Capitulo 37
La señora Vasquez me
contó que no le sorprendía que hubiera aprobado los exámenes
teóricos y prácticos con unas notas excelentes. Con expresión
radiante, cogió mi rostro entre sus delgadas y firmes manos como si
yo fuera su hija favorita.
—Felicidades,
Valeria. Has trabajado muy duro. Debes estar orgullosa de ti misma.
—Gracias.
Me faltaba el aliento
debido a la emoción que experimentaba. Aprobar los exámenes
constituía un impulso enorme para mi autoconfianza; me hacía sentir
que podía hacer cualquier cosa. Como decía la madre de Mery, si
puedes hacer un cesto, puedes hacer cientos.
La directora de la
academia me indicó que me sentara.
—¿Ahora quieres
trabajar como aprendiz o prefieres alquilar una cabina en un centro
de belleza?
Alquilar una cabina era
como trabajar de autónoma, tenías que pagar un alquiler mensual por
utilizar un pequeño espacio del centro y a mí no me atraía la idea
de no disponer de unos ingresos seguros.
—Prefiero trabajar
de aprendiz —respondí yo—. Necesito un sueldo fijo. Mi hermana
pequeña y yo...
—Claro —me
interrumpió ella antes de que tuviera que darle ninguna
explicación—. Creo que una joven con tus habilidades y tu belleza
puede encontrar un buen puesto en una peluquería de prestigio.
Yo no estaba acostumbrada
a los halagos y sonreí y me encogí de hombros.
—¿El aspecto
influye a la hora de encontrar trabajo?
—Los salones de
belleza más afamados tienen preferencia por determinada imagen, y si
encajas con esa imagen, es más probable que te acepten.
La señora Vasquez me miró
de una forma escrutadora y yo me enderecé, avergonzada, en el
asiento. Gracias a las continuas prácticas que las estudiantes
habíamos realizado entre nosotras, yo había recibido tratamientos
para el cutis y el cabello, y manicuras y pedicuras para toda la
vida. Nunca había tenido un aspecto tan cuidado como el que tenía
entonces. Tenía elegantes reflejos de color miel y caramelo en el
pelo y, después de miles de limpiezas de cutis, mi piel estaba tan
aterciopelada que ni siquiera necesitaba utilizar base de maquillaje.
Parecía una de las amigas de raza exótica de Barbie, lozanas y
resplandecientes en su caja de plástico transparente y con una
etiqueta de color rosa.
—Hay una
peluquería muy exclusiva en la zona comercial la Galería —continuó
la señora Vasquez—. Salón One, ¿has oído hablar de ella? ¿Sí?
Yo conozco a la gerente. Si te interesa, te recomendaré a ella.
—¿De verdad? —Yo
no podía creer la suerte que tenía—. ¡Oh, señora Vasquez, no sé
cómo agradecérselo!
—En Salón One son
bastante exigentes —me advirtió ella—. Una vez realizada la
entrevista, es posible que no te acepten, pero... —La señora
Vasquez se interrumpió y me lanzó una extraña mirada—. Algo me
dice que encajarás bien allí, Valeria.
Houston es una ciudad de grandes problemas y grandes
placeres. Encontré un apartamento
para Aleli y para mí en el distrito 610, no lejos de Salón One,
donde yo trabajaba.
El apartamento se
encontraba en un viejo complejo residencial con una piscina y un
circuito para correr comunitarios. «¿Ahora somos ricas?», me
preguntó Aleli sorprendida por el tamaño del edificio principal y
por el hecho de que subíamos al apartamento en ascensor.
Como aprendiz de Salón
One, yo ganaría unos dieciocho mil dólares al año. Una vez
descontados los impuestos y el alquiler mensual del apartamento, que
ascendía a quinientos dólares, no nos quedaba mucho, sobre todo
porque el coste de la vida era mucho más elevado en Houston que en
Welcome. Sin embargo, después del primer año, me ascenderían a
peluquera de segunda, con lo que mi sueldo subiría a unos veinte mil
dólares anuales.
Por primera vez en mi
vida, veía ante mí un futuro lleno de posibilidades. Tenía un
título y un empleo con los que podía forjarme un futuro
profesional; tenía un apartamento enmoquetado de ciento cincuenta
metros cuadrados y un Honda de segunda mano que todavía funcionaba.
Y, sobre todo, tenía un papel que decía que Aleli era mía, de modo
que nadie podía quitármela.
Inscribí a Aleli en un
curso de preescolar. El primer día de colegio la
acompañé hasta su clase y me esforcé en contener mis lágrimas
mientras ella lloriqueaba, se agarraba a mí y me suplicaba que no la
dejara allí. Yo la desplacé a un lado de la puerta, lejos de la
mirada de la comprensiva profesora, me agaché frente a ella y le
sequé las lágrimas con un pañuelo.
—Cariño, sólo
estarás aquí un rato, sólo unas horas. Jugarás y harás nuevas
amigas...
—¡Yo no quiero
hacer nuevas amigas!
—Tendrás clase de
plástica, pintarás y dibujarás...
—¡Yo no quiero
pintar! —Aleli hundió el rostro en mi pecho y añadió con la voz
amortiguada por mi camisa—: Quiero ir a casa contigo.
Yo le cogí la cabecita
con firmeza y la apreté contra mi pecho de una forma
tranquilizadora.
—Yo no voy a casa,
cariño. Las dos tenemos trabajo, ¿recuerdas? El mío consiste en
peinar a las personas y el tuyo en ir al colegio.
—¡A mí no me
gusta mi trabajo!
Yo la aparté de mí y le
limpié la nariz.
—Tengo una idea,
Aleli, mira... —Cogí su brazo y lo giré con delicadeza hacia
arriba—. Te daré un beso para que te acompañe durante todo el
día. Mira. —Incliné la cabeza y presioné los labios en la suave
piel del interior de su codo—. Ya está. Si me echas de menos, este
beso te recordará que te quiero y que pronto volveré a recogerte.
Aleli contempló la marca
rosada con recelo, aunque, afortunadamente, había dejado de llorar.
—Preferiría que
fuera un beso rojo —declaró después de un buen rato.
—Mañana me pondré
el pintalabios rojo —le prometí. Me levanté y la cogí de la
mano—. Vamos, cariño, haz nuevas amigas y un dibujo para mí. El
día habrá terminado antes de que te des cuenta.
Aleli se enfrentó al
curso de preescolar con una actitud soldadesca, como si se tratara de
una misión que tenía que cumplir. El ritual del beso se estableció
como una rutina. El primer día que me olvidé de dárselo, su
profesora me telefoneó a la peluquería y con voz compungida me
explicó que Aleli estaba tan disgustada que estaba perturbando el
desarrollo de la clase. Durante mi descanso, yo corrí hasta el
colegio y me encontré con mi llorosa hermana en la puerta de la
clase.
Yo estaba agitada, sin
aliento y fuera de mis casillas.
—¿Tenías que
armar tanto jaleo, Aleli? ¿No puedes pasar ni siquiera un día sin
un beso en el brazo?
—No.
Ella extendió el brazo
con determinación, con las mejillas bañadas en lágrimas y una
expresión de tozudez en el rostro. Yo suspiré y estampé un beso en
su piel.
—¿Ahora te
portarás bien?
—¡Sí!
Ella volvió a entrar en
la clase dando saltos de alegría, y yo regresé a toda prisa a la
peluquería.
Continuara...
*Mafe*

aw que linda aleli massssssssss
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