sábado, 7 de abril de 2012

ANTES Y DESPUES DE ODIARTE CAPITULO 1


El sonido de abrir y cerrar las rejas en la prisión le había acompañado durante cuatro interminables años. En un lugar en el que no existe el silencio a ninguna hora del día ni de la noche, era ese chirrido el que se le clavaba en el cerebro. Allí, entre los ojos. Y esa repetición áspera se transformaba en una cruel cantinela que le recordaba que estaba encerrado... encerrado, encerrado...
Ahora, por fin, lo escuchaba a su espalda por última vez. Porque si de algo estaba seguro, era que únicamente muerto conseguirían meterle de nuevo en esa prisión. Aunque... existía un único motivo por el que podría pasar allí el resto de su miserable vida.Estaría dispuesto, una y mil veces, a volver a ese infierno si a cambio la viera, a ella, consumirse en el suyo.Con las pocas pertenencias que llevaba en la mochila al hombro fue contando los pasos que le alejaban de las rejas y el viciado olor a deshumanización.
Uno, dos...El olor aún llegaba con fuerza y penetraba por sus fosas nasales.Tres, cuatro...Se acercaba al portón por el que cruzaría el muro que componía la fachada, y la familiar peste seguía sin desaparecer.Cinco, seis, siete, ocho...Alcanzó el exterior. Sus ojos se clavaron en la última y solitaria garita, en medio del camino que terminaba en la carretera. Tal vez, pensó, la pestilencia desaparecería cuando el funcionario levantara la barrera y él la dejara también atrás. Pero no fue así. El olor continuaba allí. Estaba en su ropa, estaba en su piel. Ese olor repulsivo formaba ya parte de él.
Sin detenerse, alzó los ojos al cielo, cerrado y gris, y llenó sus pulmones de oxígeno. La sensación de libertad le alcanzó la sangre y recorrió sus venas hasta incrustársele en el corazón. Seguía estando junto al presidio, respiraba el mismo aire que le había mantenido vivo los últimos cuatro años, sin embargo, todo era distinto. No había guardianes, no había límites. Podía mirar a lo lejos sin que ninguna pared marcara el final. Podía caminar hasta la extenuación y pararse cuando se le antojara hacerlo.
Pero había algo en la ansiada y emocionante libertad que dolía. Dolía hasta el desgarro. Regresaba a un mundo que ya no era el suyo, a vivir una vida que no merecía. Coexistía con el sentimiento de que, aunque su condena fuera eterna, nunca acabaría de pagar el daño irreparable que hizo a quien tanto quería.
Una ráfaga de viento le azotó de frente. Observó el movimiento de los árboles que se hacinaban a las orillas del río. No recordaba que la naturaleza fuera tan verde ni tan majestuosa. Miró a su alrededor. Y, por primera vez en años, viéndose físicamente solo, se sintió dueño de sí mismo.

Volvió a golpearle el viento. La tarde en la que se le detuvo la vida también soplaba recio y helador. Aquel día el cielo amenazaba tormenta. Había salido de casa con el corazón tan encogido, que ni aun abriéndole el pecho hubiera podido nadie encontrarlo. Después llegó a aquel condenado polígono industrial convencido de que si esa tarde no moría de un infarto ya nunca lo haría.
Apretó con fuerza los párpados cuando las imágenes de aquellos momentos llegaron para torturarle una vez más el pensamiento.

—¡¿Dónde está la ambulancia, hijos de puta?! —grita a la vez que presiona sobre la herida que pierde sangre a borbotones—. ¡¿Vais a dejar que muera como un perro?!

Desesperado, arrodillado en el suelo, gira el rostro hacia los lados. Los agentes armados le observan sin apiadarse. Vuelve a gritar. En realidad no deja de hacerlo ni un instante, igual que no deja de apretar sobre el maldito agujero. Mira a su alrededor en busca de ayuda. Se siente impotente, perdido. Y de pronto la ve...

A su espalda, junto a todos esos policías, ella contempla cómo él se hunde en el abismo. Solo la mira un instante, y el poco oxígeno con el que se mantiene vivo se evapora. El aire agita el largo cabello rubio que ha acariciado tantas veces. Es el único asomo de humanidad que ve en ella, que se mantiene rígida, imperturbable. Como un juez. Su juez.

Sacudió la cabeza espantando recuerdos. ¿Cuántas veces le había atormentado ese instante concreto en el que la vio? Muchas. Cientos de veces en las que estaba despierto, como ahora. Cientos de noches mientras dormía en el duro camastro de una pequeña celda, acompañado por un intenso olor a sudor y por la respiración y los ronquidos de dos extraños.
Comenzó a andar con calma hacia el pueblo. El viento helado penetró a través de la cremallera abierta de su cazadora y continuó hostigándole del mismo modo durante los dos kilómetros de caminata. No le importó. Estaba acostumbrado a la temperatura gélida de la prisión, a la humedad. Este frío de ahora le gustaba. Tenía sabor a libertad y, además, acabaría en cuanto él decidiera cubrirse.
Gaston  tomo aire al recibir el estrecho saludo de bienvenida de peter. Esa era la parte que le había resultado más dura de la privación de libertad: no tener a quién abrazar y nadie que le abrazara en los momentos de desánimo. Aquellos interminables y duros momentos de desánimo.Había pasado medio día en el rellano de la escalera aguardando a que su amigo regresara del trabajo.. Pero él tomó asiento en un escalón, junto a la puerta, dispuesto a fumar con paciencia un cigarro tras otro. Estaba acostumbrado a pasar las horas como un camaleón al sol, inmóvil, mimetizado con el paisaje, ausente hasta de sus propios pensamientos.Le había fascinado viajar, desde el penal hasta el pueblo respirando libertad y percibiendo el lento despertar de sus sentidos mientras sus ojos devoraban cielos abiertos, llanuras verdes, montañas, gentes que no habían pisado ni jamás pisarían una prisión. Lo peor había sido la sensación de ser observado que le había acompañado todo el tiempo. Ni se le había ocurrido pensar que alguien pudiera mirarle porque le pareciera un hombre guapo. En los últimos cuatro años y un mes, había dejado de ser consciente de la atracción que despertaba su cabello rubio, ahora extremadamente corto; sus cristalinos ojos verdes; su complexión delgada y musculosa. No. Para él, las miradas que había sentido eran de reprobación porque llevaba escrito, en algún lugar visible que no podía concretar, que era un convicto. Que aun viviendo en libertad sería un convicto eternamente. Opinaba que incluso el suave color dorado que llevaba en la piel era el sello en el que todos veían las muchas horas transcurridas en el patio, bajo el tibio sol de otoño.

—¿Cómo no me has advertido que te adelantaban la salida? —preguntó peter tras el cariñoso recibimiento—. Te habría ido a buscar.
—No era necesario que abandonaras tus obligaciones para eso. Me ha gustado coger autobuses después de tanto tiempo.
—Pero habrás desperdiciado el día dando vueltas. Debiste avisarme.
—No creas que ha sido un desperdicio. He salido en cuatro miserables ocasiones del talego y siempre acompañado por el cura, como en una excursión de niños de colegio. —Presionó con su mano el hombro de peter , emocionado aún por el abrazo—. Te aseguro que, en esta salida de verdad, me ha venido bien enfrentarme a las dificultades en solitario. Además, tenía que usar el magnífico mapa que me hiciste —comentó sonriendo.
—Soy bueno, ¿eh? —bromeó al tiempo que abría y entraba en la casa—. Creo que estoy desperdiciando mi talento al trabajar con plantas en lugar de con lápices de colores.
Gaston  sintió un dolor agudo, como si las puntas de esos lapiceros le hubieran atravesado el corazón. Trató de recuperarse mientras recogía su mochila del suelo y, al erguirse, se encontró con la espalda inmóvil de su amigo. Le escuchó maldecir entre dientes y girarse hacia él.
—Lo siento. —La culpa le brillaba en sus ojos marrones—. No quise decir que tú...
—Sé muy bien lo que quisiste decir —respondió gaston —. No te disculpes por tonterías y pasa de una vez. —Le empujó con el hombro, riendo—. Estoy cansado de estar aquí fuera contando manchas en las paredes.
peter entró agitando la cabeza, recriminándose que a veces fuera tan bocazas. Gaston  caminó tras él, observándolo todo. La sencillez del piso destacaba desde el recibidor, pequeño y de paredes blancas, en el que había un aparador y un paragüero metálico.

Sin proponérselo, comparó la casa con la que él habitó en el centro y que la policía registró y puso patas arriba.
No sintió nostalgia. Cualquier rincón servía para dejar pasar la vida, pensó

—. Creo que tendremos que adelantar la lección de abrir puertas. Hoy te habría venido bien haber sabido franquear esta.
—Todo a su tiempo —dijo gaston—. Además, solo existe una puerta que me interesa forzar.
—Abrir, no forzar —puntualizó peter—. Abrir sin que se note que lo has hecho. No lo olvides.
—Descuida. No lo olvido.
—.prepárate para el viernes. Conozco un local en el que las mujeres...
—No te ofendas, peter , pero prefiero dejarlo para otra ocasión. —Buscó en su mochila el paquete de tabaco—. No me siento preparado para eso.
—Llevas años sin catar algo bueno. En realidad, ni bueno ni malo. Llevas años sin catar. —Alzó las cejas y balanceó la cabeza riendo—. No puedo creer que no te mueras por hacerlo.
gaston sacó un cigarro y lo giró entre los dedos mientras lo contemplaba como si fuera el primero que veía en su vida.
—Se puede decir que sí, que me muero por follar con una mujer, pero... —Se colocó el pitillo entre los labios y lo prendió—. Tal vez más adelante —propuso mientras expulsaba el humo de la primera calada.
Peter se sentó en el borde de la mesita, frente a su amigo.
—El miedo a fastidiarla es normal en estos casos —dijo en tono paternal—. Eso no te ocurre solo a ti. —gastonl bajó la mirada y jugueteó con el encendedor—. Por eso te estoy planteando ir de putas. Ahí ellas trabajan y tú pagas. No hay presión.

Gaston  rio. Le gustó eso de restar presión. La idea de estar con una mujer le seducía tanto como le aterraba. Antes de entrar en la cárcel pensaba que no se podía vivir sin sexo igual que no se podía vivir sin respirar o sin comer. Pero lo había hecho. Había estado solo durante cuatro años y había sobrevivido. Ahora el problema estaba en cómo y cuándo podría retomar algo para lo que no sabía si estaba preparado. ¿Qué recordaba, qué había olvidado? Existía un único modo de responderse y, si podía elegir, prefería hacerlo sin presión.

—Gracias. De verdad. Pero sé que no me apetecerá pasar mi primera noche en libertad en un lugar así. —Alzó sus desabrigados ojos verdes—. Lo que sí te pediría es que hoy me acompañaras hasta esa prisión. Imagino que será como todas, pero la novedad me pone nervioso.
—Eso está hecho —garantizó peter—. Te escoltaré hasta la misma puerta. En cuanto a las mujeres y todo lo demás, iremos a tu ritmo.
-Solo necesito situarme un poco —aseguró sin vacilar.
—Me parece perfecto. Recuerdas que comienzas el próximo lunes, ¿no? —preguntó mientras se alejaba por el pasillo —Lo recuerdo. —Aplastó la colilla en el cenicero calculando el margen de días que eso dejaba a sus intenciones.
No tendría que soportar rencillas ni broncas en las duchas, ni se vería obligado a comer el rancho saturado de grasa, ni a compartir la peligrosidad del patio, ni a hacer sus flexiones en una reducida celda. Solo se trataba de dormir. Dormir y salir de allí antes incluso de que asomara la luz del día.

En la radio sonaba la incombustible Footloose, de Kenny Loggins, y Rocio la tarareaba mientras se movía por la cocina para preparar su desayuno.

Tras los cristales, las hojas doradas de los árboles del parque se agitaban con las rigurosas ráfagas de un viento frío. Pero ella, con el cabello aún desordenado sobre sus hombros, era la imagen palpable de la serenidad. Hacía rato que se había puesto en marcha la calefacción, y la temperatura le permitía andar por la casa vestida tan solo con el breve pantalón y la camiseta de tirantes con los que le gustaba dormir.

Había madrugado. Quería estudiar con detenimiento el catálogo de tejidos que habían recibido de una nueva firma. Si les gustaban los diseños, la incluirían entre los proveedores de la tienda que regentaba junto a su socia y amiga, mery.

Abrió el catálogo sobre la mesa, al lado de su desayuno, y bailó en dirección al frigorífico. Balanceaba las caderas a la vez que sus pies, cubiertos por unos gruesos calcetines blancos, saltaban sobre las baldosas azules. Cogió el brick de leche y, con la misma danza de brincos, alcanzó de nuevo la mesa. Llenó hasta el borde el tazón, que ya contenía café negro, y regresó sobre sus pasos. Al llegar de nuevo al frigorífico se detuvo un instante. Rozó con los dedos las letras imantadas que formaban la palabra «Tsamoha». Apartó la s hacia un lado y después hizo lo mismo con la h. Suspiró, como si algo en aquel simple acto le provocara dolor, y acarició de nuevo las que permanecían en su lugar.

Dos horas después, asombrada por la cantidad de tiempo que había consumido, se disculpaba por teléfono.



—, si a ti te gusta, yo pienso lo mismo —dijo mery con voz calmada

Continuó hablando a la vez que ponía un poco de orden en la cocina. Aún tenía que hacer la cama, ducharse, vestirse y llegar hasta el comercio. Le gustaba ir caminando, ensancharse los pulmones con el aire fresco de la mañana y disfrutar del bullicio con el que comenzaba a llenarse la ciudad.

Al cabo de veinte minutos salió del portal, en Botica Vieja. Un golpe de viento le agitó el cabello y se detuvo sin llegar a pisar la acera. Sujetó el catálogo entre las rodillas y mordió con fuerza el asa del bolso. Con las dos manos libres, se agarró la melena, la enrolló como si tratara de escurrirla y se la metió bajo su abrigo gris, de mohair.

No percibió la ira de unos ojos verdes que controlaban sus gestos. El peligro no siempre se huele. El sexto sentido no siempre funciona. La actitud, casi siempre alerta de rocio, esa mañana se distrajo.

Condujo su mirada en dirección al parque y los jardines, pero alzó la vista para contemplar el movimiento de las copas de los árboles. No prestó atención a la figura alargada y oscura que apoyaba la espalda en el tobogán rojo del parque infantil.

Introdujo la correa de su bolso por la cabeza y se lo colgó en bandolera. Se colocó con tranquilidad los guantes y recuperó el catálogo de entre sus piernas, Y, confiada, sin reparar en que una mirada de hielo la acompañaba, se dirigió al puente levadizo que une el barrio con el centro .

Gaston, no estuvo preparado para el impacto que sintió al verla. No había contado con que la encontraría con tanta rapidez. Ni siquiera había estado seguro de que ese fuera en realidad su domicilio. ¡Le había mentido en tantas cosas! Pero sí. Aquella había sido y seguía siendo su casa. La suerte, por una vez en la vida, estaba de su parte. Lo que había creído que sería una espera larga e inútil, había resultado ser breve y provechosa.

Pero le había pillado desprevenido. Verla fue un estallido de furia, de rencor. Un temblor incontrolado se apoderó de sus dedos. Sujetó el cigarrillo entre los labios y metió las manos en los bolsillos. Para no salir tras ella, se apretó contra la bajada del tobogán hasta que el borde redondeado se le clavó en la espalda. La había encontrado dichosa, como si las vidas que había destrozado no contaran. Y deseó acercarse, mirarla a los ojos y decirle que el momento de ajustar cuentas había llegado. Que riera mientras le quedara tiempo, porque después solo podría llorar. Que él llevaba años viviendo con un único propósito: acabar con ella.

Pero no se movió. Permaneció encogido y tenso bajo su cazadora de cuero y su gorro de lana. Observó de lejos su figura poco nítida y dejó que el resentimiento le fuera empapando hasta desbordarle. Se recreó con la dolorosa sensación. Sabía que cuanto más la odiara más certero estaría en su venganza.

Rocio  llegó a la escalera de caracol. Él arrojó el cigarro al suelo y corrió. Atravesó la carretera sorteando coches y se arrimó a los edificios de Botica Vieja. Avanzó con la rapidez de un felino mientras ella ascendía. Cuando comenzó a cruzar sobre el puente él ya estaba debajo, fuera de su área de visión.

Con el mismo cuidado la siguió por las calles. Los semáforos fueron una zona de riesgo. Si ella los pillaba en rojo, él se detenía. No podía acortar distancia. Alzaba el cuello de su cazadora y trataba de pasar desapercibido. Si ella los encontraba en verde, a él se le cerraban y los atravesaba esquivando el tráfico para no perderla.

Además estaba lo de su visión. La persecución le había demostrado que era cierto lo que había escuchado durante años: la prisión anula la capacidad de ver de lejos con nitidez.

No se le daba bien el acecho. Más que cazador, él había sido presa arrinconada. Pero ahora se invertía esa malentendida cadena de supervivencia. Ahora él no tenía nada que perder. Ahora él pasaba a ser la alimaña sin corazón.

Llegaron a la zona peatonal de la calle. Allí fue más sencillo seguirla, al amparo de árboles y bancos, y mezclado entre el gentío que entraba y salía de los comercios. Hasta que ella entró en uno.

Se encajó el gorro hasta los ojos, se aseguró que el cuello le cubriera hasta la nariz y pasó ante la puerta y el escaparate.Una mirada disimulada y rápida y retuvo todos los detalles.

Ella hablaba con la dependienta mientras parecía examinar una pieza de tela que estaba sobre el mostrador. Era evidente que era una cuidada tienda de decoración, y que ella estaba allí para hacer cambios en su viejo piso.

Recordó el último en el que Manu y él vivieron. Era injusto, pensó. Que ella lo tuviera todo mientras a él no le quedaba nada, era injusto, pero no era algo nuevo. Tenía siete años cuando descubrió que la vida ni es justa ni es fácil.

Resopló para expulsar un poco del veneno que le estaba nublando la razón. Tenía que apartarse de ella para no hacer una tontería que lo estropeara todo. Además ya había visto suficiente, al menos de momento.

Se preparó para pasar de nuevo ante el escaparate. Esta vez no miraría. Simplemente se alejaría de allí. Cogió aire y se frotó las manos, una contra otra. No entendía por qué no dejaban de temblar. Las metió en los bolsillos de su cazadora, alzó los hombros y bajó la cabeza. Caminó despacio, camuflado entre sus ropas, consciente de que en algún momento rocio podía poner sus ojos en él.

Un fuerte golpe en el hombro le desestabilizó. Se detuvo y echó un vistazo al tipo que había pretendido atravesarle. Su rostro se quedó lívido. Sus manos se crisparon en el interior de los bolsillos y el temblor cesó. Inmóvil ante la puerta, le vio entrar mientras recordaba la primera vez que se encontraron.

Fue en el piso de rocio. Una tarde.No han quedado, pero necesita verla, escuchar su voz, su risa; acariciarla. Lleva un gran ramo de rosas rojas que interpone entre su rostro y la puerta para que sea lo primero que ella vea. Pero ni siquiera las mira. Está demasiado nerviosa. En lugar de echarse a sus brazos, tartamudea al preguntarle qué hace allí. Y él, como un tonto, deja caer las flores en la entrada, la besa, la coge por la cintura y la arrastra por el pasillo mientras le dice que está loco por ella.El juego cesa en cuanto alcanzan la cocina.El tipo está allí, de pie, junto a la ventana, con una copa en la mano. Su actitud es desafiante. Su mirada está cargada de odio. «¿Qué está pasando aquí?», se pregunta mientras suelta a rocio  y se mantiene firme aceptando un desafío que no entiende.Es ella quien rompe el embarazoso silencio. Lo hace a la vez que se baja la camiseta, que ha terminado enrollada a la altura del sujetador.

—Te presento a pablo —dice con voz temblorosa—. Es un amigo.

No le cree. No puede hacerlo después de verla alarmada, confusa. Después, la desconfianza y los celos no le dejan vivir durante días. Pero en algún momento olvida la preocupación. Ella es convincente cuando a él le asaltan las dudas. A su incansable respuesta, «es un amigo», le siguen caricias, besos, palabras de amor, noches apasionadas. ¡Cómo no va a creerla, si le jura que le ama con toda el alma, si se abandona a él con un ardor imposible de fingir, si el tipo no vuelve a aparecer... hasta el final!

Apartó los recuerdos cuando lo vio dentro de la tienda. Abrazaba a rocio mientras ella reía. Echaba la cabeza hacia atrás y reía como había hecho cientos de veces a su lado, como había hecho mientras le engañaba y abría para él las puertas del infierno. Apretó los dientes hasta que el chirrido le perforó el cerebro. Asqueado y furioso, comenzó a caminar hacia la plaza. No podía estar allí más tiempo sin que la cólera lo devorara. No podía soportar ser testigo de que nada había cambiado para ella durante los cuatro años que él había subsistido entre tinieblas.

—Lo siento —susurró gaston mientras retorcía el gorro entre los dedos, enrojecidos por el frío—. Tenía que haber cuidado de ti...

El dolor era tan grande y tan profundo que lo abarcaba todo, lo oscurecía todo. No hizo ningún esfuerzo por contener las lágrimas. No eran las primeras que derramaba en aquel cementerio, ni siquiera ante aquella sepultura. Pero sí las primeras que vertía allí por él; una parte irreemplazable de su vida.

—Perdóname por no haber sabido cuidarte —repitió en voz baja—. Soy yo quien debería estar ahí dentro.

Acarició con la mirada los surcos tallados en la lápida hasta completar el nombre de Manu.
—Manu —leyó en un susurro—. Nadie debería morir a los dieciocho años.
Las últimas palabras se fundieron con un gemido desgarrado. Volvió a enroscar la lana entre los dedos y miró hacia los lados, hacia las tumbas y panteones adornados con flores. La tarde avanzaba y la luz se extinguía. Los escasos visitantes se alejaban con andar exhausto, como si también a ellos les costara arrastrar su alma solitaria. Se preguntó si alguno se sentiría tan responsable de la pérdida de su ser querido como se juzgaba él mismo.
Tomó una gran bocanada de ese aire de lamentos, y caminó hacia su derecha con paso decidido. Se detuvo ante un ramo de crisantemos rojos que cubrían parcialmente el nombre de Aura sobre una gruesa losa de granito gris. Pensó que era un nombre dulce sobre una materia impersonal y fría; lo único que quedaba cuando la fatalidad tomaba las riendas de una vida.
«Disculpa», musitó antes de coger dos flores con cuidado.
Regresó ante el lecho de Manu. Se arrodilló e introdujo los tallos en una de las anillas que estaba encajada junto a los nombres de los seres que allí descansaban. Ahora ellos velaban por el sueño del chico.
—No tengas en cuenta que son robadas, ¿de acuerdo? —Oprimió con fuerza los párpados y apoyó el rostro en la fría piedra, junto a los crisantemos—. ¡Perdóname! Perdóname tú, porque yo no puedo hacerlo. —Tras unos segundos alzó la cabeza y se pasó por la cara la manga de la cazadora—. Pero lo pagará. Lo juro. Juro que ella pagará por todo el daño que nos hizo.


ADAPTACION DEL LIBRO DE ANGELES IBIRIKA

3 comentarios:

  1. ayy me dejastes con la intriga k habra exo rochi para k la odie tanto subi rapido el proximo cap besos

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  2. nha... q horror.. qe fue lo q hizo ella??? re bolud... no entiendo nadaaaa... necesito mas cappp ahora... ser... necesito mas novee...

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  3. muy buena la adaptacion, me atrapo! quiero saber que paso ☺

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