miércoles, 18 de septiembre de 2013

Mi Nombre Es Valery Cap 42



Capitulo 42

A la larga, mi relación con Pedro se convirtió en algo más complejo que una relación romántica. Si nuestra relación hubiera incluido el sexo o el romanticismo, habría sido más sencilla y comprensible, pero Pedro nunca se interesó por mí en este sentido. Él era un viudo atractivo y sumamente rico de poco más de sesenta años y tenía muchas mujeres entre las que escoger. Yo adquirí la costumbre de buscar noticias acerca de él en los periódicos y en las revistas. Me divertía ver fotografías de él con mujeres glamurosas de la alta sociedad, actrices, e incluso, de vez en cuando, con miembros de la realeza de otros países. Pedro se movía en círculos muy elevados.

Cuando estaba demasiado ocupado para acudir a Salón One para que le cortaran el pelo, Poli se desplazaba hasta su mansión. A veces, pasaba por la peluquería para que le recortaran la nuca y las cejas o para que yo le realizara la manicura. A Pedro siempre le había parecido vergonzoso que un hombre se hiciera la manicura, pero después de que le aplicara cremas y tratamientos a las manos y le puliera las uñas, se sintió tan a gusto con el resultado que, según dijo, acababa de añadir una nueva forma de perder el tiempo a su rutina. Con el tiempo, y después de que yo se lo sonsacara, reconoció que sus amigas también apreciaban el aspecto de sus manos.

La amistad que desarrollé con Pedro gracias a las charlas que manteníamos mientras le hacía la manicura despertó la envidia y la admiración de mis compañeros de trabajo. Yo comprendía que especularan acerca de nuestra amistad y, en general, todos coincidían en que Pedro no buscaba mi compañía para conocer mi opinión acerca de la evolución de la Bolsa. Creo que mis compañeros dedujeron que algo había ocurrido entre nosotros, o que ocurría de vez en cuando, o que, de una forma inevitable, ocurriría. Poli también intuía lo mismo y me trataba con una amabilidad que no demostraba hacia otros empleados de mi misma categoría. Supongo que creía que, aunque yo no era la única razón de que Pedro acudiera a Salón One, mi presencia ayudaba
.
Al final, un día le pregunté a Pedro:
¿Tiene pensado hacerme una proposición algún día, Pedro?
Él se sobresaltó.
¡Demonios, no! Eres demasiado joven para mí. A mí me gustan las mujeres maduras. —Entonces titubeó, con una expresión de consternación casi cómica—. ¿No esperarías que lo hiciera, no?
No.

Si él me hubiera hecho una proposición no sé qué le habría respondido, pues no tenía ni idea de cómo definir mis sentimientos respecto a Pedro. No había tenido suficientes relaciones con los hombres para situar mi relación con él en un contexto determinado.

Pero si no pretende..., bueno ya sabe lo que quiero decir..., no entiendo por qué se ha fijado en mí —continué yo.
Algún día te lo explicaré, pero todavía no —declaró él.

Yo admiraba a Pedro más que a ninguna otra persona que hubiera conocido. La verdad es que no era una persona de trato fácil, pues sufría ataques repentinos de mal humor. No era un hombre apacible y no creo que hubiera muchos momentos en su vida en los que se sintiera feliz al cien por cien. Probablemente, esto se debía en gran medida a que había perdido a dos esposas, a Joanna, la primera, justo después del nacimiento de su hijo, y después a Ava, cuando ella tenía veintiséis años. 

Pasaron casi dos años antes de que me decidiera a hablarle de mi madre o de cosas más profundas que el mero relato de hechos banales de mi pasado. De alguna manera, Pedro averiguó cuándo era mi cumpleaños y ordenó a su secretaria que me telefoneara por la mañana para comunicarme que saldríamos a comer juntos. Yo iba vestida con una sencilla falda negra que me llegaba a las rodillas y una blusa blanca y llevaba puesto el colgante de plata del armadillo. Pedro llegó a mediodía vestido con un traje elegante de confección inglesa Me acompañó hasta un Bentley blanco que nos esperaba en la puerta y el chófer nos abrió la puerta.

Fuimos al restaurante más elegante que yo había visto nunca. La carta estaba confeccionada en papel rústico y escrita a mano con términos extranjeros, como roulade, rissole y otros que describían complicadas salsas, de modo que yo no sabía qué pedir. Los precios casi me produjeron un paro cardíaco. Casi al final de la carta vi que tenían hamburguesa con patatas fritas y casi escupí el sorbo de Coca-Cola que tenía en la boca al ver el precio.

¡Pedro, en la carta hay una hamburguesa de cien dólares! —exclamé con incredulidad.

Él frunció el ceño, pero no porque el precio le sorprendiera, sino por el hecho de que en mi carta figuraran los precios. Con un chasquido de los dedos, llamó al camarero, quien se disculpó con profusión. Se llevaron mi carta y me trajeron otra casi idéntica, salvo por el hecho de que ésta no contenía los precios.

¿Por qué la mía no tiene que tener los precios? —pregunté yo.
Porque tú eres la mujer —respondió Pedro, quien todavía se sentía molesto por el error cometido por el camarero—. Yo te he invitado a comer y se supone que tú no tienes que preocuparte por lo que va a costar la comida.
Pero ¡esa hamburguesa cuesta cien dólares! —insistí yo—. ¿Qué pueden haberle hecho a una hamburguesa para que cueste tanto dinero?
La expresión de mi rostro pareció divertirlo.

Le hablé a Pedro de nuestro traslado a Welcome, de Flip, el novio de mi madre, y de cuando mató al emú. Las palabras salían a borbotones de mi boca, pues le quería contar todos los detalles. Pedro me escuchó con atención, sus ojos sonrieron y, cuando llegué a la parte en la que regalábamos el emú a los Dalmau, se echó a reír.

Aunque yo no me había enterado de que hubiéramos encargado vino, el camarero nos trajo una botella de pinot noir. El vino de color intenso destellaba en las copas de pie alto.

Será mejor que no beba —declaré yo—, después de comer tengo que trabajar.
Esta tarde no trabajarás.
Claro que sí, tengo todas las horas reservadas.

La verdad es que, sólo con pensarlo, me sentía cansada, no sólo por el trabajo, sino por tener que desplegar el encanto y la alegría que los clientes esperaban.
Pedro sacó un móvil no más grande que la ficha de un dominó del bolsillo interior de su chaqueta y marcó el número de Salón One. Mientras yo lo observaba con la boca abierta, él preguntó por Poli, le informó de que yo me tomaba la tarde libre y le preguntó si le parecía bien. Según Pedro, Poli le contestó que, desde luego, le parecía bien y que se encargaría de redistribuir todos mis compromisos, que no había ningún problema.
Pedro, satisfecho, cortó la comunicación.

Después me las cargaré. Y, si en lugar de usted cualquier otra persona hubiera realizado esta llamada, Poli le habría preguntado si tenía la cabeza por encima del culo.

Pedro sonrió abiertamente. Uno de sus defectos consistía en que disfrutaba con el hecho de que los demás no pudieran llevarle la contraria.

Yo hablé durante toda la comida, animada por las preguntas de Pedro, su cálido interés y la copa de vino que, de algún modo, y por mucho que yo bebiera, nunca se vaciaba. Hurgué en mi bolso y saqué del monedero una fotografía que le habían tomado a Aleli en el colegio. Ella sonreía, le faltaban algunos dientes y una de sus coletas estaba más alta que la otra.
Pedro contempló la fotografía durante largo rato e incluso se puso las gafas de mirar de cerca para no perderse ningún detalle. Antes de hablar, bebió un sorbo de vino.

Parece una niña feliz.
Lo es.
Yo volví a guardar la fotografía con cuidado.
Has actuado bien, Valeria —declaró Pedro—. Hiciste bien en no permitir que te separaran de ella.
Tenía que hacerlo, es lo único que tengo. Además sabía que nadie la cuidaría tan bien como yo.

Me sorprendió la facilidad con que las palabras salían de mi boca, la necesidad que tenía de contarlo todo.

Mientras sentía un ligero pero doloroso escalofrío, pensé que aquello constituía una muestra de lo que podría haber vivido con mi padre. Un hombre sabio y mayor que parecía entenderlo todo, incluso las cosas que yo no contaba. Durante años, me había preocupado que Aleli no tuviera un padre y no me había dado cuenta de lo mucho que yo todavía lo necesitaba.
Un poco atontada por el vino, le hablé a Pedro de la representación de Acción de Gracias que se realizaría en el colegio de Aleli. Los niños de su clase, disfrazados de colonizadores o de nativos norteamericanos, cantarían dos canciones. Aleli se había negado a formar parte de ninguno de los dos grupos, pues quería ir disfrazada de vaquera. Se había mostrado tan terca respecto a esta cuestión que la señorita Hansen, su profesora, me había telefoneado a casa para contármelo. Yo le expliqué a Aleli que no había vaqueros en 1621 y que, en aquella época, ni siquiera existía Tejas. Por lo visto, a mi hermana le traía sin cuidado la exactitud histórica.
A fin de resolver el problema, al final la señorita Hansen sugirió que Aleli saliera a escena al principio de la representación disfrazada de vaquera y llevando un letrero con la forma del estado en el que se leería: «Acción de Gracias en Tejas.»
Pedro rió entusiasmado al oír mi relato y parecía pensar que la tozudez de mi hermana constituía una virtud.

Piense en lo que esto significa —declaré yo—, si esta situación es una muestra de lo que me espera en el futuro, cuando Aleli llegue a la adolescencia será terrible.
Ava tenía dos reglas respecto al trato con los adolescentes —me explicó Pedro—. La primera es que, cuanto más intentas controlarlos, más rebeldes se muestran, y la segunda es que, siempre que dependan de ti para que los lleves al centro, puedes conseguir que se comprometan a algo.
Yo sonreí.
Tengo que recordar estas reglas. Ava debió de ser una madre estupenda.
Lo era en todos los sentidos —respondió él con énfasis—. Nunca se quejaba cuando le tocaba la peor parte. A diferencia de la mayoría de las personas, sabía cómo ser feliz.

Yo tuve la tentación de indicarle que la mayoría de las personas se sentirían felices si tuvieran una familia agradable, una gran mansión y todo el dinero que necesitaran, pero mantuve la boca cerrada.
De todas formas, Pedro pareció leer mis pensamientos.

Con todo lo que has oído en la peluquería, ya debes saber que la gente rica es tan desgraciada como la pobre. De hecho, es más desgraciada.
Intento ser comprensiva —declaré con sequedad—, pero en mi opinión existe una diferencia entre los problemas reales y los inventados.

En esto te pareces a Ava —respondió él—. Ella también sabía apreciar la diferencia.

Continuara...

 *Mafe*

2 comentarios:

  1. Quiero q entre ramiro a la historia ... espero el próximo :-)

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  2. Pedro me da ternura como la trata a vale... Hasta el próximo besos

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