Capitulo 35
—Soy María
Vasquez.
—... de la
academia de cosmética.
—Sí, sí, lo
siento, yo... ¿Cómo está usted, señora Vasquez?
—Muy bien,
Valeria, gracias. Tengo buenas noticias para ti..., si es que todavía
estás interesada en acudir a la academia este año.
—Sí —conseguí
susurrar mientras la emoción atenazaba mi garganta.
—Tenemos una plaza
disponible en el programa de financiación para este curso y puedo
ofrecerte una financiación completa. Puedo enviarte por correo los
documentos de la matrícula o, si lo prefieres, puedes pasar por la
oficina a recogerlos.
Yo cerré los párpados y
apreté el auricular con tanta fuerza que me sorprendió no romperlo.
Los dedos de Aleli
exploraban mi cara y jugaban con mis pestañas.
—Gracias. Gracias.
Pasaré a recogerlos mañana. Gracias.
La directora rió entre
dientes.
—De nada, Valeria,
estaremos encantados de tenerte con nosotros.
Después de colgar el
auricular, me puse a gritar y a abrazar a Aleli.
—¡Me han
admitido! ¡Me han admitido! —Ella se agitó entre mis brazos y
soltó unos grititos de alegría compartiendo mi entusiasmo, aunque
no comprendía la razón de mi felicidad—. ¡Voy a ir a la
academia! ¡Seré una esteticista, no una Happy Helper! No me lo
puedo creer. ¡Oh, cariño, nos merecíamos tener un poco de suerte!
Yo no esperaba que
fuera fácil, aunque trabajar duro es mucho más llevadero cuando se
trata de algo que quieres, en lugar de algo que estás obligado
a hacer.
Estoy convencida de que
muchas personas creen que estudiar estética resulta fácil, que no
hay mucho que hacer, pero tienes que aprender muchas cosas antes de
que te dejen coger unas tijeras.
El programa incluía
asignaturas como: Esterilización bacteriológica, que constaba de
una parte teórica y otra de prácticas en el laboratorio procedimientos, efectos especiales y
resolución de problemas. Y esto era sólo el principio. Di una
hojeada al programa y comprendí por qué se necesitaban nueve meses
para conseguir el título.
Al final, acepté el
empleo a tiempo parcial en la tienda de los padres de Mery, con un
horario de tardes y fines de semana. Durante el día, dejaba a Aleli
en una guardería. Vivíamos con lo mínimo. Nos alimentábamos de
pan de molde, mantequilla de cacahuete, burritos precocinados, sopa
de fideos y fruta y verdura enlatadas de bajo precio, pues las latas
estaban abolladas. Y la ropa y los zapatos los comprábamos en
tiendas de segunda mano. Como Aleli tenía menos de cinco años,
todavía podíamos acogernos al programa de asistencia estatal que
nos proporcionaba vacunas gratuitas. Sin embargo, no disponíamos de
ningún seguro médico, de modo que no podíamos permitirnos ponernos
enfermas. Yo añadía agua a los zumos de fruta envasados de Aleli y
le cepillaba los dientes como una maníaca para que no tuviera
caries. Cualquier nuevo traqueteo del coche nos advertía de un
posible y caro problema que acechaba bajo el abollado capó. Yo
examinaba con minuciosidad todas las facturas de los consumos de la
casa y reclamaba todos los extras que nos cargaba la compañía de
teléfonos.
No existe paz en la
pobreza.
La familia Del Cerro nos ayudó
mucho. Me dejaban llevar a Aleli a la tienda, con frecuencia, nos invitaban a cenar y la madre de Mery
insistía en que me llevara las sobras.
A Mery no la veía mucho,
pues ella estudiaba en la universidad y salía con Matt, a quien
había conocido en las clases de botánica. De vez en cuando, ella y
Matt venían a verme a la tienda y hablábamos unos minutos antes de
que se fueran a tomar algo. Debo reconocer que sentía algo de
envidia. Mery tenía una familia amorosa, novio, dinero y una vida
normal con un buen futuro, mientras que yo no tenía familia, estaba
siempre cansada, tenía que contar hasta el último centavo y, aunque
hubiera querido tener novio, me habría resultado imposible encontrar
uno, pues siempre estaba empujando el carrito de mi hermana. Los
chicos de veintitantos años no se sienten atraídos por las bolsas
de pañales.
Sin embargo, nada de esto
me importaba cuando estaba con Aleli. Cuando iba a recogerla a la
guardería o a casa de Tina y ella corría hacia mí con los brazos
extendidos, la vida me parecía realmente hermosa. Aleli aprendía
palabras nuevas a más velocidad de la que emplea un predicador de la
televisión en repartir bendiciones, de modo que hablábamos
continuamente. Todavía dormíamos juntas y con las piernas
entrelazadas y, hasta que cogíamos el sueño, Aleli parloteaba sin
cesar. Me contaba cosas de sus amigas de la guardería, se quejaba de
una cuyos dibujos no eran más que garabatos y me informaba de quién
tenía que hacer de mamá cuando jugaban a mamás y a papás a la
hora del patio.
—Tus piernas
rascan —se quejó Aleli una noche—. A mí me gustan suaves.
Su comentario me hizo
reír. Yo estaba agotada, me preocupaba un examen que tenía al día
siguiente, contaba sólo con diez dólares en la cuenta del banco y,
para colmo, tenía que aguantar que una cría criticara mis hábitos
depilatorios.
—Aleli, una de las
ventajas de no tener novio es que puedes estar unos cuantos días sin
depilarte.
—¿Qué quiere
decir eso?
—Quiere decir que te aguantes
—respondí yo.
—Está bien.
—Aleli se acurrucó más en la almohada—. ¿Valeria?
—¿Sí?
—¿Cuándo tendrás
novio?
—No lo sé,
cariño. Quizá tarde un tiempo.
—Si te depilas las
piernas, a lo mejor consigues uno.
Yo no pude evitar echarme
a reír.
—Buen punto de
vista. Ahora duérmete.
Continuara...
*Mafe*

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