Capitulo 42
A la larga, mi relación
con Pedro se convirtió en algo más complejo que una relación
romántica. Si nuestra relación hubiera incluido el sexo o el
romanticismo, habría sido más sencilla y comprensible, pero Pedro
nunca se interesó por mí en este sentido. Él era un viudo
atractivo y sumamente rico de poco más de sesenta años y tenía
muchas mujeres entre las que escoger. Yo adquirí la costumbre de
buscar noticias acerca de él en los periódicos y en las revistas.
Me divertía ver fotografías de él con mujeres glamurosas de la
alta sociedad, actrices, e incluso, de vez en cuando, con miembros de
la realeza de otros países. Pedro se movía en círculos muy
elevados.
Cuando estaba demasiado
ocupado para acudir a Salón One para que le cortaran el pelo, Poli
se desplazaba hasta su mansión. A veces, pasaba por la peluquería
para que le recortaran la nuca y las cejas o para que yo le realizara
la manicura. A Pedro siempre le había parecido vergonzoso que un
hombre se hiciera la manicura, pero después de que le aplicara
cremas y tratamientos a las manos y le puliera las uñas, se sintió
tan a gusto con el resultado que, según dijo, acababa de añadir una
nueva forma de perder el tiempo a su rutina. Con el tiempo, y después
de que yo se lo sonsacara, reconoció que sus amigas también
apreciaban el aspecto de sus manos.
La amistad que desarrollé
con Pedro gracias a las charlas que manteníamos mientras le hacía
la manicura despertó la envidia y la admiración de mis compañeros
de trabajo. Yo comprendía que especularan acerca de nuestra amistad
y, en general, todos coincidían en que Pedro no buscaba mi compañía
para conocer mi opinión acerca de la evolución de la Bolsa. Creo
que mis compañeros dedujeron que algo había ocurrido entre
nosotros, o que ocurría de vez en cuando, o que, de una forma
inevitable, ocurriría. Poli también intuía lo mismo y me trataba
con una amabilidad que no demostraba hacia otros empleados de mi
misma categoría. Supongo que creía que, aunque yo no era la única
razón de que Pedro acudiera a Salón One, mi presencia ayudaba
.
Al final, un día le
pregunté a Pedro:
—¿Tiene pensado
hacerme una proposición algún día, Pedro?
Él se sobresaltó.
—¡Demonios, no!
Eres demasiado joven para mí. A mí me gustan las mujeres maduras.
—Entonces titubeó, con una expresión de consternación casi
cómica—. ¿No esperarías que lo hiciera, no?
—No.
Si él me hubiera hecho
una proposición no sé qué le habría respondido, pues no tenía ni
idea de cómo definir mis sentimientos respecto a Pedro. No había
tenido suficientes relaciones con los hombres para situar mi relación
con él en un contexto determinado.
—Pero si no
pretende..., bueno ya sabe lo que quiero decir..., no entiendo por
qué se ha fijado en mí —continué yo.
—Algún día te lo
explicaré, pero todavía no —declaró él.
Yo admiraba a Pedro más
que a ninguna otra persona que hubiera conocido. La verdad es que no
era una persona de trato fácil, pues sufría ataques repentinos de
mal humor. No era un hombre apacible y no creo que hubiera muchos
momentos en su vida en los que se sintiera feliz al cien por cien.
Probablemente, esto se debía en gran medida a que había perdido a
dos esposas, a Joanna, la primera, justo después del nacimiento de
su hijo, y después a Ava, cuando ella tenía veintiséis años.
Pasaron casi dos años
antes de que me decidiera a hablarle de mi madre o de cosas más
profundas que el mero relato de hechos banales de mi pasado. De
alguna manera, Pedro averiguó cuándo era mi cumpleaños y ordenó a
su secretaria que me telefoneara por la mañana para comunicarme que
saldríamos a comer juntos. Yo iba vestida con una sencilla falda
negra que me llegaba a las rodillas y una blusa blanca y llevaba
puesto el colgante de plata del armadillo. Pedro llegó a mediodía
vestido con un traje elegante de confección inglesa Me acompañó hasta un Bentley
blanco que nos esperaba en la puerta y el chófer nos abrió la
puerta.
Fuimos al
restaurante más elegante que yo había visto nunca. La carta estaba confeccionada en papel rústico y
escrita a mano con términos extranjeros, como roulade,
rissole y otros que describían
complicadas salsas, de modo que yo no sabía qué pedir. Los precios
casi me produjeron un paro cardíaco. Casi al
final de la carta vi que tenían hamburguesa con patatas fritas y
casi escupí el sorbo de Coca-Cola que tenía en la boca al ver el
precio.
—¡Pedro, en la
carta hay una hamburguesa de cien dólares! —exclamé con
incredulidad.
Él frunció el
ceño, pero no porque el precio le sorprendiera, sino por el hecho de
que en mi carta figuraran los precios. Con un chasquido de los
dedos, llamó al camarero, quien se disculpó con profusión.
Se llevaron mi carta y me trajeron otra casi idéntica, salvo por el
hecho de que ésta no contenía los precios.
—¿Por qué la mía
no tiene que tener los precios? —pregunté yo.
—Porque tú eres
la mujer —respondió Pedro, quien todavía se sentía molesto por
el error cometido por el camarero—. Yo te he invitado a comer y se
supone que tú no tienes que preocuparte por lo que va a costar la
comida.
—Pero ¡esa
hamburguesa cuesta cien dólares! —insistí yo—. ¿Qué pueden
haberle hecho a una hamburguesa para que cueste tanto dinero?
La expresión de mi rostro
pareció divertirlo.
Le hablé a Pedro de
nuestro traslado a Welcome, de Flip, el novio de mi madre, y de
cuando mató al emú. Las palabras salían a borbotones de mi boca,
pues le quería contar todos los detalles. Pedro me escuchó con
atención, sus ojos sonrieron y, cuando llegué a la parte en la que
regalábamos el emú a los Dalmau, se echó a reír.
Aunque yo no me había
enterado de que hubiéramos encargado vino, el camarero nos trajo una
botella de pinot noir. El vino de color intenso destellaba en las
copas de pie alto.
—Será mejor que
no beba —declaré yo—, después de comer tengo que trabajar.
—Esta tarde no
trabajarás.
—Claro que sí,
tengo todas las horas reservadas.
La verdad es que, sólo
con pensarlo, me sentía cansada, no sólo por el trabajo, sino por
tener que desplegar el encanto y la alegría que los clientes
esperaban.
Pedro sacó un móvil no
más grande que la ficha de un dominó del bolsillo interior de su
chaqueta y marcó el número de Salón One. Mientras yo lo observaba
con la boca abierta, él preguntó por Poli, le informó de que yo me
tomaba la tarde libre y le preguntó si le parecía bien. Según
Pedro, Poli le contestó que, desde luego, le parecía bien y que se
encargaría de redistribuir todos mis compromisos, que no había
ningún problema.
Pedro, satisfecho, cortó
la comunicación.
—Después me las
cargaré. Y, si en lugar de usted cualquier otra persona hubiera
realizado esta llamada, Poli le habría preguntado si tenía la
cabeza por encima del culo.
Pedro sonrió
abiertamente. Uno de sus defectos consistía en que disfrutaba con el
hecho de que los demás no pudieran llevarle la contraria.
Yo hablé durante toda la
comida, animada por las preguntas de Pedro, su cálido interés y la
copa de vino que, de algún modo, y por mucho que yo bebiera, nunca
se vaciaba. Hurgué en mi
bolso y saqué del monedero una fotografía que le habían tomado a
Aleli en el colegio. Ella sonreía, le faltaban algunos dientes y una
de sus coletas estaba más alta que la otra.
Pedro contempló la
fotografía durante largo rato e incluso se puso las gafas de mirar
de cerca para no perderse ningún detalle. Antes de hablar, bebió un
sorbo de vino.
—Parece una niña
feliz.
—Lo es.
Yo volví a guardar la
fotografía con cuidado.
—Has actuado bien,
Valeria —declaró Pedro—. Hiciste bien en no permitir que te
separaran de ella.
—Tenía que
hacerlo, es lo único que tengo. Además sabía que nadie la cuidaría
tan bien como yo.
Me sorprendió la
facilidad con que las palabras salían de mi boca, la necesidad que
tenía de contarlo todo.
Mientras sentía un ligero
pero doloroso escalofrío, pensé que aquello constituía una muestra
de lo que podría haber vivido con mi padre. Un hombre sabio y mayor
que parecía entenderlo todo, incluso las cosas que yo no contaba.
Durante años, me había preocupado que Aleli no tuviera un padre y
no me había dado cuenta de lo mucho que yo todavía lo necesitaba.
Un poco atontada por el
vino, le hablé a Pedro de la representación de Acción de Gracias
que se realizaría en el colegio de Aleli. Los niños de su clase,
disfrazados de colonizadores o de nativos norteamericanos, cantarían
dos canciones. Aleli se había negado a formar parte de ninguno de
los dos grupos, pues quería ir disfrazada de vaquera. Se había
mostrado tan terca respecto a esta cuestión que la señorita Hansen,
su profesora, me había telefoneado a casa para contármelo. Yo le
expliqué a Aleli que no había vaqueros en 1621 y que, en aquella
época, ni siquiera existía Tejas. Por lo visto, a mi hermana le
traía sin cuidado la exactitud histórica.
A fin de resolver el
problema, al final la señorita Hansen sugirió que Aleli saliera a
escena al principio de la representación disfrazada de vaquera y
llevando un letrero con la forma del estado en el que se leería:
«Acción de Gracias en Tejas.»
Pedro rió entusiasmado al
oír mi relato y parecía pensar que la tozudez de mi hermana
constituía una virtud.
—Piense en lo que
esto significa —declaré yo—, si esta situación es una muestra
de lo que me espera en el futuro, cuando Aleli llegue a la
adolescencia será terrible.
—Ava tenía dos
reglas respecto al trato con los adolescentes —me explicó Pedro—.
La primera es que, cuanto más intentas controlarlos, más rebeldes
se muestran, y la segunda es que, siempre que dependan de ti para que
los lleves al centro, puedes conseguir que se comprometan a algo.
Yo sonreí.
—Tengo que
recordar estas reglas. Ava debió de ser una madre
estupenda.
—Lo era en todos
los sentidos —respondió él con énfasis—. Nunca se quejaba
cuando le tocaba la peor parte. A diferencia de la mayoría de las
personas, sabía cómo ser feliz.
Yo tuve la tentación de
indicarle que la mayoría de las personas se sentirían felices si
tuvieran una familia agradable, una gran mansión y todo el dinero
que necesitaran, pero mantuve la boca cerrada.
De todas formas, Pedro
pareció leer mis pensamientos.
—Con todo lo que
has oído en la peluquería, ya debes saber que la gente rica es tan
desgraciada como la pobre. De hecho, es más desgraciada.
—Intento ser
comprensiva —declaré con sequedad—, pero en mi opinión existe
una diferencia entre los problemas reales y los inventados.
—En esto te
pareces a Ava —respondió él—. Ella también sabía apreciar la
diferencia.
Continuara...
*Mafe*

Quiero q entre ramiro a la historia ... espero el próximo :-)
ResponderEliminarPedro me da ternura como la trata a vale... Hasta el próximo besos
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