jueves, 18 de julio de 2013

Una noche con el Jeque Capítulo 2



Capítulo 2

En un abrir y cerrar de ojos, le había abierto la puerta del todoterreno.
—¿Quién diablos es usted? —le espetó mirán¬dola con el mismo desprecio que en el aeropuerto.
—Busco al jeque Gastón Dalmau —contestó Rocío mirándolo exactamente igual.
Aquel hombre era rudo hasta rayar en la mala educación. Claro que, después de lo que había visto ya de él, no era de extrañar.
Kiara cada vez lloraba con más fuerza.
—¿Cómo se le ocurre traer a un bebé aquí? —apuntó el hombre mirando a la niña con incre¬dulidad. 
Se lo había dicho en un tono tan disgustado y furioso, que Rocío sintió que iba a explotar de un momento a otro.
—¡Eso no es asunto suyo! —contestó Rocío con enfado.
—¿No ha oído la previsión del tiempo o qué? Han dicho bien claro que quedaba prohibido a los turistas venir a esta zona por el peligro de tor¬mentas de arena.
Rocío recordó que había apagado la radio para poner las cintas de música preferidas de Kiara y cantar con Rochi.
—Perdón si llego en un mal momento —contes¬tó con sarcasmo—. ¿Le importaría decirme cómo puedo llegar al oasis Istafan?
—Está usted en el oasis Istafan —contestó el hombre con frialdad.
«¿Ah, sí? ¿Dónde?», se preguntó Rocío.
—Quiero ver al jeque Gastón Dalmau —insistió recobrando la compostura—. ¿Está aquí?
—¿Para qué quiere verlo?
—No es asunto suyo —le repitió enfadada.
¿Cómo iba a salir de aquel desierto e iba a volver a la comodidad del bungalow? ¿Y qué ha¬cía un jeque tan rico en un lugar tan horrible con aquel hombre tan… tan arrogante?
—Me temo que todo lo que tenga que ver con Gastón es asunto mío —contestó el hombre entre dientes.
Rocío se dio cuenta de que tenía ante sí al mismísimo jeque. Lo miró bien y tragó saliva.
—Usted… usted… no puede ser el jeque —acer¬tó a decir.
¿Aquel hombre había sido la pareja de su her¬mana y era, por tanto, el padre de Kiara?
—Es usted, ¿verdad? —sentenció. 
La única respuesta que obtuvo fue una irónica inclinación de cabeza, pero fue suficiente.
Rocío se giró y tomó a la niña en brazos.
—Esta es Kiara, la hija que se ha negado a re¬conocer y mantener —le espetó.
Al instante, se dio cuenta de que lo había sor¬prendido, aunque hubiera conseguido controlar bien su reacción.
Durante un segundo, creyó que le iba a decir que se fuera. ¡Qué más quisiera Rochi! Aquella si¬tuación y aquel hombre no era lo que Rochi había esperado encontrar. No se sentía segura de sí misma y aquello la incomodaba pues estaba acostumbrada a tenerlo todo bajo control.
Por mucho que lo intentaba, no podía imagi¬narse a aquel hombre en la discoteca en la que bailaba Marianela.
Lo cierto era que el lugar era precioso. ¡Ojalá se hubiera llevado sus pinturas! No debía perder de vista para qué había ido. ¡Estaba ante el padre de Kiara!
Inmediatamente, sintió terror. No podía dejar que aquel hombre le gustara, no podía hacer como su madre y dejar que un hombre la volvie¬ra vulnerable emocionalmente.
—¡Salga!
¡Con gusto! Rocío puso el coche en mar¬cha, metió marcha atrás y aceleró furiosa. Kilos y kilos de arena salieron volando y envolvieron el coche, que no se movió. Obviamente, se había quedado atrapado.
Si quería que se fuera, el jeque iba a tener que ayudada.
Hablando del jeque, estaba mirándola furioso.
—¿Se puede saber qué demonios hace? —le preguntó, abriéndole la puerta en cuanto Rocío hubo apagado el motor.
—¿No me ha dicho que me fuera? —le recordó Rocío igual de enfadada.
—Le he dicho que salga, pero me refería a que saliera del coche, no… —se interrumpió para mal¬decir.
Acto seguido, le desabrochó el cinturón y la tomó en brazos con fuerza para sacarla del todo¬terreno. La había agarrado con tanta fuerza, que le estaba haciendo daño en la cintura.
—Suélteme, no me toque —dijo Rocío en cuanto la dejó en el suelo.
—¿Que no la toque? Por lo que me han dicho, no suele usted pronunciar esas palabras muy a menudo.
Instintivamente, Rocío levantó la mano para vengarse de sus palabras con un acto feme¬nino tan antiguo como la tierra que la rodeaba, pero él se la agarró al vuelo.
—¡Quieta, leona! —le dijo—. ¡Le aseguro que, si me pone la mano encima, se arrepentirá! Va a te¬ner que quedarse a pasar aquí la noche porque, si intentara volver a la ciudad, se la tragaría la arena. En su caso, no se perdería nada, pero la niña…
—¿La niña? ¿Kiara?
Rocío sintió pánico. ¿Se tenía que quedar en mitad de la nada con aquel desaprensivo? Sí, no tenía más remedio. Era de sentido común.
Como si supiera que estaban hablando de Rochi, Kiara se puso a llorar de nuevo. Rocío se apresuro a girarse para sacarla del coche, pero Gastón se le adelantó y la tomó en brazos.
Qué pequeñita era en sus brazos. Rocío aguantó la respiración viendo aquella escena.
Gastón era un hombre enorme y… el padre de Kiara. ¿Sentiría algo por Rochi? Remordimiento, culpa, algo sentiría, ¿no?
—Tiene su pelo —apuntó mirándola—. El viento está arreciando —añadió secamente—. Vamos dentro. ¿Dónde va? —le preguntó al ver que se giraba de nuevo hacia el coche.
—A sacar las cosas de la niña —contestó Rocío.
—Déjelas ahí. Ya salgo yo ahora por Rochis.
Rocío no se podía creer la fuerza que había tomado el viento en pocos minutos. Los granos de arena la golpeaban por todas partes; parecían alfileres.
Consiguió llegar a la jaima a duras penas.
Una vez dentro, se dio cuenta de que era mucho más grande de lo que parecía. En el centro, había preciosas alfombras y divanes bajos, además de mesas de madera ricamente labradas sobre las que descansaban velas de todos los tamaños.
Rocío se percató también de que había dos tiras de tela dorada colgadas del techo que pare¬cían indicar el camino a otras estancias.
—Hay que dar de comer a Kiara y hay que cam¬biarla —anunció cortante—. Me gustaría llamar al Beach Club para decirles lo que ha pasado.
—¿Quiere llamar por teléfono con esta tormen¬ta? —se rió Gastón—. ¡No funcionan las líneas fi¬jas como para que funcionen las inalámbricas! En cuanto a la niña…
—¡Deje de llamarla así! No quiere llamarla por su nombre, ¿eh? Se desentiende, ¿verdad? Pues le voy a decir una cosa…
—No, soy yo el que le va a decir una cosa —la interrumpió el jeque—. Por lo que yo sé, esta niña podría ser hija de cualquiera. Siento mucho que tenga una madre con tan poca moral como para entregarse a todos los hombres que ve. ¡Quiero que le quede claro que no pienso dejarme chanta¬jear por una relación de tan poco valor y que, desde luego, no pienso mantener a una niña que no sé si fue el resultado de aquello!
A Rocío no le dio tiempo a defender a su hermana porque la aludida niña se puso a llorar como una histérica.
—Ya, ya, mi vida. Tienes hambre, ¿verdad? —la consoló acariciándola con amor e ignorando a Gastón.
Aunque no era su hija, había asistido a su par¬to y la experiencia había sido tan fuerte, que se había creado entre ellas un vínculo de por vida y se había despertado en Rocío un instinto ma¬ternal que jamás había creído tener.


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