jueves, 7 de noviembre de 2013

Una noche con el Jeque Capítulo 18



Capítulo 18

—¡Rochi, tienes que ir! El príncipe se ofende¬ría mucho si no vas y, además, piensa en la cantidad de trabajos que te podrían surgir. He estado preguntando y va a estar allí lo mejor del mundo de los caballos. ¡Va a ser el gran evento del año y tú dices que no vas a ir! ¿Por qué? El príncipe está encantado con tu trabajo y lo va a mostrar a todos con orgullo. Ni que te contratara la National Gallery te daría tanta pu-blicidad.
Rocío percibió la exasperación en la voz de su agente y tuvo que admitir que lo entendía per¬fectamente.
Sin embargo, Kate no sabía que tenía dos bue¬nas razones para no volver a Zuran.
Gastón y… se miró el vientre.
Estaba embarazada de tres meses y todavía no se le notaba, pero el médico le había dicho que tanto Rochi como el bebé estaban estupendamente, que era normal porque era muy delgada.
—Ya verás, dentro de un par de meses me dirás que te ves muy gorda —le había dicho en tono de broma.
Todavía a veces, cuando se despertaba, tenía la impresión de que estaba soñando y le parecía imposible que estuviera embarazada.
¡Embarazada! Llevaba dentro de sí a un hijo al que ya adoraba. ¡Su hijo!
«Y el de Gastón», se recordó. ¡Pero no se iba a enterar jamás!
Lo cierto era que debía volver a Zuran pues, de no hacerlo, podría sospechar que pasaba algo raro. Su hermana, por ejemplo, se iba a enfadar mucho.
Además, así podría ver a Kiara, a quien echa¬ba tantísimo de menos. Sin embargo, en el otro lado de la balanza estaba Gastón.
Para su sorpresa, no había parado de pensar en él desde que había vuelto a Inglaterra. Ni si¬quiera ver confirmadas sus sospechas de que ha¬bía quedado embarazada había hecho que se ol¬vidara de él.
De hecho, lo seguía deseando día y noche. Aquello no era lógico, no tenía que estar suce¬diendo, pero no podía evitarlo.
¡Aquellas sensaciones eran propias de una persona enamorada y ella no podía permitirse co¬meter la locura de enamorarse!
En los momentos de mayor desesperación, se había llegado a preguntar si no podría ser que se sintiera así por el niño, que de alguna manera el bebé generara aquella sensación de pérdida por el padre al que nunca iba a conocer.
Estaba decidida a que su hijo no tuviera que sufrir, como ella, el rechazo de un padre. Rochi se bastaba y se sobraba para darle todo el amor que necesitara.
Iba a quererlo por los dos, iba a criarlo en la seguridad de su afecto y el niño no iba a echar jamás de menos a Gastón.
Su hijo no iba a tener que escuchar a su ma¬dre, como le había pasado a Rochi, llorando y la¬mentándose por el abandono paterno ni iba a sentirse culpable de alguna manera por dicha au¬sencia.
—Debes ir —insistió Kate.
—Muy bien —accedió por fin viendo sonreír a su agente.
—Te quedarás en casa con nosotros, por su¬puesto —dijo Marianela emocionada al abrazar a Rocío—. No he traído a Kiara porque le está sa¬liendo otro diente y ha pasado mala noche. ¡Me apetece tanto ir a la inauguración! Va a ser el acontecimiento del año, ¿sabes? Peter me ha comprado el vestido más impresionante que te puedas imaginar. ¿Tú qué te vas a poner? Si no tienes nada, podemos ir de compras y…
—No, no, tengo un vestido —contestó Rocío agradecida a Kate, que había insistido en que se comprara algo acorde con la situación.
No había querido tener que exponerse al ries¬go de que su hermana la viera en un probador, pues ella sí se daría cuenta de los cambios que se habían operado en su cuerpo.
Por supuesto, le iba a contar a Marianela que esta¬ba embarazada, pero todavía no. Se lo diría cuan¬do estuviera a salvo en Inglaterra. Había decidi¬do decirle a todo el mundo, incluida su hermana, que había acudido a una clínica de inseminación artificial y que el padre de la criatura era un do¬nante anónimo.
—¿Dónde está tu nueva casa? —le preguntó a su hermana mientras la limusina se acercaba a la ciudad.
—Un poco más allá de la de Gastón, en la costa —contestó Marianela encantada de hablar de su casa—. Estoy deseando mudarme, pero no sé cómo se va a adaptar la niña porque adora a Hera y…
—¿Pero no os habíais mudado ya? —exclamó Rocío alarmada.
—Se suponía que nos tendríamos que haber mudado ya, sí, pero todavía no están todos los muebles, así que seguimos viviendo en casa de Gastón. También está su tía abuela. Le caes muy bien, ¿sabes? No como yo…
Rocío sintió que el pánico se apoderaba de ella y le impedía hablar. No estaba preparada para aquello.
La casa apareció a lo lejos. Demasiado tarde para decir que había cambiado de parecer y que prefería hospedarse en un hotel. Ya estaba enfi¬lando el camino de entrada.
—Ali se ocupará del equipaje —dijo Marianela ba¬jando del coche.
«¿Por qué no estoy nerviosa?», se preguntó. ¿Qué había sido de la agitación que suponía que tendría que estar sintiendo? Nada más poner un pie en el suelo, la embargó un sentimiento de bienestar y de familiaridad como… ¿como si hu¬biera llegado a su hogar?
—Vamos a ir a ver a la tía Cecille —dijo Marianela—. Si no vamos a verla nada más llegar, me lo echará en cara. Si incluso ha dicho en la cocina que te preparen unas pastas.
Lo último que Rocío quería en aquellos momentos era oír lo mucho que la querían en aquella casa. La familia de Gastón se había por¬tado de maravilla con ella, que nunca había teni¬do una familia propiamente dicha y que era una de las cosas que más echaba de menos en la vida.
De repente, se encontró imaginándose cómo sería la infancia de un niño en una casa con tanta gente para jugar.
—Rochi, no sabes cuánto me alegro de que estés aquí —dijo Marianela—. ¡Cuánto te he echado de me¬nos! Te vas a alojar en la misma habitación que la otra vez. Nosotros estamos en los aposentos de Gastón porque Peter se negó a vivir como an¬tes, hombres por un lado y mujeres por el otro. ¡Menos mal! Todas esas tradiciones, ¿sabes? Como la de vivir en el desierto. No sé cómo Gastón lo puede soportar. Tanta arena, tanto calor y los camellos… Menos mal que Peter opina lo mismo que yo. Ninguno entendemos por qué Gastón deja que su vida se vea dominada por unas cuantas promesas que hizo su abuelo. Si Peter fuera el jefe, las cosas serían muy diferentes.
—Menos mal que no lo es —contestó Rocío sin poder evitarlo—. Gastón es el valedor de antiguas tradiciones que, de otra manera, se perderían. Marianela, entiende que, si no fuera por su empeño, toda una civilización se encontraría sin raíces —añadió al ver la cara de estupefacción de su hermana.
—¿Y qué? Vivir en el desierto es un horror. Me da igual que sea una tradición milenaria. ¡Yo no pienso hacerlo! ¿Te imaginas a una mujer vivien¬do así? ¿Tú podrías?
—De manera permanente, no —contestó Rocío—, pero para apoyar al hombre al que quiero y compartir con él algo que es realmente importan¬te en su vida, sí —añadió sin dudarlo.
¿Para qué molestarse en explicarle a su her¬mana que creía firmemente que volver a vivir de forma más sencilla a como se vivía no solo era positivo sino más que deseable? Marianela no lo en¬tendería.
—¿De verdad? Estás loca, como Gastón. Al fi¬nal, la tía Cecille va a tener razón. Gastón y tú sois tal para cual.
A Rocío no le dio tiempo de preguntar cómo era que habían hablado de ellos dos porque ya habían llegado al salón.
—¡Rocío, qué maravilla volver a verte! —ex¬clamó madame Flavel nada más verla.
Media hora más tarde, con Kiara en brazos, Rocío comenzó a sentirse más relajada.
Al fin y al cabo, no creía que Gastón fuera a querer verla. Tal vez, con un poco de suerte, ni siquiera apareciera muy a menudo.
—¡Hola, Gastón! —saludó en ese momento su tía abuela.
¡Gastón! Rocío se giró temblando de pies a cabeza. No debería estar sintiendo un inmenso deseo de besarlo, pero no podía evitarlo.
Ya no lo veía como una figura lejana sino como a un hombre… ¡Su hombre!
No era posible. ¿Qué sentía, entonces, por él? 
—Justo le estaba diciendo a mi hermana lo mu¬cho que os parecéis —comentó Marianela.
—¿Ah, sí? —contestó él mirándola con intensi¬dad.
—Sí, en cómo veis la vida —le aseguró Marianela—. Rochi, deberías tener hijos. Eres una madraza —añadió viéndola con Kiara.
—Estoy completamente de acuerdo —apuntó Cecille.
Rocío sintió que se ruborizaba de pies a ca¬beza, sobre todo por cómo la estaba mirando Gastón. Al darse cuenta de que, en seis meses, ten¬dría a su hijo en brazos como ahora tenía a Kiara, casi se le saltaron las lágrimas.
¿Qué le ocurría?
¡Reaccionaba como si fuera una mujer ena¬morada! Pero no lo era. Jamás dejaría que aquello su¬cediera.
Gastón observó a Rocío y se dijo que no debía sentir nada por ella. Al darse cuenta de que sus sentimientos por Rochi no eran correspondidos, había creído que dejaría de amarla, pero no había sido así.
Rocío sintió náuseas y se asustó. Sabía que no eran por el embarazo sino por las emociones que estaba experimentando, que iban del nervio¬sismo al pánico.
—Rochi —saludó Peter —. ¡Cómo me alegro de que estés aquí! Tu hermana no quiere que te va¬yas, ¿sabes? ¿Te ha contado ya que quiere con¬vencerte para que vengas a vivir a Zuran?
¿Irse a vivir allí? Rocío palideció.


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