Capitulo 39
—¡Valeria —exclamó mientras rodeaba mis caderas con sus brazos y me abrazaba como si no nos hubiéramos visto en un año—. Te he echado de menos. ¿Adonde has ido? ¿Por qué has tardado tanto en volver? ¿Quién es ese hombre rubio?
Yo lancé una ojeada a Agustín Aunque esbozaba una sonrisa forzada, resultaba obvio que no era momento para presentaciones. Su mirada recorrió con lentitud la habitación y se detuvo unos instantes en el desgastado sofá y en los lugares en los que la chapa de madera de la mesa había saltado. A mí me sorprendió darme cuenta de que me ponía a la defensiva y me sentí muy incómoda al verme a mí misma desde su perspectiva.
Yo me incliné hacia mi hermanita y la besé en la cabeza.
—Es mi nuevo amigo. Vamos a ver juntos una película y se supone que tú deberías estar en la cama. Dormida. Vamos, Aleli.
—Quiero que vengas a dormir conmigo —protestó ella.
—No, no es mi hora de ir a la cama, pero sí que es la tuya. Vamos.
—Pero si no estoy cansada.
—No me importa. Túmbate en la cama y cierra los ojos.
—¿Me arroparás?
—No.
—Pero si siempre me arropas.
—Aleli...
—Está bien —declaró Agustín—, arrópala, Valeria. Yo miraré qué películas tienes.
Yo esbocé una sonrisa de agradecimiento.
—Sólo tardaré un minuto. Gracias, Agustín
Yo acompañé a Aleli al dormitorio y cerré la puerta. Ella, como la mayoría de los niños, era implacable cuando disponía de una ventaja táctica. En general, yo dejaba que llorara y gritara cuando tenía que hacer algo que no le gustaba, pero en aquel momento ambas sabíamos que yo no deseaba que montara una escena delante de mi invitado.
—Me estaré quieta si dejas la luz encendida —me coaccionó ella.
Yo la subí a la cama, la tapé hasta el pecho y le di un libro de cuentos que había en la mesilla de noche.
—Está bien, pero no te levantes y, lo digo en serio Aleli, no quiero oír ni una palabras
Ella abrió el libro.
—Yo no puedo leer las palabras.
—Pero ya las conoces todas. Hemos leído este cuento cientos de veces. Quédate en la cama y pórtate bien, si no...
—¿Si no qué?
Yo le lancé una mirada amenazadora.
—En dos palabras, Aleli: quieta y calladita.
—Está bien.
Aleli desapareció detrás del libro de cuentos hasta que lo único que resultó visible fueron sus dos manitas, una a cada lado de la cubierta del libro.
Yo regresé al salón, donde Agustín me esperaba sentado con rigidez en el sofá.
En determinado momento durante el proceso de salir con alguien, sin importar si has salido una o cien veces con esa persona, sabes con exactitud lo que esa persona significará en tu vida. En ese momento te das cuenta de si constituirá una parte importante de tu futuro, si solo sales con ella para pasar el tiempo o si no te importaría no volver a verla.
En aquel momento, yo me arrepentí de haber invitado a Agustín a mi apartamento. Deseaba que no estuviera allí para poder darme un baño e irme a dormir. Le sonreí.
—¿Has encontrado alguna película que desees ver? —le pregunté.
Él negó con un movimiento de la cabeza y señaló las tres películas alquiladas que había encima de la mesa.
—Éstas ya las he visto. —Agustín esbozó una sonrisa de cartón piedra—. Tienes montones de películas para niños. ¿Tu hermana se queda mucho contigo?
—Siempre. —Me senté junto a él—. Soy su tutora.
Él me miró desconcertado.
—Entonces, ¿no se va a ir?
—¿Ir adónde? —Yo también lo miré con desconcierto—. Nuestros padres han fallecido.
—¡Oh! —Agustín desvió la mirada—. Valeria, ¿estás segura de que es tu hermana y no tu hija?
¿Qué quería decir con «si estaba segura»?
—¿Me estás preguntando si tuve una hija y, de algún modo, lo he olvidado? —le pregunté más sorprendida que enfadada—. ¿O me estás preguntando si te estoy mintiendo? Aleli es mi hermana, Agustín
—Lo siento. Lo siento. —La pesadumbre se reflejó en las arrugas de su frente y añadió con rapidez—: La verdad es que no os parecéis mucho. Claro que no es tan importante si eres o no su madre, pues el resultado es el mismo, ¿no?
Antes de que pudiera responder, la puerta del dormitorio se abrió y Aleli entró en el salón con una expresión de angustia en el rostro.
—Valeria, ha ocurrido algo.
Yo me levanté como si acabara de sentarme en un hornillo encendido.
—¿Qué quieres decir con que ha ocurrido algo? ¿Qué pasa? ¿Qué pasa?
—Algo ha bajado por mi garganta sin mi permiso.
«¡Mierda!»
El miedo atenazó mi corazón como un alambre espinado.
—¿Qué ha bajado por tu garganta, Aleli?
Aleli arrugó la nariz y se puso colorada.
—Mi centavo de la suerte —respondió ella y rompió a llorar.
Yo intenté reflexionar por encima del pánico y recordé la moneda que habíamos encontrado en el suelo enmoquetado del ascensor. Aleli la guardaba sobre un platito en la mesilla de noche. Yo corrí hacia ella y la tomé en brazos.
—¿Cómo puedes habértela tragado? ¿Qué hacías con esa moneda sucia en la boca?
—No lo sé —gimió ella—. Sólo la puse en mi boca y saltó por mi garganta.
Yo fui levemente consciente de la presencia de Agustín, quien murmuraba algo acerca de que no era un buen momento y que quizá debería irse. Aleli y yo lo ignoramos.
Cogí el teléfono y marqué el número del pediatra mientras sentaba a Aleli en mi regazo.
—Podrías haberte atragantado —la reñí—. Aleli, nunca más vuelvas a ponerte una moneda ni nada parecido en la boca. ¿Te ha dolido la garganta? ¿Ha bajado hasta el estómago cuando has tragado?
Ella dejó de llorar y reflexionó acerca de mis preguntas con expresión solemne.
—Creo que la noto en el zorax —respondió—. Está atascada.
—El zorax no existe.
Mi pulso estaba acelerado. El contestador automático del pediatra me mantenía en espera. Me pregunté si una moneda podía causar un envenenamiento por ingestión de metal. ¿Todavía las hacían de cobre? ¿Se habría quedado atascada en el esófago de Aleli y tendrían que operarla para sacársela? ¿Cuánto costaría la operación?
La mujer que respondió a mi llamada se mostró tranquila hasta la exasperación mientras yo le describía nuestra urgencia. Después de tomar nota de nuestro problema, me explicó que el pediatra me telefonearía al cabo de unos diez minutos. Yo colgué el auricular mientras acunaba a Aleli en mi regazo y sus pies descalzos se balancearon en el aire.
Agustín se acercó a nosotras. Deduje, por su expresión, que aquella cita quedaría grabada en su memoria como una cita infernal. Quería irse casi tanto como yo deseaba que se fuera.
—Mira —declaró con torpeza—, eres una chica estupenda y realmente encantadora, pero ahora mismo no necesito esto en mi vida. Necesito a alguien sin equipaje. Lo que ocurre es que no puedo ayudarte a recoger tus pedazos. Ya tengo bastante con los míos. Es probable que no lo entiendas.
Yo lo entendía. Agustín quería una chica sin problemas y sin pasado, una chica que le garantizara que nunca cometería errores, que no le haría daño, ni lo decepcionaría.
Más tarde, sentí lástima por él. Sabía que, en su búsqueda de la chica sin equipaje, le esperaban muchas experiencias decepcionantes, pero en aquel momento, sólo sentí enfado.Pensé que, en momentos como aquél, Gastón siempre había acudido a ayudarme. Recordé cómo entraba con decisión donde yo estaba y se hacía cargo de todo y el tremendo alivio que yo experimentaba al saber que él estaba a mi lado. Pero Gastón no iba a aparecer en aquella ocasión y lo único que yo tenía era a un hombre inútil a quien ni siquiera se le ocurría preguntar si podía hacer algo para ayudar.
—Está bien —respondí intentando sonar despreocupada, aunque en el fondo sentía deseos de tirar algo hacia la puerta, como haría para librarme de un perro callejero—. Gracias por la cena, Agustín Estaremos bien. Si no te importa que no te acompañe hasta la puerta...
—No, claro —respondió él con rapidez—. Claro.
Y desapareció.
—¿Me voy a morir? —preguntó Aleli con interés y algo de preocupación.
—Sólo si te pillo con otra moneda en la boca... —respondí yo.
La llamada del pediatra interrumpió mi exasperada regañina.
—Señorita Gutierrez, ¿su hermana se ahoga o respira con dificultad?
—No se ahoga —respondí yo y añadí mirando a Aleli—: Respira para que te oiga, cariño.
Ella me obedeció con entusiasmo y respiró profundamente, como un pervertido a través del teléfono.
—Y tampoco respira con dificultad —le expliqué al médico. Y me volví hacia Aleli—: Ya está bien, Aleli.
El pediatra soltó una risita.
—Aleli se pondrá bien. Lo único que tiene que hacer es revisar sus deposiciones durante los dos próximos días para asegurarse de que ha expulsado la moneda. Si no la encuentra, le realizaremos una radiografía para asegurarnos de que no está atascada en algún lugar, pero casi puedo garantizarle que encontrará la moneda entre las deposiciones.
—¿Puede garantizármelo al ciento por ciento? —pregunté yo—. El «casi» no es suficiente para mí hoy.
Él volvió a soltar una risita.
—En general, no ofrezco garantías al cien por cien, señorita Gutierrez, pero haré una excepción con usted. Le doy una garantía total de que en el plazo de cuarenta y ocho horas la moneda aparecerá en el inodoro.
Durante los dos días siguientes, tuve que hurgar en el retrete con un alambre cada vez que Aleli defecaba. Al final, encontré el centavo. De todos modos, durante los meses siguientes, Aleli explicó a todo el mundo que tenía un centavo de la suerte en la barriga y a mí me aseguró que sólo era cuestión de tiempo que algo grande y bueno nos sucediera.
Continuara...
*Mafe*

Pobrecita aleli!!! Menos mal q no fue grave
ResponderEliminarEs un tarado agustín.... quiero que aparezca gaston o rama !!!
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