lunes, 1 de julio de 2013

Donde siempre es otoño, capitulo cuarenta y nueve


CAPÍTULO 49
Donde siempre es otoño
A media mañana y tras despedirse de Vicco con un emocionado abrazo, Gaston inició el regreso a casa. Tan sólo tres cuartos de hora separaban la ciudad de uno de los lugares más hermosos que conocía; especialmente en otoño.
En el último tramo, en cuanto enfiló la estrecha carretera que conducía al lago, bajó el cristal de la ventanilla. Lo relajaba sentir en el rostro la brisa con olor a humedad, a musgo, a hojas secas y a nostalgias de ese precioso entorno. Pensaba que, si en verdad existía un paraíso, tenía que parecerse mucho a Crystal Lake.
El viento, más frío de lo normal para ese mediados de noviembre, sopló hacia el interior del coche llevando en sus alas nuevos y dolorosos recuerdos. Volvió a sentir la angustia de la espera junto a Pablo, cuando el doctor Carlson salió a informarles de que la situación era extrema, que no conseguían estabilizarla. Les había ofrecido una sala más cómoda, pero los dos quisieron mantenerse lo más cerca posible del lugar donde Rocio luchaba por su vida.
Con el alma aterida por los recuerdos, detuvo el coche bajo el techado de madera adosado a uno de los costados de la casa y caminó hasta el porche, escuchando el crujir de las hojas bajo sus pies. Continuaba fascinándole ese sonido que, en cada nueva pisada, se revelaba diferente. Un aire casi gélido le azotaba el rostro y le enredaba los cabellos; el mismo que había llenado el porche de hojas amarillas y cobrizas y mecía el balancín. Se sentó en él y dejó vagar la mirada por las ramas de los arces y las hayas. Su corazón y su mente siguieron ahondando en los recuerdos de aquella noche en la que aguardó al lado del senador, abrumados ambos por la angustia, la impotencia, la desolación. Casi de madrugada, y tras cinco horas de dramática espera, una enfermera les comunicó que nada había cambiado y que se prepararan para lo peor.
Las piernas le habían flaqueado. Buscó apoyo junto a la puerta por la que desapareció la enfermera y, con la frente contra la pared, se dejó vencer por lágrimas silenciosas que poco a poco se le fueron convirtiendo en llanto desconsolado. Se detuvo al sentir en el hombro la suave presión de una mano amiga. Y al volverse se encontró con el rostro doliente y a la vez sereno de Pablo. Entonces, olvidando los viejos recelos, se fundieron en un intenso y doloroso
abrazo. A partir de ese instante, hablaron y padecieron juntos, compartieron temores y anhelos en la noche más larga de sus vidas, sufriendo por la misma hermosa mujer y bebiendo un amargo café de máquina en vasos de plástico.
Habían pasado tres años desde aquel duro otoño y el bellísimo espectáculo volvía a lucir en todo su esplendor. El bosque ardía en colores, el viento convertía las hojas en mariposas que revoloteaban haciendo giros antes de caer con suavidad al suelo. El verdor de la hierba se hallaba oculto bajo una gruesa capa de hojas con color a vida que antes, en su último aliento, habían brindado un hermoso y agonizante vuelo. Y él inspiró despacio para atrapar esos olores a añoranzas y serenar su espíritu antes de entrar en la casa.
Avanzó por el pasillo en media penumbra y alcanzó la cocina, en la que la suave claridad se filtraba a través de las cortinas. Sobre la mesa, junto a la correspondencia sin abrir, dejó las llaves del coche y la novela. En la portada, unos bellísimos ojos azules sonreían desde un cielo sin nubes, y en unas delicadas letras doradas se leía el título: Donde siempre es otoño.
Observó el libro unos instantes y dibujó con los dedos cada uno de los dulces iris azules que siempre serían su luz. Suspiró al pensar que eso era lo que le había enredado el alma en recuerdos durante toda la mañana. Ni un momento se había separado de la novela y ésta tenía impregnada en sus últimas páginas todas las lágrimas y el sufrimiento de aquellas horas eternas. Acarició esos ojos una última vez y, con otro hondo suspiro, se dirigió despacio al pequeño saloncito del mirador semicircular.
La puerta estaba entornada y, nada más entrar, lo recibió el esplendor del incendiado bosque de hayas, que parecía querer atravesar los cristales para inundar el cuarto.
Sonrió mientras avanzaba y, allí, junto a la cristalera, envuelto en una agradable y dorada luz de otoño, se arrodilló en la alfombra, frente a la mecedora.
—¿Qué has hecho durante toda la mañana? —preguntó con ternura, tomándole las manos entre las suyas y contemplando con fascinación su hermosa sonrisa.
Y, sin darle tiempo a responder, la besó en la boca para calmar toda esa necesidad que siempre acumulaba desde el instante en que se alejaba hasta que volvía a reunirse con ella.
Porque seguía sin saber vivir si no la tenía al lado.
Porque seguía sin entender cómo algo tan sencillo y simple como el brillo de su mirada o una de sus sonrisas, podía cambiarle a cada minuto la vida, llenándosela de un loco y apasionado amor que ni siquiera podía describir.
La miró a los ojos mientras hundía los dedos entre su sedoso cabello rubio; el mismo que fulguró un instante en el contraluz de aquel lejano y cálido atardecer en Crystal Lake. Entonces no pudo imaginar que descubrirla durante unos breves segundos, espolvoreada de mágicos reflejos, fuera tan sólo la señal de que iba a tener el privilegio de amarla durante la vida entera.
Llevaba ya cuatro años amándola en ese lugar único y alejado del mundo. Cuatro años enamorándose, día tras día, de la mujer que le alborotaba la vida y se la colmaba de amor. Cuatro años descubriendo que cada nuevo amanecer podía ser sorprendente y único cuando lo recibía abrazado a su piel.
—Lo que he hecho es esperarte con impaciencia —dijo Rocio con apasionada dulzura, dándole un rápido y sonoro beso en los labios. Su carcajada recorrió la estancia cuando vio que él había cerrado los ojos, esperando la llegada de otro beso—. Aunque también he hecho planes para la Navidad —siguió contando mientras, con una divertida mueca, Gaston simulaba decepción—. Ha llamado mi hermana pequeña. Dice que van a poner un abeto tan grande que no quedará espacio para nadie más en el salón. —Otra alborozada risa surgió de su boca—. Están locos de contentos porque vayamos a verlos también este año.
Nadie podía estar más loco de felicidad que ella. Nadie como ella para recibir cada día como si fuera un maravilloso regalo, nadie para convertirlos en irrepetibles y perfectos. Nadie capaz de contagiar, con tanta pasión, toda esa alegría que desbordaba a cada instante.
Y mientras la oía reír y contar lo que harían nada más llegar a su pueblo, volvió a dar las gracias, no sabía si a ese desgarrado amor con el que le había suplicado que no lo abandonara, a sus almas, que habían luchado hasta el final para no separarse, o a un milagro. Su única certeza era que, cada vez que la miraba, necesitaba agradecer el instante en el que, durante aquella inacabable y dolorosa noche, apareció el doctor, con aspecto extenuado y satisfecho, para comunicarles que el momento crítico había pasado. Dejó de escucharlo después de esas palabras. El alivio lo hizo estallar en sollozos. Y, derrumbado en el asiento, con los codos en las rodillas y el rostro oculto entre las manos, vertió las lágrimas más liberadoras de su vida, consciente de que el camino que los aguardaba sería aún largo y difícil, pero esperanzado de nuevo en que podrían superarlo juntos.
—Tengo ganas de hacer ese viaje —le dijo, con los ojos humedecidos por la agonía de aquella lejana noche—. Me gusta tu pueblo. Me gusta tu mar, tu puerto, tus acantilados. Me gusta tu gente. —Le rozó la nariz con la suya y susurró—: Me gusta todo lo que me acerca más a ti. Por eso…
—¿También mis revoltosos sobrinos? —lo interrumpió con chispeante ironía.
Él la besó entre risas ante la inoportuna pregunta, aplazando para un mejor momento lo que tan deseoso estaba de decirle.
—Especialmente ellos —reconoció emocionado—. Se ríen como tú lo haces. A veces me pregunto si los hijos que tengamos se les parecerán. Si tendrán esos ojos y esa risa fácil y contagiosa.
Rocio inspiró ante la mezcla de sentimientos que le provocó oírlo mencionar a los hijos que, durante mucho tiempo, creyó que jamás llegaría a tener. Contempló el brillo en su mirada, el mismo que había llenado la pantalla del televisor y que la mantuvo acurrucada en el sofá durante todo el programa.
—Has estado impresionante —le dijo casi sin voz—. Me habría gustado estar allí, contigo.
—Estabas conmigo —susurró como una caricia, mientras sacaba del bolsillo el pañuelo. El destino, como siempre, volvía a hacer encajar las piezas y esta vez lo hacía señalándole el momento preciso para lo que tan cuidadosamente había preparado—. Siempre y en todas partes estás conmigo.
Ella sonrió ante la visión de la tela que él y su amor habían convertido en algo tan especial e importante. Se quedó inmóvil cuando le hizo extender la mano, con la palma hacia arriba y le entregó el pañuelo con los extremos cuidadosamente doblados que ocultaban un pequeño bulto, mientras le musitaba, mirándola intensamente a los ojos:
—He venido pensando durante todo el trayecto. Recordando… —dijo en voz baja, acariciando la seda—. Y es que hay momentos en la vida que te marcan, e irremediable marcan el resto de tu existencia. He necesitado que llegaran para ver que las cosas realmente importantes están en las más sencillas, entre sus pliegues, y que sólo es necesario apartarlos para verlas. —Separó con cuidado el primer doblez del tejido, sin quitar los ojos de ella—. Primero necesité encontrarme a mí mismo entre todas las capas banales y superfluas.
Rocio siguió quieta, alternando la mirada entre él y el modo en el que sujetaba otro pliegue de suave tono azul.
—Me he pasado media vida creyéndome alguien que no soy, media vida pensando que el amor era un sentimiento tranquilo que podía controlar y dirigir. Una emoción simple y no más importante que ninguna otra. Hasta que te conocí —dijo conmovido—. Y todo cambió, como cuando vuelves la página de un libro. —Deslizó hacia un lado la tela, haciendo que de pronto apareciera el hermoso y vivo estampado.
Ella inspiró, embriagada por sus palabras y por su mirada rebosante de
ternura. Y en silencio, para no interrumpirlo, le acarició suavemente la mejilla. Durante un momento, él cerró los ojos, arrimándose a ese cálido contacto.
—Sabes que el camino para llegar a ti fue largo —dijo con voz rota, antes de abrir con lentitud los párpados y volver a mirarla—. Pero durante ese arduo recorrido aprendí que el amor no es sólo placer y sonrisas. Tú y yo sabemos bien que surgen problemas y que, para salvarlos, es necesario aferrarse juntos a ese amor. —Rozó con las yemas de los dedos los extremos temblorosos de los de ella—. Porque amarse es entregarse cada día, enamorarse cada día y hacer que cada día ese amor sea más sorprende e intenso —dijo, a la vez que levantaba otro extremo y hacía aparecer el azul más vivo y enérgico de la tela—. Sé que me quedan muchos sentimientos por descubrir y que sólo podré hacerlo contigo.
Tomó aire y lo expulsó de golpe, emocionado, mientras sujetaba entre los dedos el último pliegue que extendería por completo el pañuelo.
—Te amo, Rocio —declaró, con la pasión desgarrada de la primera vez—, y tengo la certeza de que te amaré siempre, que no te fallaré nunca, que te haré feliz cada segundo que esté a tu lado en esta vida e incluso después —aseguró convencido—. Porque, sea lo que sea lo que nos espere tras esto, sé que no existirá fuerza alguna capaz de llevar mi alma lejos de la tuya. Porque, desde que te vi, lo más importante fue, es y siempre será lo que eres en mí.
La emoción ahogó las palabras en la garganta de Rocio, pero él pudo apreciar cómo sus labios pronunciaban sin voz un «te quiero».
Inspiró conmovido a la vez que se humedecía los labios. Apartó el tejido y dejó al descubierto lo que con tanto esmero había encerrado entre la seda que era ya como un pedazo de su alma.
Los dedos de Rocio temblaron al rozar la pequeña caja. Y siguieron haciéndolo mientras tiraba de un extremo del lazo blanco que la ceñía, deshaciendo la lazada. Ella conocía bien ese tono azul aguamarina de Tiffany & Co., en la Quinta Avenida. Había recibido muchas joyas en esos especiales estuches, pero jamás le había latido el corazón con tanta intensidad como al contemplar esa que le entregaba con ternura el hombre de su vida. Levantó la tapa, miró dentro y después a los ojos negros, tan brillantes y emocionados como los suyos.
Y al tiempo que suspiraba, lo oyó susurrar:
—¿Quieres casarte conmigo?
Mientras tanto, tras los cristales de aquella estancia rebosante de amor, la naturaleza se preparaba para el descanso antes de comenzar un nuevo ciclo. Y lo
hacía, una vez más, con una explosión de belleza, con una alegoría de la vida, con un viento frío que silbaba entre el esplendor de las copas de los árboles, dedicando su apacible canto de sirena a las hojas doradas, para seducirlas para que abandonaran las ramas y lo siguieran a danzar con él giros imposibles, aleteando en toda su hermosura hasta entregar su último sus piro.
La vida continuaba, sublime, orgullosa y perfecta en la naturaleza que rodeaba la acogedora casa junto al lago; ese cuyas aguas cambiaban su color dependiendo del cielo, de la luna, de la lluvia o del viento. Ese que a veces se veía negro, como ojos en noche perpetua; azul, como mirada enamorada en un cielo abierto; verde, como la esperanza; dorado, como los sueños, como centelleaba en ese instante, como probablemente luciría el resto de la eternidad.  FIN.
* * *

1 comentario:

  1. Me llore todo el capitulo. Gracias al cielo Rochi esta viva; sinceramente no puedo amar mas a este Gaston escritor, imaginarlo en estas escenas, diciendo esas palabras me hace enloquecer de amor. Son lindisimos los dos y esta novela fue extremadamente especial.. Gracias por permitirme leerla.

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