Capítulo 4
ROCÍO se despertó antes de que Kiara comenzara a llorar de hambre. Se deslizó bajó las suaves sábanas fuera de la cama y observó la ropa que había vestido el día anterior.
Los pantalones podía volver a ponérselos sin problema, pero la camiseta blanca y la ropa inte¬rior eran otra cuestión a pesar de que las había lavado antes de irse a dormir.
Tomó a Kiara en brazos y se la llevó a la cama… la cama de Gastón, que era inmensa. ¡Típica de un árabe con un gran harén!
La niña le chupaba el dedo, prueba irrefutable de que tenía hambre. Rocío había visto agua en el frigorífico y tenía papilla. Lo único que te¬nía que hacer era encontrar qué ponerse para lle¬gar hasta la cocina.
Mientras decidía si una toalla o una sábana, Kiara prorrumpió en sollozos.
—Shh, sí, sí, ya sé que tienes hambre. Espera un poco…
Gastón suspiró al oír el llanto del bebé. Aca¬baban de dar las dos de la madrugada. El diván no era el lugar más cómodo para dormir y fuera el viento rugía como una hiena.
Apartó la manta, se puso la bata y las babu¬chas y fue hacia la cocina. Una vez allí, tomó uno de los biberones que Rocío había llevado y se puso a preparar la papilla.
Su abuela, una mujer excéntrica donde las hu¬biera, lo había mandado seis meses a un campa¬mento de refugiados al terminar la universidad.
—Sabes lo que es ser orgulloso —le había dicho ante su negativa—. Ahora, tienes que aprender lo que es ser humilde. Sin humildad, es imposible guiar al pueblo.
En el campamento, le había tocado trabajar en la guardería. Jamás olvidaría los cuerpos dema¬crados de los bebés.
Puso la tetina en el biberón y salió de la coci¬na en dirección al dormitorio.
La niña cada vez lloraba más. Sin duda, su madre estaba durmiendo plácidamente. Aunque le costara admitirlo, había visto con qué devo¬ción se encargaba Rocío de su hija y le costaba creer que no la estuviera oyendo.
Rocío se dio cuenta de que el llanto de Kiara no era solo de hambre y, nerviosa, la abra¬zó contra su cuerpo, donde la pequeña pareció encontrar algún consuelo.
Para su sorpresa, la cortina que cerraba el dor¬mitorio se abrió y entró Gastón biberón en mano.
—Ah, está despierta… —comentó acercándose.
Al ver el biberón, a Kiara se le iluminó la mirada.
¬—¿Qué hay ahí dentro? —le preguntó Rocío con recelo.
—Papilla. ¿Qué va a haber? ¿Cicuta? Me pare¬ce a mí que ha leído demasiados libros tontos.
Rocío aceptó el biberón de mala gana, se echó unas gotas en la mano y las probó.
—¿Contenta?
Rocío lo miró a los ojos y apretó los dien¬tes.
—¡Madre mía, pero si incluso duerme con esas ridículas lentillas! ¿Nunca le han dicho que nadie en el mundo tiene los ojos de ese color? ¿Se las pone para impresionar a sus amantes?
Kiara aceptó el biberón de buena gana mien¬tras su tía se preguntaba indignada cómo se per¬mitía aquel hombre hablarle así.
—Se cree usted muy listo, ¿verdad? Me da igual que le guste o no, pero no llevo lentillas. Tengo los ojos de este color, le parezca ridículo o no. En cuanto a impresionar a…
En ese momento, Kiara se quejó porque le ha¬bía apartado sin querer la tetina de la boca.
—Perdona, cariño —se disculpó Rocío.
Entretanto, Gastón estudió disimuladamente el delicado contorno de sus pechos, que habían quedado un poco al descubierto al moverse la sá¬bana.
Entendió por qué no había querido darle el pecho a su hija. No era de extrañar que no qui¬siera estropear unos pechos tan bonitos y firmes.
Desde donde estaba, casi le veía la aureola ro¬sada de los pezones.
Incómodo por el efecto que aquella imagen estaba teniendo en su cuerpo, se apoyo en un pie y luego en el otro.
¡Lo estaba haciendo adrede seguro! ¡Rocío era de esas mujeres!
Se recordó que había ido al oasis en busca de paz y tranquilidad.
La sábana se bajó un poco más.
Tenía la piel blanca como la leche y aquello le hizo fruncir el ceño. ¿No le había dicho Peter que se habían ido de vacaciones al sur de Fran¬cia? ¿Y no había hecho topless?
Conociendo a su primo como lo conocía, sa¬bía que jamás le gustaría una mujer tan tímida como para no quitarse la parte superior del biquini.
Él, por el contrario, pensaba que no había nada más sensual que una mujer que le mostrara el pecho única y exclusivamente a su pareja.
Rocío miró preocupada a Kiara y le tocó la mejilla. ¡Estaba ardiendo!
Gastón se tensó de pies a cabeza cuando la sá¬bana cayó y comprobó que, efectivamente, tal y como él había imaginado, Rocío tenía los pe¬zones rosas. Sintió la imperiosa necesidad de acercarse y tocárselos, acariciarlos y juguetear con ellos.
Nerviosa porque Kiara tenía fiebre, Rocío había olvidado por completo su presencia. De hecho, no se dio cuenta hasta que se fue.
Kiara estaba llorando a todo llorar y no conse¬guía calmarla. Al final, Rocío decidió envol¬verse en la sábana y levantarse para intentar dor¬mir a la pequeña como había hecho antes.
A los diez minutos, Kiara comenzó a tranqui¬lizarse y se quedó dormida, pero, en cuanto la metió en su cunita, se puso a llorar de nuevo.
Rocío lo intentó varias veces hasta que, tres horas después, tuvo que admitir que algo iba mal. Tenía las mejillas rojas y el cuerpo bañado en sudor.
A Rocío le dolían los ojos y los brazos de estar paseándola por la habitación y estaba muer¬ta de miedo.
Marianela le había confiado a su hija. ¿Qué pen¬saría si supiera lo que había hecho? ¿Cómo se le había ocurrido llevarla al desierto, donde no ha¬bía médicos? ¿Y si tenía algo realmente grave?
Muerta de ansiedad, rezó para que la pequeña no tuviera nada.
En la otra parte de la jaima, Gastón también oía llorar a la niña, pero no quería ir a ver qué ocurría porque no se fiaba de sí mismo.
Una hora después, tras no haber conseguido calmarla, Rocío la desnudó para ver si tenía algún sarpullido.
La miró una y mil veces y no encontró nada.
¡No sabía si sentirse aliviada o más nerviosa!
Le limpió las lágrimas y la besó. La niña le agarró un dedo y comenzó a chupárselo. No, un momento, no lo estaba chupando sino mordiendo.
¡Le estaba saliendo el primer diente!
Qué alivio. Por eso estaba tan inquieta. Rocío se apresuró a darle paracetamol y, a los pocos minutos la niña estaba tranquila y dormida.
Entonces, Rochi, exhausta, aprovechó para dormir un poco también.
Gastón frunció el ceño. Ya había amanecido hacía rato, ya se había duchado y había desayu¬nado y se había puesto a trabajar en el ordenador portátil, pero no se podía concentrar.
No podía dejar de pensar en la amante de su primo y, cada vez que lo hacía, lo embriagaba un deseo que no quería sentir.
Hacía tiempo que no oía ningún ruido proce¬dente de su dormitorio. Claro, como trabajaba de noche, debía de estar acostumbrada a dormir de día.
¡Y seguro que casi siempre acompañada! Al pensar en que estaba durmiendo tan cerca, no pudo evitar que en su cuerpo se produjera una revolución hormonal a la que no estaba acostum¬brado y que a punto estuvo de llevarlo a cometer una locura.
¡Pero si él se enorgullecía precisamente de ser un hombre controlado!
Peter debería darle las gracias por haberle impedido que se casara con aquella seductora de ojos azul turquesa.
Pero Gastón sabía que no era así. Todo lo con¬trario. Su primo se había ido asegurando que no pensaba abandonar a la mujer de la que se había ¬enamorado y que no le importaba que lo deshere¬dara.
Su primo estaba completamente cegado por aquella mujer y, después de conocerla, Gastón comenzaba a entender lo peligrosa que era.
¡Pero Peter no podría soportar que se fuera con otro! ¡Con él! Sí, aquella iba a ser la prueba definitiva de que no era una mujer digna de su primo. Sería fácil que entendiera que se había metido en su cama buscando única y exclusiva¬mente dinero.
Sabía que su primo iba a sufrir, pero era mejor que sufriera una vez que pasarse toda la vida su¬friendo humillaciones constantes a manos de su mujer, como sin duda ocurriría si se casara con Rochi.
¿Por qué no había ruido en el dormitorio? ¿Es que aquella mujer no pensaba levantarse a dar de desayunar a la niña?
Irritado, Gastón fue hacia la habitación y reti¬ró la cortina que hacía las veces de puerta.
Rocío estaba dormida en la cama con un brazo estirado y su piel blanca expuesta al sol. El pelo le caía sobre la cara y Gastón se fijó en que tenía unas pestañas increíblemente largas.
Sin duda, se habría hecho algo para tenerlas así. Imposible que fueran naturales.
Gastón la observó durante un buen rato. Por lo que sabía de Rochi, no había nada que le interesara cultural o intelectualmente, pero físicamente…
Sin darse cuenta, había dado un paso hacia la cama. Sin duda, no había pensado su cabeza, sino cierto otro miembro de su cuerpo.
Se preguntó qué pasaría si la tomara en brazos y la despertara. ¿Murmuraría el nombre de Peter? Aquello debería haber sido suficiente para acabar con su erección, pero no fue así.
¡Lo que ocurrió fue que se encontró fuera de sí al imaginarla susurrando cualquier nombre que no fuera el suyo!
Mientras intentaba dilucidar qué significaba aquello, unos agradables ruiditos procedentes de la cuna lo distrajeron.
Se acercó y observó a Kiara. La hija de Rocío. La hija que había tenido con otro hombre.
La niña había apartado las sabanitas y estaba jugando con sus piececitos. Lo miró y sonrió co¬queta.
Gastón la miró encantado. Era tan pequeña, tan delicada y tan… parecida a su madre.
Instintivamente, se inclinó para tomarla en brazos.
Rocío no sabía qué fue lo que la despertó, pero al hacerlo se encontró a Gastón junto a Kiara.
—¡No se atreva a hacerle daño! —le espetó.
—¿Hacerle daño? —dijo él girándose con las mandíbulas apretadas—. ¿Y se atreve usted a de¬cirme eso cuando el daño ya está hecho? Por el mero hecho de ser hija de una mujer que… —se interrumpió incapaz de poner en palabras lo que sentía—. Supongo que estará acostumbrada a en¬tretenerse sola mientras su madre duerme tras una noche de lo más ajetreada, ¿verdad?
Rocío apenas podía contener la ira.
—¿Cómo se atreve a decir esas cosas después de cómo se ha comportado usted? Es usted el hombre más despreciable y ruin que he conocido jamás. ¡No tiene compasión ni sentido de la res¬ponsabilidad!
«Es cierto que no lleva lentillas», pensó Gastón al ver cómo sus ojos se tornaban azul oscuro por el enfado.
No pudo evitar preguntarse si le pasaría lo mismo cuando se dejara arrastrar por la pasión.
¿Sería tan apasionada en la cama como se estaba mostrando en aquellos momentos?
Instintivamente, supo que sí. Si fuera suya…
—Son casi las once —anunció furioso consigo mismo por permitirse semejantes pensamientos—. Supongo que la niña tendrá hambre.
Rocío miró el reloj estupefacta. ¿Cómo era posible que fueran las once?
«Nos tenemos que ir cuanto antes», pensó mientras Gastón abandonaba el dormitorio.

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