No sé cómo llegué al estacionamiento de un hotel fuera de
Monticello —sin un rasguño— pero supongo que tenía algo
que ver con los ángeles. Había numerosas alertas a través
de la radio sobre personas saliéndose de la carretera, y si alguien tenía
que salir por una emergencia, debía asegurarse tener un buen par de
neumáticos para la nieve.
Así que el hecho de que una joven que nunca había conducido
en la nieve o el hielo en su vida lograra conducir su auto sin siquiera
llantas para la nieve, por varios cientos de kilómetros, sin tener un
accidente, yo sabía que algún tipo de ser etéreo tenía algo que ver.
Agarré mi bolso y salí del auto. Mis tacones resbalaron y patiné a
través del estacionamiento, pero logré llegar al vestíbulo de forma
segura. El aire estaba perfumado con café y algún limpiador químico.
Pero se encontraba limpio y era un lugar donde Gaston no sería capaz de
encontrarme.
Sabía que él estaría buscándome—revisé mi espejo retrovisor
cada kilómetro, esperando ver los faros de su camioneta
encendiéndose y apagándose como señal para orillarme, pero nunca
aparecieron. Pero, de nuevo, ¿quién sabe? Quizás lo sobrestimé. Quizás
ya no le interesaba más cuando corrió desnudo en medio de la calle
helada, usando nada más que un bóxer. El pensamiento me deprimió
más. Quería que me persiguiera, una parte de mi no quería
reconocerlo, pero yo quería saber que significaba para él algo más que
una persecución de unos minutos.
Pero luego recordé el reluciente cuerpo desnudo de Mery y
esa sonrisa suya, y me juré que nunca querría volver a ver a Gaston Dalmau.
Caminé cuidadosamente a través del vestíbulo, como si estuviera
todavía caminando sobre hielo, y la recepcionista levantó la mirada. Su
sonrisa era cálida. —Buenos días —saludó.
—Hola —contesté, porque no había nada de “bueno” en esta
mañana—. Necesito una habitación, si hay alguna disponible.
No consideré que el hotel pudiera estar lleno. El pensamiento de
regresar al auto y manejar con los nudillos blancos varios kilómetros para
buscar el siguiente hotel hizo que mi estómago se revolviera.
—Seguramente tenemos una —dijo, sus dedos volando sobre el
teclado—. ¿Cuánto tiempo te quedarás con nosotros?
El mayor tiempo posible. Hasta el final de los tiempos.
—Hasta el domingo —dije. No quería estar en mi dormitorio o un
lugar donde yo pudiera ser encontrada.
—El cobro por día es hasta las tres, así que técnicamente se
supone que el cargo serán por cuatro noches —dijo, deslizando una
tarjeta llave a través de un dispositivo.
—De acuerdo —dije, sacando mi billetera.
—Pero es semana de Acción de Gracias y me gusta dar
“técnicamente” un día descanso en las vacaciones —dijo, mirándome
con esa sonrisa de nuevo.
No sabía cuánto costaría, ni siquiera sabía si la única habitación
que quedaba disponible era la suite presidencial. Sólo quería meterme
en una cama y dejar que el sueño me lleve lejos de la realidad.
Tomó mi tarjeta, estudiando mi rostro. Su sonrisa vaciló con
preocupación. —Cariño, ¿estás bien?
Grandioso. Yo era una obvia exhibición de mis emociones.
Supongo que mis ojos enrojecidos y cara hinchada no decían “todo
está bien”.
Asentí. —Sólo estoy cansada —dije, deseando que se cobrará
rápido para poder seguir con mi camino.
Dándome una copia de mi recibo, me entregó mi tarjeta de
nuevo. —Danos una llamada a recepción si necesitas cualquier cosa —
dijo, apoyando su mano sobre la mía. Palmeándola, me dio otra
sonrisa—. Dios sabe que los quiero, pero los hombres son un enorme
dolor.
No le pregunté por qué todas las recepcionistas de hoteles
parecían ser más perspicaz que los demás.
Intenté sonreírle de regreso, tomé mi tarjeta llave del mostrador. —
De acuerdo —contesté, antes de dirigirme hacia el ascensor.
Llegué hasta el tercer piso; incluso pude caminar por el pasillo y
entrar a mi habitación antes de que la siguiente tanda de lágrimas
comenzara. Para alguien que odiaba llorar, no había dejado de hacerlo
hoy. Tomándome unos segundos para quitarme los zapatos y el abrigo,
me deslicé entre las sábanas y cerré los ojos. Me dormí antes que las
siguientes lágrimas cayeran en mi almohada.
***
Pasé los siguientes tres días sin salir de mi habitación. Dormí casi
todo el viernes, vi la televisión sin prestarle atención, y no pedí mi
primera comida hasta el sábado por la tarde, ya que había perdido el
apetito. Aun así, tuve que esforzarme para terminar la mitad de mi
sándwich de queso a la parrilla. Entre cambiar canales y dormir, tomé
muchas duchas. Prefería el baño porque podía fingir que no lloraba
cuando el agua caía sobre mí. Incluso intenté encontrar un estudio de
ballet para poder bailar y poder sacar el dolor sofocante fuera de mi
sistema. Por supuesto, no hubo ningún estudio que abriera esté fin de
semana.
Apagué mi teléfono cuando desperté el viernes, ya que Gaston
había estado llamándome cada media hora desde la madrugada.
Supuse que él ya había estado en mi dormitorio y descubrió que yo no
estaba allí, y se volvía loco intentando averiguar dónde me encontraba
o se preocupaba por mí.
Al apagar mi teléfono, me recordé a mí misma que un hombre
que se acostó con otra mujer no tenía derecho a preocuparse por mí, y
que yo no debía contestarle para decirle que estaba a salvo.
Dormí tarde hasta el domingo, queriendo retrasar lo inevitable. El
hotel había sido como una cálida manta de seguridad, abrigándome
de la tormenta que venía a por mí, pero yo no podía ocultarme por
siempre. Tenía que volver a la realidad y desde luego, yo no arruinaría
mi vida por un chico que me engaño a la primera oportunidad.
El hielo y la nieve se habían derretido desde la tarde del viernes,
así que la carretera y mi Mazda se llevaron mucho mejor en este viaje, a
pesar que la carretera estaba cien veces más transitada este viaje
gracias a todos los turistas que regresaban a casa.
Ya era tarde cuando llegué. Me dije que no era una
cobarde por haber querido disfrutar de las vistas de la ciudad desde el
parabrisas de mi auto. Por supuesto, había estado viviendo en un
estado de negación todo el fin de semana, así que, ¿por qué debería
de detenerme ahora?
El estacionamiento se encontraba casi lleno otra vez, la luz de casi
todos los dormitorios encendidas y había gente regresando de un largo
fin de semana. Entrando a mi espacio asignado, apagué el auto y tomé
un par de respiraciones profundas antes de salir. No podía retrasar esto
por más tiempo.
Gaston y su camioneta no estaba a la vista, así que quizás yo tenía
razón y no valía más que unos minutos de persecución y un millón de
llamadas. El pensamiento me deprimió más.
Yo aún vestía la misma ropa que me puse el jueves, pero ahora
estaba arrugada, sucia y necesitaba lanzarla al bote de basura pronto.
Podía oler el incienso y escuchar débiles sonidos, incluso antes de
llegar al hueco de la escalera, que indicaban que India ya había
regresado. Eso era justo lo que yo necesitaba. Acurrucarme a su lado
mientras me hacía algún tipo de té hippy que contenga hierbas que yo
no quiero saber, mientras me daba un consejo sabio y encajaba alfileres
en un muñeco vudú parecido a él.
Empujando la puerta del hueco de la escalera, la cual se sentía el
doble de pesada que lo normal, me puse rígida cuando entré al pasillo.
La misma figura, en casi la misma posición que yo vi en mi espejo
retrovisor cuatro noches atrás, estaba en cuclillas en el pasillo, mirando
mi puerta como si estuviera rogando que le dejaran entrar.
Sólo había dado mi primer paso para regresar a las escaleras
cuando los hombros de Gaston se tensaron, justo antes de volver su
cabeza en mi dirección.
—Rochi —suspiró, diciéndolo como si fuera una oración.
Sacudí la cabeza, mis ojos se llenaron de malditas lágrimas
mientras seguía retrocediendo. Yo no podía con esto más. No podía
con Gaston, él terminaría siendo el motivo de mi muerte o la razón
de que terminé internada.
—Rochi. Por favor —rogó, abriéndose camino hasta mí. Se
tambaleó, como si se hubiera quedado sin fuerza o estuviera
cayéndose de borracho.
Seguí retrocediendo. Era la única manera en que yo podía
mantenerme protegida de él. Me iría hasta el fin del mundo si tuviera
que hacerlo.
—Rochi —repitió, su rostro retorcido. Apoyándose en la pared,
Gaston dio un par de pasos hacia mí. Pero no antes de que sus piernas
cedieran, su cuerpo entero derrumbándose sobre sus rodillas.
Fue instintivo, no racional, como yo respondí. Corriendo hacia él,
atravesándome un rayo de pánico de que estuviera muriendo. Nunca
había visto a Gaston débil; no pensaba así de él. Vulnerable, seguro, pero
nunca débil. Y allí estaba, incapaz de soportar su propio peso más de un
paso.
Deslizándome en el suelo junto a él, noté enseguida que su falta
de equilibrio y coordinación no era inducida por el alcohol. Su aliento
olía sólo a Gaston, y sus ojos estaban claros.
Pero cuando sus ojos se encontraron con los míos, se nublaron con
una emoción tan profunda que yo no estaba segura de poder descifrar
nunca.
—Dios, Rochi —susurró, su respiración pesada—, no vuelvas a
hacerme esto otra vez.
Sus brazos alrededor de mí, empujándome contra él con toda la
fuerza que le quedaba. No era un abrazo normal, de esos que me
hacían sentirme segura de todo el mundo; este era vacío y un poco
incómodo.
Apartándome de él, asegurándome de que no moriría en
cualquier momento, mi dolor se transformó en ira. En parte, porque no
debía estar aquí cuando ya no era bienvenido, y en parte porque no
quería mirarlo perdido otra vez. Tenía su rostro lleno de dolor cuando lo
rechacé.
—¿No vuelvas a hacerme esto otra vez? —Escupí las palabras
hacía él. No me importaba que estuviera débil; No se merecía ni un
poco de misericordia—. ¿No vuelvas a hacerme esto otra vez? —No era
capaz de decir algo más.
—Sí —dijo, mirando al suelo—, no vuelvas a hacerme esto otra vez.
¿Sabes cuan jodido estuve preocupado por ti? —Su pecho subía y
bajaba con sus palabras, como si el oxígeno no se quedara en sus
pulmones—. ¿Sabes cuántas veces te busqué por la ciudad para
asegurarme de que no estabas muerta en algún callejón? ¿Sabes
cuántos hospitales, estaciones de policía y estaciones de noticias llamé
cada hora para asegurarme de que no te habían encontrado en el
fondo de una zanja? —Levantó sus ojos hacia los míos, y brillaron como
ónix—. Así que, sí, no vuelvas a hacerme eso otra vez.
—Bien —dije, dándole otro empujón en el pecho. Por primera vez,
pude realmente moverlo—. Dejaré de hacer eso cuando tú dejes de
acostarte con zorras a mis espaldas. Oh, espera, he terminado contigo y
tus jodidos engaños, así que puedes acostarte con quien se te dé la
gana. —Empujándolo de nuevo, me levanté, lanzándome hacia mi
puerta. Necesitaba mantener las distancias de él justo ahora,
preferiblemente un Estado o dos, pero me conformaría con la puerta de
mi dormitorio.
—Tú no me has terminado —dijo, con los dientes apretados
mientras caminaba arrodillado hacia mí.
—Oh, sí, lo hice. ¡Terminé contigo, Gaston Dalmau! —grité, girándome
para abrir la puerta—. ¡TERMINE CON ESTO! —Abrí la puerta de golpe.
Gaston parecía querer entrar en la habitación, pero yo me las arreglaría
para cerrarle la puerta justo en la nariz.
Hizo una mueca, pero parecía que el dolor no era físico.
—¡El Infierno y Hades, ustedes dos! —gritó India, saltando de su silla
en la esquina y caminando a través de la habitación hacia nosotros—.
Dejen de hacer una escena. No son la primera pareja que tienen un
problema, dejan de actuar así.
Haciéndome a un lado, se inclinó sobre Gaston, bajando la mirada
al suelo. —Lo siento —gritó—, estamos intentando arreglar un situación
aquí. Y la arreglaremos aunque nos quedemos despiertos toda la
noche.
Mirando nuestro alrededor para después bajar la mirada hacia
Gaston, quien se encontraba apoyado en el marco de la puerta,
respirando como si aún no pudiera recuperar el aliento y la mirada fija
en el suelo como si esperara que esté se lo tragara. Jaloneando los
brazos de Gaston, tiró de él dentro del dormitorio. —Entra aquí, loco hijo
de perra.
Una vez que Gaston estuvo dentro, cerró la puerta y se apoyó
contra ella. Exhalando, miró hacia donde yo estaba de pie al lado de
mi cama, brazos cruzados y mirando a todas partes menos a Gaston.
—Escucha al hombre —dijo como si fuera una orden—, se lo ha
ganado y tú te lo mereces.
—Espera —mis ojos fueron hacia India—, ¿ya has hablado con él?
¿Realmente crees todas esas mentiras que seguramente te dijo?
India no era ingenua y si le creía, como todas las especies, los
humanos no eran de fiar, así que lo que fuera que le dijo Gaston, debía de
haber sido impresionante.
Una gran y gorda mentira, impresionante.
—Le creo —dijo, mirándome como si me estuviera comportando
como una niña—. ¿Tienes un problema con eso?
—Sólo como un millón —repliqué rápidamente—, amiga —la
acusé.
No funcionó. India era un pilar que no podía ser atravesado con
palabras de culpa.
—Escucha, amiga —añadió, arqueando una ceja—. Él está aquí.
Tú estás aquí. Discutan esta mierda y luego pueden volver a ser
miserables de nuevo.
Caminando hacia mí, me abrazó y me dio un fuerte y largo
apretón. Sus largos aretes de oro titilaron sobre mi hombro. —Hablen.
Escúchalo. Sé que parece difícil, pero en realidad no lo es —dijo,
moviéndose hacia la puerta—. Voy a estar por allí, si me necesitas.
Inclinándose sobre Gaston, le acarició la mejilla. Él no respondió.
—Aquí está tu oportunidad. No la desperdicies.
Abriendo la puerta, India lanzó una mirada hacia Gaston,
frunciendo el ceño. —Ve si puedes conseguirle a este hombre algo de
comer o beber. Estará tocando la puerta de la muerte pronto si no
bebe algo de agua. Y será mejor que bebas, loco hijo de puta —dijo,
pateando la pierna de Gaston—, por que una persona sólo puede vivir
siete días sin fluidos antes de que su cuerpo se venga abajo. Supongo
que llevas cuatro días.
Antes de cerrar la puerta detrás de ella, India me dirigió una
pequeña sonrisa de aliento, y entonces estuvimos sólo Gaston y yo.
A pesar de que estaba muy cabreada con él, por fin noté que se
encontraba cansado y débil, apenas capaz de recuperar el aliento,
mirando al suelo sin verlo.
—¿Realmente no has comido, ni bebido nada en cuatro días? —
pregunté, caminando hacia la nevera.
—No me acuerdo —respondió, con voz tan débil como el resto de
él.
—Maldita sea, tonto —murmuré, tomando un par de botellas de
agua en mi brazo y una barra de chocolate de India que yo escondí en
el fondo para casos de emergencia. Un hombre a punto de
desmayarse por no comer en días se calificaba como un caso de
emergencia.
Cayendo de rodillas frente a él, desenrosqué la tapa de una de
las botellas. —Aquí —dije, llevándola a sus labios—, bebe.
No fue una petición.
No se movió; su cabeza colgaba allí, con sus puños abriéndose y
cerrándose sobre sus muslos.
—Gaston —dije, levantando su barbilla para que nuestras miradas se
encontraran—, bebe esto. Por favor.
Sus ojos lucían tan vacíos como su abrazo se sintió en el pasillo.
Algo se retorció en mis entrañas, algo que iba más allá de cualquier
cosa que él hubiera hecho.
Separó los labios y levanté la botella hasta su boca y la incliné
para que un flujo constante cayera dentro de su boca.
Bebió, manteniendo sus ojos fijos en los míos, tragando todo lo que
le di hasta que la botella estuvo vacía.
Tuve que apartar la mirada porque no podía mirar esos ojos por
mucho tiempo.
—¿Mejor? —pregunté, apartando la botella a un lado y dándole
la siguiente.
Asintió, parecía que estaba a punto de jalarme hacia él.
—Bien —dije, levantando mi mano para estamparla en su mejilla.
No me di cuenta de lo que hacía, pero se sintió muy bien.
Al menos, se sintió bien hasta que sus ojos se cerraron mientras una
mano roja floreció sobre su mejilla.
—Lo siento —dije, inclinándome hacia él e inspeccionando su
rostro.
Acababa de golpear a Gaston. Duro. Y ni siquiera sabía que estaba
a punto de hacerlo.
Llegué hasta la cumbre de la montaña rusa, y ahora comenzaba
a bajar a toda velocidad.
—Gaston, Dios —dije, examinando su rostro. Me había reducido a un
monstruo emocional e instintivo—. Lo siento.
—Hazlo de nuevo —susurró, sus ojos todavía cerrados.
—¿Qué? —dije, con la esperanza de haber oído mal o que él se
equivocó de palabras—. No.
—Hazlo —abrió los ojos, su mirada se encontró con la mía—, de
nuevo.
Esta montaña rusa se venía abajo. De golpe. —No —dije otra vez,
preguntándome si mi bofetada lo dejó mal de la cabeza.
—Maldición, Rochi —gritó, agarrando mi muñeca mientras yo
trataba de apartarme—, ¡golpéame de nuevo!
—¡No! —Ahora yo también gritaba—. ¡Suéltame, Gaston!
—¡Golpéame! —gritó, levantando mi mano y lanzándola contra su
rostro—. ¡Otra vez! —Tomando mi otra mano, la llevó con velocidad a su
otra mejilla.
—¡Detente! —grité, intentando liberar mis muñecas de su agarre.
Sus manos eran de hierro sobre las mías, sin dejarme ir. Condujo la otra
palma hasta su rostro, y luego la otra—. ¡Detente! —lloré, mi garganta
contraída por mis sollozos.
No lo hizo. Golpe tras golpe, Gaston se abofeteó con mis manos
hasta que mis palmas picaron.
—Gaston, detente —lloré, sollozando con fuerza. Sus mejillas estaban
rojas, las marcas de mis dedos en su rostro—, por favor.
Entonces, tan pronto como comenzó, liberó mis manos,
dejándolas caer en mi regazo. Ardían, como si cientos de agujas
hubieran pinchado mis palmas, pero como me sentía por dentro dolía
peor.
Amaba al hombre roto arrodillado frente a mí—lo amaba como
nunca amaría a nadie más. Pero no podía estar con él. Por muchas
razones, este último episodio era el más reciente.
—¿Te sientes mejor? —dijo, retrocediendo, usando mi cama como
un respaldo.
—No —dije, secándome la cara con el dorso de mí abrigo,
mirando mis palmas como si no pudiera creer lo que eran capaces de
hacer.
—Yo tampoco —dijo, frotándose sus manos por el rostro.
Su respiración se había vuelvo más rápida, y partes de su rostro
que no estaban enrojecidas se encontraban pálida y pegajosa. Nunca
había visto a Gaston tan frágil, nunca me imagine que él pudiera serlo.
—Aquí —dije, dándole la barra de chocolate—, como esto.
—Pensé que no te importaba —dijo, jugueteando con la barra de
chocolate, inspeccionándola.
—No me importas —mentí, sentándome en una posición más
cómoda en el suelo—. Sólo cómela. No quiero que te desmayes porque
necesitaría una docena de tipos para sacarte de aquí.
Una de las esquinas de su boca se curvó mientras desenvolvía la
barra. Partiéndola en dos, me dio una parte. —Parece que necesitas
comer tanto como yo —dijo, rompió otro trozo—. Comeré si tú también
comes.
Suspiré, sabiendo que tenía razón, por mucho que quisiera que se
equivocara.
—De acuerdo. —Le di un mordisco, dejé que el chocolate se
derritiera en mi boca.
Mirándome, llevó todo su trozo a su boca. Lo masticó,
observándome como si estuviera contemplado su siguiente movimiento.
—No me acosté con Mery, Rochi.
Casi me atraganté con el poco chocolate que aún no se derretía
en mi boca. Él no quería comenzar por el camino fácil. Estaba agitando
la bandera roja a un toro.
—Claro que no lo hiciste —dije, quitándome los zapatos y
arrojándolos al otro extremo de la habitación—, te pidió prestada la
ducha. Mientras dormías desnudo en la cama. Con una botella vacía
de tequila en la mano.
Los músculos de su cuello se tensaron, su mandíbula apretada. —
No me acosté con ella, Rochi —repitió.
Reí sin humor. —Estabas borracho, Gaston. Hasta la mierda de
borracho —dije, tratando de no visualizar toda la escena en mi mente
otra vez—. ¿Cómo diablos puedes saberlo?
Me sentía insultada porque seguía negándolo todo. Gaston sabía
que yo no era una ingenua y el hecho de que me tratara como una
ahora era francamente insultante.
—¿Cómo diablos voy a saberlo? —repitió, su rostro crispado de
incredulidad—. ¿Cómo diablos voy a saberlo, Rochi? —Bien, ahora él era
el insultado—. Lo sé porque aunque me bebí hasta la última gota de
alcohol de todos los bares de mala suerte en esta ciudad, sólo hay una
chica con quien me gustaría acostarme. Hay sólo una chica con quien
fantaseo llevar a la cama.
—Déjame adivinar —reflexioné, golpeando mi sien—. ¿Mery?
Gaston golpeó el suelo con su puño. —¿Puedes dejar de hacer esto
tan difícil?
—¿Quieres dejar de acostarte con perras manipuladoras a mis
espaldas? —Fue un golpe bajo, pero comenzaba a sentir que lo
golpearía de nuevo.
—No puedo dejar de hacer algo que yo nunca he hecho —dijo,
la bomba parecía querer explotar en cualquier momento.
—¿Así que me estás diciendo que Mery apareció
mágicamente desnuda y recién bañada en tu dormitorio por arte de
magia? —Esperaba que sonara tan absurdo como lo era.
—¿Me creerás si te digo que eso fue lo que ocurrió? —preguntó,
pronunciando cada palabra lentamente, con sus músculos relajados.
—No —espeté—, pero estoy segura de que todo será muy
entretenido e imaginativo, así que por favor, cuéntamelo.
Tomó una respiración profunda, en realidad, trataba de no
morder mi anzuelo.
—Después de que dejé el restaurante, conduje de vuelta a casa.
Estaba molesto y enojado conmigo mismo por arruinar el día, así que
tomé una botella de tequila y subí a mi dormitorio y allí estuve hasta que
me emborraché.
—Hasta que estuviste hasta la mierda de borracho —aclaré.
—Rochi —dejó caer su mirada en mí—, ambos sabemos que me
tomaría más de una botella para poder estar hasta la mierda de
borracho.
¿Y qué importaba si él soportará beber mucho? No en ese día. No
con el estómago vacío. No después de haber dejado a su novia en
medio de la calle cubierta de nieve.
—Estaba algo mareado, claro, pero cuando me metí en la cama
esa noche, yo estaba solo. Y al menos tenía puestos mis bóxers.
—¿Así que Mery se metió en tu dormitorio, se desnudó, y se
metió a tu cama y a tu ducha?
—Quizás.
—¿Acaso tengo “tonta” tatuado en mi rostro? —pregunté,
mirándolo.
—Nunca he pensado que seas tonta, Rochi, así que no vayas por
allí ahora —dijo, casi gritando—. Te estoy diciendo lo que sé que pasó,
estoy admitiendo que no lo sé, pero te juro sobre la tumba de tu
hermano que no me acosté con Mery esa noche.
Retrocedí con las palabras, cabreándome de golpe. —No metas
a mi hermano en esto —advertí, señalándolo—. ¡No jures sobre su
tumba, bastardo mentiroso!
—De acuerdo —dijo Gaston, exhalando por la nariz—. No juraré
sobre la tumba de nadie. Sólo te daré mi palabra. No lo hice, Rochi. Te
amo. Sólo te amo a ti. —El dolor relampagueó a través de tus ojos—.
Necesito que me creas.
Reí. —Esto esta tan mal.
Dejando caer un trozo de chocolate a su costado, exhaló. Estaba
cansado y agotado, tal vez incluso más que yo.
—Entonces, necesito que confíes en mí, Rochi. —Levantando la
mirada, se encontró con mis ojos y no necesité leer entre líneas para
saber lo que intentaba decir.
Confianza. Lo que no le di meses atrás. Me pedía que confiara en
él, sabiendo que yo no podía negárselo. Sé lo que vi, así que no podía
creerle. Pero lo conocía, y por eso —sin importar cuán absurdo era
creerle esto— intenté que mi mente confiara en él.
—De acuerdo —suspiré, descubriendo que la confianza era tan
dolorosa como el amor.
La respiración que había estado conteniendo escapó de su boca,
las líneas se alisaron en su rostro. Su cuerpo se relajó. —Entonces,
¿estamos bien? —preguntó en voz baja, como si tuviera miedo de la
respuesta—. ¿Seremos capaces de superar el pasado?
Mis manos temblaban por el significado de esto. El fin.
—Confío en ti, Gaston —comencé, concentrándome en mis manos
temblando porque si veía su rostro me rompería de nuevo—, pero no
puedo seguir con esto ahora. Necesito tiempo.
Tuve que hacer una pausa para recobrar la compostura antes de
continuar. —No puedo seguir con esto, nunca sé lo que pasará a la
vuelta de la esquina. Necesito tiempo para mí misma. Para saber lo que
quiero y como encajamos en esto. Necesito concentrarme en la
escuela y el baile y lo que quiero en mi futuro. Necesito… tiempo.
Se quedó en silencio, sin moverse, todo el tiempo, dejándome
decir todo lo que necesitaba.
—Rochi —dijo después de un minuto de silencio—, ¿Estás diciendo
lo que yo creo que estás diciendo?
Su voz casi me hizo echarme a llorar de nuevo. —Sí —dije,
jugueteando con mis manos—. Creo que sí.
Contuvo la respiración, su cabeza cayendo hacia atrás contra el
colchón.
—Sólo necesito un poco de tiempo en este momento, Gaston —
agregué rápidamente, con ganas de darle una pizca de esperanza que
yo sabía que no debería darle—. Necesito un descanso del tornado que
eres y todo lo que somos.
—¿Cuánto tiempo? —Su voz fue un susurro, su mirada se centró en
mis manos temblando en mi regazo.
—No lo sé —respondí—. Un mes. Quizás más.
—¿Un mes? —jadeó, golpeando el suelo nuevamente.
—No lo sé, Gaston. Maldición, no sé nada justo ahora —dije,
sintiendo el control a punto de perderlo otra vez—. Lo siento.
Y era cierto. A pesar de todo lo que sucedió o no sucedió en el
dormitorio de Gaston la noche del jueves y en la mañana del viernes, yo
no quería lastimarlo. No quería ser responsable del dolor en su voz o la
agonía en su rostro.
Me estudió, observándome silenciosamente. Por lo que se sintió
una eternidad. Sus ojos no se perdieron ningún detalle.
Arrastrándose por el suelo hacia mí, sus manos entrelazadas sobre
las mías en mi regazo, donde aún temblaba.
—De acuerdo —dijo, su voz tensa—. Tómate tu tiempo. Tómate el
tiempo que necesites. —Inhalando fuertemente, dejó salir su respiración
lentamente—. Estaré allí cuando estés lista. Sin importar cuanto tiempo
te tome. Siempre estaré allí, rochi. Soy tuyo —respiró, apretando mis
manos—, para siempre.
Se puso de pie, bajando la mirada hacia donde me encontraba
sentada, me miró fijamente. Como si la idea de darse la vuelta y salir por
esa puerta fuera agobiante. Agachándose, besó la corinilla de mi
cabeza.
—Te amo, Rochi —dijo, volviéndose y dirigiéndose a la puerta—, y
lamento que el estar en tu vida la haga tan difícil. Y lamento ser un
pedazo de mierda en tu camino. —Abriendo la puerta, se detuvo antes
de cerrarla tras de él—. Haría cualquier cosa para hacerte feliz.
Tan pronto como la puerta se cerró, mis ojos revolotearon hacia
ella, deseando poder retroceder todo. Pero sabía que no podía. No
podía seguir haciéndome esto a mí misma. No era saludable todos estos
tipos de sentimientos embargándome.
Me quedé allí sentada en la misma posición, diciéndome que
cometí un gran error, sólo para recordarme que hice lo correcto, dos
segundo más tarde. No estaba segura de cuánto tiempo pasé jugando
al abogado del diablo cuando sonaron unos golpecitos en la puerta.
—Adelante. —Me dolía la garganta y mi voz era ronca.
India asomó su cabeza y frunció el ceño al verme en el suelo. —
¿Este bastardo sólo rompió tu corazón? —preguntó, entrando y
arrodillándose a mi lado.
Sacudí la cabeza. —No —dije—, pero creo que yo rompí el suyo.
—Ustedes dos —dijo, ladeando la cabeza—. ¿Cuándo van a
superarlo todo y seguir adelante, eh?
Mis manos habían dejado de temblar, pero estaban entumecidas.
Muertas.
—Quizás nunca —respondí—. Quizás nunca debimos estar juntos
en primer lugar. —Decir esas palabras dolieron más que llorar.
—te amo y eres como mi hermana, pero
puedes ser una idiota algunas veces.
Levanté la cabeza. Lo que necesitaba era la compasión de India
y un hombro para llorar hasta que mis ojos se secaran. No una voz que
me decía que acababa de cometer el peor error de mi vida.
—¿Cuándo dejaras de buscar todas las razones por las cuales no
deberían estar juntos y comenzar a centrarte en las razones por las
cuales luchar? —preguntó, el anillo en su ceja subió y bajo.
—India —dije—, a pesar de todos los pros y contras, se acostó con
mi archienemiga. Las razones que teníamos para estar juntos
desaparecieron junto con su bóxer.
—¿Gaston admitió que lo hizo? —preguntó, sentándose a mi lado—.
¿Qué se acostó con tu archienemiga?
—Claro que no admitió eso —espeté, mirando la barra de
chocolate a medio comer en el suelo—. Me dijo que no lo hizo.
—Entonces, la culpa es tuya —dijo India, sus ojos entrecerrándose
al mismo tiempo que me abrazaba—. Si dices que vas a confiar en un
novio, entonces debes confiar en tu novio. No le revoques ese privilegio
cuando más lo necesita.
—Oh, vamos, India —dije, cansada de discutir—. No tú también.
—Te digo mi opinión —dijo, llevando una mano hasta su pecho—.
Eres libre de cometer errores como el resto de nosotros. Pero creo que
por éste te arrepentirás el resto de tu vida.
—Gracias por subirme el ánimo —dije, levantando mi pulgar hacia
arriba—, amiga —añadí, para enterrar la daga un poco más profundo.
Ella no se dejó impresionar. —Hablando del Sr. Error Más Grande
de Tu Vida —dijo, sonriéndome dulcemente—. ¿Dónde está el folladorde-
archienemigas?
Me encogí de hombros. —De regreso en la escuela —supuse.
—¿Cómo? —preguntó, mirándome como si estuviera bromeando.
—Esa carcacha que consume un galón por cada dos millas y
todas esas jodidas abolladuras. —Y ella tenía el descaro de llamarme
tonta.
—Esa carcacha fue remolcada hace tres noches después de que
se presentó aquí —dijo, poniéndose de pie y caminando hacia la
ventana—. Uno de los chicos que merodeaba por allí el fin de semana
dijo que él condujo su camioneta justo en la puerta principal y la dejó
allí mientras te buscaba en cada piso y dormitorio. Supongo que
una camioneta bloqueando la entrada de unos de sus
dormitorios era una violación a las reglas de tránsito.
—Entonces, ¿cómo volverá a casa?
—A menos que haya una línea de autobuses
los domingo por la noche, creo que se irá
caminando —contestó India, mirando por la ventana.
—Tienes que estar bromeando —murmuré, sabiendo que tenía
razón. Gaston estaba lo suficientemente loco para intentarlo. O acabaría
atropellado, el pensamiento de alguna persona lastimándolo hizo que
mi estómago saltara hasta mi garganta.
—India —dije, esperanzada—, ¿podrías ir a buscarlo y darle un
aventón a casa? ¿Por favor? —Casi rogué.
—No puedo hacerlo —dijo, dejándose caer en su silla y
encendiendo su portátil—. Tengo más trabajo esta noche que un latino
con encanto.
—India —me quejé, dándole una carita triste que sólo hizo que
ella rodara los ojos.
—Lo siento, no puedo hacerlo —dijo, sacando algo del bolsillo
trasero de sus vaqueros—. Pero puedes usar mi querido auto. Te llevará
a donde quieres rápido y a salvo. —Lanzándome las llaves, me
despidió—. Date prisa. Él no puede estar muy lejos todavía.
Levantando la mirada hacia mí, sonrió. —Apresúrate, no vayas a
ser que pida aventón.
Mirándola, agarré mi bolso y me dirigí hacia la puerta.
—Ten un lindo viaje —gritó detrás de mí, ronroneando como una
descarada.
Mientras hice mi camino de regreso por el pasillo, bajé por la
escalera, y salí a la puerta principal, me debatí si irme en el auto de
India o en el mío. Tan pronto como salí a la fría noche de noviembre,
decidí. La elección eran los asientos de piel y calefacción.
Caminando entre autos lujosos, miré a mí alrededor, en realidad
no esperaba ver a Gaston, pero tenía un poco de esperanza. Apreté los
botones del llavero hasta que finalmente me las arreglé para quitar el
seguro al tercer intento. Deslizándome en el asiento, lo ajuste a mi
estatura, arranqué el auto y configuré la calefacción a la temperatura
más alta. El calor entró en mi cuerpo casi de inmediato.
Saliendo del estacionamiento, decidí conducir la ruta que yo
manejaba cada fin de semana cuando iba a ver a Gaston. No sabía que
camino tomó él —ni siquiera sabía si se fue caminando— pero era un
buen comienzo.
Recorrí unos cuantos kilómetros por debajo del límite de
velocidad, buscándolo de acera a acera, segura de que lo vería
aparecer en la siguiente cuadra. La siguiente cuadra resultó ser tres
kilómetros de carretera. India tenía razón.
No necesité más confirmación para saber que el hombre estaba
loco.
Su caminar era con propósito, con los hombros caídos y sus manos
dentro de los bolsillos, probablemente para mantener el calor. Pude ver
la niebla de su respiración desde media calle atrás. Estacionándome a
su lado, bajé la ventanilla.
—¿Necesitas un aventón, vaquero?
Su boca se curvó mientras seguía en la acera. —Las chicas no
deberían ofrecer aventones a los hombres locos que vagan por la calle
a altas horas de la noche.
Me recordé que estaba cabreada con él y que le pedí un tiempo.
Después de que lo envié a su casa. —Me gustan los hombres locos.
Deteniéndose, se dio la vuelta y caminó hacia el auto. —
Entonces, me encantaría un aventón —dijo, deslizándose en el asiento
del pasajero y sonriéndome. Era una sonrisa triste, porque no llegó hasta
sus ojos.
—¿Tienes frío? —pregunté, aumentando la calefacción.
Se encogió de hombros. —He tenido más frío.
Noté que ocultaba algo entre líneas, como un mensaje subliminal,
pero no estuve segura de qué.
—De acuerdo, entonces —dije, arrancando el auto—. Vas alguna otra parte?
Colocando sus manos en frente de la calefacción, apartó la
mirada de mí y miró por la ventana. —Tomaré “o alguna otra parte”.
Le miré. El calor distribuía el tenue aroma de Gaston. Cada
respiración que yo inhalaba olía a Gaston. Cada respiración dolía. —
Claro, como desees.
—Ambos sabemos donde quiero estar, pero dado a que no
puedo tener eso, entonces, está bien.
Bajé la mirada al reloj brillando en la oscuridad. Sólo habíamos
recorrido cinco minutos de un viaje de cinco horas. Si seguíamos
lanzándonos este tipo de golpes bajos ni siquiera llegaríamos juntos a la
interestatal.
—¿A qué viene todo esto? —pregunté—. Necesito un respiro. Tú
concordaste dármelo. Pero no dejaré que camines cientos de
kilómetros en el frío y en noche. ¿Podemos fingir que estamos bien?
—Sí, Rochi —dijo, echando su cabeza contra el respaldo del
asiento—. Puedo fingir lo que sea que tú quieras que finja.
Para cuando llegamos a la interestatal, Gaston y yo no habíamos
dicho una palabra al otro. Nunca habíamos dominado el arte de la
charla y dado que teníamos tantas cosas sobre nosotros, concordamos
mantenernos en silencio. A pesar de que esto no se sintió tranquilo.
En la primera parada, Gaston insistió en conducir el resto del
camino, y esas fueron las primeras y últimas palabras que me dirigió el
resto del viaje.

noo, que vuelvan yaa!! y subi de vecinos porfaa no me aguanto mas!!!
ResponderEliminarQue vuelvan me hisiste llorar cuando rochi le pidio un tiempo
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