viernes, 22 de noviembre de 2013

Mi Nombre Es Valery Cap 52




Capitulo 51



Los dos días siguientes, no vimos a Ramiro. Jack fue el encargado de venir en su lugar, pero como, según él, padecía de «inercia de sueño», me preocupaba que Pedro se hiciera daño en la ducha. En realidad, su inercia de sueño se parecía mucho a una resaca. 

Mientras tanto, Ramiro guardaba cama debido a una gripe. Como nadie recordaba la última vez que se había tomado un día libre por enfermedad, todos coincidimos en que debía de encontrarse muy mal. No teníamos noticias de él y, cuando pasaron cuarenta y ocho horas sin que respondiera al teléfono, Pedro empezó a preocuparse.

—Estoy convencida de que sólo está descansando —lo tranquilicé yo.

Pedro contestó con un resoplido evasivo.

—Seguramente, Dawnelle está cuidando de él —continué yo, con lo cual me gané una amarga mirada de escepticismo.

—¿Quiere que vaya a ver si se encuentra bien? —pregunté a Pedro con reticencia. Aquélla era mi noche libre y había quedado con Angie y otras compañeras de Salón One para ir al cine. Hacía tiempo que no las veía y deseaba verlas y charlar con ellas de nuestras cosas—. Podría pasar por 1800 Main antes de encontrarme con mis amigas.
—Sí —contestó Pedro.
Yo enseguida me arrepentí de haber realizado aquel ofrecimiento.
—Dudo que me deje entrar.
—Te daré una llave —contestó Pedro—. No es típico de Ramiro desaparecer de esta manera y quiero saber si está bien.


En la entrada del edificio  había un portero vestido con un uniforme negro con ribetes dorados y detrás del mostrador había dos recepcionistas. Yo intenté simular que estaba habituada a moverme en edificios de pisos de coste multimillonario.

—Tengo una llave —declaré mientras me detenía para enseñársela a las recepcionistas—. He venido a ver al señor Ordoñez.
—Muy bien —declaró una de ellas—. Ya puede subir, señorita...
—Gutierrez —respondí yo—. Su padre me ha enviado para ver cómo se encuentra.
—Está bien. —La recepcionista señaló unas puertas automáticas de cristal biselado—. Los ascensores están allí.

Yo me sentía como si tuviera que convencerla de algo.

—El señor Ordoñez lleva enfermo un par de días —le expliqué.

Ella pareció genuinamente preocupada.

—Vaya, lo siento.
—He venido para ver cómo se encuentra. Sólo tardaré unos minutos.
—Muy bien, señorita Gutierrez.
—De acuerdo, gracias.

Yo sostuve en alto la llave por si no la había visto antes y ella respondió con una sonrisa paciente y volvió a señalar los ascensores, esta vez con la cabeza. Yo tomé el pasillo de la derecha y leí el número de las puertas hasta que encontré el 18 A. Llamé con firmeza.
No obtuve ninguna respuesta.
Volví a llamar con más fuerza, pero sin ningún resultado.
Entonces empecé a preocuparme. ¿Y si Ramiro estaba inconsciente? ¿Y si padecía alguna enfermedad como el dengue, la enfermedad de las vacas locas o la gripe aviar? ¿Y si su enfermedad era contagiosa? A mí no me entusiasmaba la idea de coger una enfermedad exótica. Por otro lado, le había prometido a Pedro que averiguaría si se encontraba bien.

Hurgué en mi bolso y saqué la llave del piso, pero justo antes de que la introdujera en la cerradura, la puerta se abrió. Me encontré frente a un Ramiro Ordoñez que parecía estar a las puertas de la muerte. Iba descalzo y llevaba puesta una camiseta gris y unos pantalones de franela a cuadros. No se había peinado en días. Me miró con unos ojos vidriosos y enrojecidos y se rodeó con los brazos mientras temblaba como un animal a las puertas del matadero.
—¿Qué quieres? —preguntó con voz áspera y seca.
—Tu padre me ha enviado para...

Me interrumpí al ver que volvía a temblar y, ante la carencia de otro recurso mejor, le puse la mano en la frente. La piel le ardía. El hecho de que me hubiera permitido tocarlo constituía un indicio de lo mal que se encontraba. Ramiro cerró los ojos al sentir la frescura de mis manos.

—¡Cielos qué bien sienta esto!

Aunque había fantaseado acerca de ver caer a mi enemigo, no sentí placer al verlo reducido a aquel penoso estado.

—¿Por qué no has contestado al teléfono?
El sonido de mi voz pareció devolverlo a la realidad y apartó la cabeza.
—No lo he oído —contestó con el ceño fruncido—. He estado durmiendo.
—Pedro está muy preocupado. —Yo volví a hurgar en mi bolso—. Le telefonearé para decirle que todavía estás vivo.
—En el pasillo no hay cobertura.

Ramiro se volvió, entró en el piso y dejó la puerta abierta.
Yo lo seguí y cerré la puerta detrás de mí.

La decoración del piso era muy bonita, con accesorios ultramodernos, iluminación indirecta y un par de cuadros de círculos y cuadrados que incluso mis ojos inexpertos percibieron que eran de un valor incalculable, me acerqué a la encimera y telefoneé a Pedro.
—¿Cómo está? —exclamó Pedro nada más descolgar el auricular.
—No muy bien. —Yo seguí con la mirada a Ramiro, quien se dirigió tambaleándose a un sofá de formas geométricas perfectas y se dejó caer en él cuan largo era—. Tiene fiebre y está tan débil que ni siquiera podría transportar a un gato a rastras.
—¿Para qué demonios querría transportar a un gato a rastras? —declaró Ramiro desde el sofá con voz enojada.
Yo estaba demasiado ocupada escuchando a Pedro y no le contesté.
—Tu padre quiere saber si estás tomando algún tipo de medicación antivírica —le informé.
Ramiro negó con la cabeza.
—Demasiado tarde, el doctor me dijo que, si no inicias el tratamiento durante las primeras cuarenta y ocho horas, no sirve de nada.

Yo repetí aquella información a Pedro, quien estaba sumamente enojado y declaró que, si Ramiro había sido tan idiota como para esperar tanto, bien se merecía encontrarse mal. Y colgó el auricular.
Se produjo un breve pero denso silencio.

—¿Qué ha dicho? —preguntó Ramiro sin mucha curiosidad.
—Ha dicho que espera que te mejores pronto y que recuerdes beber mucho líquido.
—¡Tonterías! —Ramiro giró la cabeza hacia mí sobre el respaldo del sofá, como si pesara mucho y no pudiera levantarla—. Ya has cumplido con tu cometido, ahora puedes marcharte.

Su propuesta me parecía estupenda. Era sábado por la noche, mis amigas me esperaban y yo estaba deseando irme de aquel lugar frío y elegante, la idea de que Ramiro estaba enfermo y solo en aquel piso oscuro me perseguiría durante toda la velada.

Volví sobre mis pasos y contemplé el salón, Ramiro continuaba tendido en el sofá y no pude evitar percibir cómo se ceñía la camiseta al pecho y a los hombros. Su cuerpo era largo y delgado, y disciplinado como el de un atleta. ¡De modo que era eso lo que Ramiro ocultaba detrás de los trajes oscuros y las camisas de Armani!

Debí de haberme imaginado que Ramiro practicaría el ejercicio físico como practicaba todo lo demás, se notaba que era muy guapo. Sus facciones, austeras y huesudas, no conservaban el menor rastro de su época juvenil. Ramiro era el Prada de los solteros. A desgana, reconocí que, si hubiera mostrado aunque sólo fuera un poco de encanto, lo habría considerado el hombre más sexy que había conocido nunca.

Cuando llegué a su lado, Ramiro entreabrió los ojos. Unos mechones de su rubio pelo le caían sobre la frente, lo cual resultaba sumamente inusual, pues Ramiro mantenía un orden estricto en todas sus cosas. Yo deseé apartar de su cara aquellos mechones de pelo. Quería tocarlo otra vez.

—¿Qué? —preguntó él con voz cortante.
—¿Has tomado algo para la fiebre?
—Tylenol.
—¿Viene alguien para ayudarte?
—¿Para ayudarme con qué? —Ramiro volvió a cerrar los ojos—. No necesito nada, puedo superar esto yo solo.
—Así que puedes superarlo solo —repetí yo con tono de burla—. Dime, vaquero, ¿cuándo fue la última vez que comiste algo?

No se produjo ninguna respuesta. Ramiro permaneció inmóvil, con sus curvadas pestañas apoyadas en sus pálidas mejillas. O se había desmayado o esperaba que yo fuera un mal sueño que desaparecería si mantenía los ojos cerrados.

Me dirigí a la cocina y abrí los armarios de una forma metódica. En ellos encontré licores caros, cristalería moderna, platos negros de forma cuadrada en lugar de redonda... El contenido de la nevera era tan penoso como el del armario despensa: una botella de zumo de naranja casi vacía, una caja con dos pastelitos de hojaldre duros como una piedra, un envase de medio litro de crema de leche y un único huevo en una huevera de cartón.
—Aquí no hay nada comestible —comenté—. Unas calles más allá pasé por una tienda. Me acercaré allí y te compraré...
—No, estoy bien. Ahora mismo, no puedo comer nada. Yo... —Ramiro consiguió levantar la cabeza. Resultaba evidente que intentaba, desesperadamente, encontrar las palabras mágicas que me hicieran desaparecer—. Te lo agradezco, Valeria, pero yo sólo... —su cabeza volvió a caer sobre el respaldo del sofá— necesito dormir.
—Está bien.

Cogí el bolso y titubeé mientras pensaba con nostalgia en Angie, mis amigas y la película romántica que habíamos planeado ver, pero Ramiro se veía tan desvalido, con su enorme cuerpo doblado en el incómodo sofá y el pelo enmarañado como el de un niño... 

—¿Dónde está Dawnelle? —no pude evitar preguntarle.
—La campaña de Cosmo es la semana próxima y no quiere contagiarse —murmuró Ramiro.
—No la culpo, pues tengas lo que tengas, no parece muy divertido.
La sombra de una sonrisa curvó sus labios secos.
—No lo es, créeme.
Su leve sonrisa pareció clavarse en una fisura invisible de mi corazón y ensancharla. De repente, sentí una opresión y una enorme calidez en el pecho.
—Tienes que comer algo —declaré con decisión—, aunque sólo sea una tostada antes de que se produzca el rigor mortis. —Ramiro empezó a decir algo, pero yo levanté el dedo como una maestra severa—. Estaré de vuelta dentro de quince o veinte minutos.
El hizo una mueca huraña.
—Cerraré la puerta con llave.
—Tengo una copia, ¿recuerdas? No podrás evitar que entre. —Colgué el bolso de mi hombro en un gesto de indiferencia hacia él que sabía que le molestaría—. Y mientras estoy fuera, y te lo digo de la forma más diplomática posible, Ramiro, no estaría mal que te ducharas.

Continuara...

*Mafe*

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