CAPÍTULO
49
Donde siempre es otoño
A media mañana y tras
despedirse de Vicco con un emocionado abrazo, Gaston inició el regreso a casa.
Tan sólo tres cuartos de hora separaban la ciudad de uno de los lugares más
hermosos que conocía; especialmente en otoño.
En el último tramo, en cuanto
enfiló la estrecha carretera que conducía al lago, bajó el cristal de la
ventanilla. Lo relajaba sentir en el rostro la brisa con olor a humedad, a
musgo, a hojas secas y a nostalgias de ese precioso entorno. Pensaba que, si en
verdad existía un paraíso, tenía que parecerse mucho a Crystal Lake.
El viento, más frío de lo
normal para ese mediados de noviembre, sopló hacia el interior del coche
llevando en sus alas nuevos y dolorosos recuerdos. Volvió a sentir la angustia
de la espera junto a Pablo, cuando el doctor Carlson salió a informarles de que
la situación era extrema, que no conseguían estabilizarla. Les había ofrecido
una sala más cómoda, pero los dos quisieron mantenerse lo más cerca posible del
lugar donde Rocio luchaba por su vida.
Con el alma aterida por los
recuerdos, detuvo el coche bajo el techado de madera adosado a uno de los
costados de la casa y caminó hasta el porche, escuchando el crujir de las hojas
bajo sus pies. Continuaba fascinándole ese sonido que, en cada nueva pisada, se
revelaba diferente. Un aire casi gélido le azotaba el rostro y le enredaba los
cabellos; el mismo que había llenado el porche de hojas amarillas y cobrizas y
mecía el balancín. Se sentó en él y dejó vagar la mirada por las ramas de los
arces y las hayas. Su corazón y su mente siguieron ahondando en los recuerdos
de aquella noche en la que aguardó al lado del senador, abrumados ambos por la
angustia, la impotencia, la desolación. Casi de madrugada, y tras cinco horas
de dramática espera, una enfermera les comunicó que nada había cambiado y que
se prepararan para lo peor.
Las piernas le habían
flaqueado. Buscó apoyo junto a la puerta por la que desapareció la enfermera y,
con la frente contra la pared, se dejó vencer por lágrimas silenciosas que poco
a poco se le fueron convirtiendo en llanto desconsolado. Se detuvo al sentir en
el hombro la suave presión de una mano amiga. Y al volverse se encontró con el
rostro doliente y a la vez sereno de Pablo. Entonces, olvidando los viejos
recelos, se fundieron en un intenso y doloroso
abrazo.
A partir de ese instante, hablaron y padecieron juntos, compartieron temores y
anhelos en la noche más larga de sus vidas, sufriendo por la misma hermosa
mujer y bebiendo un amargo café de máquina en vasos de plástico.
Habían pasado tres años desde
aquel duro otoño y el bellísimo espectáculo volvía a lucir en todo su
esplendor. El bosque ardía en colores, el viento convertía las hojas en
mariposas que revoloteaban haciendo giros antes de caer con suavidad al suelo.
El verdor de la hierba se hallaba oculto bajo una gruesa capa de hojas con color
a vida que antes, en su último aliento, habían brindado un hermoso y agonizante
vuelo. Y él inspiró despacio para atrapar esos olores a añoranzas y serenar su
espíritu antes de entrar en la casa.
Avanzó por el pasillo en media
penumbra y alcanzó la cocina, en la que la suave claridad se filtraba a través
de las cortinas. Sobre la mesa, junto a la correspondencia sin abrir, dejó las
llaves del coche y la novela. En la portada, unos bellísimos ojos azules
sonreían desde un cielo sin nubes, y en unas delicadas letras doradas se leía
el título: Donde siempre es otoño.
Observó el libro unos instantes
y dibujó con los dedos cada uno de los dulces iris azules que siempre serían su
luz. Suspiró al pensar que eso era lo que le había enredado el alma en
recuerdos durante toda la mañana. Ni un momento se había separado de la novela
y ésta tenía impregnada en sus últimas páginas todas las lágrimas y el
sufrimiento de aquellas horas eternas. Acarició esos ojos una última vez y, con
otro hondo suspiro, se dirigió despacio al pequeño saloncito del mirador
semicircular.
La puerta estaba entornada y,
nada más entrar, lo recibió el esplendor del incendiado bosque de hayas, que
parecía querer atravesar los cristales para inundar el cuarto.
Sonrió mientras avanzaba y,
allí, junto a la cristalera, envuelto en una agradable y dorada luz de otoño,
se arrodilló en la alfombra, frente a la mecedora.
—¿Qué has hecho durante toda la
mañana? —preguntó con ternura, tomándole las manos entre las suyas y
contemplando con fascinación su hermosa sonrisa.
Y, sin darle tiempo a
responder, la besó en la boca para calmar toda esa necesidad que siempre
acumulaba desde el instante en que se alejaba hasta que volvía a reunirse con
ella.
Porque seguía sin saber vivir
si no la tenía al lado.
Porque seguía sin entender cómo
algo tan sencillo y simple como el brillo de su mirada o una de sus sonrisas,
podía cambiarle a cada minuto la vida, llenándosela de un loco y apasionado
amor que ni siquiera podía describir.
La
miró a los ojos mientras hundía los dedos entre su sedoso cabello rubio; el
mismo que fulguró un instante en el contraluz de aquel lejano y cálido
atardecer en Crystal Lake. Entonces no pudo imaginar que descubrirla durante
unos breves segundos, espolvoreada de mágicos reflejos, fuera tan sólo la señal
de que iba a tener el privilegio de amarla durante la vida entera.
Llevaba ya cuatro años amándola
en ese lugar único y alejado del mundo. Cuatro años enamorándose, día tras día,
de la mujer que le alborotaba la vida y se la colmaba de amor. Cuatro años
descubriendo que cada nuevo amanecer podía ser sorprendente y único cuando lo
recibía abrazado a su piel.
—Lo que he hecho es esperarte
con impaciencia —dijo Rocio con apasionada dulzura, dándole un rápido y sonoro
beso en los labios. Su carcajada recorrió la estancia cuando vio que él había
cerrado los ojos, esperando la llegada de otro beso—. Aunque también he hecho
planes para la Navidad —siguió contando mientras, con una divertida mueca, Gaston
simulaba decepción—. Ha llamado mi hermana pequeña. Dice que van a poner un
abeto tan grande que no quedará espacio para nadie más en el salón. —Otra
alborozada risa surgió de su boca—. Están locos de contentos porque vayamos a
verlos también este año.
Nadie podía estar más loco de
felicidad que ella. Nadie como ella para recibir cada día como si fuera un
maravilloso regalo, nadie para convertirlos en irrepetibles y perfectos. Nadie
capaz de contagiar, con tanta pasión, toda esa alegría que desbordaba a cada
instante.
Y mientras la oía reír y contar
lo que harían nada más llegar a su pueblo, volvió a dar las gracias, no sabía
si a ese desgarrado amor con el que le había suplicado que no lo abandonara, a
sus almas, que habían luchado hasta el final para no separarse, o a un milagro.
Su única certeza era que, cada vez que la miraba, necesitaba agradecer el
instante en el que, durante aquella inacabable y dolorosa noche, apareció el
doctor, con aspecto extenuado y satisfecho, para comunicarles que el momento
crítico había pasado. Dejó de escucharlo después de esas palabras. El alivio lo
hizo estallar en sollozos. Y, derrumbado en el asiento, con los codos en las
rodillas y el rostro oculto entre las manos, vertió las lágrimas más
liberadoras de su vida, consciente de que el camino que los aguardaba sería aún
largo y difícil, pero esperanzado de nuevo en que podrían superarlo juntos.
—Tengo ganas de hacer ese viaje
—le dijo, con los ojos humedecidos por la agonía de aquella lejana noche—. Me
gusta tu pueblo. Me gusta tu mar, tu puerto, tus acantilados. Me gusta tu
gente. —Le rozó la nariz con la suya y susurró—: Me gusta todo lo que me acerca
más a ti. Por eso…
—¿También mis revoltosos
sobrinos? —lo interrumpió con chispeante ironía.
Él
la besó entre risas ante la inoportuna pregunta, aplazando para un mejor
momento lo que tan deseoso estaba de decirle.
—Especialmente ellos —reconoció
emocionado—. Se ríen como tú lo haces. A veces me pregunto si los hijos que
tengamos se les parecerán. Si tendrán esos ojos y esa risa fácil y contagiosa.
Rocio inspiró ante la mezcla de
sentimientos que le provocó oírlo mencionar a los hijos que, durante mucho
tiempo, creyó que jamás llegaría a tener. Contempló el brillo en su mirada, el
mismo que había llenado la pantalla del televisor y que la mantuvo acurrucada
en el sofá durante todo el programa.
—Has estado impresionante —le
dijo casi sin voz—. Me habría gustado estar allí, contigo.
—Estabas conmigo —susurró como
una caricia, mientras sacaba del bolsillo el pañuelo. El destino, como siempre,
volvía a hacer encajar las piezas y esta vez lo hacía señalándole el momento
preciso para lo que tan cuidadosamente había preparado—. Siempre y en todas
partes estás conmigo.
Ella sonrió ante la visión de
la tela que él y su amor habían convertido en algo tan especial e importante.
Se quedó inmóvil cuando le hizo extender la mano, con la palma hacia arriba y
le entregó el pañuelo con los extremos cuidadosamente doblados que ocultaban un
pequeño bulto, mientras le musitaba, mirándola intensamente a los ojos:
—He venido pensando durante
todo el trayecto. Recordando… —dijo en voz baja, acariciando la seda—. Y es que
hay momentos en la vida que te marcan, e irremediable marcan el resto de tu
existencia. He necesitado que llegaran para ver que las cosas realmente
importantes están en las más sencillas, entre sus pliegues, y que sólo es
necesario apartarlos para verlas. —Separó con cuidado el primer doblez del
tejido, sin quitar los ojos de ella—. Primero necesité encontrarme a mí mismo
entre todas las capas banales y superfluas.
Rocio siguió quieta, alternando
la mirada entre él y el modo en el que sujetaba otro pliegue de suave tono
azul.
—Me he pasado media vida
creyéndome alguien que no soy, media vida pensando que el amor era un
sentimiento tranquilo que podía controlar y dirigir. Una emoción simple y no
más importante que ninguna otra. Hasta que te conocí —dijo conmovido—. Y todo
cambió, como cuando vuelves la página de un libro. —Deslizó hacia un lado la
tela, haciendo que de pronto apareciera el hermoso y vivo estampado.
Ella inspiró, embriagada por
sus palabras y por su mirada rebosante de
ternura.
Y en silencio, para no interrumpirlo, le acarició suavemente la mejilla.
Durante un momento, él cerró los ojos, arrimándose a ese cálido contacto.
—Sabes que el camino para llegar
a ti fue largo —dijo con voz rota, antes de abrir con lentitud los párpados y
volver a mirarla—. Pero durante ese arduo recorrido aprendí que el amor no es
sólo placer y sonrisas. Tú y yo sabemos bien que surgen problemas y que, para
salvarlos, es necesario aferrarse juntos a ese amor. —Rozó con las yemas de los
dedos los extremos temblorosos de los de ella—. Porque amarse es entregarse
cada día, enamorarse cada día y hacer que cada día ese amor sea más sorprende e
intenso —dijo, a la vez que levantaba otro extremo y hacía aparecer el azul más
vivo y enérgico de la tela—. Sé que me quedan muchos sentimientos por descubrir
y que sólo podré hacerlo contigo.
Tomó aire y lo expulsó de
golpe, emocionado, mientras sujetaba entre los dedos el último pliegue que
extendería por completo el pañuelo.
—Te amo, Rocio —declaró, con la
pasión desgarrada de la primera vez—, y tengo la certeza de que te amaré
siempre, que no te fallaré nunca, que te haré feliz cada segundo que esté a tu
lado en esta vida e incluso después —aseguró convencido—. Porque, sea lo que
sea lo que nos espere tras esto, sé que no existirá fuerza alguna capaz de
llevar mi alma lejos de la tuya. Porque, desde que te vi, lo más importante
fue, es y siempre será lo que eres en mí.
La emoción ahogó las palabras
en la garganta de Rocio, pero él pudo apreciar cómo sus labios pronunciaban sin
voz un «te quiero».
Inspiró conmovido a la vez que
se humedecía los labios. Apartó el tejido y dejó al descubierto lo que con
tanto esmero había encerrado entre la seda que era ya como un pedazo de su
alma.
Los dedos de Rocio temblaron al
rozar la pequeña caja. Y siguieron haciéndolo mientras tiraba de un extremo del
lazo blanco que la ceñía, deshaciendo la lazada. Ella conocía bien ese tono
azul aguamarina de Tiffany & Co., en la Quinta Avenida. Había recibido
muchas joyas en esos especiales estuches, pero jamás le había latido el corazón
con tanta intensidad como al contemplar esa que le entregaba con ternura el
hombre de su vida. Levantó la tapa, miró dentro y después a los ojos negros,
tan brillantes y emocionados como los suyos.
Y al tiempo que suspiraba, lo
oyó susurrar:
—¿Quieres casarte conmigo?
Mientras tanto, tras los
cristales de aquella estancia rebosante de amor, la naturaleza se preparaba
para el descanso antes de comenzar un nuevo ciclo. Y lo
hacía,
una vez más, con una explosión de belleza, con una alegoría de la vida, con un
viento frío que silbaba entre el esplendor de las copas de los árboles,
dedicando su apacible canto de sirena a las hojas doradas, para seducirlas para
que abandonaran las ramas y lo siguieran a danzar con él giros imposibles,
aleteando en toda su hermosura hasta entregar su último sus piro.
La vida continuaba, sublime,
orgullosa y perfecta en la naturaleza que rodeaba la acogedora casa junto al
lago; ese cuyas aguas cambiaban su color dependiendo del cielo, de la luna, de
la lluvia o del viento. Ese que a veces se veía negro, como ojos en noche
perpetua; azul, como mirada enamorada en un cielo abierto; verde, como la
esperanza; dorado, como los sueños, como centelleaba en ese instante, como
probablemente luciría el resto de la eternidad. FIN.
* * *

Me llore todo el capitulo. Gracias al cielo Rochi esta viva; sinceramente no puedo amar mas a este Gaston escritor, imaginarlo en estas escenas, diciendo esas palabras me hace enloquecer de amor. Son lindisimos los dos y esta novela fue extremadamente especial.. Gracias por permitirme leerla.
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