Capitulo 41
El señor Pedro
Ordoñez era una de las personalidades que acudían a Salón One. Una de las primeras cosas
que llamaba la atención cuando una conocía a Pedro era su voz, tan
baja y grave que se notaba su vibración en el suelo. Pedro no era un
hombre corpulento, como mucho era de mediana altura y, cuando
relajaba los hombros, podía considerarse bajo. Claro que cuando
Pedro Ordoñez relajaba los hombros todas las personas que estaban en
su misma habitación también lo hacían. Pedro era un hombre
muy masculino, capaz de dominar su temperamento y honesto en los
negocios. Había trabajado duro para conseguir su fortuna y había
cumplido con todas sus obligaciones.
La primera vez que Pedro
acudió a Salón One coincidió más o menos con la época en que yo
empecé a trabajar allí. Un día, la tranquilidad de la peluquería
se vio interrumpida por una oleada de excitación: las peluqueras
murmuraban y los clientes volvían la cabeza hacia la entrada. Yo lo
vi mientras lo conducían a una de las cabinas VIP de Poli: una mata
espesa de pelo entrecano y un traje gris oscuro. Pedro se detuvo en
la puerta de la cabina y recorrió la sala con la mirada. Sus ojos
eran oscuros, del tipo de ojos en los que el iris apenas se distingue
de la pupila. Era un hombre mayor pero atractivo, y había algo fuera
de lo común en él, un cierto toque de excentricidad.
Nuestras miradas se
encontraron. Él se quedó quieto y entornó los ojos mientras me
miraba con fijeza. Yo experimenté una sensación extraña, casi
imposible de describir, una especie de estremecimiento agradable en
el fondo de mi corazón, en un lugar que las palabras no podían
alcanzar. Me sentí relajada, tranquila y expectante; incluso podía
notar cómo los diminutos músculos de mi frente y mi mandíbula se
relajaban. Quise sonreírle, pero antes de que pudiera hacerlo, Pedro
había desaparecido en la cabina con Poli.
—¿Quién es? —le
pregunté a Angie, quien estaba a mi lado.
—Un posible amigo
generoso de alto nivel —contestó ella con cierta intimidación—.
No me digas que no has oído hablar de Pedro Ordoñez.
—He oído hablar
de los Ordoñez —contesté yo—. Son como los Bass de Dallas, ¿no?
Gente de dinero.
—Cariño, Pedro
Ordoñez es el Elvis de las finanzas. Sale continuamente en la CNN,
ha escrito libros y es el propietario de medio Houston, aparte de
varias mansiones, yates y jets. —Incluso conociendo la tendencia a
la exageración de Angie, me sentí impresionada—. Y lo mejor de
todo es que es viudo —terminó Angie—. Su mujer falleció hace
poco. ¡Tengo que encontrar la manera de entrar en la cabina con él
y Poli! ¡Tengo que conocerlo! ¿Has visto cómo me ha mirado?
Yo solté una risita de
bochorno. Creí que me había mirado a mí, pero en realidad había
mirado a Angie, seguro, porque ella era morena y sexy y los hombres la
adoraban.
—Sí —respondí
yo—, pero ¿de verdad te interesa? Creí que te iba bien con
George.
George era el amigo
generoso de Angie en aquel momento y acababa de regalarle un Cadillac
Escalade. Se trataba de un préstamo, pero le había dicho que podía
utilizarlo todo el tiempo que quisiera.
—Valeria, una
joven inteligente y con aspiraciones nunca pierde la oportunidad de
mejorar.
Angie se dirigió a la
zona de maquillaje para retocar su delineador de ojos y su
pintalabios preparándose para conocer a Pedro Ordoñez.
Yo saqué una escoba del
armario de la limpieza para barrer unos mechones de pelo que había
en el suelo. Justo entonces, un peluquero llamado Alan se acercó
corriendo a mí. Intentaba parecer calmado, pero tenía unos ojos
como platos.
—Valeria —me
dijo en voz baja pero apremiante—, Poli quiere que le lleves un
vaso de té helado al señor Ordoñez. Un té cargado, con mucho
hielo, sin limón y con dos bolsas de sacarina. Las bolsas azules.
Llévaselo en una bandeja y no lo estropees o Poli nos matará a
todos.
Yo me sentí alarmada de
inmediato.
—¿Por qué yo?
Debería llevárselo Angie. Él la miró a ella y estoy segura de que
ella desea hacerlo. Ella...
—Ordoñez ha
pedido que se lo lleves tú, la «chica rubia» —me explicó
Alan—. Corre, Valeria. Las bolsas azules. ¡Las azules!
Yo preparé el té
conforme a las instrucciones que me había dado Alan y lo removí con
esmero para asegurarme de que las partículas de sacarina se
disolvían por completo. Llené el vaso hasta los bordes y le puse
los cubitos de hielo más simétricos que encontré. Cuando llegué a
la cabina VIP, tuve que equilibrar la bandeja en una mano mientras
abría la puerta con la otra. El hielo tintineó peligrosamente en el
vaso y me pregunté con ansiedad si se habrían derramado algunas
gotas.
Esbocé una sonrisa
impecable y entré en la sala VIP. El señor Ordoñez estaba sentado
frente a un espejo enorme con un marco dorado y Poli le describía
posibles variaciones de su habitual corte de pelo.Yo intenté acercarle el
té a Ordoñez de la forma más inadvertida posible, pero sus ojos
oscuros y perspicaces se clavaron en mí y se volvió en la silla
mientras cogía el vaso de té de la bandeja.
—¿Usted qué
opina? —me preguntó—. ¿Cree que necesito modernizarme?
Mientras reflexionaba
acerca de mi respuesta, percibí que Ordoñez tenía los dientes de
la mandíbula inferior algo montados unos sobre otros y que, cuando
sonreía, parecía un león viejo y fiero invitando a un cachorro a
jugar.
.
Le dije la verdad. No pude
evitarlo.
—Creo que su
aspecto ya es bastante incisivo. Si lo acentuara más, asustaría a
la gente.
Poli empalideció y yo
creí que me iba a despedir allí mismo.
La risa de Ordoñez sonó
como si alguien sacudiera un saco lleno de rocas.
—Me quedo con la
opinión de esta joven —declaró Ordoñez a Poli—. Córtame medio
centímetro de la parte superior y recórtame las patillas y la nuca.
—Ordoñez volvió a mirarme—. ¿Cómo se llama?
—Valeria
Gutierrez.
—¿De dónde ha
sacado ese nombre? ¿De qué parte de Tejas es? ¿Es una de las
ayudantes que lavan el pelo?
Más tarde, me enteré de
que Pedro tenía la costumbre de formular preguntas en grupos de dos
o de tres y, si olvidabas responder una de ellas, te la repetía.
—Nací en el
condado de Valeria, viví un tiempo en Houston, pero crecí en
Welcome. Todavía no puedo lavar el pelo, acabo de empezar y soy una
aprendiz.
—Todavía no puede
lavar el pelo —repitió Ordoñez mientras levantaba sus espesas
cejas, como si aquel hecho le resultara absurdo—. ¿Y qué demonios
hace una aprendiz?
—Les llevo té
helado a los clientes.
Yo le ofrecí mi mejor
sonrisa y me dirigí hacia la puerta.
—¡No se vaya!
—ordenó él—. Puede practicar el lavado de pelo conmigo.
Poli intervino con una
expresión de calma absoluta en el rostro. Su acento era más marcado
de lo habitual, como si acabara de comer con Camilla y Carlos.
—Señor Ordoñez,
esta muchacha no ha terminado su formación. No está cualificada
para lavar el pelo de nadie. Sin embargo, tenemos peluqueras muy
cualificadas que lo servirán hoy y...
—¿Cuánta
formación se necesita para lavar el pelo? —preguntó Ordoñez con
incredulidad. Se notaba que no estaba acostumbrado a que nadie, fuera
por la razón que fuera, le negara nada—. Hágalo lo mejor que
pueda, señorita Gutierrez, yo no me quejaré.
—Valeria, por
favor —contesté yo mientras regresaba a su lado—. Y no puedo.
—¿Por qué no?
—Porque si le lavo
el pelo y usted no vuelve nunca más a Salón One todo el mundo
deducirá que lo hice mal y no quiero cargar con este peso en mi
currículo.
Ordoñez frunció el ceño.
Yo debería haber tenido sentido común y tenerle miedo, pero la
sensación que nos unía era viva, incluso juguetona y, por mucho que
intenté evitarlo, la sonrisa volvía una y otra vez a mis labios.
—¿Qué más
puedes hacer además de traer el té? —me preguntó Ordoñez.
—Podría hacerle
la manicura.
Él se burló de la
propuesta.
—No me han hecho
nunca la manicura y no entiendo por qué un hombre debería hacerse
algo así. La manicura es para mujeres.
—Yo les hago la
manicura a muchos hombres.
Quise cogerle la mano,
pero titubeé y, al segundo siguiente, la palma de su mano reposaba
sobre la mía. Su mano era ancha y fuerte.
—No le iría nada
mal una manicura, señor Ordoñez. Sobre todo un tratamiento en las
cutículas.
—Llámame Pedro, Ve a buscar tus instrumentos.
Como mantener feliz a
Pedro Ordoñez se había convertido en el modus operandi del día,
tuve que pedirle a Angie que se ocupara de mis tareas, que incluían
barrer el suelo y realizar una pedicura a las diez y media.
A Angie le habría gustado
clavarme las tijeras que tenía más a mano, pero, por otro lado, no
pudo evitar ofrecerme varios consejos mientras yo recogía los útiles
de la manicura.
—No hables
demasiado. De hecho, habla lo menos posible. Sonríe, pero no con esa
sonrisa enorme que pones a veces. Haz que hable sobre sí mismo. A
los hombres les encanta. Intenta conseguir su tarjeta de visita y,
pase lo que pase, no menciones a tu hermana pequeña. A los hombres
les aterran las mujeres con responsabilidades.
—Angie —refunfuñé
yo— no estoy buscando un amigo rico y, aunque lo buscara, él es
demasiado viejo.
Angie sacudió la cabeza.
—Querida, ningún
hombre puede considerarse demasiado viejo. Sólo con mirarlo puedo
asegurarte que Ordoñez no ha perdido su vitalidad.
—No estoy
interesada en su vitalidad —repliqué yo—. Ni en su dinero.
Después de que le
cortaran el pelo y lo peinaran, me reuní con Pedro Ordoñez en otra
cabina privada. Nos sentamos el uno frente al otro, separados por la
mesita de la manicura y bajo la intensa luz de un foco de brazo largo
y móvil.
—El corte de pelo
le queda muy bien —comenté yo mientras cogía una de sus manos y
la introducía en un cuenco de solución reblandecedora.
—Más vale que sea
así, con lo que me cobra Poli... —Ordoñez contempló con recelo
el surtido de instrumentos y botellines con líquidos de colores que
había encima de la mesita—. ¿Te gusta trabajar para él?
—Sí, señor, sí
que me gusta. Estoy aprendiendo mucho de él. Tengo suerte de poder
trabajar aquí.
Mientras le arreglaba las
manos, charlamos
—¿Qué te decidió
a trabajar en una peluquería? —me preguntó.
—Cuando era una
niña me encantaba peinar y maquillar a mis amigas. Siempre me ha
gustado ayudar a las personas a tener buen aspecto y también me
gusta que, al terminar, se sientan mejor consigo mismas.
Destapé un botellín, y
Ordoñez lo contempló casi con horror.
—No necesito que
me pongas esto —declaró con firmeza—. Puedes aplicarme los otros
tratamientos, pero el esmalte ni hablar.
—Esto no es
esmalte, es reblandecedor para las cutículas y usted necesita mucho.
—Yo no hice caso de sus muecas y apliqué reblandecedor en sus
cutículas con un pincelito—. Es curioso, pero no tiene usted las
manos de un hombre de negocios. Debe de hacer otras cosas además de
empujar papeles por encima de un escritorio.
Él se encogió de
hombros.
—Algún que otro
trabajo en el rancho. Y monto mucho a caballo. De vez en cuando,
también arreglo el jardín, aunque no tanto como cuando vivía mi
mujer. A ella le apasionaba hacer crecer cosas.
—Me han dicho que
falleció hace poco —comenté mientras contemplaba su rudo rostro
en el que el dolor había dejado huellas a su paso—. Lo siento.
Ordoñez asintió
levemente con la cabeza.
—Ava era una buena
mujer —declaró con aspereza—. La mejor mujer que he conocido
nunca. Sufrió un cáncer de mama y lo descubrimos demasiado tarde.
A pesar de la categórica
advertencia de Poli en cuanto a que los empleados en ningún caso
debíamos hablar sobre nuestros asuntos personales con los clientes,
casi no pude contener la necesidad de contarle a Pedro que yo también
había perdido a una persona muy querida, pero sólo comenté:
—Dicen que es más
fácil cuando has tenido tiempo de prepararte para la muerte de un
ser querido, pero yo no opino lo mismo.
—Yo tampoco.
La mano de Pedro apretó
la mía de una forma tan breve que apenas tuve tiempo de darme
cuenta. Sobresaltada, levanté la mirada y percibí en su rostro
amabilidad y una muda tristeza y, de algún modo, supe que, tanto si
le comentaba cosas de mi vida como si no, él me comprendía.
Continuara...
*Mafe*
Ahora q apareció pedro falta menos para entre en la historia ramiro.... A esperar el próximo
ResponderEliminarSeguí subiendo q está buenísima la nove :-)
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