Capítulo 19 ÚLTIMO
Gastón frunció el ceño. Estaba tan blanca, que parecía que se fuera a desmayar.
—Peter, ve por agua —le indicó a su primo acercándose a Rocío y tomando a Kiara en brazos.
Cuando la mano de Gastón rozó su brazo, Rocío sintió que el hijo que llevaba dentro se es¬tremecía y quería más, exactamente igual que ella, que se moría por sus caricias y por su amor.
Gastón la hizo sentarse y le dio un vaso de agua.
—No me pasa nada. Estoy bien —les aseguró nerviosa.
¡Lo último que quería era que sospecharan que no estaba bien y que llamaran a un médico!
—Rochi, estás muy pálida —le contestó Marianela.
—Es porque estoy un poco cansada, pero no pasa nada —insistió Rocío.
—Te sentirás mejor después de haber comido algo. Esta noche vamos a cenar todos juntos.
—No —dijo Rocío porque no se fiaba de sí misma si tenía que pasar más tiempo con Gastón—. Perdona, Marianela, pero estoy muy cansada por el viaje, ¿sabes?
—No pasa nada, petite, lo entendemos —inter¬vino Cecille acudiendo en su ayuda—. ¿Verdad, Gastón?
—Perfectamente —contestó él.
Rocío abrió los ojos de repente. El corazón le latía aceleradamente. Había estado soñando con Gastón.
Miró el reloj y vio que solo eran las diez. Los demás debían de estar todavía cenando. Tenía tan seca la garganta, que le dolía.
Se levantó de la cama y se acercó a la venta¬na, desde la que observó el jardín a oscuras. Al ver la piscina, recordó a Gastón masajeándole los hombros. ¡Cómo lo había deseado!
«Sí, pero por el niño, no porque lo quisiera», se apresuró a asegurarse a sí misma.
Sintió que se le nublaba la vista. Lo que tenía ante sí, a lo que tenía que enfrentarse, no se arre¬glaba llorando.
¿Cómo había sido tan estúpida? Al fin y al cabo, era digna hija de su madre y había cometi¬do el mismo error. ¿Cómo había imaginado que podía entregarse a un hombre como se había en¬tregado a Gastón, con total pasión, sin estar ena¬morada de él?
Quería tener un hijo, sí, pero el hijo de Gastón.
¿Cómo había podido actuar de manera tan egoísta? No solo no le había preguntado a Gastón si quería ser padre sino que, además, había con¬denado a su hijo a vivir como ella sin un padre que lo quisiera.
—Perdóname —lloró amargamente tocándose el vientre.
Hasta las doce no pudo meterse en la cama y cuando lo hizo fue para dar vueltas, dormir mal y tener terribles pesadillas dictadas por la culpa y la angustia.
—¿Qué te parece? ¿Cómo estoy? —le preguntó Marianela emocionada dando vueltas con su nuevo vestido.
—Estás preciosa —contestó Rocío sincera¬mente.
—Tú también —dijo Marianela.
Rocío forzó una sonrisa.
Solo faltaba media hora para que empezara la ceremonia de inauguración de las cuadras del príncipe y habría dado cualquier cosa por no te¬ner que ir.
Los últimos tres días habían sido una auténti¬ca tortura. Darse cuenta de que estaba enamorada de Gastón había sido un gran golpe, pero, para colmo, tenía que verlo todos los días y, cada vez que lo miraba, se sentía tremendamente culpable.
Apenas comía y lo único que quería era tomar el avión y volver a su casa.
Estaba tan nerviosa, que ni siquiera le importaba lo que los invitados fueran a pensar de su trabajo, algo que, en otras circunstancias, le ha¬bría parecido de vital importancia.
—Vamos, nos tenemos que ir —le indicó Marianela. Rocío se levantó y la siguió fuera, donde las esperaban Peter y Gastón junto al coche.
El viento cálido del desierto hizo que el vesti¬do de seda se le pegara al cuerpo y Rocío se apresuró nerviosa a despegárselo.
Menos mal que Gastón eligió ir delante en el coche junto a Ali.
—Estás muy nerviosa, ¿verdad? —dijo su her¬mana—. No has comido nada desde que has llega¬do y estás muy pálida.
—Marianela tiene razón —apuntó Gastón abriéndole la puerta al llegar a su destino—. Estás muy páli¬da.
La había tomado del brazo y Rocío se dio cuenta de que Gastón debía de haber estado espe¬rando el momento para demostrarle su enfado con ella.
—¿Qué te pasa, Rocío? ¿No quieres comer? Tal vez sea porque no tienes hambre de comida sino de otra cosa, ¿verdad? ¿No será que lo que quieres es sexo? —le espetó.
—No —contestó Rochi intentando apartarse. Gastón no se lo permitió.
—¿Ah, no? ¿Entonces por qué tiemblas como una hoja? ¿Por qué me devoras con la mirada cuando crees que no te veo?
—Yo no… Eso no es cierto —negó ruborizán¬dose.
—No mientas y no lo niegues. A menos que quieras que te demuestre que tengo razón. ¿Es eso lo que buscas, Rocío?
—¡Para! Déjame en paz —le suplicó.
—He hablado hoy con tu agente y me ha dicho que estaba segura de que te ibas a mostrar encan¬tada cuando te enteraras de que te quiero contratar para un proyecto muy especial. Kate se mos¬tró muy sorprendida cuando le dije lo que estoy dispuesto a pagar por tus… servicios.
—Gastón, por favor —le dijo viendo su mirada triunfal.
—¿Por favor?
—Gastón, Rocío, vamos —dijo Marianela.
—Ya vamos —contestó Gastón guiándola hacia la fiesta.
—Desde luego, tu friso ha sido todo un éxito —sonrió Peter—. Todo el mundo habla de él. La verdad es que es precioso.
Rocío intentó mostrarse entusiasmada, pero le estaba costando mucho.
—Rocío, no sabes lo contento que estoy con la acogida que tu obra ha tenido entre los presen¬tes —la congratuló el príncipe acercándose a ellos con Gastón—. El jeque me acaba de comentar que te ha contratado para plasmar el día a día de su tribu. ¡Me parece una idea magnífica!
Rocío sintió que las náuseas que no había parado de sentir desde su llegada se le multipli¬caban por cien.
¡Así que era eso a lo que se había referido Gastón!
El príncipe se fue y Rocío se despidió de él con una inclinación de cabeza. Cuando la levan¬tó, buscó a Gastón con la mirada para crucificar¬lo, pero el movimiento fue demasiado brusco para su delicado cuerpo y se mareó.
—Rocío, ¿qué te pasa? —le preguntó su her¬mana—. Ya estás pálida otra vez. Desde luego, cualquiera diría que estás embarazada —rió Marianela.
Gastón se quedó mirándola con el ceño frun¬cido.
—Tu hermana no se encuentra bien, así que la voy a llevar a casa —le dijo a Marianela.
—No —protestó Rocío.
Pero Peter y Marianela se fueron al bufé de co¬mida y Rochi se encontró saliendo de la fiesta del brazo de Gastón.
En el coche, en presencia de Ali, no hablaron y al llegar a casa Gastón no la dejó refugiarse en su habitación, sino que la condujo a sus aposen¬tos.
—No puedes hacer esto. Recuerda que soy una mujer soltera y…
—¡Y embarazada de mi hijo! —la interrumpió haciéndola entrar.
Rocío se dio cuenta de que estaba temblan¬do.
—Gastón, estoy cansada.
—¿Por qué no me lo has dicho? ¿Qué querías, perderlo antes de que yo me enterara? ¿Por eso no comes?
—¡No! —negó Rocío horrorizada—. ¿Cómo te atreves? Jamás haría algo así —añadió llorando—. Deseaba tener un hijo con toda mi alma.
—¿Cómo? Repite eso.
—¿Qué?
—No juegues conmigo, Rocío. Acabas de decir que querías quedarte embarazada. Lo has dicho en pasado, no en presente. Eso quiere decir que me mentiste. No solo buscabas sexo ¿ver¬dad?
Derrotada, Rocío se sentó en una butaca.
—¿No dices nada? ¿Ni siquiera te vas a moles¬tar en negarlo, en decirme que fue un accidente?
Rocío se mordió el labio. ¡No debía seguir mintiendo!
—No tienes de qué preocuparte —dijo con voz trémula—. No te voy a pedir nada jamás. Me voy a ocupar yo del niño —le aseguró.
—¡Es mi hijo también!
—¡No! ¡Será solo mío! No tiene nada que ver contigo.
—No me lo puedo creer. ¿Cómo que no tiene nada que ver conmigo? —explotó Gastón furio¬so—. Voy a dar órdenes para que preparen todo lo necesario para poder casarnos cuanto antes.
—¡No! —contestó Rocío presa del pánico—. No me voy a casar contigo, Gastón. Ni ahora ni nunca. Cuando mi madre se casó con mi padre, creyó que era para siempre, que él la amaba y que podía confiar en él, pero no fue así. Nos abandonó porque no me quería, porque no quería ser padre —le contó con inmenso dolor.
—Yo no soy tu padre, Rocío —contestó Gastón—. En Zuran, los derechos del padre priman sobre los de la madre, así que podría hacerlos va¬ler y no dejarte salir del país con mi hijo.
—¿Por qué? ¿Por qué haces esto? Tu tía me dijo que no querías casarte ni tener hijos.
—Cierto, pero eso era porque no creía que ja¬más fuera a encontrar a una mujer capaz de que¬rerme con pasión, una mujer que entendiera el deber que tengo hacia mi pueblo, no creía que existiera una mujer…
—Yo no soy esa mujer, Gastón. ¿Te quieres ca¬sar conmigo solo porque estoy embarazada de ti? No pienso casarme contigo por el niño —le asegu¬ró llorando desconsoladamente.
—Rocío —dijo Gastón acercándose a Rochi y abrazándola—. No llores, no puedo soportarlo, como tampoco puedo soportar la idea de perder a la mujer que más quiero en el mundo y a nuestro hijo. Obviamente, tampoco podría retenerte con¬tra tu voluntad, pero quiero que sepas que cuando viniste a buscarme al desierto fue como si me hu¬bieras leído el pensamiento, pues me moría por estar contigo. Quería decirte lo que sentía por ti, pero sabía tu historia y quería que, primero, con¬fiaras en mí antes de decirte que te quería y que eras la mujer de mi vida. Estaba convencido de que eras la mujer perfecta para ayudarme a llevar a cabo mi labor, pero, tal y como me dejaste claro, tú no me correspondías, no me querías… Y ahora me entero de que ni siquiera me deseabas de verdad. Solo querías acostarte conmigo para tener un hijo. Os necesito a los dos a mi lado más de lo que te puedas imaginar, pero no pienso obli¬garte a quedarte si no es eso lo que quieres. Vuel¬ve a Inglaterra cuando quieras, pero te pido que me dejes formar parte de la vida de mi hijo. Déjame verlo por lo menos una vez al año, por favor. Si lo prefieres, iré yo allí y…
Rocío no daba crédito a lo que estaba oyendo. Gastón no solo la deseaba, sino que la quería. ¡La quería tanto, que estaba dispuesto a casarse con ella!
Sintió que una enorme felicidad se abría paso entre la tristeza.
—No sabía que me quisieras —susurró mirán¬dolo a los ojos.
—Ahora, ya lo sabes.
Rocío le tomó la mano y se la coloco en el vientre para que sintiera la vida de su hijo. Inme¬diatamente, supo que Gastón jamás haría lo que había hecho su padre. Cuánto sufrimiento por haber creído que todos los hombres eran como él. Se sintió más libre que nunca, se había librado de aquella pesada carga que había llevado du¬rante toda su vida y Gastón le había dado aquella libertad.
—Te he mentido —confesó tomando aire—. No fue solo sexo. Me intenté convencer, a mí misma de ello porque tenía miedo, pero… te quiero —susurró.
—¿Me quieres? —exclamó Gastón—. ¿Confías en mí, Rocío? ¿Me crees cuando te digo que jamás te fallaré? ¿Me crees cuando te digo que nuestros hijos y tú podréis contar siempre con mi amor y mi desvelo?
—Sí —contestó Rocío mirándolo a los ojos. Nada más oír su afirmación, Gastón la besó con un amor infinito.
—Gastón, que los otros deben de estar a punto de volver —protestó Rocío.
—¿Quieres que pare?
—Mmm… no —suspiró Rocío.

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