarzabal—.
Y contamos con que
continúes de ese modo.
—Sí, claro —prometió Rochi—.
Puedes confiar en mí.
“No siempre, pero
casi”, agregó para sí.
—¿Tus padres van a
regalarte un auto? —Lali se echó a reír. —¿Es una ironía a qué?
—Es más que una
ironía; es algo excelente —comentó Rochi, entusiasmada—. ¿Puedes
creerlo?
Rochi y Lali iban
camino a una reunión del personal del periódico estudiantil, que tendría
lugar ese lunes por
la tarde. Rochi había empezado trabajar para el periódico hacía unas semanas,
con la esperanza de
que la designaran editora para el último año del secundario. Escribir no era
una de sus
habilidades, pero trabajaba en la página de actividades estudiantiles, donde
tenía que
redactar varios
artículos cortos. Las notas serias quedaban a cargo de otros.
—En realidad, no.
Siempre supe que eras una chica con suerte, pero esto es casi una ridiculez
—dijo Lali, mientras
abría la puerta de la oficina de redacción—. Ahora, si consideramos la
mala suerte de haber
tenido que aceptar una salida con Gaston Dalmau, bueno, quedas a mano.
—Shhh —le advirtió Rochi—.
Me habías prometido guardar el secreto.
—Rochi. Justo la
persona con quien necesitaba hablar —interrumpió Jaime , editor de
crónicas especiales
del periódico. Parecía el típico periodista: menudo, con anteojos ovalados
con marco de metal,
invariablemente despeinado y siempre vestido con camisas Oxford y jeans.
—¿De verdad? ¿Qué
pasa? —preguntó Rochi mientras se aproximaba a su escritorio.
—Hay una actividad
sobre la que me gustaría que escribieras un artículo —respondió al
tiempo que revolvía
unos papeles que tenía sobre el escritorio—. Lo necesito para hoy, así
podremos publicarlo
en la edición de esta semana.
—Claro —respondió Rochi—.
No hay problema. ¿Qué actividad es?
—Sabes que aquí
existe un club del automotor, ¿verdad? —preguntó Jaime.
Rochi extrajo de su
bolso un pequeño anotador y tomó un bolígrafo del portalápices que Jaime
tenía sobre el
escritorio.
—Dame los detalles.
Jaime consultó una
hoja de papel.
—Serán los
auspiciantes de un lavadero de autos en la vieja estación de bomberos
. Y las recaudaciones
se destinarán para las investigaciones sobre EM.
—EM. ¿Esclerosis
Múltiple? —preguntó Rochi.
Jaime asintió.
—Sí. ¿Entonces crees
que podrás escribir algo y tenerlo listo para primera hora de mañana?
—Claro. Después de
nuestra reunión pasaré por la oficina del señor McDuff y le hablaré al
respecto —dijo Rochi—.
Gracias por habérmela asignado. —Cuantas más notas le encomendaran,
mayores sus
posibilidades de que le otorgaran el puesto para el año siguiente.
—En realidad, aquí
dice que tendrías que hablar con el organizador del encuentro. Que es…
—Jaime leyó el papel.
—Gaston Dalmau.
Rochi se quedó
mirándolo fijo.
—¿Quién?
—Tienes que hablar
con Gaston Dalmau. Aquí dice que podrás localizarlo en el club del
automotor, ya sabes,
esta tarde. Esto me ha llegado hoy —explicó Jaime—. ¿De acuerdo, Rochi?
¿Gaston Dalmau era el
organizador de ese encuentro para recaudar fondos?
“No parece que fuera
la misma persona”, pensó Rochi.
Comenzaba a
preguntarse qué otras sorpresas se habría guardado Gaston. Si llegaba a
conocerlo mejor,
quizás aprendiera a llevarse mejor con él.
“Pon los pies sobre
la tierra —se dijo—. Después de esta entrevista y del asado del sábado, no
querrás volver a ver
a este tipo, igual que antes.”
Gaston se quedó
petrificado cuando vio que Rochi avanzaba por el piso de cemento del garaje
de la escuela, en
dirección a él.
“¿Qué estará haciendo
aquí?”, se preguntó.
Durante todo el día
había implorado no verla, después de la discusión que habían tenido el
sábado anterior. Gaston
odiaba los enfrentamientos, pero tampoco estaba dispuesto a
disculparse. Pedirle
que volviera a salir con él entraba perfectamente en los límites de lo
razonable. Pero por
la reacción de Rochi era evidente que prefería lanzarse de un avión sin
paracaídas antes que
pasar un segundo más a su lado.
Lo que lo incomodaba
aún más era el hecho de que la pelea se originó por el beso. Se había
alegrado de que tía Justina
los hubiera interrumpido. ¿Besar a Rochi Igarzabal? Casi no había
besado a ninguna otra
chica; la última vez había sido en ese campamento de verano, cuando tenía
doce años. Y estaba
tan nervioso, tan temeroso de besar mal a Rochi, que se echó atrás la primera
oportunidad que se le
presentó. Rochi se habría mofado hasta el cansancio si hubiera resultado un
fiasco para besar.
Ella se acercó y Gaston
fingió estar acomodando una caja de herramientas. De repente se
apoderó de él una
abrumadora timidez.
—¿Gaston? —dijo Rochi
con voz suave.
Él se volvió, se
apoyó contra el mostrador y, muy nervioso, se limpió las manos en un trapo.
—Hola —la saludó.
—Hola. —Sonrió y miró
alrededor. —De modo que aquí pasas gran parte del tiempo, ¿eh?
Gaston se encogió de
hombros.
—No mucho. Sólo los
lunes y miércoles por la tarde. —Rochi le hablaba con amabilidad y
simpatía, pero Gaston
desconfiaba de esa actitud. Volver a verla no le resultaba tan nefasto como
había pensado; por el
contrario, era como salir a campo abierto, a la intemperie, luego de una
fuerte tormenta,
cuando el viento amaina y las aves empiezan a trinar otra vez.
—Gaston, debo volver
a elogiarte —comenzó Rochi—. Mi padre lavó el auto, lo enceró y no
se ha dado cuenta de
nada.
—Bien —respondió él—.
Me alegro.
—Yo también. No sabes
cuánto. Además, mis padres van a ayudarme para que pueda comprar
un auto de segunda
mano dentro de un par de meses. Gracias a ti, tengo mi prontuario
completamente limpio.
Por lo tanto he decidido que te debo otra salida. —Se encogió de
hombros. —Siempre y
cuando sea lo que tú deseas, claro.
Gaston sonrió.
—¡Por supuesto!
Justamente recién estaba imaginándome a bordo de ese barco, jugando tejo
de cubierta con un
grupo de viejas.
—Bien. ¿Pasarás a
buscarme el sábado para ir al asado de tía Justina, entonces? —preguntó
Rochi.
—¿Qué me dices de tu
auto nuevo? —preguntó Gaston.
—Oh, pasará un tiempo
hasta que lo compre —respondió ella—. Tal vez recién a comienzos
del verano. He
pensado que a lo mejor podría comprárselo a tu padre. ¿Crees que me haría un
descuento?
—No hay problema.
Tenemos precios especiales para las chicas que aceptan ser damas de
compañía en las fiestas
de casamiento. Ojala yo pudiera comprarme uno.
—¿No tienes auto?
—preguntó ella.
—No. ¿Por qué te
sorprendes?
—No lo sé. Creí que,
como tu padre arregla autos, tal vez tendrías acceso a los que están en el
taller.
—Bueno, para ser
franco, nuestra política es devolverlos a sus respectivos dueños una vez
reparados —comentó Gaston.
Rochi se echó a reír.
—¡Ya lo sé! Pero
pensé que si alguien se demoraba en pasar a retirarlo, tal vez tú tendría
permiso para usarlo.
—Nunca se tiene tanta
suerte —dijo Gaston—. ¿Sabes lo que me gustaría de verdad? Un auto
como el de tu padre.
Es un vehículo genial. Me encantó conducirlo, aunque sólo haya sido por
tres o cuatro
kilómetros, para llevarlo a tu casa.
—Cambiando de tema,
estaba buscándote por dos razones —prosiguió Rochi—. Primero,
porque quería
comunicarte que podré ir contigo el sábado, y segundo porque trabajo para el
Herald
y estamos haciendo una nota para el lavadero de autos, que saldrá
este fin de semana. Me
dijeron que debía
hablar contigo.
—¿Trabajas para el Herald?
—Sí. ¿Por qué te
sorprende tanto? —preguntó Rochi—. Sé que no me destaco en la clase de
castellano, pero…
—No, no lo dije por
eso —explicó Gaston—. Es sólo que… ¿En qué no participas en la
escuela? Administras
el consejo estudiantil, eres porrista, escribes en el periódico, conoces a la
mitad del alumnado…
—A dos tercios, en
realidad —corrigió ella con una sonrisa.
—De acuerdo, a dos
tercios. En cambio, yo creo que no conozco ni a más de diez personas, en
total. Lo único que
te falta decirme es que practicas deportes en las tres temporadas y que eres
presidenta del club
de backgammon. No es cierto, ¿verdad? —preguntó Gaston.
—No. En realidad, es
el club de francés. Y sólo soy la secretaria —aclaró Rochi.
—C’est dommage —comentó
Gaston.
—¿Hablas francés?
Vaya. ¡Eso sí que me sorprende! ¿Cómo es que nunca te he visto en la
clase?
—Porque existe más de
un turno, Rochi —señaló Gaston meneando la cabeza.
“El Mega-Ego ha
regresado.”
No le sorprendía que
la chica pensara que el único turno que existía era el de ella.
—Cierto. Bien,
vayamos a lo nuestro. —Limpió un banco de metal, tomó asiento y extrajo un
anotador rosado de su
bolso.
A Gaston le resultaba
muy difícil tomar en serio a una persona que usara un anotador rosado.
La observó garabatear
algunas notas en la parte superior de la hoja. Notó que el esmalte de sus
uñas combinaban con
el tono del anotador. Nunca había conocido a una persona tan armoniosa
en su vida. Miró sus
zapatillas, con los cordones desatados, y el dobladillo deshilachado de su
overol desteñido. No.
Decididamente no tenían nada en común.
—Háblame sobre el
lavadero de autos —le pidió—. ¿El dinero que recaudan va destinado a la
investigación sobre
EM?
Gaston asintió.
—Correcto. —Dio a Rochi
todos los detalles, que ella anotó. —¿Podrías hacer un artículo
importante sobre
esto? Quiero que venga mucha gente.
—Lo intentaré
—respondió ella—, pero no tengo tanta influencia. Si me das más detalles, tal
vez pueda estirarlo
al máximo. Por eJemplo, ¿de quién fue la idea?
—Mía —contestó Gaston.
—¿Y por qué se eligió
la fundación de EM en particular? ¿Por qué no otra causa?
Gaston no estaba muy
seguro de poder confiar en ella. Sin embargo, algo le decía que sí.
—Mi madre tiene EM.
Desde que se la diagnosticaron, he tomado conciencia de lo horrible
que se esa enfermedad
y de que hay muchas personas que la padecen.
Rochi no pudo
responder enseguida. Tampoco anotó nada.
—Oh, Gaston. No tenía
idea.
—Sí. En realidad ésa
fue la razón por la que me retrasé cuando pasé a buscarte para ir a la
boda —explicó él—. Mi
madre tiene muchos problemas de equilibrio y ese día en particular la
situación se
presentaba peor que nunca. Estaba caminando por el pasillo, ya vestida para ir
al
casamiento, y de
repente se cayó. Parece una tontería, pero mamá sabe que irá de mal en peor. A
veces se deprime
mucho. Bueno, por esa razón no asistió al casamiento.
—No me imagino cómo
se vive en un entorno así —dijo Rochi—. Debe de ser muy difícil para
tu padre… y para ti.
Dificilísimo.
Gaston no esperaba
una respuesta tan comprensiva. Carraspeó.
—Entonces, ¿crees que
tienes los datos suficientes para la nota? —preguntó—. Si quieres,
puedo ayudarte a
redactar el artículo. No me demoraré más de dos minutos en armarlo.
Rochi se puso de pie,
cerró el anotador y lo guardó en su bolso.
—Me creo capaz de
escribir mis artículos. Muchas gracias. Claro que, en lugar de dos
minutos, tal vez
demore dos horas, porque no soy un genio como tú. Mis calificaciones en los
ensayos no pasan de
una “B”, a diferencia de los tuyos, que se convierten en el eJemplo para que
todos los lean. Sin
embargo, creo que puedo arreglarme con esto.
—Rochi, no quise
insinuar que no pudieras —se disculpó Gaston—. Sólo pensé que tal vez
yo…
—Escuché lo que
dijiste y comprendo tus intenciones. Presumes que no haré un buen trabajo
—lo acusó—. Bueno, te
demostraré lo contrario. Y las multitudes se agolparán en este garaje
para que les laves el
auto. Hasta pediré a mis padres que vengan, porque me parece importante.
Pero ni se te ocurra
darme instrucciones respecto de cómo debo escribir mi artículo.
—Hoy estamos un poco
susceptibles, ¿no? —comentó Gaston. Lo único que quería era
ayudarla… ¿Qué había
de malo en eso?
—No es ésa la
palabra. Yo diría ofensivos y groseros. —Rochi dio media vuelta y se marchó
del garaje.
—Te veré el sábado,
¿verdad? —gritó Gaston a sus espaldas—. ¿Rochi?

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