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algunas personas tenían gallos. Otros tenían relojes de alarma.
Yo tenía a Los Beatles.
Mi padre era tan rápido como previsible, y esa mañana
"Come Together" se ejecutaba a tres cuartos volumen, lo
que significaba
que eran las siete am. Para un adolescente en vacaciones de
verano, Los
Beatles eran tan bien recibidos como un chorro de alarma de
incendio en
el oído, al romper el alba.
Gimiendo mi camino fuera de la cama, me senté, poniéndome el
primer par de sandalias a juego que fui capaz de localizar. Una
mancha
de lápiz de labios y una barrida rápida a través de mi cabello con
los
dedos, y yo me encontraba lista para la mañana. La invención del
pantalón de yoga y la vinculación con una camiseta sin mangas
clasifican
en mi lista de los diez inventos más reveladores. El dúo elástico
sirve como
ropa de dormir, ropa de ejercicio, prendas de todos los días, y
como el
traje perfecto para una mañana en el estudio de baile.
Había un montón de cosas que podía dejar —champú, los callos de
caramelo, el esmalte rojo de uñas, el sueño... infierno, los
chicos— antes de
tener que dejar el baile. El ballet para ser específica, pero no
sólo eso.
Todas y cada una de las oportunidades que tenía, me encontraba
bailando. Yo había estado haciendo hip-hop, vals, tango, y
piruetas todo
mi camino por la vida desde que tenía tres años.
Cuando se anunció que estaríamos simplificando, es decir,
reduciendo personal porque nos estábamos quedando sin dinero para
nuestras vidas, tuve un encargo.
En realidad, era más como una exigencia.
Mis clases de baile en la Academia de Baile de Madame Fontaine
debían continuar sin interrupción. O no ser canceladas por falta
de fondos.
No me importaba si ya no tenía que usar la ropa de marca, e ir de
compras en los días de medio precio de la tienda de ahorro local,
o si mi
coche era reemplazado por el transporte público, o incluso si
teníamos un
techo sobre nuestras cabezas. Debía seguir bailando.
Era lo único que me mantenía a flote cuando sentía que me
ahogaba. La única cosa que me ayudó a pasar los días oscuros. Lo
único
que parecía que todavía me recibía con brazos cálidos y un amor
mutuo.
Lo único que no había cambiado en mi vida.
Lancé mis zapatillas de punta sobre un hombro y el bolso sobre el
otro, y abrí la puerta de mi dormitorio con un crack. La cabaña
era un
lugar destartalado, con mucho carácter, como mis padres la
presentaron
cuando compraron el lugar hacía ya una década, lo que había sido
una
buena manera de decir que era un pedazo de basura que tenía la
suerte
de estar todavía en pie, pero había aprendido hace dos veranos
como
aceitar las bisagras y aplicar la cantidad justa de presión al
alza sobre el
picaporte para abrir la puerta de medio siglo de antigüedad sin
hacer
ruido.
Esperé, escuchando los sonidos y ruidos, aparte del coro de
"Come
Together". Sólo cuando unos sólidos minutos habían pasado sin
el clickclack
de los tacones. O un trío de suspiros emitidos, fue que me di luz
verde.
Mamá estaba de camino a su trabajo, o ya se encontraba allí, por
lo
que la costa se hallaba despejada. Después de la cena de anoche,
en
realidad, después de los últimos cinco años de cenas, evitar a mi
mamá
era una prioridad superior, justo debajo de baile.
Saltando por la escalera, una imagen apareció en mi mente. Una
imagen que había tratado de borrar. Una imagen con las que mis mejores
intenciones habían luchado inútilmente.
Gaston Dalmau, agazapado en la arena, a un suspiro de distancia,
sonriéndome como si supiera todos los oscuros secretos de mi
pasado y no
le importara. Gaston Dalmau, dorado por un verano en la arena, los
ojos
líquidos , músculos tirando a través de su camisa...
Mi pie se atascó en el anteúltimo escalón, si no hubiera contado
con
una buena cantidad de años de la gracia de la danza, estoy segura
de
que habría enterrado mi rostro en ese antiguo, Dios sabe lo que se
esconde entre las grietas, tablón del suelo.
Asegurándome de que los zapatos, el bolso, y mi orgullo seguían
intactos, me obligué a hacer un voto sagrado de que nunca iba
volver a
soñar, pensar, reflexionar, preguntarme, o sentirme lujuriosa
sobre Gaston
Dalmau.
Yo no necesitaba una petición firmada por las innumerables niñas
que había seducido y dejado para saber que era un billete de ida a
un
embarazo no deseado en el peor de los casos, o un corazón roto en
el
mejor.
—Nos vemos, papá —le grité, tomando una manzana del frutero—.
Me voy a la práctica de baile, regresaré a casa en algún momento
antes
de la cena. —Agarré una botella de agua de la nevera, que se
encontraba fuera de la puerta, dos latidos de mi corazón más
tarde.
No importaba cuánto tiempo me quedara, no habría ninguna
respuesta de mi padre. Ni siquiera un gesto de reconocimiento.
Podría
haber sido un maniquí en la silla, mirando distraídamente por la
ventana
hacia la nada.
Yo podría haber estado jodiendo a la mitad de la población del
mundo en el mostrador de la cocina y a él no le hubiera importado.
Ni
siquiera me notó.
Recordándome a mí misma que insistir en la desgracia que era mi
familia no arreglaría nada, volví mis pensamientos a otra cosa,
cualquier
otra cosa, que no estuviera relacionada con la familia.
¿Y dónde podía dirigir mis pensamientos?
Gaston Dalmau.
Yo tenía algún tipo de enfermedad, un pensamiento corriente de
auto-destrucción pensamiento.
Camino a la Mazda, algo me llamó la atención. Algo que destacó
por la forma en que vemos el sol por la mañana temprano. Algo que
no
había estado allí ayer.
Girándome hacia la playa, vi lo que era responsable de detenerme
en seco a las siete de la mañana.
Era una especie de ciclón, un rectángulo que contenía una casa en
miniatura, dos recipientes de plástico, y una cuerda de nudos en
el interior
de la misma. Una perrera.
La solución a uno de los problemas sin fin que ocupaban mi vida.
La respuesta a una oración silenciosa.
Caminando por la playa, mordiéndome el labio para contener las
lágrimas fantasmas que habían comenzado a formarse, noté que había
un
lazo rojo atado al otro lado de la puerta del candado, y una nota
doblada
colgando debajo de ella.
Supongo que para el noventa y nueve coma nueve por ciento de
las adolescentes, un criadero de perros de regalo clasificaba
justo por
encima de un mal día en la noche del baile de graduación, pero
para mí,
una chica que no podía encajar en el molde de lo normal aún si lo
intentaba, era como encontrar al último rompecorazones de
Hollywood
envuelto bajo el árbol de Navidad con una etiqueta que dijera:
Disfrútalo.
Sonriendo como las colegialas, puse los ojos en blanco, y arranqué
la
nota de la proa, sin siquiera importarme quién había construido la
perrera.
Esto significaba que Mini Cujo podría quedarse conmigo hasta que
yo lo
rehabilitara para que pudiera ser adoptado por otra familia.
Mi sonrisa que parecía que no terminaría, lo hizo, bastante
abruptamente, tan pronto como leí las palabras.
Así que. ¿Qué hay de esa cita?
Había sido firmado con nada que no sea una g, pero no necesitaba
una puntuación perfecta, o tres cartas para saber quién la había
dejado.
Justo el hombre en el que necesitaba, pero no podía, dejar de
pensar.
Justo el hombre que necesitaba nunca volver a ver. Justo el hombre
que quería ver en estos momentos.
Si mi historial de relaciones fallidas todavía no lo había
probado, esto
lo hacía. Iba a terminar con un viejo pícaro y malévolo.
Haciendo un análisis rápido de la zona, no había ni rastro de un
hombre cuyo rostro, cuerpo y sonrisa hubiesen sido tallados por
los dioses.
Me irrité conmigo mismo por sentirme decepcionada.
Era cierto que un tipo como Gaston sabía exactamente lo que hacía
y
cuál iba a ser su siguiente jugada. Le dirigí una última sonrisa a
la perrera
antes de correr al Mazda. Las paredes de espejos y pisos de madera
me
llamaban y, como ya lo había admitido, la danza iba antes que los
chicos.
Tal vez con excepción de uno.
Sacudiendo la cabeza y poniendo una tapa pesada sobre mi
irresponsable e interna gemela malvada, di vuelta a la llave en el
encendido y puse música hasta que los altavoces sonaron como si
estuvieran a punto de estallar.
Aun así no podía borrar a Gaston Dalmau de mi mente.
***
Había caído. Caí tan fuerte sobre mi trasero que me quedé sin
aliento. La última vez que había tenido una caída de cualquier
tipo fue a
los diez años y en el segundo día sobre mis zapatos de ballet. Me
puse
furiosa cuando la caída detuvo mi práctica corta. Y me enojé más
con
Becky Sanderson, quien había presumido que era una apuesta segura
para Julliard, desde que íbamos en la escuela primaria, y había
tenido un
asiento de primera fila. Me puse como loca porque tendría un
moretón del
tamaño del Cabo Cod4
en mi trasero hasta las
vacaciones de invierno,
porque había estado pensando en una persona especial en la que sin
duda no debería haber estado pensando.
No sabía cómo ni por qué, pero Gaston había desatado una granada
en mi vida que diezmaba incluso en piezas más sagradas en un
período
menor a veinticuatro horas.
Quería maldecir al Creador por no completar el elenco femenino
con un botón de suprimir para cuando se trataba de hombres, pero
yo era
demasiado supersticiosa. Me convencí de que la injuria a lo divino
era
seguida por un billete de ida al infierno. Y no al otro mundo,
Satanás y el
demonio vivían en el infierno. El infierno en la tierra.
Seamos realistas, yo ya me encontraba tan cerca que tenía que
comportarme de la mejor manera cada segundo del día.
Conduciendo por el camino de entrada, me golpeé la cabeza sobre
el volante, tratando de pensar en una ecuación viable para viajar
en el
tiempo, de manera que pudiera pasar mi vida rápidamente por un
año.
Debido a que los perros son las criaturas más sensibles en esta
tierra,
una lengua caliente y húmeda se deslizó por mi mejilla.
—¿Por qué no puedes ser un adolescente, Rambo? —le pregunté,
rascándole detrás de sus oídos.
Un ladrido y una sonrisa de perro fue su respuesta. Mi más
reciente
proyecto favorito, nunca mejor dicho, se ganó su nombre la noche
anterior
en lo de Darcy. Al parecer, un maratón de Rambo se transmitió toda
la
noche y cuando el señor Darcy había intentado apagar el televisor,
el
cachorro se lo había impedido, así que lo dejó encendido y, al
amanecer,
el perro, previsto para la eutanasia el mismo día que lo adopté,
tenía un
nuevo nombre.
—Muy bien, chico —le dije, frunciendo el ceño ante la casa de la
playa—. Vamos a terminar con esto. —Atrapando las veinte libras de
Rambo, fui directo a la caseta de perro como si fuera un
territorio seguro.
Como si demostrando que podía contenerlo, podría quedármelo.
—Aquí está tu nueva casa, Rambo —susurré mientras lo depositaba
en el interior—. Sé un buen chico y no caves, ladres, o rasgues tu
casa de
perro en pedazos, ¿de acuerdo?
Comenzó la inspección de la perrera de inmediato, gruñendo en las
esquinas donde supuse, un cierto conjunto de manos habían pasado
mucho tiempo fijando las tuercas y los pernos juntos.
—No eres un gran fan de Gaston, ¿verdad? —le dije, de rodillas
fuera
de la puerta de la caseta—. ¿Por qué es eso?
—Probablemente porque los perros tienen una gran intuición.
Me sorprendí tanto por la voz detrás de mí, y su proximidad a mi
cuello, que me tambaleé hacia atrás, cayendo sobre mi trasero.
Para un
gran total de dos veces ese día. A este ritmo, iba a convertirme
en la
primera tonta torpe.
—Maldita sea, Gaston —le dije mientras Rambo rompía en otro
ataque—. Existen estas grandes palabras de una sílaba que hacen
referencia a saludos, y que se inventaron para que una persona
—hice un
gesto hacia él—, pueda avisar a otra antes de que…
—¿Caiga sobre su trasero? —terminó, ofreciéndome esa misma
sonrisa que había sido mi perdición ayer y, según mi instinto
torsión
demostraba que también hoy.
—Sorprenderla —concluí, a punto de empujarme fuera de la tierra,
cuando llegó a mis manos y me levantó. Me dije que el calor que
corría
por mis venas con su toque tenía todo que ver con el día de un
verano
caliente.
Incluso en mi voz más autoritaria, no fue muy convincente.
Su sonrisa se marcó más. Sus ojos parpadearon. Sabía exactamente
lo que su toque me hacía. Y odiaba que él lo supiera.
—Siento haberte asustado —dijo, dejando ir mis manos.
—Siento que te hayas golpeado el trasero, ¿quieres decir? —Le
sonreí deseando que no me mirara como si pudiera ver y oír todo lo
que
sucedía debajo de mi piel.
Sus ojos giraron hacia el cielo. —Lo siento por todos los delitos
anteriores, actuales y futuros que haré en tu presencia.
Desde atrás, escuché a Rambo empezar a lamer un poco de agua
de su recipiente. —Todos los chistes y las bromas a un lado —le
dije—,
gracias. Esto es, posiblemente, lo más lindo que alguien ha hecho
por mí.
Metiendo las manos en los bolsillos, se me quedó mirando. —No es
la
gran cosa.
—Sí, lo es —le dije, no iba a dejar que se deshiciera de aquello
como
si no fuera la gran cosa—. Aunque tengo curiosidad de cómo y
cuándo
llegó esta cosa aquí sin que haya oído o notado que alguien la
construía.
—Ayuda que yo sea un constructor Ninja —dijo, dándome una
sonrisa torcida—, y también ayuda el hecho de que vivo al lado. —
Señalando con su barbilla hacia la cabaña de al lado, arqueó una
ceja y
me esperó.
—¿Fue tu familia la que compró el lugar de los Chadwicks el otoño
pasado? —le pregunté, mirando la cabina en forma de A de la puerta
de
al lado. Había tenido la impresión de que todavía seguía vacante.
—De hecho, sí.
—¿Tú eres mi vecino? —Era el sueño americano de toda
adolescente tener un vecino como Gaston, así que ¿por qué mi
estómago se
sentía como si acabara de tragarse un ladrillo?
—No —dijo, frotándose la mano sobre su boca, tratando de ocultar
su sonrisa—. Tú eres mi vecina.
—Bueno —suspiré—. Ahí va el vecindario.
Asintió con la cabeza, esos ojos suyos, hoy tan luminosos
—Ahí va.
Dos palabras. Dos palabras acompañadas de esa mirada, realizada
por esos ojos, emitida por ese hombre.
Tuve la suerte de que mis rodillas no se aflojaran bajo el peso de
ese
desmayo.
—Entonces —Gaston me escaneó—, vecina, ¿cómo suena el viernes
por la noche?
—Suena como viernes en la noche. —Me dolía la espalda, gracias a
los fuertes, muy poco atractivos, pedazos de mí volviendo a
juntarse.
Ningún hombre, un nivel por debajo de la divinidad o no, me hacía
suspirar, pestañear y volverme enferma de amor.
—Débil, Rochi —dijo, chasqueando la lengua—. Vamos a tener que
trabajar en la velocidad y agudeza de tus respuestas si vas a
pasar mucho
tiempo conmigo. Soy difícil de seguir.
—Entonces la solución es fácil —dije, cruzando los brazos y
recostándome en la perrera—. No voy a pasar mucho tiempo contigo.
—¿Así que has decidido caer en la cuenta y mantener distancia? —
dijo, con voz más tranquila.
—Rochi, ¿caer en la cuenta? —Una voz que podría ser capaz de
poner tanto frío en aquellas palabras, en medio de este calor,
necesitaba
de mucha habilidad y disciplina—. Eso es tan probable como yo
tomando
unas vacaciones de tres días en cualquier momento durante la
próxima
década.
Juro que si yo hubiese sido un perro, hubiera tenido los pelos de
punta o el rabo entre las piernas. Con mi mamá, no sabía si luchar
o
acobardarme y exponer mi yugular.
—No sé nada de eso, señora —dijo Gaston, caminando a mí alrededor,
por lo que asumí que mi madre se había quedado sobre mí—. Rochi
parece
de lo más inteligente. De las personas que tienen la cabeza bien
puesta.
Mamá chasqueó la lengua tres veces. —La adulación no se
considera una virtud, joven. Sobre todo cuando, a estas alturas de
la vida,
es utilizada por chicos con la esperanza de abrirse camino en los
pantalones de una señorita.
—Mamá —le susurré, girándome.
—¿Quién es tu nuevo amigo, Rochi —preguntó ella, mirándolo de pies
a cabeza como si fuera como todos los días y mucho menos útil que
el
poliéster.
—Gaston. —Cuando ella actuaba así, yo mantenía mis respuestas en
una palabra.
—Y me gustaría asumir que Gaston —dijo, como si hundiera sus
dientes
en una rodaja de limón—, tiene un apellido.
—Dalmau —contestó él, tendiéndole la mano, que ella miró como si
fuera una carga entorpeciendo uno de sus proyectos.
—Dalmau —repitió ella,
—. Por supuesto que lo es.
Increíble. Mi mamá tenía que ser la primera mujer que había mirado
a Gaston, y no se sentía como si algo en su interior palpitara.
Incluso un
hombre, un hombre heterosexual, hubiera estado más impresionado
por
Gaston que mamá.
—Otro perro —suspiró mamá, volteándose y observando la perrera y
todo a su alrededor como si debiera ser enviado lejos de la ciudad
en el
próximo tren—. Mucho para darse cuenta. ¿Cuándo vas a aprender que
no puedes salvar al mundo un alma perdida a la vez? —dijo, la
dureza que
drenaba de su voz, dejaba tras de sí nada más que la tristeza que
realmente sentía.
Ella no esperaba una respuesta a esa pregunta, pero, a pesar de
que me encontraba a medio camino de la puerta de la caseta y fuera
del
rango auditivo, todavía le ofrecí una. —Hasta que no haya más
almas
perdidas para salvar.
—Parece una gran dama —dijo Gaston desde atrás. Podía sentir que
la
sonrisa en su rostro era fuerte.
—No tienes ni idea. —Me volví hacia él, deseando que cada vez que
lo mirara no se sintiera como si estuviera cayendo por un abismo—.
Así que
piensas que soy lista, ¿eh?
—Sólo porque decidiste mantener distancia.
Echando un vistazo hacia la perrera, pensé en el tiempo, el dinero
y
la planificación cautelosa que debió haber tomado para construirlo
sin
que lo notara, no necesitaba saber los detalles más finos que
conformaban
a Gaston Dalmau. —¿Quién dijo que decidí mantener distancia?
—Tú lo hiciste —dijo, metiendo sus manos en los bolsillos de sus
vaqueros desgastados de peltre.
—No, no —le dije—. Y si lo hice, me reservo el derecho a cambiar
de
opinión en cualquier momento.
—Si ese es el caso, entonces me reservo el derecho a retirar mi
comentario anterior.
—Hiciste muchos de ellos, ¿exactamente de qué comentario estás
hablando? —le pregunté.
Extendiendo la mano, pasó los dedos por los cordones de mis
zapatos de punta colgados por encima de mi hombro, como si fuera
capaz de romperlas si no tenía cuidado. —Que eras inteligente.
Él podría haber estado a punto de decir o hacer algo más, pero
tendría que seguir siendo un misterio, porque en ese momento,
"Eight Days
a Week" de los Beatles resonó a través de las ventanas. La
cena era en
treinta minutos.
—¿Tienes hambre?
Acariciando las cintas de color rosa nuevamente, de la forma más
cuidadosa que sus manos parecían ser capaces, volvió a mirar hacia
la
caseta. —Tal vez.
—¿Tal vez? —repetí, disparándole una mirada—. Eres un
adolescente. Siempre debes tener hambre.
Hizo una pausa, el conflicto interno era tan fuerte que le cubría
la
cara.
—Vamos —insistí, agarrando su mano y dándole un tirón—. Mi papá
es el mejor cocinero de todos y acabas de conocer a mi madre. No
me
obligues a ir allí sola.
Exhalando, sus ojos se dirigieron a los míos. —¿Estás segura?
—Absolutamente, positivamente, increíblemente, sin duda. —
Levanté una ceja—. ¿Quieres que continúe?
—Detente —dijo, apretando las manos sobre sus oídos.
—Vamos, Drama-saurus Rex —pedí, diciéndole adiós a Rambo, que
lucía feliz como una almeja royendo sus huesos, y llevé a Gaston
hasta la
calzada de piedra.
—Otro intento débil de humor, Rochi —dijo, enrollando sus dedos
con
los míos—. Tan débil.
—Perdóname, oh dios sagrado de la comedia.
Empujándome mientras subíamos las escaleras, sonrió con esa
sonrisa
pícara que me hacía sentir los latidos de mi corazón en la boca.
—Es
bueno ver que estás dispuesta a admitir que soy un dios.
—Oh, Dios —suspiré, sacudiendo la cabeza.
—Exactamente —dijo como si fuera un hecho—. Es la forma en que
debes referirte a mí.
Dándole la mirada menos divertida que pude manejar, empujé la
pantalla abierta. Lo inevitable ya no podía esperar.
Sentarse a cenar con la familia era lo último en mi lista de
prioridades, especialmente teniendo en cuenta que las cenas en los
últimos tiempos habían estado marcadas por el silencio y más
silencio. A
menos que cuenten las miradas que mi madre despedía como una
pelota
de ping-pong entre papá y yo. Pero sentarse a una cena familiar
con
Gaston, un tipo del que sabía muy poco, que me cautivó
peligrosamente y
que, al menos en la superficie, era un chico con el cual los
padres no
querían que su hija adolescente gastara su tiempo, esta cena,
estaba
segura, tenía el potencial para ser épica.
Un desastre épico.
—Algo huele jodidamente bien —dijo Gaston para mí, olfateando el
aire que cargaba con aroma a limón y mantequilla.
Sus palabras no fueron escuchadas sólo por mí, como lo demostraron
las dos cabezas de mis padres volviéndose para mirarlo.
El doble golpe de cejas de mi madre llegó al mismo tiempo que sus
labios fruncidos. Mi padre sonrió. Verán, mientras mamá veía el
mal en
todo, la maldición en la vida, papá veía lo bueno. O al menos solía
hacerlo, y todavía lo hacía de siete a nueve de la noche.
Gaston eligió hacer frente a mi madre primero. —Lo siento por el
idioma, señora. —Guardó las manos en sus bolsillos—. Me crié en
una casa
donde maldecir era el segundo idioma. Viene con tanta naturalidad
que
ni siquiera me doy cuenta. Pero prometo intentar filtrarme cuando
estoy en
su casa.
Recostándose en la silla, ella se cruzó de brazos. —Siempre me ha
parecido que la blasfemia es un sustituto de la inteligencia.
Mi boca se abrió. Incluso esto, para mi mamá, era cruzar un nuevo
nivel de crueldad.
La expresión de Gaston no cambió. —En mi caso, tengo que estar de
acuerdo con usted. Mis tarjetas de reporte son como una pesadilla
para
cualquier padre.
—Y por la sonrisa en tu cara, deduzco que estás orgulloso de eso.
Y ahora, para unirse a mi boca en el suelo, quería meterme en un
agujero y esconderme. Lo que sea que se escondía entre las capas
que
componen a una persona como Gaston, ni un secreto, ni un crimen o
delito
merecía aquel grado de maldad.
Mirando hacia Gaston, me encontré con su rostro, tan sereno como
si
estuviera diciendo “omm” durante su camino a yoga.
—No, señora —respondió, encogiéndose de hombros.
—¿No como que estás orgulloso o como que no lo estás?
Deslizando su mano de la mía, Gaston la miró de frente y
respondió—:
No como que estoy orgulloso de muy pocas cosas en mi vida.
Mamá no tenía una respuesta inmediata para esto. Incluso en su
pintado mundo negro, la honestidad de este tipo le daba una pausa.
—
Suena como precisamente el tipo de triunfador que quiero para
pasar
tiempo con mi hija.
—Mamá —le susurré con mi voz de amonestación. No es que le
afectara de ninguna manera.
—Eso es lo que le dije —aseguró Gaston—, pero lo que he aprendido
acerca de Rochi, en las pocas horas que hemos pasado juntos, es
que es la
clase de persona que no permite que nadie decida por ella.
El teléfono celular que mamá mantenía a un brazo de distancia en
todo momento, sonó pidiendo atención. Por primera vez en quién
sabe
cuánto tiempo, hizo clic en el botón de ignorar. —¿Y qué más has
aprendido acerca de Rochi? Puesto que eres el experto.
Tomó mi mano entre las suyas, y me deslizó una sonrisa. —Es
inteligente, excepto cuando no lo es.
Zumbido de nuevo, mamá levantó el teléfono hacia su oreja. —Vaya
revelación —le dijo a Gaston antes de levantarse y marchar fuera
de la
cocina, ofreciéndole al otro extremo de la línea, un saludo
recortado
seguido por un largo suspiro de tres segundos.
—Lo siento —le dije.
—¿Por qué? —preguntó en voz baja— No puedes controlar las
acciones de tu madre más de lo que ella puede.
—Mí —dije, tirando de él hacia delante. Uno de los padres fuera,
uno
más por ir—. ¿No estamos interesantes hoy en día?
—Ese es un término que nadie ha utilizado para describirme antes —
contestó él, tirando de su gorrita justo por encima de las cejas.
Para todas
las mangas largas, jersey, gorras y botas para patear traseros que
llevaba,
empezaba a preguntarme si tenía la circulación de una mujer de
ochenta
años.
—Papá —le dije, tocando su hombro.
Él no apartó la mirada de las ollas y sartenes que chisporrotea y
hervían en la estufa de gas. —Hola, mi Rochi en el cielo…
—Este es Gaston —lo interrumpí, no quería verme aún más niña de lo
que ya me sentía en su presencia.
Levantando un dedo, papá le dio a la salsa de mantequilla de limón
un batido final y apagó todos los fuegos. No estaba segura de cómo
era
capaz de terminar una comida completa al mismo tiempo, pero era un
fenómeno que se saltó una generación cuando se trataba de mí.
Dándose la vuelta, se limpió las manos en el delantal. . .
Oh Dios, ¿cómo había yo olvidado el delantal? Los ojos de Gaston
se
desorbitaron, pero se recuperó tan rápido que papá ni siquiera se
dio
cuenta. No es que le habría importado si lo hacía. El delantal
había sido un
regalo de Italia, Roma, para ser exactos, y representaba la
escultura de
David en su gloria, en toda su gloria, colgando en lugares
anatómicamente correctos.
—Hey, Gaston7 —saludó papá, mirando muy contento con toda la
transacción.
—Sr. Igarzabal —saludó Gaston, extendiendo su mano—. Lindo
delantal.
Barajando la espátula en la otra mano, papá sacudió Gaston. —Ya me
gustas —dijo, limpiándose una racha de harina de la mejilla—. Un
gran
nombre, un gusto exquisito en trajes culinarios —continuó, antes
de bajar la
mirada donde la mano de Gaston todavía envolvía la mía—. Y te
gusta mi
hija. Eres un hombre inteligente, Gaston. —Con un guiño, papá giró
de nuevo
hacia la estufa, batiendo, volteando y agitando frenéticamente.
—No es difícil reconocer algo especial cuando la vida te tira un
montón de mierda en el camino —dijo Gaston.
—Voy a levantar las manos al cielo por eso —concordó mi padre,
mientras yo trabajaba en confirmar que mis pies estuvieran
plantados en el
suelo. Algo en la forma en que sus ojos se abrieron suaves cuando
me miró
y dijo “especial” hizo un trabajo sobre mí—. Rochi en el cielo
—dijo, por
encima de su hombro—. ¿Por qué no avanzas el disco unas cuantas
canciones y pones para Gaston aquí su canción de los Beatles?
—No —dijo Gaston abruptamente. Papá y yo hicimos una pausa,
mirando hacia él—. Mi madre adoraba a los Beatles —
dijo, la tensión había desaparecido de su voz—. He oído la canción
el
tiempo suficiente como para durar tres vidas.
Papá estudió a Gaston un poco más antes de encogerse de hombros.
—Bueno, no voy a torturarte con ella nunca más, entonces —dijo—.
Pero es
una gran canción para ser nombrado por ella. Posiblemente la
segunda
mejor. —Mirando por encima de mí, sonrió—.
—Es una canción acerca de dejar que las drogas enmascaren el
dolor de la vida —dijo Gaston—. Creo que mamá todavía se hallaba
chiflada
por traerme al mundo.
Papá estudió a Gaston otra vez, como si tratara de poner el dedo
en
algo que no podía identificar. —También es una canción de amor
—dijo—,
y dejar que ese amor entre cuando más lo necesitamos.
Gaston hizo una pausa, algo tan fuerte pasaba por su mente que era
visible en los planos de su rostro. Finalmente, se encogió de
hombros. —
Bueno, sea lo que sea, es sólo un nombre.
—Uno bueno —dijo mi padre, agitando la espátula—. ¿Cuál es tu
apellido, Gaston? —Papá levantó la vista mientras se servía el
pollo.
—Dalmau, señor.
—Hmm. —Arrugó la frente—. El nombre no me es conocido, pero
tienes una cara que estoy seguro de que he visto antes.
La mano de Gaston se tensó alrededor de la mía. —Me lo dicen
mucho.
—¿Creciste por aquí?
—Crecí en todas partes —respondió Gaston, su mano apretando con
más fuerza.
—La familia de Gaston compró el lugar de los Chadwicks —intervine,
no estoy segura si fue más por Gaston o por el bienestar de mi
mano—. Tal
vez por eso lo reconoces.
Papá meditó sobre esto poniendo salsa sobre los platos. —Tal vez —
se dijo—. Tal vez no.
—¿Puedo ayudarte, papá? —le pregunté, tirando a Gaston conmigo.
Estaba segura que si dejaba ir su mano, podría ser la última vez
que la
tuviera en la mía.
—Estos dos están listos para ser servidos —dijo mientras terminaba
de
ponerle salsa a los otros dos—. Una cosa es segura, hijo. —Mi
padre
acarició el rostro de Gaston—. La haya visto antes o no, esa es
una muy linda
cara.
Yo me acostumbré a ser avergonzada por mis padres, se había
vuelto costumbre cuando mi padre se encontraba en el lado malo de
la
locura y mi madre era la mujer en el poster de la reina del hielo,
pero esto
golpeó su punto más alto. Papá, casi acariciando la mejilla de Gaston,
bailando alrededor de la cocina con el busto desnudo de una
estatua
antigua, sonriendo como si estuviera loco como un sombrerero.
Si Gaston todavía quería verme mañana después del calvario de esta
noche, podía manejar casi cualquier otra cosa que le tirara.
Esperaba.
Mirando hacia Gaston, lo encontré mirándome, mirándome como si no
pudiera evitarlo. Tal vez es porque yo había actualizado mi rostro
de
caucásico a Tomate Rojo.
Echando un vistazo hacia la puerta, miré de nuevo a él con
expectación. No lo habría culpado tampoco. Como pariente de sangre
de esta familia, quería escapar por la puerta más de una docena de
veces al día.
Negando una vez, inclinó la cabeza hacia abajo hasta que pude
sentir su aliento caliente en mi cuello. —No puedes deshacerte de
mí tan
fácilmente.
Yo luchaba contra un mal caso de escalofríos en todo el cuerpo,
pero conseguí decir de una manera rápida—: Caray.
—¡adriana ! —gritó papá hacia las escaleras, llegando a sacudir el
infierno fuera de mí y recitar el gabinete de China, al mismo
tiempo—. ¡La
cena está servida! —Hizo una pausa en la parte inferior de la
escalera,
esperando una respuesta, que yo sabía hace mucho tiempo que nunca
recibirá. El único ser humano en la tierra que mi madre descuidaba
más
que a mí, era mi papá. Unos segundo más pasaron antes de que se
diera
la vuelta y se dirigiera hacia la mesa donde Gaston y yo tomábamos
nuestros
asientos.
—Espero que les guste —dijo mientras colocaba la Piccata de pollo
delante de Gaston.
Mirando hacia mí, con sus ojos llenos de intención, Gaston
respondió—:
Ya lo hace.

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