Capitulo 34
Durante el invierno, Aleli
cogió un resfriado que no conseguía superar y al final se convirtió
en una tos áspera que parecía hacer temblar todos sus huesos. Le di
un frasco entero de un medicamento que me vendieron en la farmacia,
pero no le produjo mucho efecto. Una noche, me desperté al oír una
tos de perro y me di cuenta de que a Aleli se le había hinchado la
garganta y que sólo podía respirar de una forma superficial. Un
terror más intenso del que había experimentado nunca se apoderó de
mí y la llevé al hospital, donde nos aceptaron incluso sin seguro.
Le diagnosticaron difteria
y trajeron una mascarilla de plástico unida a un nebulizador que
bombeaba una neblina gris que contenía un medicamento. Aleli,
asustada por el ruido que producía la máquina y lloró de una forma lastimosa.
Por mucho que le explicara que no le dolería y que gracias a aquella
máquina su estado mejoraría, ella se negó a ponerse la mascarilla,
hasta que, al final, sufrió un ataque de tos convulsiva.
—¿Puedo ponérmela
yo? —le pregunté, desesperada, al enfermero—. Sólo para
demostrarle que no pasa nada. ¡Por favor!
Él negó con un
movimiento de la cabeza y me miró como si estuviera loca.
Yo volví a mi llorosa
hermana hacia mí.
—Aleli, escúchame.
Es como un juego. Simularemos que eres una astronauta. Deja que te
ponga la mascarilla sólo un minuto. Eres una astronauta. ¿A qué
planeta quieres ir?
—Al planeta c-casa
—lloriqueó ella.
Después de unos minutos
más de lloros e insistencia por mi parte, jugamos a que ella era una
exploradora espacial. Al cabo de un rato el enfermero declaró que ya
había inhalado suficiente Vaponefrina.
Yo llevé a Aleli al coche
en aquella fría y negra noche. Ella estaba agotada y se había
dormido. Su cabeza reposaba en mi hombro y me rodeaba la cadera con
las piernas, y yo disfruté de la sensación que me producía su peso
sólido y vulnerable.
Mientras ella seguía
durmiendo en el coche y durante todo el camino de vuelta a casa, yo
lloré. Me sentía incompetente, angustiada, llena de amor, alivio y
preocupación.
Me sentía como una madre.
Con el tiempo, la relación
entre Tina y el señor Ferguson adquirió la entrañable ternura que
producen dos personas independientes que no tienen ninguna necesidad
de enamorarse pero que, de todas formas, lo hacen. De modo que, después de
salir durante unos ocho meses, Tina le preparó a Arthur Ferguson su
comida preferida: carne asada con cerveza y verduras, pan de maíz y,
de postre, pastel de terciopelo rojo, tras lo cual, como es lógico,
él le propuso matrimonio.
Según me contó Tina, se casarían en
Las Vegas, en una ceremonia al estilo Elvis; después, asistirían al
espectáculo de Wayne Newton y, seguramente, también acudirían a
presenciar el número de los tigres. Cuando regresaran, Tina dejaría
Bluebonnet Ranch y se trasladaría a la casa que el señor Ferguson
tenía en la ciudad; además él le había concedido plena libertad
para decorarla.
Si Tina se iba, nada nos
retenía a Aleli y a mí en Bluebonnet Ranch. Vivíamos en una vieja
casa prefabricada que no valía nada. Además, como mi hermana tenía que empezar la
educación escolar al año siguiente, lo mejor sería buscar un
apartamento en una zona en la que hubiera buenos colegios. Decidí
que, si lograba aprobar los exámenes de la Academia de Cosmetología,
buscaría un empleo en Houston.Yo quería irme del
campamento de casas prefabricadas más por mi hermana que por mí
misma, aunque alejarme de allí sería romper el último vínculo que
me unía a mi madre. Y a Gastón.
La pérdida de Gastón me
resultaba dolorosa. Si un chico me
miraba con interés, me hablaba o me sonreía, yo, sin remedio,
buscaba en él algo que me recordara a Gastón. No sabía cómo dejar
de quererlo. Y no es que abrigara ningún tipo de esperanza, pues
sabía que no volvería a verlo jamás, pero este convencimiento no
me impedía comparar a todos los hombres que conocía con él. Y
todos salían perdiendo. Me sentía exhausta de tanto quererlo, como
un mirlo que peleara contra su reflejo en el cristal de una ventana.
¿Por que el amor
era tan fácil para unas personas y tan difícil para otras?
La
mayoría de mis amigas del instituto ya estaban casadas. Mery
también se había prometido a Matt, su novio, y, según me contó,
no albergaba ninguna duda respecto a su relación. Yo pensaba en lo
maravilloso que resultaría tener a alguien con quien contar y me
avergonzaba reconocer que fantaseaba con la posibilidad de que Gastón
regresara a buscarme, reconociera que se había equivocado y me
dijera que encontraríamos la manera de salir adelante juntos porque
nada compensaba el dolor que le producía estar lejos de mí.
Si la soledad constituía
una de las alternativas, ¿cuál era la otra? ¿Decidirme por una
segunda opción e intentar ser feliz? ¿Y esta alternativa sería
justa para la persona que yo eligiera? Tenía que haber alguien, un
hombre que me ayudara a olvidar a Gastón. Tenía que encontrarlo, no
sólo por mí, sino también por mi hermana. Aleli no tenía ninguna
influencia masculina en su vida. Yo no
tenía conocimientos de psicología, pero estaba convencida de que
los padres, o la figura del padre, tenía un fuerte impacto en el
desarrollo de los hijos y me preguntaba sí mi vida habría sido muy
distinta si hubiera podido vivir más tiempo con mi padre.
La verdad es que no me
sentía cómoda con los hombres. Para mí eran unas criaturas
extrañas, con sus fuertes apretones de mano, su entusiasmo por los
deportivos rojos y las herramientas eléctricas y su aparente
incapacidad para reemplazar los rollos vacíos de papel higiénico
por uno nuevo. Envidiaba a las chicas que comprendían a los hombres
y se sentían cómodas con ellos.
Me di cuenta de que no
encontraría a un hombre hasta que estuviera dispuesta a exponerme a
un posible daño, a asumir el riesgo al rechazo, a la traición y a
que se me rompiera el corazón, los cuales iban unidos a la
experiencia de querer a alguien. Algún día, me prometí a mí
misma, estaría preparada para asumir aquel tipo de riesgo.
Continuara...
*Mafe*

massssssssssssssssssssssssss
ResponderEliminar