martes, 4 de junio de 2013

Donde siempre es otoño, capitulo cuarenta


CAPÍTULO 40 
La tristeza que escondía su misterio 
El despacho del doctor Carlson era amplio, luminoso y con un gran ventanal que daba al jardín de la gran avenida. Sin embargo, mientras lo escuchaba hablar de la enfermedad de Rocio, a Gaston el espacio se le fue encogiendo hasta resultarle opresivo. Sentado a su izquierda, Pablo oía las explicaciones que se sabía de memoria mientras lo observaba a él y analizaba con detenimiento cada una de sus reacciones. 
—Le descubrimos la enfermedad el otoño pasado —explicó el médico mirando a Gaston—. Unos pequeños tumores en el hígado que resultaron ser cancerosos. La sometimos a quimioterapia local y nos deshicimos de ellos. 
La carpeta con el historial médico descansaba sobre la mesa por puro formalismo y la mirada de Gaston apenas se despegaba del nombre de Rocio escrito en la cabecera, mientras volvía a verla junto al lago, con su enorme jersey gris. Ése era el misterio que escondía; ésa era la tristeza que se empeñó en ver a pesar de que ella no la mostró nunca. 
—Unos meses después, en mayo, durante unas exhaustivas revisiones que llevamos a cabo para asegurarnos de que todo continuaba bajo control, descubrimos nuevos tumores. No lo consideramos un cáncer recurrente, sino más bien que el hígado aún contenía la enfermedad subyacente que condujo al primer cáncer. Esta vez se los extirpamos y la sometimos a quimioterapia para eliminar cualquier célula restante. 
Los recuerdos de Gaston lo llevaron esa vez a los días que pasaron juntos en esa ciudad; a la forma en que ella recibió la lluvia, como si fuera un maravilloso regalo que, pensaba ahora, tal vez temió no poder disfrutar durante mucho tiempo. Y por fin entendió el motivo de su repentina desaparición tras una de sus extrañas ausencias de cada mañana. 
—¿Y qué ha ocurrido esta vez? —preguntó angustiado. 
Pablo tomó entonces la palabra y fue cuando Gaston recordó que estaba allí, al lado, observándolo tenso. 
—Nos encontrábamos de vacaciones cuando se sintió mal y comenzó con una 
fase de fiebre. Me asusté y no quise perder el tiempo con ningún otro médico. La trasladé aquí con urgencia y comprobaron que sólo era una fuerte indigestión, pero también descubrieron otra cosa que no habíamos dejado de temer: nuevos tumores en su hígado. 
Gaston carraspeó para aliviar el nudo de dolor en su garganta. Estaba experimentando una forma de sufrimiento que su afortunada existencia le había evitado hasta entonces: el que provocaba la angustiosa incertidumbre por la vida de alguien a quien amaba. 
—Tiene dos tumores demasiado grandes para extirparlos —pasó a explicar el médico—. Queremos reducírselos con quimioembolización y, cuando alcancen el tamaño óptimo, operarla. 
—¿Por qué no la someten a un trasplante? —argumentó, consciente de que hablaba de cosas que desconocía. 
—Un trasplante es siempre la última opción, señor Dalmau. Es lo más agresivo que se le puede hacer a un cuerpo. Siempre existe la posibilidad de un rechazo y, cuando eso ocurre, sí que nos pone en una situación desesperada. Lo que debemos hacer es reducir esos tumores para extirparlos. Ya ha pasado por la primera sesión y con medicamentos hemos conseguido que los efectos secundarios, que suelen durar unos dos días, se atenúen hasta la insignificancia. Le aseguro que todo va a ir perfectamente. 
La confianza del médico alentó su esperanza, pero a pesar de ello, sus preguntas se eternizaron y las pacientes y específicas respuestas también. 
Gaston salió del despacho con el alma rota, pensando en el sufrimiento de Rocio y en el peligro, real y dramático esta vez, de perderla para siempre, y caminó por el pasillo junto al senador, pensativo y en silencio. 
Como si lo hubieran convenido, dejaron los ascensores a su derecha y se dirigieron a la escalera, iluminada por estrechas y alargadas ventanas que daban a un patio cerrado. En el rellano, justo a mitad de camino, Pablo se detuvo, cortándole el paso. 
—Quiero advertirte una cosa —dijo con impertinencia—. Si he intervenido antes ha sido porque ella te ama y, cuando he visto que tú podrías amarla de la misma manera, he pensado que merece una oportunidad, aunque no termines de gustarme. 
—Tengo la misma elevada opinión de ti que tú tienes de mí —ironizó él, reiniciando el descenso. 
—Aún no has oído mi advertencia. —Gaston se detuvo y se volvió para mirarlo—. No sé si has pensado en lo duro que va a ser esto. Si no lo has hecho, no esperes más, porque te juro que si la haces sufrir lo más mínimo, te buscaré donde quiera que te escondas. Es fácil amar a la mujer hermosa que ahora es, pero si no estás seguro de que la seguirás queriendo cuando las cosas se pongan difíciles, lárgate cuando aún puedes hacerlo. 
—Jamás —desafió con entereza—. No la dejaré ni ahora ni nunca; ni por ti ni por nadie. 
—Después de tus traiciones comprenderás que no pueda fiarme. 
—Traicioné tu confianza al enamorarme de la que creía que era tu mujer, es cierto, y volvería a hacerlo cuantas veces fueran necesarias. Entre mi dignidad y ella, la elegiré siempre a ella. En el resto no hubo traición y lo sabes. Fueron tus errores los que te precipitaron al fracaso. 
—Hazla sufrir y sabrás lo que soy capaz de hacer. 
—No necesito que me lo demuestres. Tengo una ligera idea de lo que puedes hacer —dijo, acariciándose los todavía torpes dedos de la mano derecha. 
Y, cargado de desesperado dolor por lo que la vida le estaba haciendo a la mujer que amaba, y de rabia por las palabras tensas que acababa de cruzar con Pablo, descendió los últimos peldaños. 
La impotencia lo desbordaba cuando se adentraron en el pasillo. Parados junto a la puerta de la habitación aguardaban los guardaespaldas y, mientras se acercaba, fue fijándose en el gesto burlón con el que Adam parecía recordarle el encuentro en el que se divirtió con él a la orilla del río. La sangre volvió a hervirle. Y en ese momento sintió la misma loca necesidad de estallar que lo llevó a provocarlo para que no dejara de golpearlo aquella dolorosa mañana. 
—Creo que te debo algo —dijo, al tiempo que su puño izquierdo se estrellaba con violencia en plena nariz del guardaespaldas, que comenzó a sangrar al instante. 
Con un dolor que le cortaba el aliento y los ojos vidriosos por involuntarias lágrimas, Adam alzó el brazo para devolver el golpe. Pero escuchar su nombre en boca del senador lo detuvo. 
Explotar ante la certeza de que la presencia del político evitaría la violenta respuesta del escolta no le sirvió de desahogo. Nada le hubiera servido de alivio esa vez. Pues ahora no era su propio sufrimiento el que lo atormentaba, sino el de ella. Y para eso nunca existiría consuelo. 
Entró en el cuarto y, al encontrarla esperándolo con una amorosa sonrisa, ya sólo pudo pensar que al fin podía abrazarla, besarla, decirle que la amaba con toda el alma y demostrárselo cada vez que quisiera. Sabía que el futuro que se disponían a compartir era incierto y que no estaría libre de dolor, pero haber llegado a su corazón lo compensaba por todo el que hasta entonces ya había padecido y por todo el que, por ella, aún sería capaz de soportar. 
Fuera, el senador advertía a sus guardaespaldas, en especial al furioso y desencajado Adam, que nadie tocaría al escritor si él no lo ordenaba. Después miró con preocupación la puerta cerrada y aguardó unos segundos para asimilar el sentimiento de vacío que le provocaba dejarla a solas con él. 

1 comentario:

  1. Esta novela me tiene con el crazon en la boca todo el tiempo. Siento la trsiteza y el dolor de Gaston y Rochi!!

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