jueves, 3 de octubre de 2013

Una noche con el Jeque Capítulo 13



Capítulo 13

Gastón iba tan rápidamente, que casi tenía que correr para ir a su paso.
Volvieron a casa en silencio; Rocío cada vez estaba más nerviosa. Para cuando entraron, tenía náuseas.
—Ven conmigo —le dijo de forma cortante Gastón.
«Por favor, que Cecille esté bien», rezó Rocío en silencio.
Corrió tras él hacia el gran salón en el que sa¬bía que recibía a las visitas de negocios. Para su desconcierto, había dos criados uniformados, uno a cada lado de la puerta. Aquello no hizo más que añadir gravedad a la situación.
La expresión de Gastón era tan seria, que le recordó la primera vez que lo había visto, lo que la hizo estremecerse.
Rocío iba absorta en sus pensamientos y no esperaba que Gastón se parara para dejarla entrar primero, así que se chocó contra él.
Con una expresión que no supo entender, Gastón la tomó de la mano e hizo ademán de que se colocara a su lado.
Rocío dudó un momento, pero finalmente aceptó. Gastón asintió a los criados y estos abrie¬ron las enormes puertas del salón.
Era una estancia majestuosa de cuyas paredes colgaban antiguas alfombras de seda. Las velas de los candelabros, que según le había explicado Cecille habían sido un diseño de su hermana, la deslumbraron, pues se reflejaban en los objetos dorados del salón y multiplicaban su brillo.
Desde luego, el salón era elegante y tenía un reconocible aire francés.
Era una estancia diseñada para impresionar al visitante y así era precisamente cómo se sentía Rocío.
Cuando sus ojos se ajustaron a tanta luz, se dio cuenta de que había dos personas junto a la inmensa chimenea de mármol. Estaban agarradas de la mano y miraban a Gastón con aprensión.
Rocío no podía creer lo que estaba viendo. 
—Marianela —musitó sorprendida al reconocer a su hermana.
Su hermana estaba bronceada e iba vestida con un conjunto que debía de costar una fortuna. Llevaba el pelo peinado de forma diferente y se había puesto reflejos rubios. Su aspecto, desde las uñas de los pies, perfectamente pintadas, al último pelo de la cabeza, era maravilloso.
El hombre que estaba a su lado era más bajo que Gastón y más fuerte. Rocío asumió inme¬diatamente que se trataba de Peter, el padre de Kiara.
—Peter —dijo Gastón secamente, yendo hacia su primo—. Supongo que esta es…
—Mi mujer —lo interrumpió el joven—. Marianela y yo nos casamos hace tres días.
—De verdad, Rocío, no sabes lo que fue lle¬gar a Kingston y encontrarme a Peter subiendo a bordo. Al principio, no quise ni hablar con él, pero insistió tanto que una cosa llevó a la otra.
Habían pasado menos de veinticuatro horas desde que Rocío se había enterado de que su hermana se había casado y Marianela le estaba po¬niendo al tanto de lo ocurrido.
Estaban sentadas en el jardín de la parte feme¬nina de la casa y Kiara jugaba encantada en el césped.
—¿Por qué no me lo contaste cuando te llamé? —preguntó Rocío.
Marianela la miró avergonzada.
—Porque no sabía lo que iba a pasar —contes¬tó—. Cuando me llamaste, no me había casado. Peter se había presentado allí y se estaba com¬portando muy bien, me había jurado que me que¬ría y que se arrepentía de lo que había hecho, pero… No sé, luego me dejaste un mensaje di¬ciéndome que estabas aquí con Gastón y temí que le dijeras algo y que nos volviera a separar.
—¿Te haces una idea de lo preocupada que es¬taba por ti?
Marianela se ruborizó.
—Esperaba que creyeras que tenía mucho tra¬bajo y estaba muy ocupada. No pensé en ningún momento que estuvieras preocupada, de ver¬dad…
—Marianela, no me llamaste en días para preguntar cómo estaba Kiara. Claro que estaba preocupada. 
—Sabía que estaba perfectamente porque esta¬ba contigo —le aseguró su hermana—. Oí tus men¬sajes, por supuesto, pero necesitaba tiempo para estar con Peter y… por favor, Rochi, no te enfa¬des conmigo. Tú nunca has estado enamorada, así que no lo entiendes. Cuando Peter me dejó, sentí que me quería morir. Yo no soy como tú. Yo necesito amar y que me amen. No creo que pue¬da perdonar jamás a Gastón por lo que nos hizo.
—Gastón no obligó físicamente a Peter a abandonaros a la niña y a ti, Marianela —le advirtió Rocío en tono casi cortante.
—¿Cómo puedes defenderlo, Rochi? —contestó Marianela indignada—. Amenazó a Peter con dejar de pasarle su paga. Habría dejado que Kiara y yo nos muriéramos de hambre.
—Eso no es cierto, Marianela —la corrigió Rocío—. Ni justo.
Rocío opinaba que Peter era débil y có¬modo, y había antepuesto sus necesidades a las de su novia y la hija de ambos, pero no dijo nada, pues vio que su hermana estaba al borde de las lágrimas.
No quería discutir con ella, pero no le gustaba la poca responsabilidad que Marianela había demostrado hacia su hija. En su opinión, su hermana también había actuado de forma egoísta, como su marido.
—¡Ahora estamos casados y Gastón ya no pue¬de hacernos nada! ¡Y lo mejor es que lo sabe! —Rocío sabía que no era cierto, que Gastón podría cumplir su amenaza y dejar de mantener a Peter, incluso echarlo del trabajo que le había procurado, pero también sabía, porque se lo ha¬bía dicho Cecille, que no lo había hecho por la niña.
—¿Y sabes qué? —dijo Marianela muy emociona¬da—. Peter quiere que nos vayamos de luna de miel varios meses. Nos vamos a llevar a Kiara, por supuesto, y cuando volvamos nos quedare¬mos a vivir aquí en Zuran, claro, pero Peter me ha prometido que vamos a viajar todo lo que po¬damos. ¡También me ha dicho que vamos a tener una mansión y que voy a poder decorarla como quiera! Por cierto, ¿te he enseñado mi anillo de pedida? ¡Mira! ¿A que es precioso?
—Precioso —contestó Rocío admirando el enorme solitario que lucía Marianela en la mano. 
—No te puedas ni imaginar lo feliz que soy, Rochi —suspiró su hermana—. Muchas gracias por haber cuidado de mi hija tan bien. Cuánto te he echado de menos, cariño —añadió besando a Kiara—. Tu padre y yo estamos deseando tenerte entera para nosotros.
Al oír aquello, Rocío sintió un hondo pesar, pero no dijo lo mucho que iba a echar de menos a Kiara porque no quería estropear la felicidad de su hermana.
—Parece que todo va a ir bien —dijo forzando una sonrisa—. ¿Cuándo os vais?
—¡Mañana! —contestó Marianela—. Peter lo tiene todo preparado ya, pero quería pasar por Zuran a decirle a Gastón que nos habíamos casado y a re¬coger a Kiara, por supuesto.
—Por supuesto —asintió Rocío.
—Rochi, muchísimas gracias por haber cuidado de Kiara. Los dos te estamos muy agradecidos, ¿verdad, Peter? —dijo Marianela.
—Sí, claro que sí —contestó el cuñado de Rocío.
Tenía a la niña en brazos, pues no se quería separar de ella hasta que no fuera estrictamente necesario y eso no iba a suceder hasta que Marianela y su marido no se hubieran despedido de mada¬me Flavel y de Gastón.
Marianela seguía comportándose con Gastón muy fría y solo le hablaba cuando no le quedaba más remedio.
—Cariño, ¿te importa llevarte a Kiara al coche? —le indicó a su marido.
Rocío sintió una gran aprensión cuando Peter agarró a la niña, que al no estar acostum¬brada a él todavía, se puso a llorar.
Peter se apartó enfadado.
—Trae, dámela —dijo Gastón tomándola de bra¬zos de Rocío.
La niña le sonrió y dejó de llorar al instante. Con el rabillo del ojo, Rocío vio que su hermana iba a decir algo desagradable a Gastón porque le había dado rabia que su hija es¬tuviera más a gusto con él que con su padre, pero no lo hizo porque Peter le dijo que se dieran prisa.
Fueron todos hasta el coche y, una vez aco¬modada dentro, Marianela le tendió los brazos a Gastón para que le diera a la niña, pero él se la dio a Rocío.
Sorprendida y, al borde de las lágrimas, Rocío se dio cuenta de que Gastón se había perca¬tado del trance por el que estaba pasando y había querido que la tuviera en brazos una vez más an¬tes de separarse de ella.
Le dio un beso y se apresuró a devolvérsela a su hermana.
Cuando el coche se puso en marcha y se alejó, Rocío les dijo adiós con la mano, pero ya casi no los veía, pues las lágrimas le nublaban la vis¬ta.
—Vamos dentro —le indicó Gastón.


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